04/04/2020 | Jesús Rodríguez
Rojo
Recientemente
se ha popularizado un eje trazado por E. Bloch (y ratificado por autores del
porte de M. Löwy o D. Bensaïd) que separa el marxismo en dos grandes vetas: una cálida,
que es romántica y comprometida, y una fría, que se reivindica como
científica y se apoya en cierto determinismo económico. Aunque esta división,
como casi todas, tiene algo de arbitraria, bastante de interesada y, por tanto,
mucho de imperfecta, asumiremos gustosamente ese espacio de debate. Lo hacemos
para tratar de demostrar las virtudes, frecuentemente olvidadas, de la segunda
corriente, la fría; no tanto para que se abrace esta segunda, sino para generar
un balance algo más sensato. Haciendo uso de la metáfora de origen leninista
del bastón, creemos que hoy se encuentra curvado hacia ese marxismo de altas
temperaturas, lo que nos obliga a, para llevarlo a parámetros térmicos más
adecuados, verterle encima un jarro de agua fría. Asumimos que entramos en un
ámbito de debate complicado y, ante todo, agradecemos al medio la disposición
para acoger esta pequeña nota que no aspira a más que a despertar una necesaria
(y sana) polémica. Sin más dilación, comencemos.
En
2014, Löwy, en una entrevista, refrendaba la propuesta de Bloch de poner el
marxismo frío, científico, “al servicio de la corriente caliente, del sueño y
de la utopía” 1/.
En ese mismo lugar, asegura que es imprescindible rescatar esa corriente
cálida, la que, según sostiene, sería heredera del romanticismo. Habría que
traer de nuevo a la palestra a autores tales como Benjamin o Mariátegui para
redoblar y enriquecer la lucha contra el capitalismo en planos que trascienden
la explotación entendida como extracción de plusvalía. “También somos anticapitalistas
porque el capitalismo es destructor, lo destruye todo, la comunidad humana, los
valores éticos, la solidaridad, el contenido humano de la vida social, la
naturaleza. […] En mi opinión, para que el anticapitalismo mantenga su fuerza
ética y cultural debe tener en cuenta estas críticas” 2/.
Nuestra
posición podría formularse de manera especular a la expuesta por Löwy: para que
el marxismo tome fuerza, debe recuperar lo que, consideramos, está siendo casi
por completo eclipsado por los planteamientos románticos, éticos, como se los
quiera llamar. Según constatamos —al menos a través de nuestra experiencia— en
el panorama académico, pero también militante, tanto Benjamin como Mariátegui
son autores que, junto al joven Lukács, Korsch y otros entre los que cabría
destacar al omnipresente Gramsci, están asumiendo un lugar prominente. Mucho
más peligro de extinción corren los postulados históricos y contemporáneos del marxismo
frío. Los problemas que atañen a las tendencias de la acumulación
capitalista han quedado en nada al lado de los que conciernen a la conciencia
inmediata. Los Sweezy, Mandel, Mattick o Bettelheim de nuestros días (Shaikh,
Roberts, Kliman, etc.) no pueden ni soñar con gozar de la notoriedad entre los
activistas que estos llegaron a disfrutar. Este fenómeno merece una
explicación, o al menos una aproximación algo más detallada.
El
economicismo, el determinismo, el mecanicismo, el historicismo y otros ismos de
similar pelaje en realidad han sido siempre denostados con argumentos
ciertamente efectivos por la izquierda. El marxismo cálido se hace eco y
agudiza estas críticas formulando una idea-fuerza que podría resumirse apelando
a la desconfianza respecto a leyes independientes de nuestra conciencia y
acción política, que lleven a la humanidad hacia un punto determinado. Ya
Benjamin en sus Tesis sobre el concepto de historia afirmaba
que no podíamos depositar nuestros anhelos y aspiraciones en fuerzas situadas
sobre nuestra praxis 3/.
