martes, 7 de julio de 2020

EL GRAN RESETEO ECONÓMICO DE DAVOS



·        Daniel Espinosa
06/07/2020


Debemos construir bases completamente nuevas para nuestros sistemas económicos y sociales…”

La cita, de junio del presente año, no pertenece a un representante del Frente Amplio, sino a Klaus Schwab, fundador y presidente del Foro Económico Mundial. Suena revolucionario, pero no lo es. Mas bien, la puesta en escena de la élite de Davos –como también es conocido el foro–, es un intento de adelantarse a una revolución real, de abajo, esa que se viene incubando en el mundo y ya es visible en los chalecos amarillos franceses o los chilenos que salieron a las calles en octubre de 2019.

Los planes de Davos son una luz al final del túnel para las elites capitalistas del mundo, parte de un sistema vertical en el que entidades como el Foro Económico Mundial y sus principales representantes llevan la batuta. Esas élites –como la chilena, por ejemplo–, esperan urgentemente indicaciones. Mientras tanto seguirán repartiendo palo y vaciando globos oculares, pues no saben qué más hacer. El mundo corporativo no puede ser otra cosa que jerárquico y dictatorial, pues se funda en la fuerza bruta: cuando una gran multinacional expande sus operaciones al inestable tercer mundo –donde el grado de control político externo puede ser mayor o menor dependiendo de las circunstancias– se expone a cambios de gobierno poco favorables (o catastróficos), por lo que el riesgo de instalarse ahí, siempre pensando en aprovecharse de un reducto de mano de obra barata, resultaría altísimo.

La solución (muy poco original) consistió en tener de su lado al ejército de una gran potencia, como Estados Unidos, que históricamente ha intervenido ahí donde sus grandes corporaciones lo necesitaban. De otra forma, las trasnacionales serían difíciles de imaginar. ¿Quién correría tal riesgo? No la British Petroleum, protagonista de los planes “verdes” y “progres” de Davos. En Colombia, durante la década del 90, la BP controló su zona de operaciones (Casanare) con militares locales previamente entrenados por el ejército británico, al que no le importó adiestrar a asesinos con historial en violaciones de los derechos humanos y a sospechosos de formar parte de grupos paramilitares o estar conectados con ellos. La violencia resultante se ejerció sobre los mismos trabajadores y ciudadanos locales no relacionados con la petrolera, como activistas y protectores del medio ambiente. Varios desaparecieron, otros fueron torturados. Está claro que, si dependiera de la prensa tradicional, usted no se enteraría jamás de estas atrocidades. Sin un gobierno corrupto en el primero mundo protegiendo sus operaciones, en alianza con otro gobierno corrupto en el tercero, no habría BP (u operaría de manera radicalmente distinta).

Es así como los capitalistas más poderosos son aquellos que se encuentran más cerca del control de esas fuerzas militares, garantes de sus ganancias. Ellos mandan y los capitalistas del tercer mundo obedecen y siguen sus políticas, de lo contrario no gozarían de la protección de la potencia hegemónica y su poderoso ejército en caso aparezca el temido “rojo”. Su supervivencia depende de su alineamiento, de su subordinación. Por eso son tan mediocres.

Hoy, nuestras élites condenadas al miedo esperan con ansiedad indicaciones como las de Davos. Entienden que el futuro es “verde”, pero el asunto de la igualdad es una seria amenaza para su concepto de identidad, que se fundamenta en las grandes diferencias. La identidad que asume para sí mismo quien se ve rodeado de riqueza y poder es sumamente placentera, no será abandonada sin más. A diferencia de otras sociedades del pasado, la nuestra no nos enseña a observar el enorme abismo que existe entre la consciencia y ese artificio llamado identidad, por lo que jamás llegamos a ser libres: habremos de vivir el rol y el papel que nos tocó jugar, convencidos de que somos ese personaje, ese nombre y esa cara. El resultado es la mediocridad de una vida mecánica, programada de antemano.

Pavor por la democracia

Como comentábamos la semana pasada, cuando las bases del sistema político-económico posterior a la Segunda Guerra Mundial empezaron a apolillarse, allá por la década del 70 del siglo pasado, el proyecto político neoliberal y sus representantes ya estaban listos para saltar a las tablas.

Sus propagandistas, como los del Vaticano varios siglos antes, venían preparándose para darle al mundo una buena nueva: si abandonamos los controles sobre la gran corporación, ella hará ricas a nuestras sociedades, todo gracias a las cualidades inherentes al libre mercado, un orden natural y espontáneo que no requiere del control o la dirección del gobierno por el cual votó esta vez la chusma. El neoliberalismo ha significado décadas de destrucción sistemática y consciente de ese poder popular y democrático en favor de una pequeña élite con escasa visión de largo plazo.

