Mercados de abastos en el Perú, uno de los principales focos de contagio del COVID 19
Foto: Andina
22/07/2020
“La enfermedad nos ha enseñado que este virus va
a atacar a todos, que nadie se va a salvar. Unos más temprano, otros más tarde,
pero nadie se va a salvar. Entonces hay que estar preparados. No tenemos otra
alternativa”, dijo el presidente Martín Vizcarra en declaraciones
recogidas por la prensa el 16 de julio.
A buen entendedor, pocas palabras. Lo que Vizcarra
ha dejado entrever es que el Estado ya no es capaz de enfrentar la pandemia y
que el sistema de salud está totalmente colapsado; deja en manos de cada
persona evitar el contagio y que busque como pueda la atención médica porque se
debe priorizar la recuperación económica sobre la salud, obligando a los
trabajadores a retornar a sus empleos en las peores condiciones.
El 17 de julio habían transcurrido 123 días desde
la declaratoria de emergencia en el Perú por COVID 19 que incluyó aislamiento
social obligatorio (cuarentena y prohibición de circular salvo para actividades
consideradas esenciales) y cierre de fronteras.
Aunque el gobierno insiste en que la situación está
controlada y que se está atendiendo a todos los pacientes que lo requieran, la
verdad es otra. Según cifras oficiales, al 17 de julio había 345,537 casos
confirmados de COVID 19 (un incremento de 3,951 casos en 24 horas), 12,799
muertos y 233,982 recuperados.
Tras más de cuatro meses en confinamiento y
aislamiento social, ¿por qué no se han reducido los contagios ni las muertes?
La respuesta estaría en la pobreza generalizada, informalidad, hacinamiento,
economía dependiente de la exportación de materias primas y falta de respuesta
del Estado, todo escondido bajo la imagen falsa de país exitoso y
económicamente boyante.
En reunión virtual con la prensa extranjera el 16
de junio, el entonces ministro de Salud Víctor Zamora admitió que, a la
insuficiente infraestructura, falta de camas UCI, oxígeno y medicinas, se
sumaba un enorme déficit en el número profesionales de la salud el sector
público.
“En determinadas zonas del país la cantidad de
médicos por habitante es baja y en otras hay superávit”, precisó Zamora.
Explicó que la estrategia sanitaria del gobierno se
basaba en dos pilares: aislamiento social y diagnóstico.
Para mantener el aislamiento social, columna
vertebral de todas las otras medidas, se lanzaron campañas como “quédate en tu
casa” y “mi salud primero”. El diagnóstico clínico debía confirmarse con la
toma de pruebas moleculares y serológicas; los casos leves regresarían a sus
casas donde debían permanecer aislados, los casos moderados serían internados
en hospitales y los graves ingresarían a unidades de cuidados intensivos (UCI).
“El diagnóstico debe ser presencial y no hay
suficiente personal”, dijo. “Toda muerte se reporta con un diagnóstico
confirmado por laboratorio. Hay un porcentaje de muertes que recibe certificado
médico con sospecha de COVID 19”.
“La columna vertebral está sufriendo un cambio
sustantivo: agotamiento de las poblaciones más pobres que no pueden mantener el
aislamiento (retornantes a sus provincias de origen, búsqueda de alimentos,
trabajo, etc)”, indicó Zamora, quien el 15 de julio fue relevado de su cargo y
reemplazado como titular del Ministerio de Salud por Pilar Mazzeti, hasta
entonces directora del Comando de Operaciones COVID-19.
Lo que fue evidente desde el comienzo es que el
Estado no estaba preparado para esta situación de emergencia. Décadas de
abandono de los hospitales públicos pasaron la factura. Sobre la marcha se tuvo
que ampliar el número de camas disponibles e instalar hospitales de campaña. En
el camino empezaron a subir los precios de las medicinas en las farmacias (80%
son de propiedad del grupo Intercorp), escaseó el oxígeno medicinal (también
concentrado en solo dos empresas) y los precios también se dispararon. La
población demandaba control de precios, algo que no permite la Constitución de
1993 que plasmó el modelo neoliberal en el país.
La respuesta oficial era que “el acaparamiento y la
especulación no están penados por la Constitución” y que “la Constitución
prohíbe el control de precios y establece que es el mercado el que determina”.
Mientras los hospitales públicos desbordaban su
capacidad, las clínicas privadas cobraban el equivalente a US$100,000 por la
atención en UCI a pacientes con COVID 19. Tampoco el gobierno se atrevió a
tomar control temporalmente de las clínicas privadas como si hicieron otros
países, a pesar de que la Constitución lo permite en situación de emergencia.
Lo único que hicieron las autoridades fue negociar con un puñado de clínicas
una tarifa plana de 64,900 soles (US$ 18,500) para la atención de pacientes
COVID 19, pero únicamente para aquellos remitidos por establecimientos
públicos. Los demás, incluso quienes pagan costosos seguros de salud privados,
deben asumir sus tarifas abusivas.
