- Por werkenrojo
- febrero 17, 2020
Bruno Leipold – Profesor de Teoría Política en
la London School of Economics and Political Science
Traducción: Andrea Pérez Fernández
– 16/02/2020
A menudo, se concibe a Karl Marx como un pensador
estrictamente económico. Pero, el reconocido socialista era un demócrata
comprometido y sus escritos ofrecen potenciales remedios para democratizar
nuestro antidemocrático sistema político.
Existe una amplia aceptación, por parte de la
izquierda europea y estadounidense, de que nuestras instituciones democráticas
están fallando. Desde la campaña de Bernie Sanders a favor de una revolución
política contra las estructuras de la oligarquía estadounidense hasta la
apuesta de Rebecca Long-Bailey por abolir la Cámara de los Lores en el Reino
Unido y dar, así, un “choque sísmico” al Estado británico, los
socialistas democráticos más destacados son conscientes de que el movimiento
por un orden social más justo es inseparable del impulso por democratizar
nuestros sistemas políticos.
Los problemas son bien conocidos: la influencia de
las empresas y las élites sobre la toma de decisiones y la legislación, un
poder ejecutivo descontrolado o unos representantes ausentes e irresponsables.
Nuestros sistemas políticos alienan a los que están sujetos a sus decisiones y
amenazan con bloquear cualquier gobierno socialista que llegue al poder. Sin
embargo, no está tan claro qué cambios concretos podrían empezar a encarar
estos problemas.
La obra política y constitucional de Karl Marx es
una fructífera fuente de ideas. Esto puede sorprender, ya que normalmente Marx
es considerado un pensador estrictamente económico, con poco que decir acerca
del diseño de las constituciones e instituciones políticas.
Y es cierto que Marx nunca desarrolló, plenamente,
una teoría constitucional propia. Pero, este reconocido socialista era un
demócrata comprometido, cuyos escritos contienen una crítica matizada del
constitucionalismo liberal y del gobierno representativo, así como un esbozo de
las instituciones populares que deberían reemplazarlo.
Muchas de estas ideas –la necesidad de hacer rendir
cuentas a los representantes, la importancia de la supremacía legislativa sobre
el ejecutivo y la necesidad de una transformación popular más extensiva de los
órganos del Estado, especialmente de la administración pública– estaban
inspiradas por la experiencia de Marx de la Comuna de París, la sublevación de
la clase obrera que controló brevemente la ciudad, de marzo a mayo de 1871.
También estaban cerca –y, en parte, eran deudoras– de una vieja tradición radical
de pensamiento político que abarcaba a los Cartistas británicos, los demócratas
franceses y los antifederalistas estadounidenses (tradición que Karma Nabulsi,
Stuart White y yo exploramos en nuestro próximo libro: Radical
Republicanism).
Sería un error entender las ideas de Marx como un
plan de acción al que ceñirse rígidamente. Sus escritos no proporcionan
suficientes detalles para ello –no sorprende en alguien que se oponía a
escribir “recetas para las cocinas del futuro”– y ningún pensador
debería ser tratado como un repositorio fijo de verdad. Pero, mientras pensamos
en cómo democratizar nuestras instituciones políticas, los escritos de Marx son
un recurso importante al que acudir.
Significativamente, esto nos ofrece una oportunidad
para recordarnos, a nosotros mismos, la centralidad de la democracia en el
socialismo. La democracia no es únicamente una precondición necesaria para
construir el socialismo, sino que nuestra motivación para democratizar el
sistema político surge de la misma fuente que nuestro deseo de democratizar la
economía: la idea de que las personas deberían tener el control sobre las
estructuras y fuerzas que moldean sus vidas.
“El sufragio universal servirá al pueblo”
Marx creía que el sufragio universal era un
prerrequisito esencial para el socialismo. En su momento más optimista pensaba
que “su inevitable consecuencia… es la supremacía
política de la clase obrera”.
