04/06/2020
Casi todas
las descripciones del más que probable infausto desenlace mundial de la
cuarentena global, insisten todavía en certificar una realidad que ya no tiene
sentido. Porque es lo que, precisamente, la plan-demia global ha desmoronado
definitivamente: un “mundo post-covid” ya no tiene sentido como “mundo”; y
menos en los términos que la modernidad se ufanaba de prometer, desde el
liberalismo hasta la globalización. Esa idea de “mundo”; que se acuñó en la
filosofía con Husserl (lebenswelt) y Heidegger (seis-in-der-welt), ha dejado
lugar a un sombrío escenario indeseable que ya no puede ser considerado un
“mundo” (al menos ya no, literalmente, para todos).
El fracaso
de la modernidad no podía haber sido más fehaciente. Amanece con el genocidio
de la Conquista, genocidio que es esencial para dar vida al verdadero virus que
porta la expansión europea desde 1492; porque le brinda, parasitariamente, la
posibilidad de una “acumulación pre-originaria” (el trabajo impago y jamás
reconocido de 100 millones de indios y afros) para financiar toda una forma de
vida donde ese virus se pueda realizar en toda su plenitud.
Esa forma de
vida es el mundo moderno, como nicho de realización de las expectativas
exponenciales de este virus llamado capital-ismo. No en vano decía Marx que el
capital nace chorreando sangre por todos los poros, porque es parido en el
genocidio del Abya Yala y, desde entonces, para darle vida –que no la tiene–
hay que privársela a otros: la humanidad y la naturaleza; por eso concluía
lógicamente: “la producción capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la
combinación del proceso social de producción socavando al mismo tiempo las dos
fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre”.
Pregona la
modernidad de boca para afuera: “liberté, egalité et fraternité”, y declara
que: “todos los hombres son creados iguales”; porque, de boca para adentro, lo
que considera humanidad es apenas el recorte racializado que establece como su
propia y más acabada antropología: “todos somos iguales, pero algunos somos más
iguales que otros”. Aquella observación de Orwell no es imputable a un sistema
de gobierno sino a un sistema-mundo; por eso Benjamín Disraeli sentenciaba ya
en su tiempo: “a los derechos humanos preferimos los derechos de los ingleses”.
La hegemonía
expansiva que logra, bajo el diseño –no sólo geopolítico sino también
antropológico– centro-periferia, le otorgó una legitimidad que se fue diluyendo
ya en el siglo XX; fue el siglo de las “exposiciones universales” (que
comienzan en París, en 1878) que, promoviendo la religiosidad del progreso
infinito, desplazaba su ficción civilizatoria a un futuro donde sea posible
todo, hasta la vida eterna. Su liberal creencia hasta piadosa en el progreso y
el desarrollo, pedía confiar en la ciencia y la tecnología, como los mediadores
mesiánicos de un ascenso evolutivo hacia la perfección absoluta (la misma
crédula insistencia neoliberal de la fe en el mercado, como la moneda de
salvación milenarista).
Esas
creencias, como sus dogmas de fe, constituían la base de legitimidad de la
sociedad moderna; por eso podía auto-denominarse “sociedad del progreso”, como
el verdadero “mundo libre”; o “sociedad del futuro”, como la auténtica “tierra
prometida”. Pero, ahora, todo eso ha fracasado.
“El mundo ya
no volverá a ser el mismo”, dicen los que le hacen el coro a la narrativa
imperial; aunque lo que debieran subrayar es que: nunca el mundo había sido
literalmente clausurado para el ser humano, y de modo indefinido. La
“globalización” ya fue la culminación de una expansión irrestricta del capital
y del mercado, y un arrinconamiento coercitivo de la humanidad, vendida al
mundo entero como la apoteosis de la libertad y la riqueza para todos.
