06/07/2020
La humanidad contemporánea construye y vive en
una sociedad paradojal: por un lado, notables avances y progresos
científicos, tecnológicos y médico/sanitarios que hacen más llevadera y
duradera la existencia; y dinamizados –estos avances– por la revolución del
informacionalismo y la inteligencia artificial. Por otro –y muy distante de lo
anterior–, el ensanchamiento de las brechas de desigualdad social, y la
centralización y concentración de lo frutos del progreso tecnológico en manos
de quienes toman las decisiones en el mercado. Esa paradoja es el caldo de
cultivo para la gestación e irradiación de las epidemias y para la indefensión
y marginación de amplios segmentos de la población mundial. A esta paradoja se
suma la tergiversación semántica y la palabra como territorio
de disputa entre los intereses creados que perfilan el telón de fondo de la
actual pandemia.
Cabe enfatizar que la desigualdad social y
económica es consustancial al carácter contradictorio del capitalismo y a las
relaciones de explotación que rigen la acumulación de capital. Esta desigualdad
no la generó el coronavirus SARS-CoV-2, pero sí la potenció, al tiempo que
radicalizó sus efectos sobre amplios contingentes de seres humanos. Más por los
efectos de una crisis económica inducida desde las estructuras
corporativas globales, que aprovechan la coyuntura para demandar masivas
transferencias de presupuestos públicos a manos privadas, en nombre de un falso
rescate que no toma en cuenta al trabajador, ni el ingreso de los hogares, ni a
las pequeñas y medianas empresas que son, en realidad, las que sostienen la
economía mundial a través de la vasta generación de empleos y de sus labores de
proveeduría a las redes empresariales globales.
Independientemente de la clase social que conforman
los ciudadanos en todo el mundo, la gran perdedora con la pandemia y su
magnificación mediática es la misma humanidad. Asediada por el miedo a la
enfermedad y la muerte, asaltada por el pánico e invadida por la vulnerabilidad
y la desolación, la población mundial –por vez primera– fue sincronizada en sus
emociones y sensaciones al calor del peligro ante la irradiación de un
"enemigo" invisible. Desde el confinamiento global –aceptado
con docilidad y, en no pocos casos, hasta con autocomplacencia– y la dictadura
de la mascarilla, hasta el monitoreo de la temperatura corporal y de los
infectados a través de aplicaciones de telefonía móvil, se impuso la
incertidumbre, el miedo y la necesidad de protección por encima de las
libertades básicas. Las generaciones contemporáneas experimentan –tal vez por
vez primera en sus vidas– la sensación de vulnerabilidad y fragilidad en tiempo
real, las 24 horas del día y a escala planetaria. En ello radica la
globalización y sus manifestaciones en fenómenos sanitarios como el vivido.
La cotidianidad de la población mundial y el
ejercicio de los derechos ciudadanos son alterados con el confinamiento
global; y más en aquellas sociedades nacionales donde éste fue estipulado
como obligatorio. Súbitamente, los individuos y las familias fueron recluidos y
limitados en sus libertades de movilidad aún sin su consentimiento, bajo la
excusa de "salvar la vida”, “prevenir contagios” y “evitar el colapso de
los sistemas sanitarios". A primera vista, la intención es loable por parte
del nuevo Estado sanitizante o higienista, pero en esas decisiones
públicas subyace celeridad; falta de atención a casos específicos respecto a la
irradiación del virus entre las poblaciones; y afanes de control autoritario –y
hasta totalitario en no pocos casos– sobre los cuerpos y la mente. Además, el
distanciamiento físico devino en distanciamiento social y en un destierro
de los ciudadanos respecto al espacio público que les corresponde por
esencia. En este ejercicio, los Estados encontraron el terreno fértil para
intentar restablecer –en nombre de la sanitización o el higienismo– la
legitimidad perdida durante las últimas cinco décadas. La exacerbación del
miedo y el pánico (https://bit.ly/2VOOQSu)
no sólo inmovilizó y recluyó a las poblaciones, sino que afianzó e incrementó
el poder y dominación de los Estados en sus sociedades a través de la biovigilancia y
la bioseguridad.
