Las miradas que dan por consumada la reconstitución de un imperio ruso
prestan poca atención a los frágiles pilares de esa estructura de dominación.
Pierden de vista que Putin no hereda seis siglos de feudalismo, sino tres
décadas de convulsivo capitalismo.
Frecuentemente
se cataloga a Rusia como un imperialismo en reconstitución. Algunas miradas
utilizan ese concepto para subrayar el carácter incompleto y embrionario de su
despunte imperial (Testa, 2020). Pero otras recurren al mismo enunciado para
destacar comportamientos expansivos desde tiempos remotos. Estas visiones, que
postulan analogías con el declive zarista, semejanzas con la URSS y primacías
de la dinámica colonial interna, plantean intensos debates.
Contrastes y
semejanzas con el pasado
Los enfoques que registran continuidades de larga data, observan a
Putin como un heredero de las viejas capturas territoriales. Remarcan tres
estadios históricos de una misma secuencia imperial con basamentos feudales,
burocráticos o capitalistas, pero invariablemente asentados en la ampliación
fronteriza (Kowalewski, 2014a).
Esos parentescos deben ser precisados con cautela. Es cierto que
el pasado de Rusia está signado por cuatro siglos de expansión zarista. Todos
los monarcas ampliaron el radio del país, para incrementar el cobro de
impuestos y reforzar la servidumbre en un inmenso territorio. Las regiones
conquistadas tributaban a Moscú y quedaban entrelazadas al centro, mediante la
instalación de migrantes rusos.
Esa modalidad colonial interna difería del típico esquema
británico, francés o español de captura de regiones exteriores. El número de
zonas apropiadas era gigantesco y conformaba una zona geográfica única,
continua y muy divergente de los imperios marítimos de Europa Occidental. Rusia
era una potencia terrestre con reducida gravitación en los mares. Articulaba un
modelo que compensaba la fragilidad económica con la coerción militar, a través
de un monumental imperio de la periferia.
Lenin caracterizaba a esa estructura como un imperialismo militar-feudal,
que encarcelaba a incontables pueblos. Resaltaba el carácter precapitalista de
una configuración asentada en la explotación de los siervos. Las analogías que
pueden establecerse con ese pasado deben tener presente las diferencias
cualitativas con ese régimen social.
No existe ninguna continuidad entre las estructuras feudales que
gestionaba Iván el terrible o Pedro el Grande y el dispositivo capitalista que
comanda Putin. Este señalamiento es importante frente a tantas miradas
esencialistas, que denuncian la naturaleza imperial intrínseca del gigante
euroasiático. Con ese prejuicio el establishment occidental construyó todas sus
leyendas de la guerra fría (Lipatti, 2017).
Las comparaciones que evitan esa simplificación, permiten notar la
distancia que siempre separó a Rusia del capitalismo central. Esa brecha
persistió en los ciclos de modernización que introdujo el zarismo con refuerzos
militares, mayor expoliación de los campesinos y distintas variantes de
servidumbre. La asfixiante tributación de ese régimen alimentaba un derroche de
las elites consumistas, que contrastaba con las normas de competencia y
acumulación imperantes en el capitalismo avanzado (Williams, 2014). Esa
fractura se recreó posteriormente y tiende a reaparecer con modalidades muy
diferentes en la actualidad.
Otra esfera de afinidades se verifica en la inserción
internacional del país como una semiperiferia. Esa ubicación arrastra una larga
historia, en una potencia que no alcanzó la cima de los imperios dominantes,
pero logró sustraerse de la subordinación colonial. Un estudioso de esa
categoría remonta el status intermedio, a la marginación de Rusia de los
imperios que antecedieron a la era moderna (Bizancio, Persia, China). Ese
divorció continuó durante la conformación del sistema económico mundial. Ese
entramado se estructuró en torno a un eje geográfico del Atlántico, con
modalidades de trabajo distanciadas del servilismo imperante en el universo de
los zares (Wallerstein; Derluguian, 2014).
Rusia se expandió internamente, dando la espalda a ese
entrelazamiento y forjó su imperio con el sometimiento interno (y reclutamiento
forzoso) de los campesinos. Al mantenerse en esa arena exterior, evitó la
fragilidad de sus vecinos y la regresión que sufrieron las potencias declinantes
(como España). Pero no participó en el ascendente proceso que protagonizaron
los Países Bajos e Inglaterra. Protegió su entorno, actuando fuera de las
principales disputas por la dominación mundial (Wallerstein, 1979: 426-502).
