José Luis Carretero
23 marzo 2020 0
Foto:
Álvaro Minguito
Según
transcurren los día, y el efecto mortífero de la pandemia se hace cada vez más
notorio, la dinámica propia de la economía capitalista se vuelve más
acusadamente un asunto de clase: determinadas actividades siguen funcionando,
pese a no ser en modo alguno esenciales —como la obra pública o el
telemarketing—; los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo se
multiplican, enviando al desempleo a decenas de miles de trabajadores mientras
destacados capitanes de industria se permiten salir en los medios de
comunicación haciendo promesas de ayuda al sistema sanitario que no terminan de
cumplir.
Los
sindicatos combativos fuerzan el cierre de grandes empresas que, sin embargo,
pese a las órdenes de los poderes públicos, siguen abiertas sin cumplir las
medidas de prevención necesarias, gracias a la fuerza —de auténtica vida y
muerte, como podemos ver ahora— que implica la coacción del sistema salarial:
tienes necesidades básicas y careces de medios de producción, luego tendrás que
vender tu fuerza de trabajo, aunque te pongas en peligro tú mismo y a tu
comunidad.
Mientras
tanto, los servicios públicos esenciales siguen funcionando gracias a toda esa
multitud de trabajadores y trabajadoras que han sido invisibilizados en las
últimas décadas, incluso por la autodenominada “izquierda”: los obreros de
cuello azul, los trabajadores manuales, los “chavs” de barrio. Los que no
tienen tres posgrados, o, más bien, esas cualificaciones no son necesarias para
el trabajo que prestan. Las cajeras, los reponedores, los limpiadores y
limpiadoras, los “basureros”, los transportistas, los conductores de autobús y
de metro, los portuarios, los teleoperadores. El proletariado de las contratas
y subcontratas, siempre flexibilizado y precarizado, siempre abandonado por el
discurso divino de una izquierda “alternativa” que entiende “el fin del
trabajo” como una especie de utopía de clase media en la que todos nos
dedicamos a la creatividad virtual y el estudio ecosocial mientras el metro y
la limpieza viaria siguen funcionando todos los días por arte de magia, y no
como un avance autogestionario sobre la producción que permita repartir el
trabajo socialmente necesario en una sociedad de la abundancia vital —que no
del consumo— para todos.
¿Quién
nos limpia la basura? ¿Quién, literalmente, limpia la mierda de nuestras
calles? Es una pregunta que se vuelve imperiosa cuando de la limpieza depende
la profilaxis que evite el contagio, cuando la limpieza se vuelve, también, una
cuestión de vida o muerte
Uno
de esos sectores imprescindibles, que resulta curioso mencionar cuando todo
duerme en la normalidad capitalista, porque deviene invisible a los ojos de la
vulgata posmoderna, es el de la limpieza viaria. ¿Quién nos limpia la basura?
¿Quién, literalmente, limpia la mierda de nuestras calles? Es una pregunta que
se vuelve imperiosa cuando de la limpieza depende la profilaxis que evite el
contagio, cuando la limpieza se vuelve, también, una cuestión de vida o muerte.
No nos engañemos, eso es así todos los días del año, pero solo desde hace una semana
nos hemos vuelto, dolorosamente, un poco más conscientes de ello. ¿Cómo
trabajan los que limpian las calles? ¿En qué situación están? De nuevo, un
asunto de clase.
Joaquín
M., militante del sindicalismo combativo de la limpieza viaria en la ciudad de
Madrid (un área estratégica de la vida de la capital que el “gobierno del
cambio” de Manuela Carmena no quiso recuperar para lo público, porque debió
pensar que tenía cosas más importantes que hacer) no cuenta que los primeros
días los trabajadores siguieron desplazándose en furgonetas ocupadas por cuatro
o cinco personas, aunque esto ya no sucede; que se han establecido turnos, para
que ahora sólo trabaje al mismo tiempo el 50% del personal; que les han
indicado que vayan ya vestidos con el uniforme al centro de trabajo, y que
vuelvan a su casa también sin quitárselo, para que no usen los vestuarios de
los cantones. También nos cuenta que ha habido gente con familiares de riesgo
en casa que han ido a trabajar; que no hay geles ni el líquido especial que se
dijo que se iba a usar para desinfectar las calles, sino que se está usando
jabón y lejía diluida. Para desinfectar los camiones, en lugar de hacer una
limpieza exhaustiva les dan un bote de lejía y los trabajadores lo aplican en
los sitios “donde piensan que van a tocar”. En horario nocturno se han
generalizado los baldeos mixtos (un operario con la manguera y otro en el
camión).