Sin embargo, le preocupaba que el gobierno
representativo estuviera socavando el potencial emancipatorio del voto al otorgar
a los funcionarios electos una gran discreción sobre el cómo votar y actuar de
los órganos legislativos. Las elecciones regulares dotan a los votantes de un
importante poder sancionador –pueden elegir echar a los vagos–, pero los
representantes no están formalmente atados a los deseos del electorado. Esto
–creía Marx– creaba una clase de funcionarios que no rendían cuentas, con más
probabilidades de representar sus propios intereses de élite que los de sus
constituyentes.
Marx respaldó varios mecanismos para reducir la
brecha entre representantes y representados. El más importante de ellos: la
revocación. Esto daría a los ciudadanos el poder de sancionar inmediatamente a
los representantes, en lugar de esperar años para las siguientes elecciones. Marx
bromeaba, diciendo que los mismos empleadores que confiaban en su “sufragio
individual”, para “poner al hombre correcto en el lugar correcto y,
si alguna vez cometía un error, corregirlo rápidamente”, estaban
horrorizados ante la idea de que el sufragio universal pudiera implicar un
poder similar para los votantes.
Marx apoyó, también, los “mandatos
imperativos”, que posibilitan que los electores den instrucciones
jurídicamente vinculantes a los representantes, que permiten a los ciudadanos
participar directamente del proceso legislativo y que prohíben a los
funcionarios electos incumplir sus promesas de campaña. Por último, fue crítico
con los largos períodos parlamentarios y abogaba por elecciones mucho más
frecuentes. A propósito de la demanda de elecciones anuales de los Cartistas,
Marx señaló que era una de las “condiciones sin las cuales el sufragio
universal sería ilusorio para la clase obrera”.
Juntas –argumentaba Marx–, estas medidas
transformarían el gobierno representativo: “En vez de decidir una vez
cada tres o seis años qué miembro de la clase dirigente iba a tergiversar al
pueblo en el Parlamento, el sufragio universal… serviría al pueblo”.
En la política contemporánea, la Izquierda no
siempre ha tenido tanto éxito como la Derecha a la hora de avivar la rabia
contra los representantes ausentes o irresponsables. Boris Johnson y sus
amigotes de los medios canalizaron eficazmente la indignación de los votantes
de izquierda, por el papel del parlamento británico en las negociaciones del
BREXIT en una narrativa de “pueblo contra parlamento”. En Italia,
la derecha populista del Movimiento Cinco Estrellas logró un significativo
éxito inicial por medio de su ataque a los políticos corruptos y de su promesa
de implementar un mandato imperativo entre sus representantes y miembros. Eso
ha facilitado a los liberales el descartar las críticas al gobierno
representativo y las contramedidas como el mandato imperativo por ser
objetivamente populistas.
Pero, sería un error que la Izquierda cediera este
terreno a la Derecha. Puede que las recomendaciones de Marx no sean exactamente
la mezcla institucional que acordemos, pero deberían formar parte de nuestro
arsenal constitucional, cuando consideramos cómo hacer que los representantes
rindan cuentas y cómo dar voz de verdad a la ciudadanía en su democracia.
Un crítico del ejecutivo
A pesar de sus dudas acerca de la democracia
representativa, Marx veía al legislativo como algo central en la política
democrática. Elogió la Comuna de París, por asignar puestos de tipo ministerial
a miembros del propio consejo comunal, en vez de crear un presidente y gabinete
escindidos de la legislatura.
Para Marx, el exceso de poder ejecutivo era,
incluso, más peligroso que los representantes distantes. Fue especialmente
crítico con la Constitución francesa de 1848 –que consolidaba la Segunda
República francesa–, por establecer un presidente elegido directamente que
tenía el derecho a perdonar a los criminales, a desestimar los consejos locales
y municipales, a iniciar tratados extranjeros y, lo que es más grave, a nombrar
y despedir ministros sin consultar a la Asamblea Nacional. Marx insistía en que
esto generaba un presidente con “todos los atributos del poder
monárquico” y un legislativo que “pierde [perdía] toda
influencia real” sobre las operaciones del Estado. La constitución
–denunciaba– se había limitado a reemplazar la “monarquía
hereditaria” con una “monarquía electiva”.
