Thomas
Meaney – Yascha Mounk, 07 diciembre 2014
Si resulta que la tecnología de la
información tiene relevancia histórica a nivel mundial, no es por su promesa
económica, menos aún porque puede facilitar la caída de los dictadores, sino
porque la tecnología de la información hace evidente que la historia que las
democracias han contado sobre sí mismas por más de dos siglos ha sido un
engaño.
La democracia, tal y como la
conocemos en el mundo moderno, está basada en un acuerdo peculiar. La palabra a
la que le rendimos semejante homenaje significa “el gobierno del pueblo”, pero
si acaso podemos asegurar que nos gobernamos a nosotros mismos, lo hacemos de
una manera bastante indirecta. Cada pocos años, los ciudadanos de las
democracias modernas se abren paso hasta las urnas para emitir su voto frente a
un restringido número de candidatos. Una vez que se han eximido de este deber,
sus representantes elegidos toman las riendas. En el funcionamiento diario de
la democracia, el público queda marginado.
Este no es el aspecto que alguna vez
tuvo la democracia. En la antigua Atenas, los ciudadanos constituían, a lo
mucho, la quinta parte de la población, el resto eran mujeres, niños,
residentes extranjeros y esclavos. Sin embargo, aquellos atenienses que sí
contaban como ciudadanos tenían voz directa en cuestiones de justicia y guerra.
La idea de que un pueblo debe reunirse en público para discutir cómo actuar no
era exclusiva de los griegos (varias sociedades indígenas de Asia y América
deliberaban de manera similar), pero en el mundo moderno no se ha intentando a escala
masiva algo que se aproxime a la democracia directa.
Los fundadores de Estados Unidos
fueron muy firmes al decir que no podía ser de otro modo. “El cuerpo entero del
pueblo no puede actuar, hacer consultas o razonar reunido, porque no puede
andar quinientas millas ni perder el tiempo ni hallar un espacio lo bastante
grande para reunirse. Por tanto, la propuesta de que son ellos los mejores
guardianes de su libertad es falsa, son los peores que se pueda imaginar, no
son guardianes en absoluto”, declaró John Adams. Por más de doscientos años,
casi todo pensador político ha concedido que las limitantes de espacio y tiempo
hacen impracticable la democracia directa. Incluso aquellos que no compartían
la aversión de los fundadores de Estados Unidos hacia el gobierno popular
(Robespierre, Bolívar o Lenin) han reconocido que las instituciones
representativas son inevitables.
En tanto la democracia directa era
impracticable dentro de los confines del Estado territorial moderno, la
aseveración de que las instituciones representativas constituían la forma más
verdadera del autogobierno era casi plausible. Pero ahora, a principios del
siglo XXI, la afirmación de que la democracia directa es imposible a nivel
nacional, y más allá, ya no es creíble. Como las limitantes de espacio y tiempo
se han debilitado, la suposición ubicua de que vivimos en una democracia parece
encontrarse muy lejos de la realidad. Quizás el pueblo de México no quepa en el
Estadio Azteca, pero puede reunirse en plataformas virtuales y legislar a distancia,
si eso es lo que quiere. Pero casi nadie desea ser tan activo en política o
reemplazar la representación con una responsabilidad política más directa.
Cuando se les pide que se informen más sobre los temas políticos importantes
del día, la mayoría de los ciudadanos rehúsan con amabilidad. Forzados a tener
una opinión informada sobre cada ley y reglamento, habría muchos que con gusto
montarían barricadas para defender su derecho a no regirse a sí mismos de una
manera tan farragosa.
El reto que implica la tecnología de
la información no recae en la posibilidad de adoptar formas de democracia
directa sino en el inquietante reconocimiento de que ya no soñamos con
gobernarnos a nosotros mismos. La sola palabra “democracia” critica la realidad
de muchos Estados modernos. Se necesita un grado considerable de fantasía para
creer que cualquiera de los gobiernos modernos “se debe” al pueblo, si no es,
acaso, de la manera más incidental. En la era digital, afirmar que la
participación política de la gente en la toma de decisiones hace de la
democracia una forma de gobierno legítima no es sino otra vacuidad. Y la única
aseveración de legitimidad que le resta (que da oportunidad frecuente para que
el pueblo se deshaga de los líderes que le desagradan) es claramente menos
inspiradora. La democracia fue en algún tiempo una ficción reconfortante, ¿se
ha convertido en una ficción inhabitable?