La dinastía zarista nunca logró gestar la burocracia eficiente y
la agricultura moderna que motorizó la industrialización en otras economías.
Esa obstrucción bloqueó el salto económico que lograron Alemania y Estados
Unidos (Kagarlitsky, 2017: 11-14). La dinámica imperial de Rusia siempre
mantuvo una sostenida brecha con las economías avanzadas, que despunta
nuevamente en el siglo XXI.
Contrastes con
1914-1918
Algunos teóricos del imperialismo en reconstitución sitúan las
semejanzas con el último zarismo, en la participación que tuvo Rusia durante la
Primera Guerra Mundial (Pröbsting, 2012). Remarcan paralelos entre los
declinantes actores del pasado (Gran Bretaña y Francia) y sus exponentes
actuales (Estados Unidos) y entre las potencias desafiantes de esa época
(Alemania y Japón) y sus émulos contemporáneos (Rusia y China) (Proyect,
2019)..
Rusia intervino en la gran conflagración de 1914 como una potencia
ya capitalista. La servidumbre había sido abolida, la gran industria despuntaba
en las fábricas modernas y el proletariado era muy gravitante. Pero Moscú actuó
en esa contienda como un rival muy peculiar. No se alineó con Estados Unidos,
Alemania o Japón entre los imperios emergentes y tampoco se ubicó con
Inglaterra y Francia entre los dominadores en retroceso.
El zarismo continuaba asentado en la expansión territorial
fronteriza y fue empujado al campo de batalla por los compromisos financieros,
que mantenía con uno de los bandos en disputa. Fue también a la guerra para
preservar su derecho a saquear el entorno próximo, pero afrontó una dramática
derrota, que acentuó el revés previo frente al advenedizo imperio japonés.
El zarismo había logrado una supervivencia que no consiguieron sus
homólogos del subcontinente indio o del cercano y lejano Oriente. Logró
mantener la autonomía y la gravitación de su imperio durante varias centurias,
pero no pasó la prueba de la guerra moderna. Fue doblegado por Gran Bretaña y
Francia en Crimea, por Japón en Manchuria y por Alemania en las trincheras de
Europa.
Muchos analistas occidentales sugieren semejanzas de ese fracaso
con la incursión actual en Ucrania. Pero todavía no hay datos de esa
eventualidad y son prematuras las evaluaciones de la contienda en curso.
Además, los paralelos deberían tomar en cuenta la diferencia radical que separa
al imperialismo contemporáneo de su precedente.
En la guerra de 1914-18 una pluralidad de potencias chocaba con
fuerzas comparables, en un escenario muy distante de la estratificada
supremacía actual que ejerce el Pentágono. El imperialismo contemporáneo opera
en torno a una estructura encabezada por Estados Unidos y sostenida por los
socios alterimperiales y coimperiales de Europa, Asia y Oceanía. La OTAN
articula ese conglomerado bajo las órdenes de Washington, en los grandes
conflictos con los rivales no hegemónicos de Moscú y Beijing. Ninguna de estas
dos potencias se ubica en el mismo plano que el imperialismo dominante. Las
diferencias con el escenario de principio del siglo XX son mayúsculas.
En el último reinado de los zares, Rusia mantenía una contradictoria
relación de participación y subordinación con los protagonistas de las
contiendas bélicas internacionales. Por el contrario, en la actualidad es
duramente hostilizada por esas fuerzas. Rusia no cumple el rol de Bélgica o
España como socio menor de la OTAN. Comparte con China el sitial opuesto de
blanco principal del Pentágono. Al cabo de un siglo se verifica una drástica
modificación del contexto geopolítico.
Tampoco reaparece en la actualidad la vieja competencia de 1914
por la apropiación del botín colonial. Moscú y Washington no compiten junto a
Paris, Londres, Berlín o Tokio por el dominio de los países dependientes. Esa
diferencia es omitida por las miradas (Rocca, 2020), que postulan la
equivalencia de Rusia con sus pares de Occidente, en la rivalidad por los
recursos de la periferia.
Ese desacierto se extiende a la presentación de la guerra de
Ucrania como un choque económico por el usufructo de los recursos del país. Se
afirma que dos potencias del mismo signo (Vernyk, 2022) aspiran a repartirse un
territorio con grandes reservas de mineral de hierro, gas y trigo. Esa
rivalidad enfrentaría a Estados Unidos y Rusia, en un choque semejante a los
viejos enfrentamientos interimperialistas.
