domingo, 22 de marzo de 2020
A pesar de las duras circunstancias que
estamos viviendo (y lo que nos queda) y de que nadie sabe a ciencia cierta el
qué, el cómo y el porqué de lo que está pasando; si parece que van
delimitándose ciertas coordenadas y parámetros de lo que será. Tal vez algo
borrosos a causa del temor con el que vivimos está situación.
Antes de la pandemia, parecía bastante clara
la imposibilidad de seguir adelante con la lógica devastadora del capitalismo.
Ahora, aunque en un momentáneo segundo plano, la realidad sigue siendo la
misma. Deambulamos como depredadores por un mundo de recursos menguantes como
si no hubiera mañana. Lo hacemos sin la más mínima conciencia de este hecho,
concediendo el privilegio a unos pocos de dirigirnos al cataclismo. A pesar de
todo, no es tan fácil dirigir a sociedades acostumbradas a la inmediatez, a la
satisfacción a través del consumo, a la identificación absoluta con la
dictadura del salario. No es fácil porque esto se acaba, al menos para la
inmensa mayoría, y lo que viene no puede ser asimilado sin más.
Los poderosos necesitan planificar el futuro
para seguir controlando la situación. Para ello, deben modificar con urgencia
el imaginario colectivo de lo que ellos llaman democracia. Necesitan
transformar el orden social y adaptarlo a una realidad cambiante para asegurar
que nada cambia. Y necesitan hacerlo saliendo, por supuesto, reforzados y
vencedores, idolatrados por las masas para perpetuar al sistema.
Cualquiera que haya pretendido o pretenda
cuestionar el modelo social que rige nuestras vidas, vive el aislamiento de esa
sociedad en primera persona. Sabe lo duro que es y lo fácil que resulta
sucumbir. Si esto sucede la sumisión es total. Ahora, todos estamos aislados y
la sumisión se acelera.
En estas circunstancias y amparados por el
sagrado “bien común”, el Poder despliega dos de sus tentáculos más poderosos
buscando sentar las bases de ese orden social renovado que necesita para el
futuro inmediato.
La manipulación psicológica está haciendo que
amemos a los que nos explotan gracias a sus pequeños gestos de caridad, que
vitoreemos a los que hasta ayer nos golpeaban cuando defendíamos nuestros
derechos, que adoremos a los que nos han robado hasta el último céntimo desde
sus poltronas. Y no sólo eso, están consiguiendo que nos identifiquemos con
ellos y ejerzamos de policías sin placa. Estamos cavando nuestra propia tumba.
Pero también necesitan ejercer la coerción
pura y dura. Han militarizado las calles por nuestro bien, se intensifican los
métodos de vigilancia, se acentúa la brutalidad y la impunidad campa a sus
anchas.
Mención especial merece la combinación de
ejército y servicios sociales que se está empezando a gestar. Tal vez esto sea
el futuro, la gestión de la miseria imperante a través de una burocracia de lo
social que define con criterios arbitrarios quién merece vivir y quién no. Una
fuerza militar a pie de calle para dar salida a esas decisiones y aplacar
cualquier atisbo de disidencia.
Mientras tanto, el resto atrapados en una
vida compuesta de trabajo y hogar (ambas cosas en claro descenso) aislados del
mundo que les rodea. Al menos, hasta que alguien decida que, simplemente, ya no
eres necesario.
Publicado por Quebrantando el Silencio en 21:23
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