La democracia ha puesto al Planeta en arresto domiciliario
El Coronavirus no es sólo un virus
La democracia ha encarcelado al Planeta
Es curioso que la democracia haya sido,
y no sólo irónicamente, el único sistema político de la Historia de la
Humanidad (permítasenos hablar tan noblemente…) que haya recluido y
encarcelado, al unísono –en sus propias casas, y por tiempo indefinido– a todos
los seres humanos del Planeta.
Es más curioso, y aún irónico, que esa misma democracia posmodernizada, supuestamente para enfrentarse a este virus, haya tenido que dejar de ser de golpe democrática. Este de golpe debemos leerlo y oírlo en cursiva.
Que este virus es el cebo intermediario
de otros anzuelos es algo que ya nadie puede descartar. Si no en la intención,
en las consecuencias están, sin duda, los desenlaces de estos anzuelos,
añagazas y socaliñas. La inteligencia más eficaz no es la que diseña las
intenciones, sino la que gestiona las consecuencias.
No hablamos de conspiración en el
artificio de tales o cuales intenciones, sino en la gestión de unas
consecuencias en marcha, y en su afán por controlarlas desde intereses
específicos con pretensiones de imposición global.
En los últimos días han aparecido montones de figurones (que los
periodistas llaman gurús –advierto que yo siempre evito hablar como un
periodista–), de figurones –digo– que comienzan a ejercer la presciencia, a
descubrir mediterráneos y a predicar profecías post eventum, es
decir, a repetir obviedades que todos sabemos: que las dictaduras son más
competentes que las democracias para resolver los problemas, que la Europa de
los Estados-nación es mejor que la Europa de los pueblos-nación, que la
pastilla del suicidio promovida por la hegemonía protestante (y desestimada
recientemente por sus más vulnerables consumidores, los ancianos) se ha visto
reemplazada –sin cita previa ni consulta– por los efectos del Coronavirus, que
el mensaje dado en su momento por una de las gestoras del Fondo Monetario
Internacional en relación con la longevidad de los seres humanos ha llegado a
un laboratorio planetario de microbiología patológica, que empresas y finanzas
gestionarán esta crisis de bioterrorismo para sanearse y regenerarse
palingenésicamente, y todo esto sin contar con una serie de relatos fantásticos
y maravillosos en la que todo tipo de ociosos frustrados y zumbados
profesionales juegan su carta por internet.
De un modo u otro, la democracia ha
demostrado, una vez más, su capacidad camaleónica para convertirse en una
dictadura absolutamente extraordinaria, todopoderosa y global, capaz de meter a
todo dios en su propia casa por tiempo indefinido, y derogar, en nombre de la
salud pública, en nombre del bien común, todo tipo de movimientos sociales
adversos y de reacciones individuales inconvenientes. La democracia, sin duda
alguna, ha demostrado ser –una vez más, hay que subrayarlo– muy superior en
todo a todas las dictaduras antiguas y modernas, pues su potencial de
reversión, como sus facultades proteicas de transformación, puede adoptar
políticamente la configuración que quiera disponer, e imponer, finalmente sin
adversidad, su programa de leyes indiscutibles y efectivas.
Los diferentes espectáculos y circos de
la posmodernidad no han sido suficientes para aprisionar a las masas
debidamente: festivales deportivos, fiestas televisivas, galas cinéfilas,
feminismos marciales (pienso en el mes de marzo, sobre todo), nacionalismos
matutinos y vespertinos, animalismos de toda laya, cambioclimatismos
adolescentes de genealogía nórdica, culturalismos universitarios, indigenismos
disolventes de la Hispanidad, «estudios trasatlánticos» (esto último entre
comillas, por favor, que el mundo universitario merece también un asiento en
esta tribuna…), etc., etc., no han bastado para contener y entretener a la
gente. El Coronavirus ha sido mucho más eficaz y competente: ha exigido, entre
otras desventuras nada irónicas, que la gente se entretenga en casa. Y que la
casa de cada uno sea su propia y cotidiana prisión. Nunca antes ha sido posible
un arresto domiciliario de tal envergadura. Y potencia.
La fruición de muchos, al creerse –por fin…– testigos presenciales de un
Apocalipsis, será insaciable. Debe haber un Apocalipsis por lo menos una vez en
la vida, para poder contarlo a nuestros nietos (más precisamente, a los nietos
de nuestros perros, porque dada la caída de la demografía, y el auge canino,
ésta será la única especie animal que sobreviva en este Planeta de los
Canes). Es una ocasión que no querrán perderse los apocalípticos de cada
tribu, tras el fracaso informático del efecto del año 2000 hace ya dos décadas,
del cambio climático que no cesa (por fortuna, porque lo que resultaría
verdaderamente letal sería la parálisis climática), del fin del petróleo (que
sigue sin consumirse) o, simplemente, del fin del mundo, que se aplaza, sine
die, año tras año, siglo tras siglo, milenio tras mileno, y eón tras eón.
El Coronavirus no es el fin de la democracia, no, ni mucho menos: el
Coronavirus es la forma en que la democracia, preservando su nombre y sus
modales, actúa políticamente como una dictadura inteligentísima, frente a la
cual no hay ahora mismo nada que hacer en absoluto. Salvo el arresto domiciliario
de todo el Planeta. Porque ni sabemos, ni podemos resistirnos. (El heroísmo de
hoy consiste en sacar un perro de paseo en una sillita de bebé). Y, sobre todo,
porque con esto ningún profeta contaba. Los guionistas –como los periodistas–
son prescientes post eventum.
No hay comentarios:
Publicar un comentario