Así pues, la socialización es una víctima potencial
de una gran reclusión que coarta la necesidad natural y la
espontaneidad del contacto con los otros. Al tiempo que siembra la
desconfianza, la nueva peste abre las vetas de la discriminación y la
segregación –que no sólo recae sobre pacientes contagiados, sino sobre el
personal sanitario– y la criminalización de los infectados y enfermos por
parte de la industria mediática de la mentira y de los
gobiernos. El "otro" es visto como un apestado, como un enemigo del
cual huir y al cual poner distancia no solo física, sino también social. El
correlato de todo ello es la ansiedad e innumerables padecimientos mentales,
fruto del encierro obligado, la angustia y frustración ante la incertidumbre
laboral, y el pánico ante la posibilidad abierta de enfermar y no contar con
medicamentos que acerquen el alivio y vacunas que prevengan el contagio.
La palabra y la verdad conforman una mancuerna
vilipendiada y reducida a víctima desechable en medio del maremágnum de
la industria mediática de la mentira (https://bit.ly/2YrkO8U).
La razón –desplazada por las emociones– y la verdad –colapsada por el rumor–,
son víctimas de un virus ideológico y de una desinfodemia (https://bit.ly/3esaRhl)
que encubren, invisibilizan y silencian las causas de la crisis
epidemiológica global y los intereses creados que inducen la crisis de
la economía mundial e imponen el confinamiento global. En la era
post-factual, la palabra y la verdad son eclipsadas por la tergiversación
semántica y expuestas –en aras de instaurar nuevos dispositivos de
control del cuerpo y de la mente– a las disputas propias de las estructuras de
poder, riqueza y dominación.
Las sociedades subdesarrolladas, como las
latinoamericanas –que son ya el epicentro mundial de la actual pandemia–, no
solo perderán con la caída de los principales indicadores macroeconómicos –el
Banco Mundial pronostica una contracción del 7,2% para el caso de esta región (https://bit.ly/3f4luqX)–,
sino también en vidas humanas –la Organización Panamericana de la Salud plantea
un escenario de 430 000 muertes hacia el primero de octubre (https://bit.ly/2ZEuhJJ).
El desbordamiento de los sistemas sanitarios y la inducida quiebra de los
mismos, durante las últimas décadas, con el influjo de las políticas de
austeridad fiscal, son parte de la causalidad de esta bancarrota social de los
derechos.
Que entre los diez países con mayor cantidad de
infectados por el Covid-19 se encuentren cuatro latinoamericanos (Brasil,
segundo; Perú, séptimo; Chile, octavo; y México, décimo), evidencia no sólo el
látigo implacable de la desigualdad, sino la entronización de la corrupción, el
desmonte del Estado desarrollista y de las responsabilidades estatales en
materia sanitaria, así con el mar de pobreza e informalidad laboral que afecta
al grueso de la población de la región. La epidemia no afecta por igual a
todos: pobres radicados en los cinturones de miseria, en las favelas y en las
villas populares, o que laboran en mercados , están más expuestos a la epidemia
y enferman más que los residentes de barrios acomodados (https://bit.ly/3iv28NI y https://bit.ly/2NXKqnZ).
La otra víctima de la pandemia –y de su manejo
mediático faccioso en el ámbito de las relaciones internacionales– son los
regímenes de cooperación internacional y las posibilidades de desplegar una
acción colectiva global de cara a la irradiación del patógeno. Los Estados
vienen actuando por cuenta propia, en un afán por reafirmar su soberanía, pero
sin considerar las necesidades planetarias y el mínimo ejercicio de cooperación
intergubernamental. Los organismos internacionales prácticamente están ausentes
en el tratamiento de la pandemia; excepto la Organización Mundial de la Salud
(OMS), cooptada por los intereses creados del Big Pharma y del capitalismo
filantrópico de Bill Gates. El resto de organizaciones
internacionales, salvo por su propensión a realizar pronósticos, no funcionan
como entidades capaces de congregar los esfuerzos nacionales y de enfatizar en
el carácter nocivo del confinamiento global; sus reacciones ante la
crisis son más paliativos que soluciones concretas ante los problemas públicos que
ya emergieron y los que se avecinan.