Que si las llamadas “democracias”
modernas están hechas “para” el pueblo es otra pregunta apenas más abierta que
la anterior. Por un lado vivimos en Estados altamente burocráticos que
requieren grados de competencia técnica en constante aumento. Esperamos que
nuestros gobiernos hagan siempre más y que lo hagan mejor. Entre más se cumpla
con nuestras expectativas, el gobierno se vuelve menos aprehensible en términos
cognitivos y el control democrático es menos posible. Por el otro, en muchos
países partidos populistas impacientes han llegado al poder prometiendo
remediar la injusticia política y económica de maneras más rápidas que las
permitidas por los principios y procedimientos liberales. Colocada entre estos
dos polos de la tecnocracia burocrática y el populismo mayoritario, la
ideología democrática en su variedad estadounidense del medio siglo, que se
hace llamar “democracia liberal” –armada con su profesado compromiso con la
libertad de expresión, su sistema de equilibrio de poderes y sus múltiples
partidos–, es cada vez menos capaz de satisfacer a sus poblaciones y de atraer
a nuevos adeptos. No es difícil detectar los signos del desafecto: en todo el
mundo, los ciudadanos comunes están comenzando a comprender que la confiada
suposición de que la democracia liberal traería consigo prosperidad, seguridad
y cierta tranquilidad existencial sea quizás un espejismo.
Hay tres razones principales para
esta aguda crisis de legitimidad de la democracia. La primera está enraizada en
los nuevos bocetos que los diseñadores del capitalismo global han introducido
en los planos de los gobiernos nacionales durante las pasadas cuatro décadas. En
los años setenta, un movimiento reformista que albergaba un profundo
escepticismo hacia los méritos de la gobernabilidad democrática de la economía
recorrió Bonn, Washington, Londres y, al fin, París. En el despertar de las
crisis del petróleo y la fuerte inflación de esa década, el movimiento, una
coalición de liberales y libertarios, creyó que había identificado debilidades
significativas en los gobiernos democráticos, cuyos ciclos de elecciones
animaban políticas inestables y miopes que, al parecer, solo beneficiaban a
los lobbies poderosos, a ciertos grupos de votantes, a
intereses especiales y a la burocracia misma. Aún más preocupante era el hecho
de que los bancos nacionales centrales estaban dirigidos por miembros de los
gobiernos elegidos por votación popular, quienes incrementaban la inflación
para impulsar el empleo y jugaban con las políticas monetarias para
estimular booms económicos de corto plazo. Para remediar esos
“malos hábitos”, estos autoproclamados emancipadores del mercado lanzaron con bombo
y platillo su convocatoria para que los Estados rindieran mejores cuentas y
fueran eficientes. Esto significaba, sobre todo, aislar las políticas
monetarias de la política electoral, abriendo ciertos sectores del mercado
doméstico a una mayor competencia internacional, eliminando los controles sobre
el capital y demonizando la inflación que por décadas había sido el medio
principal de las democracias capitalistas para redistribuir la riqueza.
Lo que comenzó como un proyecto
ideológico, como una opción entre otras que los encargados de formular las
políticas podrían haber elegido, ha asumido desde entonces su propia lógica
persuasiva. Las decisiones económicas de los años setenta han contribuido a
moldear la forma que cobró la globalización. Ahora, con el comercio mundial más
dominante que nunca y las economías domésticas, incluso de las naciones más
opulentas, en profunda dependencia de las inversiones extranjeras, las
predilecciones ideológicas de unos cuantos gobiernos se han convertido en la
preocupación de todos. Hay una buena razón para que ahora los políticos de las
corrientes mayoritarias tomen decisiones basándose más en variables como el
riesgo de la fuga de capitales y las reacciones de las agencias de calificación
que en cálculos tradicionales como la voluntad de sus electores. Este cambio en
el cálculo político ocurrió porque el electorado más significativo de las
democracias ya no son los votantes sino los acreedores de la deuda pública. No
cabe duda que algunos políticos están muy agradecidos de poder vestir sus
preferencias con el lenguaje de la necesidad perteneciente al capital global.