Uno de los motivos por los que Marx polemizaba
contra los ejecutivos poderosos era que le preocupaba que escaparan al control,
supervisión y escrutinio popular. Además, desconfiaba de la naturaleza personal
del poder presidencial, con líderes que se presentaban como la “encarnación…
del espíritu nacional [poseyendo], una especie de derecho divino”,
otorgado a ellos “por la gracia del pueblo”.
Al leer, hoy, estos comentarios, es fácil pensar en
el presidente Donald Trump. Y, de hecho, hay algunos paralelismos intrigantes
entre Trump y Louis Napoleón –el Presidente que, finalmente, derrocó la Segunda
República–. Pero, el problema más estructural es la presidencia imperial de los
Estados Unidos, que no está vinculada a una supervisión significativa por parte
del Congreso –y cuya creación fue enérgicamente instigada por el Partido
Demócrata–. Problemas similares acosan a la constitución británica y fueron
explotados por Tony Blair durante la guerra contra Irak y Boris Johnson durante
las negociaciones de BREXIT. La constitución vigente de Francia, aprobada en
1958, bajo el mandato de Charles de Gaulle, fue concebida específicamente para
concentrar el poder en manos del ejecutivo –un legado acogido con entusiasmo
por parte del presidente Emmanuel Macron–.
Los escritos de Marx nos recuerdan que no hay que
confundir la crítica al parlamentarismo –la idea de que los funcionarios
electos son los principales actores de los proyectos de reforma– con un ataque
indiscriminado al legislativo. Sin duda, los parlamentos existentes dejan mucho
que desear; y existen cuestiones organizativas importantes y de largo recorrido
sobre la relación entre el movimiento socialista, en general y la
representación socialista en el Parlamento.
Pero, la respuesta no puede ser confiar en el poder
de los tribunales para defender y avanzar en los objetivos progresistas o
colocar a un socialista al timón de un todopoderoso ejecutivo –o, en todo caso,
jurar que se buscará la representación legislativa por completo–. El
legislativo es el más democrático de los tres poderes estatales –los fundadores
federalistas estadounidenses querían limitar sus poderes por algo– y los
socialistas democráticos deben defenderlo de la intrusión de los poderes
ejecutivo y judicial.
Transformando la burocracia
Las ideas de Marx sobre la representación y el
legislativo implicarían reformas serias y trascendentales para la mayoría de
los gobiernos representativos modernos. Pero, son sus opiniones sobre la
burocracia las que se apartan más radicalmente de los sistemas políticos que
conocemos.
Marx deseaba una transformación fundamental del
Estado que pusiera a los trabajadores corrientes en el centro de la
administración pública. Propuso abrir la burocracia estatal a elecciones
competitivas y someterla al mismo poder sancionador de la revocación por el que
abogaba para los representantes. A ojos de Marx, esto haría que el Estado
dejara de ser un cuerpo separado y ajeno que mandaba sobre el pueblo, para
pasar a encontrarse bajo el control de este. Transformaría a “los
altivos amos del pueblo en sus siempre removibles sirvientes, una responsabilidad
actuada por una responsabilidad real, ya que actuarían continuamente bajo
supervisión pública”.
Estos comentarios estaban en consonancia con la
vieja desconfianza –e, incluso, aversión– que Marx sentía hacia los burócratas
–algo irónico, dada la frecuente asociación de la figura de Marx con el
estatismo burocrático–. Los acusó de ser una “casta entrenada”, un
“ejército de parásitos del Estado”, una clase de “aduladores y
sinecuristas ultraremunerados”. Y sostenía que los “trabajadores llanos” eran
capaces de llevar a cabo los asuntos del gobierno más “modesta,
concienzuda y eficientemente” que sus supuestos “superiores
naturales”.
