06/07/2020
Foto: https://atalayar.com
“Debemos construir bases completamente nuevas
para nuestros sistemas económicos y sociales…”
La cita, de junio del presente año, no pertenece a
un representante del Frente Amplio, sino a Klaus Schwab, fundador y presidente
del Foro Económico Mundial. Suena revolucionario, pero no lo es. Mas bien, la
puesta en escena de la élite de Davos –como también es conocido el foro–, es un
intento de adelantarse a una revolución real, de abajo, esa que se viene
incubando en el mundo y ya es visible en los chalecos amarillos franceses o los
chilenos que salieron a las calles en octubre de 2019.
Los planes de Davos son una luz al final del túnel para las elites capitalistas del mundo, parte de un sistema vertical en el que entidades como el Foro Económico Mundial y sus principales representantes llevan la batuta. Esas élites –como la chilena, por ejemplo–, esperan urgentemente indicaciones. Mientras tanto seguirán repartiendo palo y vaciando globos oculares, pues no saben qué más hacer. El mundo corporativo no puede ser otra cosa que jerárquico y dictatorial, pues se funda en la fuerza bruta: cuando una gran multinacional expande sus operaciones al inestable tercer mundo –donde el grado de control político externo puede ser mayor o menor dependiendo de las circunstancias– se expone a cambios de gobierno poco favorables (o catastróficos), por lo que el riesgo de instalarse ahí, siempre pensando en aprovecharse de un reducto de mano de obra barata, resultaría altísimo.
Los planes de Davos son una luz al final del túnel para las elites capitalistas del mundo, parte de un sistema vertical en el que entidades como el Foro Económico Mundial y sus principales representantes llevan la batuta. Esas élites –como la chilena, por ejemplo–, esperan urgentemente indicaciones. Mientras tanto seguirán repartiendo palo y vaciando globos oculares, pues no saben qué más hacer. El mundo corporativo no puede ser otra cosa que jerárquico y dictatorial, pues se funda en la fuerza bruta: cuando una gran multinacional expande sus operaciones al inestable tercer mundo –donde el grado de control político externo puede ser mayor o menor dependiendo de las circunstancias– se expone a cambios de gobierno poco favorables (o catastróficos), por lo que el riesgo de instalarse ahí, siempre pensando en aprovecharse de un reducto de mano de obra barata, resultaría altísimo.
La solución (muy poco original) consistió en tener
de su lado al ejército de una gran potencia, como Estados Unidos, que
históricamente ha intervenido ahí donde sus grandes corporaciones lo
necesitaban. De otra forma, las trasnacionales serían difíciles de imaginar.
¿Quién correría tal riesgo? No la British Petroleum, protagonista de los planes
“verdes” y “progres” de Davos. En Colombia, durante la década del 90, la BP
controló su zona de operaciones (Casanare) con militares locales previamente
entrenados por el ejército británico, al que no le importó adiestrar a asesinos
con historial en violaciones de los derechos humanos y a sospechosos de formar
parte de grupos paramilitares o estar conectados con ellos. La violencia
resultante se ejerció sobre los mismos trabajadores y ciudadanos locales no
relacionados con la petrolera, como activistas y protectores del medio
ambiente. Varios desaparecieron, otros fueron torturados. Está claro que, si
dependiera de la prensa tradicional, usted no se enteraría jamás de estas
atrocidades. Sin un gobierno corrupto en el primero mundo protegiendo sus
operaciones, en alianza con otro gobierno corrupto en el tercero, no habría BP
(u operaría de manera radicalmente distinta).
Es así como los capitalistas más poderosos son
aquellos que se encuentran más cerca del control de esas fuerzas militares,
garantes de sus ganancias. Ellos mandan y los capitalistas del tercer mundo
obedecen y siguen sus políticas, de lo contrario no gozarían de la protección
de la potencia hegemónica y su poderoso ejército en caso aparezca el temido
“rojo”. Su supervivencia depende de su alineamiento, de su subordinación. Por
eso son tan mediocres.
Hoy, nuestras élites condenadas al miedo esperan
con ansiedad indicaciones como las de Davos. Entienden que el futuro es
“verde”, pero el asunto de la igualdad es una seria amenaza para su concepto de
identidad, que se fundamenta en las grandes diferencias. La identidad que asume
para sí mismo quien se ve rodeado de riqueza y poder es sumamente placentera,
no será abandonada sin más. A diferencia de otras sociedades del pasado, la
nuestra no nos enseña a observar el enorme abismo que existe entre la
consciencia y ese artificio llamado identidad, por lo que jamás llegamos a ser
libres: habremos de vivir el rol y el papel que nos tocó jugar, convencidos de
que somos ese personaje, ese nombre y esa cara. El resultado es la mediocridad
de una vida mecánica, programada de antemano.
Pavor por la democracia
Como comentábamos la semana pasada, cuando las
bases del sistema político-económico posterior a la Segunda Guerra Mundial
empezaron a apolillarse, allá por la década del 70 del siglo pasado, el
proyecto político neoliberal y sus representantes ya estaban listos para saltar
a las tablas.
