Alfredo Apilanez
15 MAYO, 2022
“Los
datos son negocios. Los datos son políticos. Y eso es particularmente
pertinente en el caso de la inflación, porque las inflaciones son polémicas.
Generan ganadores y perdedores. Por eso nos preocupamos por la inflación. Las
cifras de inflación no son meramente descriptivas. Forman parte de la economía
política del proceso que describen”
Adam Tooze
“Voy detrás de los niños todo el día apagando la luz y después de los dos facturones que llegaron en invierno, en marzo dije que no podíamos poner la calefacción. Hubo días de mucho frío, pero no la encendimos y le ponía al pequeño el pijama, el ‘body’ y el polar en casa porque es que si no, no llegábamos a la primavera. Nos ha roto el invierno”. La angustiosa declaración corresponde a Estefanía, una joven trabajadora con dos hijos cuya pareja está en paro.
Por
primera vez en cuatro décadas, la inflación desbocada se ha convertido en los
últimos meses en una de las preocupaciones dominantes en todos los ámbitos de
la sociedad, afectando duramente a las capas más empobrecidas. La angustia de
Estefanía no es ni mucho menos un hecho puntual. Según el propio BCE, el
presunto guardián de la estabilidad de precios, la situación es grave,
especialmente para las clases populares: “La alta inflación actual perjudica
especialmente a los hogares con rentas más bajas porque los artículos con tasas
de inflación muy altas, como la energía y los alimentos, constituyen una parte
comparativamente grande de la cesta de consumo”.
El
súbito encarecimiento del coste de la vida dificulta enormemente la
subsistencia cotidiana de millones de personas en una economía global
“pospandémica” aquejada de niveles inéditos de desigualdad y de tasas de
pobreza impactantes. Una situación que puede devenir explosiva -una de las
causas del inicio de la Primavera Árabe de 2011 en Túnez y Egipto fue la brusca
elevación de los precios de los alimentos- en el depauperado y expoliado Tercer
Mundo:
“El índice mundial de precios de los alimentos se encuentra en el nivel más alto jamás registrado. Golpea a los pueblos que viven en Oriente Medio y el Norte de África, una región que importa más trigo que ninguna otra. Incluso con las subvenciones del gobierno, los habitantes de Egipto, Túnez, Siria, Argelia y Marruecos gastan entre el 35% y el 55% de sus ingresos en alimentos”
Sin
embargo, desde los cenáculos del poder se trata de transmitir una imagen de
calma tensa: el discurso oficial afirma que se trata de un brote agudo pero
transitorio, producto de una “tormenta perfecta” provocada por la “conjunción
astral” de varios shocks exógenos, intensos pero fugaces: el súbito volcado al
consumo de la demanda embalsada durante la parálisis pandémica (la tasa de
ahorro de los hogares españoles se redujo en un 13% en el cuarto trimestre de
2021); la intensa dislocación de las cadenas de suministros generada por los
recurrentes cuellos de botella en los flujos comerciales globales y la enorme
convulsión en los suministros energéticos, minerales y alimentarios sobrevenida
a raíz de la guerra en Ucrania. Ninguna conexión por tanto, según el relato
dominante, entre la inflación disparada y la devastación ambiental o el
agotamiento acelerado de los pilares energético-materiales de nuestra sociedad
depredadora, ni tampoco con las graves falencias estructurales que afectan a la
espasmódica reproducción de capital desde hace décadas. Se trata únicamente de
un sobresalto, grave pero accidental, en el “imparable” retorno a la senda de
crecimiento tras el shock pandémico. Los “cisnes negros” de la guerra y la
pandemia serían los únicos culpables de la brusca aceleración de la inflación
de precios y de los peligros que se ciernen sobre la ansiada “vuelta a la
normalidad”: agudo empobrecimiento de la población, con el consiguiente riesgo
de recesión debido a la contracción del consumo; endurecimiento de la política
monetaria y subida inminente de los tipos de interés, incrementando el riesgo
de un súbito colapso de la colosal montaña de la deuda global; pánico de los
ahorradores y rentistas, que asisten impotentes a la depreciación de sus
“capitalitos”, y el resto de jinetes del Apocalipsis que desencadena la
“bestia” inflacionaria (”el peor de los males que puede aquejar a una
sociedad”, Milton Friedman dixit).
Mientras
tanto, los gestores de la fábrica de dinero -la cúspide del poder global,
coronada por la Reserva Federal y su billete verde- contienen la respiración
atribulados ante una coyuntura que genera la peor de las pesadillas a los
celosos “guardianes de la estabilidad de precios”: el espectro de la inflación
desbocada acechando por el horizonte. El desconcierto y los vaivenes son
continuos y las nerviosas invocaciones a la transitoriedad y excepcionalidad
del momento de las prudentes “palomas” se alternan con los amenazadores
augurios de los “halcones”, partidarios de endurecer drásticamente la política
monetaria, en una pugna simulada que no logra ocultar la incapacidad del
discurso dominante de dar cuenta del inusitado fenómeno.