Pero muchos otros se someten a la lógica de la economía globalizada con genuino
pesar, y para todos aquellos que sientan la tentación de desviarse del programa
hay varios países (desde Grecia, en Europa, hasta Argentina, en Latinoamérica,
o Zimbabue, en África) que muestran panoramas de la severidad que puede
alcanzar el castigo.
La segunda, y más palpable, razón
para que se agudice el tono del fatalismo democrático radica en el fracaso de
este libre mercado. El aumento generacional de la prosperidad, que a menudo se
consideraba el resultado, o el prerrequisito, tanto de la democracia liberal
como de la social, ha disminuido dramáticamente. Las economías pobres del sur,
a lo ancho de todo el mundo, y las economías ricas de Occidente, han entrado en
fechas recientes en posiciones de desequilibrio político-económico similares,
pero desde sentidos opuestos.
Por ejemplo, en el mundo árabe, las
autocracias se mantuvieron estables en tanto los bajos niveles de oportunidad
se vieran igualados por bajas expectativas en los prospectos de empleo futuro.
Al subir las expectativas, durante las décadas pasadas, se socavaron las bases
económicas para la estabilidad del régimen. En contraste, la brecha de
expectativas en Occidente se ha producido no al elevarse las expectativas sino
al disminuir las oportunidades. El punto de inicio fue la víspera de la Primera
Guerra Mundial, cuando Occidente presumía de una población cada vez más educada
que disfrutaba de oportunidades económicas en apariencia ilimitadas. En la
actualidad, una generación con mejor educación compite por un menor número de
empleos satisfactorios. Si bien puede ser cierto que Egipto y Estados Unidos se
encuentran en diferentes etapas de su desarrollo económico y político, la
brecha de expectativas en que radican las protestas contra el statu quo en
ambos países guarda similitudes impactantes.
El problema de la brecha de
expectativas indica un punto vulnerable en la política democrática liberal.
Mientras que los líderes y ciudadanos de las democracias liberales han llegado
a creer que su sistema produce, de manera natural, mejores resultados que otras
formas de organización, sus teóricos más honestos mantienen desde hace tiempo
que el logro central de la democracia liberal es mucho más modesto: garantiza
un proceso político que permite a las personas tomar malas decisiones sin poner
en riesgo el orden político entero. Pero no garantiza buenos resultados
políticos o económicos.
Si el centro de la democracia liberal
capitalista puede dividirse con una brecha de expectativas, tenemos razón para
preguntarnos si, después de todo, lo que llamamos “democracia” será en realidad
tan distinto de otros sistemas políticos: quizá solo nuestra arrogancia nos ha
impedido verla como un tipo de gobierno entre muchos otros, uno más que lucha
por satisfacer las altas expectativas de sus pueblos en tiempos de una economía
anquilosada y estratificada. Al igual que las monarquías, las oligarquías y las
autocracias, las democracias son también mortales. Este sentido solo puede
agravarlo la tercera razón para el debilitamiento de la ideología de la
democracia liberal: la fe no se extendió profusamente desde el principio mismo.
La palabra “democracia” se adaptó a las realidades locales de maneras mucho más
variadas que las que admitirían los estadounidenses. Fuera de algunos casos
atípicos como la India y Estados Unidos, en cuyas profundidades provinciales
aún es posible encontrarse con una especie de celo religioso por algo llamado
democracia, muchas personas de las democracias nominales alrededor del mundo no
se consideran herederas de una dispensa sagrada, y tampoco tendrían por qué.
Países tan diversos como Turquía y
Tailandia –para hablar de dos que en la actualidad están atravesando severas
crisis democráticas– vieron en principio algunos ejemplos de Occidente cuando
quisieron elegir un modelo político para sus Estados. Sin embargo, al momento
de su nacimiento, solo fueron capaces de plantar un semillero de democracia
burguesa, sancionada por Occidente, en un sector relativamente pequeño de sus
poblaciones urbanas. Para el campesino de las regiones rurales de Capadocia y
Patani, la “llegada de la democracia” no se diferenció mucho de las formas de
clientelismo y patrimonio que la precedieron y que siguieron coexistiendo con
ella: una década uno le daba su operador político ciertos bienes; a la
siguiente, votaba por él. Pero, claro, conforme estas masas antes rurales
tienen nuevas exigencias para sus Estados, ganan elecciones y utilizan
recursos, no es de sorprender que los habitantes de Estambul y Bangkok se hayan
enfrentado a ellos en una batalla antipopulista, al mismo tiempo que
desarrollaban una preferencia por los derechos humanos y los valores liberales.