No hay un
“mundo post-covid”, porque después de la cuarentena (que no es sino un Estado
de sitio no declarado), lo que se puede vislumbrar es un Estado de excepción
global, donde quedarían conculcadas, de facto, todas las libertades y derechos,
civiles y políticos en todo el mundo. Esto significa acabar, definitivamente, con
la idea de “mundo”. Porque si el mundo es un algo común, un orbe válido y
accesible para todos; después de la cuarentena, quedará confirmado que el mundo
se deshizo ante nosotros y lo único que nos queda, es un orden impuesto, ajeno
a todo lo que podía significar un “mundo”.
La misma
etimología del concepto de economía, nos sugería la administración de una casa
común; porque en la idea de mundo se compendiaba siempre la posibilidad del
cómo del existir plenamente humano; ya sea como facticidad o como historicidad,
el mundo constituía el horizonte irrebasable de toda experiencia, incluso como
trascendencia. La negación de todo ello era el tan promovido “fin de la
historia” (la pueril efusividad de Fukuyama no le permitía advertir que esa
idea significaba, en realidad, el fin de la humanidad).
En ese
sentido, el fin del mundo no es la destrucción de la vida sino el sinsentido
globalizado de la existencia. Si con el lawfare se acabó con la presunción de
inocencia, con el health-fare se criminaliza la salud, es decir, si todos somos
susceptibles de contagio, el estar sano es motivo de sospecha; para
universalizar la vacuna que pretenden instalar como la nueva identidad, nadie
puede pretender siquiera creerse sano.
En semejante
situación, con la infección como el nuevo enemigo invisible, la delación se
convierte en la nueva moneda de admisión ciudadana. La lucha contra el
terrorismo se legitima por otros medios: el terror se interioriza y todo resto
de vida que queda sólo consiste en asegurar una condición aséptica siempre
dudosa. La ficción kafkiana nos enseñó que uno podía ser culpable de un crimen
inexistente; la narrativa actual nos muestra que el enemigo somos todos, es
decir, el pecado original resignificado nos convierte en culpables perpetuos,
siendo la desobediencia al aislamiento el nuevo terror que hay que denunciar.
De ese modo,
la lucha imperial “del bien contra el mal” alcanza su más plena consagración
sacrificial: para que vivas, tenemos que deshacernos de otros. Sólo entonces,
la propia humanidad, admitiría como inevitable el fatalismo imperial,
legitimando su propia eliminación. En tal caso, ya no hay “mundo” sino un
virtual purgatorio y la vida es sólo el reflejo de algo inevitablemente
perdido.
Sólo así, el
sistema económico, la ciencia y su forma de vida –moderna– se redimen,
transfiriendo su fracaso a toda la humanidad como “culpable” y a la naturaleza
como “vengativa”. La tesis de la zoonosis como causa del actual virus responde
a esa típica “externalización” de responsabilidades que, el neoliberalismo,
tiene como dogma de las propias miserias que ha venido provocando; pues, de ese
modo, busca siempre transferir obligaciones suyas –nunca admitidas– al resto
afectado.
El concepto
de “cambio climático” formaba parte de esa estrategia discursiva imperial
acorde a esa transferencia de responsabilidades, como el contenido real de la
política de “gestión de riesgos” (mi riesgo lo asumen los afectados) que
ejecuta sistemáticamente, desde la crisis del 2008, el poder financiero;
haciendo aparecer como “natural” una situación que no tiene un origen natural
sino de intervención irracional del factor financiero/petrolero en el
ecosistema; por ello los poderes fácticos acuñan, para lavarse las manos, el concepto
de “resiliencia”, como la adaptación resignada y fatalista de algo que
supuestamente no tendría causantes con nombre y apellido.
El actual
infierno producido ya no es la lucha de todos contra todos, sino la indolencia
e indiferencia del sacrificio global. Y eso ya no constituye “mundo” alguno. Si
la vida es sólo posible haciendo imposible vivir “en sociedad”, entonces el
“nuevo orden” es, en realidad, un laboratorio aséptico donde todos son
condenados a existir en tubos de ensayo, como la única posibilidad de
realización confinada de las fantasías individuales.