Este marxismo crítico (como también es llamado), que en aquel
momento pasó desapercibido, respondió de forma pionera a las legaliformes
formulaciones de cierta ortodoxia apelando a la conciencia: la
retórica de la enajenación o el fetichismo se impuso sobre aquella que aspiraba
a enunciar tendencias generales u objetivas.
Aquellas
reflexiones son retomadas con fuerza en un periodo donde cuesta reconocer (como
le costó reconocer a Benjamin en su abominable contexto) en el horizonte
cercano nada parecido a la liberación de la humanidad. Más bien todo lo
contrario. La embestida del capital pone al movimiento obrero en una
encrucijada de la que una parte de este escapa por la vía del voluntarismo. De
algún modo, el auge del marxismo cálido responde a la necesidad de una
contraofensiva en algunos momentos desesperada. La conciencia revolucionaria ve
como única forma de escapar del callejón el cargarse a su espalda el peso de la
liberación humana: ¿cómo podrían (podríamos) aceptar que los cambios tendrían
lugar a pesar de todo el tiempo, esfuerzo y sacrificio invertido en que
ocurran? Aceptar tal cosa nos ubicaría, desde un punto de vista psicológico, en
los albores de una más que notable disonancia cognitiva. Es más, ¿cómo íbamos a
reconocer que las revoluciones acaecidas fueron independientes de los deseos
que llevaron, no solo a sus principales próceres, sino a miles de personas, a
comprometerse hasta las últimas consecuencias en sus causas?
El
caso es que no es fácil dar con algún autor o autora, incluso entre los
sectores más deterministas, que sostenga algo así como que los cambios sociales
son por completo independientes de la conciencia o de la implicación política.
Resulta tan difícil encontrar visiones de un idealismo tan burdo que considere
que las circunstancias son indiferentes para la acción transformadora, como un
materialismo lo suficientemente vulgar como para pensar que el socialismo caerá
sobre nosotros aun permaneciendo inmóviles en nuestros hogares. La mayor parte
de quienes son o fueron tachados de deterministas veían en su
propia acción política o la de sus organizaciones la realización de la
necesidad de poner a su sociedad rumbo al socialismo. No podemos olvidar que
mentes tan prominentes como las de Luxemburg (quien sentenció que la “tendencia
objetiva de la evolución capitalista hacia [… el] desenlace es suficiente para
producir, mucho antes, una agudización social y política de las fuerzas
opuestas, que tenga que poner término al sistema dominante” 4/) o
el propio Marx (que no dudó en emplear términos como “inevitable [unvermeidliche]”
o “fuerza inexorable [Notwendigkeit]” para hablar de la conquista del
poder político por la clase obrera 5/)
supieron compaginar perfectamente un agudo optimismo histórico con un férreo
compromiso político.
No creemos que haya, por tanto, correlación alguna entre tener la
convicción de que el socialismo es una necesidad histórica y la pasividad
respecto a la práctica revolucionaria. Asumir que cuando nos organizamos lo
hacemos únicamente movidos por la convicción de que nuestra presencia es
esencial para cambiar las cosas resulta desde todo punto de vista inadmisible.
El hecho de que haya donde haya capital hay resistencias debería llevarnos a
pensar que este lleva consigo la necesidad de su propia réplica. Igualmente,
cada victoria o derrota debería llevarnos a preguntarnos por las causas que han
promocionado, según el caso, el triunfo o fracaso; y estas deben ir más allá de
depositar todo el peso sobre la conciencia. De lo contrario, corremos el riesgo
de asumir las nefastas consecuencias de dar por hecho que el triunfo siempre es
posible y las derrotas son siempre nuestra responsabilidad. Algo difícil de
soportar, si se toma seriamente, por cualquier subjetividad militante.