No se trata de perdonar las tácticas
violentas y populistas de Recep Tayyip Erdoğan en Turquía y de Yingluck
Shinawatra en Tailandia, sino solo de subrayar un hecho bien conocido sobre el
delgado velo de la “democracia” en el siglo XX: a menudo prosperaba al
excluir a un vasto número de ciudadanos rurales de su participación en la vida
política y económica de la nación. Siempre ha sido más fácil alcanzar la
“democracia” cuando los ciudadanos comparten el mismo universo moral y mental.
En los lugares donde no lo hacen, es apenas escandaloso que la ampliación del
derecho al voto incluya estallidos de violencia. A la inversa, es revelador que
el uso más frecuente de los procedimientos de democracia directa en el mundo
(los engañosos referéndums de California, Suiza y Crimea) se dé para proteger
los privilegios económicos y las falaces solidaridades étnicas que se
consideran amenazadas por quienes no se benefician de ellos.
Si quienes están fuera continúan
congregándose alrededor de la palabra, es porque durante gran parte del siglo
XX “democracia” fue sinónimo de modernización, crecimiento económico y
realización individual. Por esta razón, todos los países se anuncian hoy como
democracias, pero el adjetivo general obscurece una serie de realidades
políticas que exigen una evaluación más honesta. No hay, en el mundo actual, un
convoy constante de naciones que converjan en la democracia liberal, sino
monarquías que intentan mantener a raya la democracia (Marruecos, Jordania y
Arabia Saudita); oligarquías que presumen de ser democracias sociales
(Indonesia); repúblicas teocráticas (Irán) y patriarcados totalitarios (Corea
del Norte); gobiernos democráticos populistas que enfrentan levantamientos
elitistas (Tailandia, Turquía y Venezuela); oligarquías socialistas
gerontocráticas (Argelia); oligarquías pretorianas (Burma); gobiernos
democráticos populistas que enfrentan levantamientos de su propio electorado
(Brasil y Argentina); autocracias antiliberales (la Federación de Rusia);
democracias antiliberales (Hungría) y repúblicas plutocráticas constitucionales
(Estados Unidos). Incluso esta tipología tosca pide que nos hagamos la sencilla
pregunta: ¿no estaría mejor el mundo, y sufriría menos violencia y
malentendidos, si comenzáramos a hablar de estos países como lo que son y no
como lo que nosotros o ellos desearíamos que fueran?
Alguna vez Bertrand Russell habló de
un pollo que el granjero alimenta todos los días. Otros animales de la granja
murmuran noticias sobre la muerte inminente del pollo, pero este apenas presta
atención, toda la evidencia le dice que el granjero quiere mantenerlo vivo. Aún
así, dice Russell, “el hombre que ha alimentado cada día al pollo, durante toda
su vida, al fin le tuerce el pescuezo, demostrando que una visión más refinada sobre
la uniformidad de la naturaleza le habría sido más útil al pollo”.
La fábula pretende advertirnos contra
la formulación de predicciones complacientes. Pero también puede ayudarnos a
refinar nuestros supuestos del futuro. Lo que el pollo no era capaz de ver era
que había ciertas condiciones que guiaban el proceder del granjero: solo
estaría interesado en alimentar al pollo mientras este fuera demasiado enjuto
para el mercado. Si queremos aventurar una suposición sobre el futuro de la
democracia, debemos preguntarnos: ¿En qué medida las pasadas estabilidad y
sostenibilidad del proyecto democrático han dependido de factores que ya no se
mantienen?
Hay una serie de notables constantes
del mito liberal democrático que han mantenido su validez desde la fundación de
la república americana, en 1776, hasta hoy. A lo largo de todo ese tiempo,
excepto, quizá, por una corta desviación en 1941, la nación más poderosa del
mundo encarnó siempre alguna de las formas de la democracia liberal. Y durante
todo ese tiempo, con excepción de un muy breve periodo en los años treinta, el
ciudadano promedio de una democracia podía presumir de un nivel de vida
bastante superior al de sus padres.