La visión de Marx es, indudablemente, atractiva.
Demasiado a menudo la gente común está sujeta a los caprichos de burócratas
entrometidos; obligada a pasar por interminables aros sólo por asegurar sus
medios de existencia. Pero, en una sociedad moderna y compleja, su postura se
enfrentaría a obstáculos formidables. Entre ellos, la insuficiencia de
conocimientos técnicos y la captura empresarial de administradores inexpertos.
Como mínimo, es difícil imaginar una burocracia muy democratizada sin una
esfera económica que la acompañe y que dé a la gente muchísimo más tiempo para
participar en la administración pública –y en la que la gente quiera asumir
dichas obligaciones–.
Los escritos de Marx no ofrecen ninguna guía real
acerca de cómo funcionaría su plan para democratizar la burocracia. Si acaso
tenía un modelo en mente, este parecía aproximarse a la antigua Atenas, donde
los ciudadanos rotaban entre ser gobernantes y gobernados a través del uso de
loterías que asignaban posiciones administrativas –una característica de la
democracia ateniense que fue escasamente entendida y en gran parte olvidada, en
el momento en el que Marx escribía–.
En particular, este es el elemento de la antigua
democracia que ha emergido recientemente, en la teoría y práctica democráticas,
como una vía potencial de abordar algunos de los defectos del gobierno
representativo. Se habla mucho, por ejemplo, de las asambleas ciudadanas:
grupos de personas seleccionados al azar a los que se les encomienda la tarea
de deliberar y hacer sugerencias sobre políticas o reformas constitucionales
específicas. Las asambleas ciudadanas se han empleado, en Irlanda, para debatir
enmiendas constitucionales y, en las provincias canadienses de la Columbia
Británica y Ontario, para el diseño de propuestas de reforma electoral.
Asimismo, una campaña en curso está presionando para que formen parte de
cualquier futura convención constitucional del Reino Unido.
El teórico político estadounidense John McCormick
ha presentado una interesante propuesta para una forma moderna del tribuno de
la plebe romano. El órgano tendría 51 miembros, elegidos por sorteo entre la
población en general (salvo el 10% más rico) y podría proponer legislación,
iniciar referendos y someter a juicio político (impeachment) a los
funcionarios públicos.
Este tipo de sistema de elección aleatoria podría
ser una forma de realizar algunas de las esperanzas de Marx de un sistema
político en el que los ciudadanos se encargaran, directamente, de las tareas de
gobierno y administración pública.
Marx el demócrata
Marx siempre creyó que el gobierno representativo
suponía un enorme avance respecto a los regímenes absolutistas que reemplazó.
Pero, también, disputó su ecuación con la “democracia”. En su
lugar, argumentó que los cambios institucionales descritos anteriormente
generarían un sistema político con “instituciones realmente
democráticas”.
Para Marx, estas estructuras eran vitales para el
avance del socialismo en la esfera económica: pensar que los socialistas podían
hacerse cargo de las instituciones estatales existentes y conducir el barco
directo hacia el socialismo era un grave error –que el mismo Marx admitió haber
cometido en ocasiones–. Los socialistas “no pueden, simplemente,
apoderarse de la maquinaria –ya engranada– del Estado y empuñarla para sus
propios fines”, escribió. Si el poder político debía permanecer “en
manos del propio pueblo”, era imperativo para este “desplazar la
maquinaria del Estado, la maquinaria gubernamental de las clases dominantes,
por una propia”.
Esta sigue siendo una de las aportaciones políticas
y constitucionales más importantes de Marx: la transformación económica radical
debe ir de la mano de una radical transformación política. Desconocer la
segunda debilita la primera.
En un momento en el que el socialismo es, a un
tiempo, resurgente y frágil, los puntos de vista de Marx sobre la democracia
popular merecen mayor atención. El modo en que decidamos realizar sus ideas
depende de nosotros.
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