Michael Roberts describe la desorientación de la ortodoxia: “La teoría económica dominante está ‘desconcertada’. De hecho, el miembro de la junta del BCE Benoit Coeure comentó recientemente: ‘La teoría económica está luchando con la teoría de la inflación. Los agregados monetarios y el monetarismo han sido abandonados y con razón. Las explicaciones de holgura doméstica (la curva de Phillips) han sido atacadas pero todavía sobreviven mal que bien’. Y Janet Yellen, ex presidenta de la Reserva Federal de EEUU comentó: ‘Nuestro marco para comprender la dinámica de la inflación podría estar ‘mal definido’ de manera fundamental’”. Un botón de muestra del grado de sofisticación esotérica de la cruzada antiinflacionaria de los money makers lo representa el hecho de que la teoría dominante está basada principalmente en las evanescentes “expectativas de inflación”, es decir, en hipótesis especulativas sobre el comportamiento futuro de los agentes. Como resumía Ben Bernanke, gobernador de la FED en plena vorágine del cataclismo de 2008: «un prerrequisito esencial para controlar la inflación es controlar las expectativas de inflación». Estamos sin duda en buenas manos.
Tampoco es ajena a tamaño desconcierto la manifiesta impotencia de las herramientas habituales antiinflacionarias de la banca central -restricción de liquidez al sistema financiero y elevación brusca de los tipos de interés- ante la convulsa coyuntura actual. Con los precios de los alimentos y de la energía disparados por el shock de oferta agudizado por la guerra en Ucrania -al que no es en absoluto ajeno el peak everything de energía y materiales que se agrava vertiginosamente a medida que el capitalismo desbocado choca con los límites biofísicos del planeta- los cancerberos del capital financiero se debaten entre Escila y Caribdis: obedecer inmediatamente su sagrado mandato antiinflacionario, retirando la política monetaria expansiva implantada masivamente tras el shock pandémico, con el riesgo de provocar una aguda recesión -la política monetaria es totalmente ineficaz ante los shocks de oferta, incluso tiende a agravarlos al destruir miles de empresas zombis endeudadas hasta las cejas reduciendo la oferta de productos y servicios e incrementando los precios-, o esperar impávidos a que se calmen las aguas, apelando a la transitoriedad del fenómeno, sin tomar medidas demasiado drásticas para no truncar la ansiada recuperación mientras los índices de precios escalan a niveles intolerables. Como mandan los cánones, el capo di tutti capi de Wall Street ya ha marcado el camino a seguir emprendiendo con decisión el endurecimiento de la política monetaria. Su lacayo de Frankfort, siempre más premioso e indeciso, no tardará en seguir la misma senda. Recordemos que el único mandato del Banco Central Europeo es un objetivo de inflación alrededor de un 2% y la cifra mágica ha sido largamente desbordada en los últimos meses: actualmente se halla en un impactante 7,5%, récord histórico desde el inicio de la circulación de la moneda única en 2002, desbordando una vez más los sistemáticamente fallidos pronósticos de los gurús de la criatura de Frankfort.
Ante
esta situación de emergencia permanente en la que se halla el capitalismo
espasmódico y el cúmulo de confusionismo imperante, se agolpan los
interrogantes:¿cuáles son las causas reales del desbocado aumento de los
precios que presenciamos actualmente? ¿Se trata de un brote agudo pero breve o
estamos ante un cambio de paradigma en relación con la época de inflación
contenida de las últimas décadas? ¿Cuáles serían, en definitiva, las razones de
fondo que subyacen a la proclamación de la “estabilidad de precios” como primer
mandamiento de las políticas neoliberales y como objetivo prioritario de la
política monetaria de la banca central moderna?
La coartada perfecta
«La
inflación es una enfermedad, una peligrosa y a veces fatal enfermedad que, si
no es controlada a tiempo, puede destrozar una sociedad»
Milton
Friedman
«La inflación
es como un ladrón en la noche»
William
Mcchesney Martin, gobernador de la Reserva Federal
No
existe concepto más neurálgico en el núcleo de la ideología económica dominante
en el último medio siglo que el de la omnipresente lucha contra la inflación.
El “ladrón en la noche” deviene el hilo conductor que recorre todos los
estratos de la ortodoxia teórica y del discurso político y mediático de los,
como le gustaba decir a Marx, «espadachines a sueldo» del capital.
En el capítulo titulado «¿Cómo curar la inflación?» de su exitosa serie televisiva «Libre para elegir», el gurú neoliberal Milton Friedman se recrea, apareciendo repetidas veces con la impresora de billetes en la cámara acorazada de la Reserva Federal, en la idea del dinero como stock, que se vuelca irresponsablemente a la economía por el gobierno despilfarrador provocando inflación –«el peor de los males»– y miseria rampantes. Recordemos asimismo la célebre metáfora de Marshall, uno de los padres fundadores de la ortodoxia económica, que representa la esencia de la superchería dominante acerca del dinero-lubricante, con funciones meramente circulatorias de facilitador de los intercambios: «Una máquina no puede funcionar a menos que se engrase, de lo que un novicio pudiera inferir que cuanto más aceite se ponga mejor funcionará, pero, en realidad, si se pone más aceite del necesario la máquina quedará obstruida».