Ninguno de estos dos hechos sigue
siendo el caso. Consideremos en primer lugar el curso del poder mundial,
comenzando con la implosión napoleónica. Cuando el Imperio británico comenzó a
tambalearse y Estados Unidos heredó su lugar, la supremacía de la democracia
liberal parecía aún más segura. Como resultado, hemos vivido, por más de
doscientos años y con muy pocas interrupciones, en un mundo donde una u otra
democracia burguesa ha sido la principal potencia. Con excepción de breves momentos
de peligro, las democracias del mundo no han tenido que considerar a menudo que
la confianza depositada por sus ciudadanos en su forma de gobierno pudiera
depender del mero poder de esos Estados. Sin embargo, es bastante fácil
entender que el poder da prestigio al tiempo que garantiza la ausencia de
humillaciones desestabilizadoras. La derrota militar no solo ha llevado a
incontables dictaduras sino a numerosas democracias a un fin prematuro: la
República española es el ejemplo más dramático.
Es indicativo de la importancia y la
naturaleza estabilizadora del poder que Estados Unidos experimentara agudas
desilusiones democráticas justo en los momentos en que su poder militar fue
cuestionado. La instancia más drástica sería la Guerra de Secesión, la cual,
según predijeron varios observadores de la época, habría de significar el fin
del experimento democrático. Un segundo momento histórico, más cercano, vino
cuando Estados Unidos trató de imponer un simulacro de su sistema político en
un país del Tercer Mundo treinta veces más pequeño. A pesar de toda la
vergüenza que la guerra de Vietnam le trajo a Washington, no fue una
humillación tan severa como las que ha debido sobrellevar la mayoría de los
Estados-nación en los puntos más bajos de sus historias: no se perdió
territorio estadounidense, no se tuvo que pagar reparación alguna y el
liderazgo mundial de Estados Unidos permaneció intacto. En retrospectiva, la
guerra de Vietnam parece menos un castigo a la democracia que una extravagancia
imprudente. Si acaso el futuro alberga más embrollos aleccionadores para
Estados Unidos, que peligrosamente continúa planteando su superioridad como la
posible transferencia de su sistema político a otras naciones, quizá también
augure problemas más serios para la aún robusta ideología democrática de ese
país. Estados Unidos puede congratularse ahora, aunque no por siempre, de
producir elecciones en otros países sin producir la seguridad o la prosperidad
o las opciones políticas genuinas que, en principio, dotan de significado a las
elecciones.
La economía es otro factor del que
siempre ha dependido la estabilidad de la democracia liberal. Durante los
últimos doscientos cincuenta años, el periodo mismo en que surgieron las
naciones que, alrededor del mundo, se precian de ser democracias, el
crecimiento económico ha sido maravilloso y maravillosamente continuo. A los
repuntes les siguieron las caídas, pero estas duraban tan solo unos años, sin
importar su gravedad. Desde la fundación de Estados Unidos, la mayoría de las
generaciones ha experimentado una vida más cómoda que la de sus padres. Pero
eso ya no es así. Mientras que la economía en general sigue creciendo, la parte
de esta que puede disfrutar el ciudadano promedio ha disminuido con rapidez.
Como resultado, el ingreso promedio de los estadounidenses está por debajo de
lo que era hace veinticinco años. El país ya no puede presumir de tener la
“clase media” más numerosa del mundo. Y difícilmente se trata tan solo de una
cuestión de ingresos. Junto con las caídas en los niveles absolutos de
remuneración, los trabajadores estadounidenses han tenido que vivir con una
mayor inseguridad económica, desde el acelerado crecimiento de los niveles de
deuda personal hasta el costo letal de los servicios de salud.
Es muy raro que las predicciones
económicas sean más dignas de confianza que las lecturas frenológicas, pero hay
buenas razones para creer que el estancamiento de los niveles promedio de vida
llegó para quedarse por un buen tiempo. La oposición a los mecanismos de
redistribución, como los impuestos altos, y a las garantías salariales, como
los contratos sindicales, se ha agudizado a lo largo de la crisis. Mientras
tanto, la competencia entre trabajadores no calificados y semicalificados se ha
intensificado conforme la economía mundial se integra como nunca antes y los
niveles de entrenamiento y productividad de los trabajadores, desde China hasta
Azerbaiyán, siguen mejorando. No hay manera de saber si un nuevo cúmulo de
tecnologías o, quizás, un inesperado renacimiento global de la izquierda
política, pueda rescatarnos de más décadas de salarios estancados, pero contar
con ello no es más que una ilusión optimista. Por ahora, todos los signos
apuntan al hecho de que quizá, y por primera vez en la historia moderna de la
fabricación de mitos democráticos, nuestro sistema político tenga que
sobrevivir en una era de prolongado estancamiento económico.