Ese enfoque olvida que el conflicto de Ucrania no tuvo ese origen
económico. Fue provocado por Estados Unidos, que se autoasignó el derecho a
cercar a Rusia con misiles, mientras gestionaba el ingreso de Kiev a la OTAN.
Moscú buscó neutralizar ese acoso y Washington desconoció los reclamos de
legitima seguridad que planteo su contrincante.
Las asimetrías entre ambos bandos saltan a la vista. La OTAN
avanzó contra Rusia, a pesar de la fulminante extinción del viejo Pacto de
Varsovia. Ucrania fue aproximada a la Alianza Atlántica, sin que ningún país de
Europa Occidental negociara asociaciones de ese tipo con Rusia.
El Kremlin tampoco imaginó montar en Canadá o México algún sistema
de bombas sincronizadas contra las ciudades estadounidenses. No contrapesó la
madeja de bases militares que su adversario ha instalado en todas las fronteras
euroasiáticas de Rusia. Esta asimetría ha sido tan naturalizada, que se olvida
quién es el principal responsable de las incursiones imperiales.
Ya hemos expuesto además las contundentes evidencias que ilustran,
cómo Rusia incumple el patrón económico imperial en sus relaciones con la
periferia. No tiene sentido ubicarla en un mismo plano de rivalidad con la
primera potencia del planeta. Una semiperiferia autárquica y con reducida
integración a la globalización, no disputa mercados con las gigantescas
empresas del capitalismo occidental.
Las lecturas en clave económica de la actual intervención rusa en
Ucrania diluyen lo central. Esa incursión tiene propósitos defensivos frente a
la OTAN, objetivos geopolíticos de control del espacio postsoviético y
motivaciones políticas internas de Putin. El jefe de Kremlin pretende desviar
la atención de los crecientes problemas socioeconómicos, contrarrestar su declive
electoral y asegurar la prolongación de su mandato (Kagarlitsky, 2022). Esas
metas son tan distantes de 1914-18 como del escenario imperial contemporáneo.
Diferencias con
el subimperialismo
Las semejanzas con el último imperio de los zares son a veces
conceptualizadas con la noción de subimperialismo. Ese término es utilizado
para describir la variante débil o menor de la condición imperial, que el
gobierno ruso compartiría actualmente con sus antecesores de principio del
siglo XX. Se estima que Moscú reúne los rasgos de una gran potencia, pero actúa
en la liga inferior de los dominadores (Presumey, 2015).
Con la misma noción se resaltan semejanzas con imperialismos
secundarios del pasado como Japón y se extiende esa similitud al liderazgo de
Putin con Tojo (ministro del emperador nipón) (Proyect, 2014). Rusia es ubicada
en el mismo casillero de los imperios secundarios, que en el pasado
emparentaban al zarismo con los mandantes otomanos o con la realeza
austrohúngara.
Ciertamente el país acumula una historia imperial densa y
prolongada. Pero ese elemento heredado solo tiene significación actual, cuando
las viejas tendencias reaparecen en los nuevos contextos. El agregado «sub» no
esclarece ese escenario.
El imperialismo contemporáneo perdió afinidades con su antecesor
del siglo diecinueve y esas diferencias se verifican en todos los casos.
Turquía no reconstruye el entramado otomano, Austria no guarda resabios de los
Habsburgo y Moscú no resucita la política de los Romanov. Los tres países se
ubican, además, en lugares muy distintos en el orden global contemporáneo.
En todas las acepciones mencionadas, el subimperio es visto como
una variante inferior del imperialismo dominante. Puede abandonar o servir a
esa fuerza principal, pero es definido por su rol subordinado. Pero esa mirada
desconoce que Rusia no participa en la actualidad del dispositivo imperial
dominante que comanda Estados Unidos. Se destaca que actúa como una potencia
relegada, menor o complementaria, pero sin especificar en qué ámbito desenvuelve
esa acción.
Esa omisión impide notar las diferencias con el pasado. Moscú no
participa como un imperio secundario dentro de la OTAN, sino que choca con el
organismo que encarna al imperialismo del siglo XXI.
Rusia es también situada como un subimperio por los autores
(Ishchenko; Yurchenko, 2019) que remiten ese concepto a su formulación inicial.