La
cuarentena ya es, como ejercicio militar de disuasión estratégica, el
adiestramiento obligado de la “vida virtual”, como única vida posible. Para
instalar definitivamente la necesidad de la digitalización de todo y la
inminencia de la “inteligencia artificial”, se requería provocar este tipo de
ejercicios globales que hagan inevitable la cesión consentida e inevitable de
los derechos y las libertades humanas.
Eso ya fue
ensayado con el auto-atentado a las torres gemelas, el 2001. Aquella
conculcación de los derechos y libertades civiles en USA fue justificada por la
apoteósica guerra contra el terrorismo, acuñada religiosamente como “la lucha
del bien contra el mal”. Para amplificar aquello al resto del planeta, tenían
los poderes fácticos que imaginar una situación resignada de aceptación mundial
de un Estado de excepción de alcances globales. La pandemia, como plan-demia,
era lo más oportuno para imponer la doctrina neoliberal del “there is no
alternative”. No les quedaba otra. El neoliberalismo fracasó, porque se hace ya
imposible su continuidad por vías democráticas (aunque sean fraudulentas),
porque ya ni en el primer mundo creen en la narrativa neoliberal.
Pero el
fracaso del neoliberalismo es también fracaso del capitalismo; pero no por
acumulación de crisis, pues el capitalismo siempre ha estado en crisis, es más,
necesita de la crisis para seguir su espiral acumulativa, es decir, necesita
poner en crisis todo, para legitimar su afán exponencial. Lo que hace ahora que
este fracaso sea definitivo son los mismos límites finitos de la vida, que se
han venido encargado, desde fines del siglo XX, de hacer ya imposible las
expectativas exponenciales, es decir, infinitas, del capital.
De los
límites naturales pasamos a los límites humanos; el desangramiento de los
pobres del planeta ya no era suficiente para el casino financiero, ahora su
gula infinita se dirigía contra los propios ahorros en el centro. Después del
asalto al sistema global de pensiones, ya no queda casi nada para la voracidad
del casino financiero global. La última inyección de “dinero fiat” que la FED
está realizando en la economía gringa, sólo hace periclitar aún más el
irracional sistema económico mundial. Ya no hay más posibilidades de que el
capital siga creciendo. Pero si el capital no crece, muere. Y esta amenaza es
lo que se confunde con la muerte de todo, incluso de la vida misma.
Esta su
tendencia interna, a crecer indefinidamente, es inobjetable para el sistema
económico (y es la base de sustentación del mismo desarrollo), por eso, la
imposibilidad del crecimiento económico es la amenaza que obliga a los poderes
fácticos a un nuevo sacrificio, esta vez, de características universales. Por
eso señalamos que la racionalidad económica moderno-capitalista provoca
irracionalidades, y esa es la realidad que yace detrás de la plan-demia.
Para que el
capital no muera, el sistema económico mundial –llamado por eso capital-ismo–
debe, como siempre ha hecho, sacrificar nuevos chivos expiatorios sobre los
cuales transferir su crisis y sus fracasos. Lo novedoso de la situación actual
y del neomaltusianismo que promueven los poderes fácticos con nuevos
eufemismos, es la arrogante administración etaria que están imponiendo. El robo
al sistema global de pensiones es la instauración fatídica de la política de
eutanasia amplificada como solución del crónico decrecimiento económico:
reducimos ya no sólo la población sino la esperanza de vida, para que el
capital siga viviendo. Bajo el mismo tenor que se colige del aborto promovido
como bandera de liberación femenina, esta política de reducción de la esperanza
de vida, pone en evidencia la cancelación y abolición de todo futuro posible:
la humanidad ya no tiene derecho a vivir más de lo que el capital exige.
Este fracaso
desmiente las promesas iluministas, del Renacimiento y la Ilustración (la
mitología moderna del autodenominado “mundo libre”), a su vez que desencubre la
lógica suicida del capital, arrinconando a la humanidad en la falsa disyuntiva
maltusiana. El problema no son los pobres o los viejos. Sin vida no hay ser
humano y sin trabajo humano no hay riqueza alguna; el capital es posible porque
hay trabajo y hay vida, en consecuencia, jamás el capital es lo primero sino la
vida, es decir, el capital no puede ser criterio de la vida sino al revés. El
fetichismo económico es el que ha puesto al mundo de cabeza y ahora pretende
“racionalizar” hasta la esperanza de vida.