Los Estados son, también, de los principales
náufragos ante la crisis epidemiológica global. Hundidos en sus
crisis de legitimidad y de consentimiento desde el agotamiento de la ideología
liberal a finales de la década de los sesenta del siglo XX, el discurso de la
democratización les dio respiración artificial, pero esto no restó a la falta
de confianza que hacia ellos imponen sus ciudadanos. Ni el retorno del
Leviatán suscitado con el miedo que invade a los ciudadanos ante el
acecho de un “enemigo invisible y común” como el virus; ni el clamor de
seguridad y cuidados ante el riesgo de enfermedad y muerte, logran restablecer
la confianza ciudadana y la legitimidad en el sector público. Su inoperancia y
postración (https://bit.ly/2Z3YYre),
condujo a los Estados –desde el inicio de la pandemia– a acciones y, sobre
todo, a reacciones paliativas y cortoplacistas. Obsesionados con la disciplina
fiscal de las últimas cuatro décadas, los Estados europeos y americanos –en
mayor o menor medida– desmontaron con fervor antipatriótico y antipopular sus
sistemas sanitarios, dejando en la indefensión y desatención a amplios sectores
de la población; en lo que es un ejercicio de privatización de facto de
los derechos sociales, reconvertidos con ello a servicios para los consumidores
y usuarios. Los recortes presupuestales y la corrupción en los sistemas
sanitarios públicos hacen el resto, y se vinculan –en esta coyuntura pandémica–
con las noticias falsas (fake news) producidas masivamente por los gobiernos y
sus altos funcionarios sanitarios.
A su vez, los Estados –por convencimiento, omisión,
colusión o incapacidad– son cooptados por los intereses creados de poderosas
corporaciones privadas de sectores estratégicos como el big pharma, las
aerolíneas comerciales, la banca comercial, la tecnología digital (Facebook,
Amazon, Microsoft, Apple), entre otras. Al tiempo que los Estados se subordinan
a los proyectos geoestratégicos y geopolíticos facilitados con la pandemia, y
que apuntan a la reconfiguración de un nuevo (des)orden mundial (https://bit.ly/3fULDsl).
La clase trabajadora, sea de estratos medios o
bajos, es la máxima perdedora con la gran reclusión. Empleados
depauperados despedidos bajo la coartada de la quiebra de las empresas, o
enviados a casa sin goce de sueldo bajo el pretexto del riesgo epidémico, no
solo son corroídos por la incertidumbre y expulsados hasta de la misma
informalidad laboral, sino también por la pobreza, el desamparo, la frustración
y el riesgo de hambrunas. En tanto que los trabajadores de los servicios y del
conocimiento, con el teletrabajo o el llamado home office, se aprestan a
ingresar a un renovado y excluyente sistema de flexibilización laboral y de
pérdida de derechos. Inundados por el autoengaño, el falso confort y la
autocomplacencia, estos empleados de oficina despertarán de su letargo y de su
trivialización, y se enfrentarán a la estrepitosa caída de sus niveles de vida.
En general, los salarios de la clase trabajadora,
sea pobre o perteneciente a los estratos medios, experimentarán –en nombre de
la crisis económica– ajustes severos a la baja. Aunque con el tiempo se desate
una oleada de nuevos puestos de trabajo creados, éstos serán en condiciones
precarias, con salarios deprimidos y sin calidad en las condiciones
laborales. Ello es parte de la estrategia de avasallamiento que, como espada de
Damocles, pende sobre el cuello de la clase trabajadora. La inmovilización, el
anestesiamiento y el individualismo hedonista del empleado
común, es una lápida más que ahondará las desigualdades sociales, la caída de
los salarios y la factura de la crisis económica endosada a la clase
trabajadora.
Las micro, pequeñas y medianas empresas, los
trabajadores por su cuenta o autónomos, los que se emplean en la informalidad y
aquellos sin posibilidad de sindicalizarse, serán los más afectados. Las
primeras se declararán en quiebra al caer la demanda de sus bienes y servicios,
y al no pagar sus alquileres y sus deudas ante los acreedores. En tanto que
esas modalidades de trabajadores no solo caerán, súbitamente, en una condición
de pobreza, sino también en la marginación, el desplazamiento tecnológico, el
hambre y la mayor pauperización.
La inducida crisis de la economía mundial y la
quiebra fiscal de los Estados será endosada, como ya apuntamos. Las cuantiosas
transferencias de presupuestos públicos a manos de bancos y corporaciones
privadas, serán pagadas por los ciudadanos y, particularmente, por la clase
trabajadora y los estratos medios. El hiper-endeudamiento de
los Estados y su obsequiosidad con el gran capital y la financiarización
confiscarán los impuestos aportados por varias generaciones futuras. De ahí la
ingenuidad y el desacierto de quienes, sin fundamento, aseguran que con la
pandemia se avecina un Estado con tintes keynesianos.