Esa acepción fue desarrollada por los teóricos marxistas latinoamericanos de la
dependencia. Pero en esa tradición, el subimperialismo no es una modalidad menor
de un prototipo mayor. Marini utilizó el concepto en los años 60 para ilustrar
el status de Brasil y no para clarificar el rol de España, Holanda o Bélgica.
Buscaba remarcar la contradictoria relación de asociación y subordinación del
primer país con el dominador estadounidense. El pensador brasileño
destacaba que la dictadura de Brasilia estaba alineada con la estrategia del
Pentágono, pero actuaba con una gran autonomía regional y concebía aventuras
sin la venía de Washington. Una política semejante desenvuelve en la actualidad
Erdogan en Turquía (Katz, 2021).
Esta aplicación dependentista del subimperialismo no tiene validez
actual para Rusia, que es permanentemente hostilizada por Estados Unidos. Moscú
no comparte las ambigüedades de la relación que hace varias décadas mantenían
Brasilia o Pretoria con Washington. Tampoco exhibe las medias tintas de esa
conexión actual con Ankara. Rusia es estratégicamente acosada por el Pentágono
y esta ausencia de elementos de asociación con Estados Unidos, la excluyen del
pelotón subimperial.
No hubo
imperialismo soviético
Otra comparación con el siglo XX presenta a Putin como un
reconstructor del imperialismo soviético. Ese término propio de la guerra fría
es más sugerido que utilizado en los análisis afines al marxismo. En estos
casos se da por sentada la opresión externa ejercida por la URSS. Algunos
autores resaltan que ese sistema participaba del reparto del mundo, mediante
incursiones externas y anexiones de territorios (Batou, 2015).
Pero esa mirada evalúa mal una trayectoria surgida de la
revolución socialista, que introdujo un principio de erradicación del
capitalismo, rechazo de la guerra interimperialista y expropiación de los
grandes propietarios. Esa dinámica anticapitalista quedó drásticamente afectada
por la larga noche del estalinismo, que introdujo formas despiadadas de
represión y descabezamiento del liderazgo bolchevique. Ese régimen consolidó el
poder de una burocracia, que gestionó con mecanismos opuestos a los ideales del
socialismo.
El estalinismo consumó un gran Termidor en un país
devastado por la guerra, con el proletariado diezmado, las fábricas demolidas y
el agro estancado. En ese escenario quedó frenado el avance hacia una sociedad
igualitaria. Pero ese retroceso no desembocó en la restauración del
capitalismo. En la URSS no irrumpió una clase propietaria asentada en la
acumulación de plusvalía y sujeta a las reglas de la competitividad mercantil.
Prevaleció un modelo de planificación compulsiva, con normas de gestión del
excedente y del plustrabajo amoldadas a los privilegios de la burocracia (Katz,
2004: 59-67).
Esa inexistencia de cimientos capitalistas impidió el surgimiento
de un imperialismo soviético comparable a sus pares de Occidente. La nueva
elite opresiva nunca contó con los soportes que brinda el capitalismo a las
clases dominantes. Debió gestionar una formación social híbrida que
industrializó el país, uniformó su cultura y mantuvo durante décadas una gran
tensión con el imperialismo colectivo de Occidente.
La errónea tesis del imperialismo soviético está emparentada con
la caracterización de la URSS como un régimen de capitalismo de estado
(Weiniger, 2015), en conflicto con Estados Unidos por el despojo de la
periferia. Esa equiparación registra las desigualdades sociales y la opresión
política vigentes en la URSS, pero omite la ausencia de propiedad de las
empresas y del consiguiente derecho a explotar el trabajo asalariado, con las
normas típicas de la acumulación.
El desconocimiento de estos fundamentos alimenta las erróneas comparaciones
de la era Putin con Stalin, Brezhnev o Kruschev. No registran la prolongada
interrupción que tuvo el capitalismo en Rusia. Más bien suponen que en la URSS
persistió alguna variedad de ese sistema y por eso destacan la presencia de una
secuencia imperial ininterrumpida.
Olvidan que la política externa de la URSS no reprodujo las
conductas usuales de esa dominación. Luego de abandonar los principios del
internacionalismo, el Kremlin evitó el expansionismo y solo bregaba por
alcanzar algún status quo con Estados Unidos.
Esa diplomacia expresaba una tónica opresiva pero no imperialista.