La política
de eutanasia implícita hace colapsar los cimientos mismos de la “sociedad del
progreso”. Porque matando a los viejos no se mata al pasado. Se mata al futuro.
Si el mensaje es: vive ahora porque mañana te eliminamos; el mañana deja de
existir. El mundo ya no se recorta sólo en su espacialidad, como sucede con la
globalización, donde sólo posee carta de tránsito el dólar y sus portadores;
sino ahora en su temporalidad: ya no hay lugar para los viejos.
Si todo lo
que se espera humanamente como deseable, se lo transfiere al futuro (por eso,
por ejemplo, se ahorra); ahora esa última esperanza, de quienes todavía
encuentran algún sentido en el sacrificio presente, ha sido hecho trizas.
Interpretar a los viejos como una “carga para la economía”, es amputarse los
supuestos históricos reales de la economía, pue sin el trabajo precedente no
hay riqueza presente. Entonces, deshacerse de los viejos es poner a todo el
sistema económico en el campo de la pura ficción. Por eso no es raro que los
estrategas tecnocráticos de los organismos internacionales sean, curiosamente,
jóvenes (como los nuevos astros del futbol). Mientras más jóvenes, más fáciles
de manipular y de usar, pero, además, más proclives a imaginar un mundo sin
pasado y sin historia. Con el mundo de la post-verdad se exaltó definitivamente
el instante como criterio de toda experiencia posible, dejando a la experiencia
misma sin sentido.
El futuro no
es la niñez sino la vejez, porque dejamos atrás la infancia y siempre nos
proyectamos, vía experiencia, hacia la madurez. Todo lo que se puede lograr en
la vida, sólo se lo puede gozar en la vejez. Pero el capitalismo, como un
auténtico parásito, le extrae a uno no sólo fuerza física sino fuerza vital, de
modo que uno llega a viejo ya no para acopiar lo logrado sino para ser escupido
y despreciado por una sociedad que no acepta a los “inútiles”.
Desde el
colapso de la Unión Soviética (provocado también por la geopolítica imperial),
el capitalismo ya no necesitó mostrarse “humano”; por ello también el
neoliberalismo ha sido concebido como “capitalismo salvaje”. El posmodernismo
(surgido en Francia bajo auspicio de la CIA, como ya se sabe actualmente),
constituyó su ideología, filtrándose hasta en los movimientos de resistencia
anarquista y socialista, para desarmar al bloque popular unificado y minar, a
su vez, toda posibilidad de la creación del poder popular. El mundo de la
post-verdad es la apoteosis de toda esa estrategia geopolítica de cooptación
ideológica que desubicó completamente a la izquierda mundial, llegando a la
situación actual, donde hasta los supuestos críticos no hacen sino confirmar su
consciencia periférica-satelital, haciendo eco de la narrativa imperial.
Cuando el
Imperio actúa, crea su propia realidad. Para eso diseña todo un sistema
académico que piensa las necesidades imperiales como necesidades humanas y
planetarias. La intelectualidad periférica sólo se dedica a estudiar, o sea, a
“interpretar” esa realidad. Como sólo “interpretan” (hasta “decolonialmente”) y
nunca “transforman” esa narrativa, el Imperio y sus mandarines actúan y crean
nuevas realidades, para el consumo comedido de la consciencia
periférica-satelital. Así suceden las cosas, como en la actual plan-demia;
mientras el Imperio actúa, la izquierda global sólo se dedica a “interpretar”
la escenografía que el Imperio dispone para naturalizar su nuevo embuste.