Lo
que la crítica de la economía política nos ha enseñado es que lo que en primera
instancia se presenta como brotando de la subjetividad libre contiene en su ser
determinaciones de más difícil constatación. No creemos que sea demasiado
extravagante aplicar aquello que Marx afirmó directamente para el intercambio
mercantil a otras formas de acción; al fin y al cabo, algo debe significar
aquello de que es “la realidad social la que determina la conciencia” 6/,
¿no? Al menos, creemos, debería significar que las conciencias reflejan,
tomadas de forma relativamente agregada, lógicas externas a sí mismas. Esas
lógicas, además, deberían ser cognoscibles a través del estudio atento de los
procesos que observamos. Tanto si negamos que tales determinaciones existan
como si las situamos en un plano inaccesible a nuestra razón, estaríamos
—además de faltando a la verdad— dándonos a un politicismo ciego que
engendraría una acción privada de las potencialidades de la acción propiamente
consciente. Si ignoramos las necesidades de nuestra acción revolucionaria, o
sea, si renunciamos a la posibilidad de llevar a cabo una lucha en alguna
medida autoconsciente, estaríamos arrebatándonos la posibilidad de gestionar en
libertad nuestra propia forma de transformar la realidad 7/.
Quedaríamos presos de las impresiones de la coyuntura y sus exigencias
aparentemente ineludibles.
No
hay obstáculo alguno alrededor de la acción revolucionaria que la haga
impenetrable por la elaboración científica. Bastaría una lectura más o menos
atenta de El capital para percatarnos de que tanto la acción
política de la clase obrera como las determinaciones que podrían alumbrar un
modo de producción diferente y superior al capitalista se encuentran presentes
entre sus páginas 8/.
Por supuesto que a día de hoy no podemos afirmar que la revolución sea
absolutamente inevitable, puesto que ni siquiera estamos en disposición de
asegurar que la vida humana sobre el planeta se vaya a mantener por muchos años
más. Eso, sin embargo, no puede tomarse como impedimento para reconocer y
analizar las fuerzas que desde los albores del modo de producción capitalista y
hasta nuestros días presionan para que conozcamos una forma de organización del
metabolismo social que no pase por el mercado ni ninguna otra forma de
enajenación. En ese sentido, y aunque aquí no lo podamos desarrollar, creemos
que no resulta en absoluto descabellado, más bien lo contrario, blasfemar
contra el famoso aforismo gramsciano 9/ que
oponía el “optimismo de la voluntad” al “pesimismo de la inteligencia” para
asumir por conducta una suerte de optimismo de la razón.
Jesús Rodríguez Rojo es miembro del Laboratorio de
Ideas y Prácticas Políticas (UPO)
Notas:
1/ Löwy, M. “No podemos volver al
pasado. Pero quedar en el vacío presente como proponen los ideólogos de la
burguesía es insoportable. Entrevista con Michel Löwy”. Marxismo
crítico. 2014. Disponible en En:https://marxismocritico.com/2014/10/13/no-podemos-volver-al-pasado/ (consultado
a 03/02/2020)
4/ Luxemburg, R. “La acumulación del
capital, o en qué se han convertido los epígonos de la teoría de Marx. Una
anticrítica”. En R. Luxemburg, La acumulación del capital (pp.
365-454). Barcelona: Grijalbo. 1978, p. 392.
5/ Marx, K. El capital. Crítica
de la economía política. Tomo I. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales.
1973, p. 438 y 700. El alemán original: Marx, Karl. Das Kapital. Kritik
der politischen Ökonomie. Erster Band. Frankfurt: Verlag Marxistische
Blätter. 1976, p. 512 y 791. El segundo término podría traducirse por
“necesidad”.
6/ Marx, K. Contribución a la
crítica de la economía política. Madrid: Alberto Corazón. 1970, p. 37.
7/ Engels describía la acción libre,
según él mismo siguiendo a Hegel, como aquella consciente de la necesidad. Aquí
nos remitimos a tal definición. Engels, F. Anti-Düring. La Habana:
Instituto Cubano del Libro. 1975, p. 139.
8/ Tratamos de mostrar tal cosa en
Rodríguez Rojo, J. La revolución en El capital.
Significados y potencial de la lucha de clases. Madrid: El garaje. 2019.
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