Para los 33 millones de habitantes del país
(incluidos 1 millón de migrantes venezolanos), donde cunde la informalidad,
esta situación es un calvario. Quebraron miles de pequeñas y medianas empresas,
la economía se paralizó y entre marzo y junio experimentó una caída de 32.7%;
solo en Lima 2.6 millones de personas perdieron sus empleos de un día para
otro, según cifras oficiales. Diversos analistas coinciden en señalar que la
pobreza este año llegará al 30%, mientras que la informalidad ya supera el 80%.
La cuarentena, que se levantó al día 107, no logró
los efectos esperados de reducir el contagio. Sin embargo, desde el comienzo,
la desesperación por perder sus fuentes de ingreso súbitamente llevó a mucha
gente a salir a la calle para buscar un trabajo, algo que vender o que comer;
además, miles de personas se agolparon en los bancos para cobrar un bono
otorgado por el gobierno a las familias más vulnerables. Pero ese bono de 720
soles (US$ 200) no llegó a quienes realmente lo necesitaban debido a que el
padrón que se utilizó estaba totalmente desactualizado.
Con una Constitución que reduce el papel del
Estado, con gobiernos que han continuado en piloto automático con “el modelo
que funciona”, priorizando al sector privado y el mercado sobre el bien común,
era esperable que las autoridades fueran incapaces de responder a esta
emergencia.
Tan pronto se dictó el estado de emergencia el 16
de marzo, el gobierno adoptó una serie de medidas cuyo objetivo, de acuerdo con
el Banco Central de Reserva del Perú (BCRP), era “asegurar, por un lado, el
flujo de la cadena de pagos y la estabilidad del sistema financiero, y, por
otro, la viabilidad del distanciamiento social obligatorio. Los dos primeros objetivos
buscan evitar un círculo recesivo que acabe en despidos y quiebras masivas que
dificulten la recuperación económica futura. El tercer objetivo se formula
reconociendo que el éxito de la contención del virus depende de los incentivos
económicos para respetar las medidas de distanciamiento social”.
Sin embargo, la presión del sector privado agrupado
particularmente en la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales
Privadas, la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía y la Sociedad
Nacional de Pesquería, obligó al gobierno a empezar a levantar la cuarentena.
Ejemplo de ello es que tan pronto como las minas
volvieron a operar, los contagios se multiplicaron. Según la exministra de
Energía y Minas, Susana Vilca, en conversación con la prensa extranjera el 9 de
julio, hasta ese momento se habían registrado 3,000 casos de trabajadores
mineros contagiados con COVID 19.
En medio de una inminente segunda ola ante la
apertura de diversas actividades económicas, incluyendo el transporte público,
interprovincial y aéreo, centros comerciales y restaurantes, el 15 de julio el
presidente Vizcarra nombró un nuevo gabinete encabezado por Pedro Cateriano, un
abogado liberal, defensor acérrimo del sector privado, quien desempeñó ese
mismo cargo en el gobierno de Ollanta Humala (2011-2016).
Aunque algunos ministros fueron ratificados, como
es el caso de María Antonieta Alva en Economía y Finanzas y artífice de las
medidas de reactivación económica, otros fueron dados de baja como Zamora y
Vilca.
Los nuevos ingresantes son una muestra de las
imposiciones del sector privado. Algunos de los titulares tienen claros
conflictos de interés, como el caso de Rafael Belaúnde, nuevo ministro de
Energía y Minas, que hasta su nombramiento era director de varias empresas
mineras, o el ministro de Trabajo, Martín Ruggiero, cuyo único mérito es ser
socio de un estudio de abogados que se dedicaba a asesorar a empresas y que
está a favor de la flexibilización laboral y los despidos masivos. Silla
giratoria que le llaman.
Mientras tanto, las medidas económicas
implementadas no están dando los resultados esperados. No solo los bonos no
llegaron a las personas que los necesitaban, sino que el fondo Reactiva Perú,
destinado a evitar que pequeñas y medianas empresas cerraran y despidieran a
sus trabajadores, fue acaparado por grandes empresas cuya primera medida fue,
justamente, reducir personal.
Como dice el economista Óscar Ugarteche, sin
trabajo no hay consumo, y sin consumo no hay reactivación económica posible.
Mientras tanto, las calles de Lima están llenas de
mendigos, peruanos y extranjeros, pidiendo limosna, muchos de ellos personas
que se quedaron sin trabajo y sin ingresos de un día para otro. La clase media,
endeudada por las tarjetas de crédito, está vendiendo sus pocas pertenencias
para sobrevivir.
El 28 de julio se cumplirán 199 años de la
declaración de Independencia por José de San Martín y no hay nada que celebrar
con un Ejecutivo que ha claudicado a la presión del sector privado y un
Congreso –elegido el 26 de enero para terminar el mandato del Legislativo
disuelto el 30 de setiembre del 2019— quizás peor que el anterior. Y detrás de
todo está la corrupción, tan enquistada y heredada de los colonizadores.
https://www.alainet.org/es/articulo/208011
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