La capa dominante de la URSS ejercía una nítida supremacía sobre sus socios, a
través de dispositivos militares (Pacto de Varsovia) y económicos (COMECON).
Negociaba con Washington normas de coexistencia y exigía la subordinación de
todos los integrantes del denominado bloque socialista. Ese padrinazgo forzoso
determinó impactantes rupturas con los gobiernos que resistieron el
sometimiento (Yugoslavia con Tito y China con Mao). En ninguno de estos dos
casos, el Kremlin logró alterar el rumbo autónomo de los regímenes que
ensayaban caminos diferenciados del hermano mayor.
Una respuesta más brutal adoptó Moscú frente a la rebelión
intentada en Checoslovaquia, para poner en práctica un modelo de renovación
socialista. En ese caso, Rusia envió tanques y gendarmes para aplastar la
protesta. Lo ocurrido con Yugoslavia, China y Checoslovaquia confirma que la
burocracia moscovita hacía valer sus exigencias de potencia. Pero esa acción no
se inscribía en las reglas del imperialismo, que recién afloran al cabo de
treinta años de vigencia del capitalismo. En Rusia comienza a despuntar un
imperio no hegemónico, que no continúa el fantasmal imperio soviético.
Las
evaluaciones del colonialismo interno
Algunos autores subrayan la incidencia del colonialismo interno en
la dinámica imperial de Rusia (Kowalewski, 2014b). Recuerdan que el colapso de
la URSS condujo a la separación de 14 repúblicas, junto al mantenimiento de
otros 21 conglomerados no rusos en la órbita de Moscú.
Esas minorías ocupan el 30% del territorio y albergan a una quinta
parte de la población, en condiciones económico-sociales adversas. Esas
desventajas se verifican en la explotación de los recursos naturales que el
Kremlin administra a su favor. La administración central captura, por ejemplo,
gran parte de los ingresos petroleros de Siberia Occidental y del Lejano
Oriente.
Las nuevas entidades supranacionales de las últimas décadas
convalidaron esa desigualdad entre regiones. Por esta razón han sido tan
conflictivas las relaciones de la Comunidad Económica de Eurasia (2000) y la
Unión Aduanera (2007), con los socios de Bielorrusia, Kazajstán, Armenia,
Georgia, Kirguistán y Tayikistán.
Esas asimetrías presentan, a su vez, una doble cara de presencia
colonizadora rusa en las zonas aledañas y emigración de la periferia hacia los
centros, para nutrir la mano de obra barata demandada en las grandes urbes.
Esta dinámica opresiva es otro efecto de la restauración capitalista. Pero
algunos autores relativizan ese proceso, recordando que la herencia de la URSS
no es sinónimo de mero dominio de la mayoría rusa. Destacan que el idioma
prevaleciente operó como una lengua franca, que no obstruyó el florecimiento de
otras culturas. Consideran que ese diversificado localismo permitió la
gestación de un cuerpo autónomo de administradores, que en las últimas décadas
se divorció con gran facilidad de Moscú (Anderson, 2015).
La colonización interna ha coexistido, además, con una composición
multiétnica que limitó la identidad nacional rusa. Ese país emergió más como un
imperio integrado por varios pueblos que como una nación definida por la
ciudadanía común. Es cierto que durante el estalinismo hubo nítidos privilegios
a favor de los rusos. La mitad de la población sufrió las devastadoras
consecuencias de la colectivización forzosa y los traslados compulsivos. Se
consumó una brutal remodelación territorial, con castigos masivos a los
ucranianos, tártaros, chechenos o alemanes del Volga, que fueron desplazados hacia
zonas alejadas de su terruño.
Los rusos ocuparon nuevamente los mejores lugares de la
administración y los mitos de ese nacionalismo fueron transformados en un ideal
patriótico de la URSS. Pero esas ventajas fueron también neutralizadas por las
mixturas de los emigrados y la asimilación de los desplazados, que acompañó al
inédito crecimiento de posguerra. Esa absorción no borró las atrocidades
previas, pero modificó sus consecuencias. En la prosperidad que primó hasta los
años 80, la convivencia de naciones atenuó la supremacía gran rusa. En la URSS
no se verificó el colonialismo tardío que imperó en Sudáfrica y persiste en
Palestina. Los privilegios de los rusos étnicos no implicaron racismo o apartheid.