Lo cual se
evidencia en la repentina lucidez que adquieren incluso sectores conservadores,
a la hora de verificar que, detrás de la cuarentena global, se encubre una
planificada política de imposición de un “nuevo orden”. Para aclarar a los
despistados izquierdistas, que se han creído la ficción sobredimensionada de
una epidemia que, hasta numéricamente, no alcanza mundialmente los niveles
tangibles para provocar semejante zozobra global; ésta es una nueva lucha de
capitales que la patrocina el capital financiero, en contra hasta del capital
productivo, donde, curiosamente, se recluyen sectores conservadores que en
plena globalización, vieron su desplazamiento definitivo del liderazgo
capitalista, nacional y global. Por eso no es de extrañar la aparición de
personajes como Trump que, en plena carrera electoral, prorrumpía con una
demagógica retórica anti Estado profundo. Son los capitales nacionales,
desplazados por el financiero –que ahora son el poder detrás del trono– los que
tratan infructuosamente de sobrevivir en esta nueva recomposición del proceso
de acumulación capitalista.
Este nuevo
diseño global ya fue descrito por Kissinger y, sobre todo, por Brzezinski. La
cuarentena tiene, como uno de sus objetivos, hundir la economía de la gran
mayoría de los Estados, incluso del primer mundo. Siguiendo la lógica de la
mafia, para el casino financiero, los Estados se han ido reduciendo a meras
empresas fantasma, cuyo fin ya nunca ha sido generar nada, sino “lavar” el
origen espurio del verdadero capital que tiene a un Estado particular como
garante de todos sus movimientos; es decir, son creados para la quiebra,
mientras las verdaderas ganancias se canalizan por otros medios. La quiebra
multiplicada de los Estados, sobre todo periféricos, es lo que se viene; por
eso no es raro el comedimiento del FMI y su “flexibilización” crediticia. Ya no
queda más para robar, por eso el capital financiero apuesta por robar el
futuro, colapsando toda la economía mundial.
Pero, poco a
poco, se va develando esta política profunda, y los planes del 1% de
billonarios mundiales –que también compiten, como buitres hambrientos– se van
desenmascarando por las propias filtraciones de información que jamás podrían
denunciarse en los mass-media mundiales, comprados por el dinero del 1%. Una
vez más, le toca al pueblo, extendido ahora como humanidad desplazada de lo que
podía considerar su mundo, resistir y transformar el diseño financiero de un
“nuevo orden” exclusivo para la locura suicida del capitalismo.
En Chile
perdieron los ojos para que abras los tuyos. En Ecuador, las muertes sólo serán
muertes si los vivos no despiertan. En Bolivia lo que se está quebrando no es
el pueblo, sino la derecha antinacional que promovió el racismo golpista. En
España e Italia ya no se habla del covid sino del cómo recuperar lo que se ha
perdido. En Francia e Inglaterra vuelven las protestas. En Alemania y Rusia ya
se asevera que la epidemia viral fue sobredimensionada. En USA, “black lives
matter”. Si es así, entonces, “indigenous lives matter”, “humanity matters”.
“PachaMama matters”, “capital doesn´t matter”.
Si el
capitalismo muere no ha de ser por una crisis interna, aunque sea terminal,
porque en la crisis está en su elemento (por eso enferma todo y a todos, para
seguir viviendo). Como el cáncer, sólo muere dando fin al espacio vital que lo
ha hecho posible. Si muere el capitalismo, ha de ser por una decisión humana;
cuando la propia humanidad despierte y adquiera consciencia de que no es ella
la que le debe su vida al capital sino al revés. Entonces el mundo se pondrá de
pie y será verdaderamente mundo, como una Casa Grande, hogar natural de toda la
humanidad; “donde todos quepan”, “donde todos vayamos juntos y nadie se quede
atrás” y, donde “los que manden, manden obedeciendo”.
La Paz,
Chuquiago Marka, Bolivia, 3 de junio de 2020
Rafael
Bautista S., autor de: “El tablero del siglo XXI: geopolítica
des-colonial de un nuevo
orden post-occidental”, yo soy si Tú eres ediciones, 2019
Dirige “el
taller de la descolonización”
https://www.alainet.org/es/articulo/207015
No hay comentarios:
Publicar un comentario