Las
limpiadoras y los limpiadores, pues, combaten al virus en las calles, muchas
veces con medios precarios y con una situación previa de precariedad laboral y
vital
Miguel
Montesinos, presidente, por la parte sindical, del Comité de Seguridad y Salud
de la Unión Temporal de Empresas que realiza la limpieza viaria en Alicante,
nos cuenta que hay escasez de guantes y de mascarillas; que al menos tres
trabajadores de riesgo —por tener hechas traqueotomías— siguen trabajando
durante la semana pasada; y que la empresa no responde a la reivindicación
sindical de mantener una reserva de trabajadores en casa, para poder usarla si
se producen bajas por la enfermedad en los próximos días, una petición
reiterada de las organizaciones sindicales del sector en toda la geografía
española.
Por
su parte, Vanesa Toledo, delegada sindical de Solidaridad Obrera en ESMASA, la
empresa pública de limpieza viaria de Alcorcón, una ciudad proletaria cercana a
Madrid, incide también en el hecho de que la empresa no quiere escuchar las
reivindicaciones de los trabajadores, que se circunscriben a la puesta en
marcha de una reserva de un 50% de la mano obra en casa, turnándose para
trabajar cada dos días, para no tener que cesar el servicio en caso de
expansión de la enfermedad entre la plantilla, y a la utilización de mecanismos
de movilidad funcional para que todos los trabajadores puedan dedicarse a la
limpieza viaria, abandonando actividades absurdas en estos momentos como el
borrado de grafitis o la limpieza de fachadas de los edificios públicos.
Vanesa
también nos avisa del caos administrativo que puede provocar la decisión de que
el servicio de salud informe directamente a las empresas de las bajas médicas,
dado que, al no poder explicitar en la comunicación a que se deben dichas
bajas, los servicios administrativos de las empresas no podrán dilucidar si se
trata de contingencias comunes o profesionales, abriéndose la posibilidad de
que los trabajadores no reciban la totalidad de las prestaciones que les
corresponden.
Las
limpiadoras y los limpiadores, pues, combaten al virus en las calles, muchas
veces con medios precarios y con una situación previa de precariedad laboral y
vital. Una precariedad que se agrava por el hecho de que, en la mayoría de los
casos, la deriva neoliberal de las últimas décadas ha provocado que el servicio
se preste por contratas privadas, propiedad en muchos casos de grandes estructuras
empresariales participadas por todo tipo de fondos e instrumentos de inversión
internacionales, que buscan el máximo beneficio, a base de contener los costes
laborales y las inversiones en medios materiales.
Un
ejemplo, entre otros, de este tipo de estructuras es FCC, la gran empresa
multiservicio que tiene contratada en parte la limpieza viaria en la ciudad de
Madrid. FFC obtuvo un beneficio en 2019 de 266 millones de euros, un 6% más que
el año anterior. Controlada por Carlos Slim, un multimillonario mexicano,
alcanzó una cifra de negocio en 2019 de 6.276 millones, y ello pese a la
investigación abierta en Panamá y España contra la empresa por un escándalo de
corrupción vinculado al pago a políticos y funcionarios panameños para
obtención de contratos de construcción.
Contratas
públicas millonarias. Multimillonarios de ambos lados del Océano. Corrupción y
pelotazos. Y Remunicipalizaciones que no terminan de implementar los que
vinieron “a asaltar el cielo” una vez se afincan en los mullidos sillones del
poder.
Trabajadores
precarios de contratas, subcontratas y empresas públicas infradotadas,
limpiando, en la noche, las calles del virus asesino que nos atemoriza a todos,
sin que nadie les dé la palabra. No hay duda: un asunto de clase
Trabajadores
y trabajadoras que limpian las calles, nos transportan, nos dan de comer, nos
curan y nos cuidan en los hospitales. Trabajadoras y trabajadores que hacen
propuestas para mejorar el servicio cuando todo se derrumba, cuando el pánico
ataca, pese a estar en la calle con medios precarios y tener que volver, cuando
termina la jornada, a viviendas precarias que a duras penas pueden permitirse
pagar.
Millonarios
con cuentas en Panamá, que parlotean como posesos en los medios de comunicación
más comerciales. Trabajadores precarios de contratas, subcontratas y empresas
públicas infradotadas, limpiando, en la noche, las calles del virus asesino que
nos atemoriza a todos, sin que nadie les dé la palabra. No hay duda: un asunto
de clase.
Este material se comparte con autorización de El Salto
No hay comentarios:
Publicar un comentario