Pero cualquiera sea la evaluación del colonialismo interno,
corresponde puntualizar que esa dimensión no es determinante del eventual papel
de Rusia como una potencia imperialista. Ese status es determinado por la
acción externa de un estado. Las dinámicas opresivas internas solo complementan
un rol definido en el concierto global.
El sometimiento de minorías nacionales está presente en
incontables países de porte mediano, que nadie situaría en el selecto club de
los imperios. En Medio Oriente, Europa Oriental, África y Asia hay numerosos
ejemplos de padecimientos sufridos por las minorías marginadas del poder. El
maltrato de los kurdos no convierte, por ejemplo, a Siria o Irak en países
imperialistas. Esa condición se define en el ámbito de la política exterior.
Complejidad de
las tensiones nacionales
Los enfoques que resaltan la gravitación opresiva de la
rusificación, ponderan también la resistencia a esa dominación. Por un lado,
denuncian la exportación programada del principal grupo étnico para asegurar
los privilegios que gestiona el Kremlin. Por otra parte, remarcan la
progresividad de los movimientos nacionales que confrontan con la tiranía de
Moscú (Kowalewski, 2014c). Pero en esos conflictos no se verifica solo la
pretensión rusa de preservar supremacía en áreas de influencia. También se
juega el propósito norteamericano de socavar la integridad territorial de su
rival y el interés de las elites locales, que pugnan por una tajada de los
recursos en disputa (Stern, 2016).
La mayoría de las repúblicas escindidas de la tutela moscovita ha
seguido secuencias semejantes de oficialización del lenguaje local en desmedro
de los rusoparlantes. Ese renacimiento idiomático apuntala la construcción
práctica y simbólica de las nuevas naciones, en el ámbito militar, escolar y
ciudadano.
Occidente suele propiciar las fracturas que Moscú intenta
contrarrestar. Esa tensión profundiza el choque entre minorías, que
frecuentemente cohabitan en localidades muy próximas. En muy pocas ocasiones la
población es consultada sobre su propio destino. El fanatizado nacionalismo que
auspician las elites locales obstruye esa respuesta democrática. Estados Unidos
incentiva todas las tensiones. Primero apuntaló la desintegración Yugoslavia y
erigió una gran base militar en Kosovo para monitorear el radio aledaño. Luego
alentó la independencia de Letonia, una corta guerra de Moldavia para
incentivar la secesión y una fracasada embestida de su presidente georgiano
contra Moscú (Hutin, 2021).
Los grupos dominantes nativos (que propician la creación de nuevos
estados) suelen revitalizar viejas tradiciones o construyen esas identidades
desde cero. En los cinco países de Asia Central, el yihadismo ha jugado un
importante papel en esas estrategias.
El caso reciente de Kazajistán es muy ilustrativo de los
conflictos actuales. Una oligarquía de exjerarcas de la URSS se apropió allí de
los recursos energéticos, para compartir lucros con las petroleras de
Occidente. Instrumentó un desenfrenado neoliberalismo, suprimió derechos
laborales y forjó un nuevo estado repatriando a los kazajos étnicos. De esa
forma potenció el idioma local y la religión islámica, para aislar a la minoría
rusoparlante. Había logrado consumar ese operativo hasta la reciente crisis,
que desembocó en el envío de tropas y la consiguiente restauración del
padrinazgo de Moscú (Karpatsky, 2022).
Nagorno Karabaj ofrece otro ejemplo de la misma exacerbación del
nacionalismo para afianzar el poder de las elites. En un enclave de pobladores
armenios que convivieron durante siglos con sus vecinos del territorio azerí,
dos grupos dominantes han disputado la pertenencia del mismo territorio. Los
armenios obtuvieron victorias militares (en 1991 y 1994), que fueron
recientemente revertidas por los triunfos azeríes. Para asegurar su custodia de
la zona (y disuadir la creciente presencia de Estados Unidos, Francia y
Turquía), Rusia auspicia salidas concertadas del conflicto (Jofré Leal, 2020).
Atribuir la enorme diversidad de tensiones nacionales a la mera
acción dominante de Rusia es tan unilateral como asignar un perfil
invariablemente progresista a los protagonistas de esos choques. En muchos
casos hay legítimos reclamos, instrumentados en forma regresiva por las elites
locales en sintonía con el Pentágono. La simplificada impugnación del
imperialismo ruso impide registrar esas circunstancias y complejidades.