Para empeorar las cosas, la caída del
poder político estadounidense en el mundo y la caída de su nivel de vida no
solo están ocurriendo al mismo tiempo sino que se alimentan mutuamente. Los
internacionalistas liberales están siendo muy optimistas cuando sugieren que la
arquitectura de gobernabilidad diseñada por Estados Unidos al final de la
Segunda Guerra Mundial seguirá siendo la misma por mucho tiempo, en un mundo no
dominado por las democracias liberales. Por el momento, las reglas del libre
mercado están confeccionadas a la medida de los intereses estadounidenses. Las
industrias en las que Estados Unidos es fuerte, o para las cuales el consumidor
estadounidense tiene una demanda en particular urgente, logran conectarse con
el libre mercado. Otras, como la agricultura, continúan beneficiándose de un
proteccionismo sustancial. Si los líderes de los “mercados emergentes” logran
en algún punto consolidar sus intereses e imponer un régimen de comercio
mundial que esté a su favor, y no a favor de Estados Unidos, la caída
generacional en el nivel de vida estadounidense habrá de acelerarse. Pero la
reescritura de las reglas del libre mercado está lejos de ser el más
catastrófico de los escenarios que se puedan imaginar. ¿Qué pasaría si Estados
Unidos se viera superado en gasto militar y la proyección de su poder quedara
limitada a una porción del hemisferio occidental? ¿O qué pasaría si una gran disputa
comercial entre China y Estados Unidos nos condujera al desmantelamiento
efectivo de la Organización Mundial del Comercio, provocando que las barreras
comerciales se dispararan en todo el mundo y que el comercio global cayera en
una abrupta lentitud?
Una lectura de la historia no puede
decirnos lo que sucederá o lo que se debería hacer, pero puede proveernos de un
entendimiento de lo que de verdad es nuevo en nuestra situación. Así, lo mejor
que podemos hacer es desarrollar un ejercicio de imaginación con bases
históricas sobre las crisis sin precedentes que la democracia podría enfrentar,
sobre el efecto que podrían tener y sobre cómo nuestras democracias pueden
hacerles frente.
En alguna parte Tocqueville comenta
que la democracia es un régimen basado en la fe y que mantiene la compostura
mientras la gente cree en él. Olvidó decir qué pasa cuando la gente deja de
creer. Durante la mayor parte del siglo XX, la gente mantuvo la fe. Quizá
la política democrática haya sido inepta y frenética, pero en general se
pensaba que iba por el camino correcto. Hacia el final del siglo pasado, los
académicos parecían competir por desempolvar viejos tributos a la democracia y
componer nuevos: las democracias jamás se enfrentarán en una guerra; las
democracias jamás pasarán hambrunas; las democracias jamás se conducirán de
manera caótica. Después de todo, la lista de lo que ya habían superado era
considerable. En el siglo XIX, las democracias lograron convencer a casi
todas las clases sociales de Europa para que renunciaran a su obediencia al
antiguo régimen en favor de un experimento que algunos consideraron quijotesco.
En el siglo XX, una forma liberal de la democracia derrotó a uno de los
mayores rivales que reclamaban el término “democracia”: el fascismo. Y libró una
exitosa guerra de desgaste contra otro, el comunismo. En las décadas de la
posguerra, la India comprobó que su forma de democracia podía sobrevivir, si no
prosperar, en medio de la pobreza extrema, mientras que Estados Unidos demostró
que al menos podía emancipar políticamente, si no económicamente, a una clase
marginal que había estado excluida durante mucho tiempo de la participación en
el sistema de gobierno.
Este tipo de victorias no estaban
predeterminadas, muchas están incompletas y exigen más acción. Pero la crisis
actual de la democracia es de otro signo: ya no es cuestión de que las
autoproclamadas “democracias” cumplan con sus promesas, derrotando a los
competidores externos o mezclándose con nuevas culturas, sino de ver si pueden
mantener el mito intacto y sobrevivir a la creciente indiferencia, desconfianza
y virulencia de sus propios pueblos. Nuestro mundo globalizado de
Estados-nación, agrupados por el capital, quizá ya no sea hospitalario a los
flujos democráticos que le permitieron erigirse.