Mal que bien, ese control estatal representaba la única fuerza capaz de limitar la “libertad individual” de esos magnates; libertad para hacer lo que les plazca con su poder y riqueza, pisoteando a quien se ponga en su camino.

Nuestra historia reciente –neoliberal– podría contarse así: los organismos que regulan la economía global, que no tienen un ápice de democráticos pues no son el resultado de un proceso de consulta popular sino de las prerrogativas del poder de turno –como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial– prestaron sumas exorbitantes a gobernantes corruptos del tercer mundo. Cuando el país víctima de esa “ayuda” no pudo pagar el préstamo –lo que formaba parte del cálculo inicial– los acreedores no perdieron su dinero (como un prestamista que extiende créditos irresponsablemente), sino que ganaron una palanca para imponer duras reestructuraciones económicas sobre esos deudores.

Gracias a ellas, el “norte global” –el mundo desarrollado– viene extrayendo riquezas monumentales del tercer mundo, una cantidad mucho mayor a la suma de ayuda e inversión que las potencias del mundo han llevado al sur, históricamente. Una continuación de la abierta y ruin expoliación colonial de siglos previos (la información puntual se encuentra en un estudio de 2016 de la organización norteamericana Global Financial Integrity).

En suma, la deuda impagable se transformó automáticamente en influencia política sobre naciones teóricamente soberanas. No se trata de que nos hayan visto la cara de idiotas: las élites locales formaban parte del plan, igual que los políticos que firmaron esos préstamos. Esas reestructuraciones tienen por efecto empobrecer a la sociedad mientras unos cuantos banqueros se hacen más ricos. De esa manera, esos hombres ejemplares “disciplinan” a las masas. Así desfalcadas, no hay dinero para costear ningún tipo de labor intelectual, por lo que solo queda extender la mano y recibir donaciones de grandes multimillonarios. Ese dinero privado se usa para instalar “think-tanks” y otras instituciones civiles diseñadas para dirigir la política local, siguiendo siempre las preferencias del patrón y financista (nuevamente, sin ningún tipo de mandato democrático).

“La pandemia nos ha ofrecido una rara oportunidad”, reza una reciente publicidad del “gran reseteo” económico propuesto por Davos. Gracias a ella, dice la élite, podremos crear una sociedad “más verde y justa, usando el poder de la innovación para el bien”.

¿Para qué se estaba usando hasta ahora el poder de la innovación, para el mal, para construir drones y matar a control remoto? Y para acumular patentes y ganancias. En nuestro mundo, como bien sabemos, cualquier producto de la inteligencia humana lleva siempre nombre propio y es mercancía. Incluso ahí donde el gobierno financió la investigación científica con dinero del contribuyente, el producto de la investigación fue privatizado (el caso de EE.UU. es notorio). Es así como surgieron varias compañías privadas de renombre, como Google.

Finalmente, la idea detrás del “gran reseteo” de Davos no surgió a raíz de la pandemia. En agosto de 2019, los miembros de la US Business Roundtable, que reúne a los CEO de las corporaciones más poderosas de Estados Unidos, firmaron un comunicado apoyando una transición hacia un capitalismo de “stakeholder”, a diferencia del que tenemos ahora, un capitalismo de “shareholder”. El último solo está interesado en el valor de las acciones (“shares”) de la compañía y las ganancias del dueño –excluyendo cualquier otra preocupación, como el medio ambiente o el desempleo–; el primero, en cambio, incluye los intereses de toda la sociedad.

El nobel de economía Joseph Stiglitz escribió al respecto. Se preguntó si los líderes corporativos realmente deseaban renovar el capitalismo o si todo era una farsa (una pregunta clave que la prensa tradicional jamás haría). “La primera responsabilidad de una corporación –explica el nobel– es pagar sus impuestos. Sin embargo, entre los firmantes de esta nueva visión corporativa se encuentran los más grandes evasores de impuestos (del país), incluyendo a Apple… un genuino sentido de responsabilidad llevaría a los líderes corporativos a abrazar regulaciones más firmes para proteger el medioambiente, así como la salud y el bienestar de sus empleados...

“Pero mientras muchos CEO desearían hacer lo correcto… saben que tienen competidores que no…”, dice Stiglitz.

El problema, pues, es sistémico; no se trata del dueño o el administrador de tal o cual clínica privada, quien sería particularmente avaro, sino de un sistema que demanda avaricia, expolio y abuso; un sistema donde gana el que menos escrúpulos posee, el que “sabe cómo es la nuez”, el sociópata.

-Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 3 de julio de 2020


  


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