Los otros enfermos que padecen o padecían
enfermedades distintas al Covid-19, y que fueron excluidos masivamente de los
sistemas de salud, son nuevos entre los náufragos. Estas víctimas colaterales
se presentaron, incluso, en las naciones con sofisticados y robustos sistemas
sanitarios públicos como Alemania. Bajo el supuesto de no saturar los centros
de salud y de cuidarlos de un posible contagio de Covid-19, millones de
enfermos –terminales o, incluso, ancianos– en el mundo fueron alejados de
clínicas y hospitales, y aplazadas sus cirugías urgentes. Estos enfermos no
solo fueron expuestos a la desatención clínica, sino al abandono de sus
familiares en no pocos casos. Ampliando con esto la angustia, la soledad y la
emergencia de problemas emocionales ante ello. Tratamientos y cirugías para
distintos tipos de cáncer, problemas cardiacos, diabetes, leucemia, VIH/SIDA,
trasplantes, entre otros padecimientos, son pospuestos, dejando a los enfermos
en una mayor vulnerabilidad, exclusión y desamparo.
Los niños y jóvenes en edad escolar, sujetos
al confinamiento global no sólo abandonaron las escuelas, sino
que, en su mayoría, fueron sometidos a un régimen formativo montado en el Internet
Way of Life, pero asediado por la brecha digital que, hacia el 2017,
excluyó a 346 millones (29%) de jóvenes en el mundo (en África se trata de 3 de
cada cinco niños desconectados de la red). La era de la información es también
la era de la desconexión y de la ignorancia tecnologizada para
amplios segmentos de la población mundial. Y aunque los niños y jóvenes accesen
a las tecnologías de la información y de la comunicación, no siempre es en
condiciones de calidad en los contenidos y en formas que apuntalen sus procesos
formativos. En última instancia, el proceso de enseñanza/aprendizaje en esos
grupos etarios, precisan de la cercanía y el contacto físicos, así como de
ejercicios colectivos y de socialización más amplios que atemperen el estrés y
el desconcierto que supone el uso en solitario de una tecnología. En sí la
ansiedad y el encierro de miles de millones de niños y jóvenes en el mundo ya
los sitúa en una situación desesperada; ello se exacerba con el cierre de las
escuelas. Atados a las patas del televisor, estos niños están expuestos al
bombardeo publicitario que –aunado al miedo y la zozobra– los hace adictos a
la junk food (comida basura o comida chatarra) y los expone a
la obesidad, la diabetes y al debilitamiento del sistema inmunitario.
A grandes rasgos, lo que evidencia todo lo anterior
es que la crisis epidemiológica global es un acelerador de las
múltiples crisis societales acumuladas a lo largo de las
últimas cuatro décadas. Las desigualdades existían hasta antes de que el
coronavirus SARS-CoV-2 fuese identificado como agente patógeno, pero con su
llegada se destapó la cloaca de una forma de organización de la sociedad regida
por la exclusión, el despojo, la explotación y la pauperización de amplios
estratos sociales. La pandemia es un hecho social total en la
medida en que cimbra instituciones, organizaciones, prácticas y valores que ya
estaban trastocados por la desigualdad en las estructuras de poder, riqueza y
dominación. Las víctimas de este nuevo naufragio no solo son las víctimas de
una epidemia cuya letalidad es del 1 %, sino que son los náufragos de un colapso
civilizatorio y de una crisis sistemática ecosocietal de
grandes magnitudes.
Son tiempos de incertidumbre extrema, de angustia y
de pánico, y no existe colectividad humana que los resista indefinidamente. Es
probable que múltiples conflictos sociales afloren y otros ya existentes
arrecien la tormenta; y que ambos se fundan con las disputas protagonizadas
entre las élites y las plutocracias que intentan hegemonizar la conducción del
capitalismo en esta coyuntura. La capacidad de resiliencia de las sociedades
humanas, históricamente, fue puesta a prueba y salió a flote ante hechos
traumáticos de larga duración como las guerras, los desastres y catástrofes
naturales (sismos, maremotos, inundaciones), las crisis y depresiones
económicas, y las violencias extremas de distinta índole. Para que en esta
coyuntura aflore esa resiliencia es importante el carácter estoico de las multitudes
anónimas; pero más lo es la (re)configuración de una cultura ciudadana que
apueste a nuevas formas de organización de la sociedad Ello atraviesa por la
necesidad de proveerse de información verídica que incite a la reflexión y no a
la confusión (https://bit.ly/2AvtD8C);
y, a partir de ello, reivindicar el pensamiento utópico y
retornar a la praxis política como vía para la solución de los problemas
públicos.
Isaac Enríquez Pérez
Académico en la Universidad Nacional Autónoma de
México.
Twitter: @isaacepunam
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