Una de las razones por las que la
ideología democrática fue tan atractiva en medio de la rápida decadencia de las
instituciones religiosas europeas fue que permitía a la gente transferir su fe
en Dios o en un monarca a la fe en el pueblo mismo. “Gente que puede trasladar
sus creencias generalizadas a prácticas generalizadas: eso es lo que yo llamo
una iglesia”, dijo Durkheim. En Estados Unidos, los vínculos entre religión y
nacionalismo son muy fuertes. Desde los nueve abogados no elegidos que
interpretan las Sagradas Escrituras de la Constitución hasta la generalizada e
implacable creencia en el excepcionalismo estadounidense, el verdadero lema
religioso del país ha sido: “En el pueblo confiamos.” Sin embargo, esta fe casi
pura en la democracia providencial, aunque potente, es también la más difícil
de recuperar una vez que los creyentes empiezan a tener sus dudas. Tocqueville
y Whitman describieron el alba de la ideología democrática y encontraron sus
indicios en todo aquello que era cotidiano, como los modales, los gestos, la
conversación y los más profundos sentimientos de la gente. Pero si la cultura
de la democracia se erosiona aún más, todo un clima de sentimiento, experiencia
y pensamiento se encuentra en peligro de extinción. La “democracia”, tal y como
la conocemos, se convertirá en un ancien régime. Quizá, como los
dioses romanos, pueda despertar un respeto residual, pero no quedará mucho más
que el nombre.
Una de la ironías de la historia de
la democracia es que su etiqueta se ha extendido aun cuando su significado se
ha vuelto más incierto. Todavía en el siglo XIX, países que hoy llamamos
democracias burguesas (Estados Unidos y el Reino Unido) tenían serios debates
sobre si la democracia era deseable o factible. En la actualidad, una encuesta
Gallup arrojó que para el 97 por ciento de los estadounidenses el mejor tipo de
gobierno es “la democracia”. Pero lo mismo dirían los líderes de la República
Popular Democrática de Corea. Todos cargan ahora una antorcha a favor del mito
democrático. Desde el Partido Unionista Democrático de Omar al-Bashir hasta el
Movimiento Demócrata Cristiano Ugandés de Joseph Kony, se puede contar con que
todos incluirán “democrático” en sus propias descripciones políticas. En ningún
otro punto de la historia humana ha habido tanta gente que venere una misma
palabra y que, al mismo tiempo, comparta tan pocas visiones políticas. Una cosa
es casi segura: en veinte, cincuenta o cien años la mayoría de los países
seguirán llamándose “democracias”. Sin embargo, el aspecto de esos sistemas de
gobierno, y si tendrán algún parecido con la forma de no democracia que vemos
con mayor frecuencia en la actualidad, no podemos intuirlo. ¿Cuánto tiempo más
podremos insistir en que un régimen idealizado al que llamamos “democracia” es
el mejor sistema político de todos, y que nuestra nociva realidad política se
amolda a ese ideal, cuando ambas aseveraciones son claramente espurias?
Al comienzo de la era moderna se
selló con sangre un compromiso entre la Cámara de los Comunes británica y un
monarca importado, compromiso al que en retrospectiva le hemos colgado la
lisonjera palabra “democracia”. Más de tres siglos después, apenas somos
capaces de dar contenido a la palabra. Nuestras instituciones actuales podrían
reemplazarse con una forma política más adecuada para las dificultades
planetarias y más en línea con los resultados que deseamos, lo cual podría
incluir un compromiso más genuino con la igualdad política y económica. Sin
embargo, es más probable que estén siendo reemplazadas poco a poco por algo
mucho peor. Si llega el fin, o si ya ha llegado, la muerte de la “democracia”
no será anunciada. Para justificar una política irracional y disfuncional, las
futuras generaciones de gobernantes, al igual que la actual, invocarán el aura
de la democracia mucho después de que haya desaparecido la sustancia que alguna
vez contenía, fuera la que fuera. ~
Traducción del inglés de Roberto Frías.
Una versión extendida de este artículo apareció en
The Nation el 2 de junio de 2014.
Una versión extendida de este artículo apareció en
The Nation el 2 de junio de 2014.
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