Estatus
irresuelto
Muchos teóricos del imperio en reconstitución pierden de vista que
Rusia carece actualmente del nivel cohesión política requerido para esa
remodelación. El desplome de la URSS no generó un programa unificado de la
nueva oligarquía o de la burocracia que maneja el estado. El trauma suscitado
por esa implosión dejó una gran secuencia de disputas.
El proyecto imperialista es efectivamente promovido por sectores
derechistas, que motorizan aventuras externas para lucrar con el redituable
negocio bélico. Esa fracción reaviva las viejas creencias del nacionalismo gran
ruso y sustituye el tradicional antisemitismo por campañas islamófobas.
Confluye con la derecha europea en la oleada marrón, emite demagógicas
diatribas contra Bruselas y Washington y focaliza sus dardos contra los
inmigrantes.
Pero ese segmento imbuido de añoranzas imperiales confronta con la
internacionalizada elite liberal, que propicia una fanática integración a
Occidente. Ese grupo propaga los valores angloamericanos y aspira a lograr un
lugar para el país en la alianza transatlántica. Los millonarios que integran
este último bando resguardan su dinero en los paraísos fiscales, administran
sus cuentas desde Londres, educan a sus hijos en Harvard y acumulan propiedades
en Suiza. La experiencia padecida con Yeltsin ilustra cuán demoledoras son las
consecuencias de cualquier gestión estatal de esos personajes, que se
avergüenzan de su propia condición nacional (Kagarlitsky, 2015). Navalny es el
principal exponente de esa minoría endiosada por medios de comunicación
norteamericanos. Desafía a Putin con el descarado sostén del Departamento de
Estado, pero afronta las mismas adversidades de sus antecesores. El respaldo
externo de Biden y el sostén interno de un sector de la nueva clase media, no
borra el recuerdo de la demolición perpetrada por Yeltsin.
La disputa de ese sector liberal encandilado con Occidente, con
sus rivales nacionalistas se desenvuelve en un amplio campo de la economía, la
cultura y la historia. Las grandes figuras del pasado han resurgido como
estandartes de ambos grupos. Iván el Terrible, Pedro el Grande y Alejandro II
son evaluados por su aporte a la convergencia de Rusia con la civilización
europea o por su contribución al espíritu nacional. La élite liberal que
desprecia a su país choca con la contra-élite que añora el zarismo. Ambas
corrientes afrontan serios límites para consolidar su estrategia.
Los liberales quedaron desacreditados por el caos que introdujo
Yeltsin. Putin asienta su prolongada gestión en el contraste con esa
demolición. Su liderazgo incluye cierta recomposición de tradiciones
nacionalistas amalgamadas con el resurgimiento de la Iglesia ortodoxa. Esa
institución recuperó propiedades y opulencia con el auxilio oficial a las ceremonias
y el culto.
Ninguno de esos pilares aportaba hasta ahora el sustento requerido
para apuntalar acciones externas más agresivas. La invasión de Ucrania es el
gran test de esos cimientos. Contra esas aventuras conspira la conformación
multiétnica del país y la ausencia de un Estado-nación convencional.
El propio Putin suele declamar su admiración por la vieja
«grandeza de Rusia», pero hasta la incursión a Kiev manejaba con cautela la
política exterior, combinando actos de fuerza con sostenidas negociaciones.
Buscó el reconocimiento del país como un jugador internacional, sin avalar la
reconstrucción imperial propiciada por los nacionalistas. La continuidad de ese
equilibrio se juega en la batalla de Ucrania.
Las miradas que dan por consumada la reconstitución de un imperio
ruso prestan poca atención a los frágiles pilares de esa estructura de
dominación. Pierden de vista que Putin no hereda seis siglos de feudalismo,
sino tres décadas de convulsivo capitalismo. La acotada escala de un curso
potencial dominante de Rusia es registrada con mayor acierto, por los autores
que exploran distintas denominaciones (imperialismo en desarrollo, imperialismo
periférico), para aludir a un estatus embrionario.
La
búsqueda de un concepto singular diferenciado del imperialismo dominante es el
propósito de nuestra indagación. La categoría de imperio no hegemónico en
formación propone una aproximación a esa definición. Pero la clarificación del
tema exige continuar con la revisión de otros enfoques, que evaluaremos en
nuestro próximo texto.
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Fuente: https://jacobinlat.com/2022/05/19/continuidades-y-rupturas-del-imperialismo-ruso/?mc_cid=deb2108056
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