Sus propagandistas, como los del Vaticano varios
siglos antes, venían preparándose para darle al mundo una buena nueva: si
abandonamos los controles sobre la gran corporación, ella hará ricas a nuestras
sociedades, todo gracias a las cualidades inherentes al libre mercado, un orden
natural y espontáneo que no requiere del control o la dirección del gobierno
por el cual votó esta vez la chusma. El neoliberalismo ha significado décadas
de destrucción sistemática y consciente de ese poder popular y democrático en
favor de una pequeña élite con escasa visión de largo plazo.
Mal que bien, ese control estatal representaba la
única fuerza capaz de limitar la “libertad individual” de esos magnates;
libertad para hacer lo que les plazca con su poder y riqueza, pisoteando a
quien se ponga en su camino.
Nuestra historia reciente –neoliberal– podría
contarse así: los organismos que regulan la economía global, que no tienen un
ápice de democráticos pues no son el resultado de un proceso de consulta
popular sino de las prerrogativas del poder de turno –como el Fondo Monetario
Internacional o el Banco Mundial– prestaron sumas exorbitantes a gobernantes
corruptos del tercer mundo. Cuando el país víctima de esa “ayuda” no pudo pagar
el préstamo –lo que formaba parte del cálculo inicial– los acreedores no
perdieron su dinero (como un prestamista que extiende créditos
irresponsablemente), sino que ganaron una palanca para imponer duras
reestructuraciones económicas sobre esos deudores.
Gracias a ellas, el “norte global” –el mundo
desarrollado– viene extrayendo riquezas monumentales del tercer mundo, una
cantidad mucho mayor a la suma de ayuda e inversión que las potencias del mundo
han llevado al sur, históricamente. Una continuación de la abierta y ruin
expoliación colonial de siglos previos (la información puntual se encuentra en
un estudio de 2016 de la organización norteamericana Global Financial
Integrity).
En suma, la deuda impagable se transformó
automáticamente en influencia política sobre naciones teóricamente soberanas.
No se trata de que nos hayan visto la cara de idiotas: las élites locales
formaban parte del plan, igual que los políticos que firmaron esos préstamos.
Esas reestructuraciones tienen por efecto empobrecer a la sociedad mientras
unos cuantos banqueros se hacen más ricos. De esa manera, esos hombres
ejemplares “disciplinan” a las masas. Así desfalcadas, no hay dinero para
costear ningún tipo de labor intelectual, por lo que solo queda extender la
mano y recibir donaciones de grandes multimillonarios. Ese dinero privado se
usa para instalar “think-tanks” y otras instituciones civiles diseñadas para
dirigir la política local, siguiendo siempre las preferencias del patrón y
financista (nuevamente, sin ningún tipo de mandato democrático).
“La pandemia nos ha ofrecido una rara oportunidad”,
reza una reciente publicidad del “gran reseteo” económico propuesto por Davos.
Gracias a ella, dice la élite, podremos crear una sociedad “más verde y justa,
usando el poder de la innovación para el bien”.
¿Para qué se estaba usando hasta ahora el poder de
la innovación, para el mal, para construir drones y matar a control remoto? Y
para acumular patentes y ganancias. En nuestro mundo, como bien sabemos,
cualquier producto de la inteligencia humana lleva siempre nombre propio y es
mercancía. Incluso ahí donde el gobierno financió la investigación científica
con dinero del contribuyente, el producto de la investigación fue privatizado
(el caso de EE.UU. es notorio). Es así como surgieron varias compañías privadas
de renombre, como Google.
Finalmente, la idea detrás del “gran reseteo” de
Davos no surgió a raíz de la pandemia. En agosto de 2019, los miembros de la US
Business Roundtable, que reúne a los CEO de las corporaciones más poderosas de
Estados Unidos, firmaron un comunicado apoyando una transición hacia un
capitalismo de “stakeholder”, a diferencia del que tenemos ahora, un
capitalismo de “shareholder”. El último solo está interesado en el valor de las
acciones (“shares”) de la compañía y las ganancias del dueño –excluyendo
cualquier otra preocupación, como el medio ambiente o el desempleo–; el
primero, en cambio, incluye los intereses de toda la sociedad.
El nobel de economía Joseph Stiglitz escribió al
respecto. Se preguntó si los líderes corporativos realmente deseaban renovar el
capitalismo o si todo era una farsa (una pregunta clave que la prensa
tradicional jamás haría). “La primera responsabilidad de una corporación
–explica el nobel– es pagar sus impuestos. Sin embargo, entre los firmantes de
esta nueva visión corporativa se encuentran los más grandes evasores de impuestos
(del país), incluyendo a Apple… un genuino sentido de responsabilidad llevaría
a los líderes corporativos a abrazar regulaciones más firmes para proteger el
medioambiente, así como la salud y el bienestar de sus empleados...
“Pero mientras muchos CEO desearían hacer lo
correcto… saben que tienen competidores que no…”, dice Stiglitz.
El problema, pues, es sistémico; no se trata del
dueño o el administrador de tal o cual clínica privada, quien sería
particularmente avaro, sino de un sistema que demanda avaricia, expolio y
abuso; un sistema donde gana el que menos escrúpulos posee, el que “sabe cómo
es la nuez”, el sociópata.
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