A partir de esta concepción mitológica del dinero como mero lubricante de los intercambios -en realidad, el 95% del dinero circulante es deuda creada del puro aire por la banca privada para la financiación de la acumulación y de las colosales burbujas de activos-, la “teología” económica edifica un monumental corpus teórico en aras de legitimar la embestida furibunda contra el Welfare State y las condiciones de vida de la clase trabajadora del último medio siglo. El monetarismo de Friedman -”una maldición terrible, un conjuro de espíritus malvados”, en la horrorizada descripción de Nicholas Kaldor- es la pseudoteoría que sirve de legitimación al encarnizamiento terapéutico neoliberal y la cruzada inflacionaria deviene la coartada perfecta para aplicar manu militari las políticas impopulares necesarias para restablecer la tasa de ganancia del capital en los países centrales tras la crisis de los años 70. El golpe contra las finanzas públicas y la consumación del “austericidio” son los daños colaterales de la aplicación de los mandamientos supremos de la gobernanza neoliberal: la banca central “independiente” -que deja a los estados «soberanos» postrados a los pies de los caballos de los despiadados mercados financieros-; los ajustes fondomonetaristas, que aplicaron el torniquete de la deuda externa y el fórceps de la apertura de capitales a través del llamado Consenso de Washington contra los infortunados pueblos del Tercer Mundo, y, last but not least, la destrucción de los sindicatos de clase y de las organizaciones antagonistas del movimiento obrero fordista, en aras de exacerbar la sobreexplotación y la precarización laborales, imperiosamente necesarias para el abaratamiento de la fuerza de trabajo que exigía la pertinaz crisis de rentabilidad del capital.
Para
comprender la obsesión inflacionaria es por tanto imprescindible leer el
“subconsciente” al discurso dominante para percibir que no se trata en absoluto
de un mero expediente técnico, cuya manipulación en manos de expertos es
necesaria para restablecer los equilibrios económicos alterados, sino de la
envoltura tecnocrática del ejercicio del poder de clase del capital en su época
crepuscular. La continua invocación del miedo a la bestia inflacionaria ha
sido, en definitiva, la coartada perfecta del modelo vigente, la excusa ideal
para destruir la función redistributiva del Estado y para otorgar sustrato
pseudocientífico al sacrosanto mandamiento de las políticas de austeridad y de
la agresión antiobrera. Como en la fábula de «Pedro y el lobo», la continua
apelación al espectro inflacionario -durante décadas, los oráculos de la banca
central han errado sistemáticamente en sus intentos de alcanzar su sagrado
“objetivo de inflación”- ha servido de coartada a la aplicación del
encarnizamiento terapéutico neoliberal, pero cuando el “ladrón en la noche” ha
hecho realmente acto de presencia con estrépito, los cancerberos de la
estabilidad de precios estaban totalmente desprevenidos.
Moreno describe la agenda oculta del culto al tótem inflacionario:
«El
control de la inflación ha sido la trampa del modelo económico vigente. Y, como
muestra de ello, basta revisar los datos de la distribución del ingreso en
todos los países que han seguido la norma: en todos se ha ampliado la brecha
entre ricos y pobres, con la omnipresente coartada del cuidado de los precios».
Así
pues, para comprender cabalmente el marco histórico-político en el que se
desarrolla la cruzada inflacionaria es necesario abandonar las supercherías del
discurso del capital y ampliar el foco para iluminar los procesos reales que
propulsan la desigualdad y el empobrecimiento rampantes de las clases
populares. ¿Realmente representa el brote inflacionario en curso el factor
clave para explicar el deterioro del poder adquisitivo de las clases populares
o existen otros ámbitos ocultos donde se desarrolla desde hace décadas la
expropiación imparable de los medios de subsistencia de los que dependen
únicamente de la venta de su fuerza de trabajo? O, dicho de otro modo, ¿qué es
lo que ocultan y cuáles son las consecuencias reales de las políticas
neoliberales aplicadas por la dirigencia capitalista con la coartada de la
cruzada inflacionaria?
Las inflaciones ocultas
«Se
trata de vendarnos los ojos y de suscitar el temor a la inflación para
justificar el mantenimiento del “ejército de reserva”, arguyendo que se intenta
evitar que los salarios inicien una espiral “salarios-precios”. Curiosamente,
nunca se oye hablar de una “espiral renta-precios” ni de una “espiral
intereses-precios”, aunque esos costos también se deben tener muy en cuenta al
fijar los precios»
William
Vickrey
Toda
la “matraca” de la cruzada inflacionaria que presenciamos actualmente oculta en
realidad las causas profundas de la espiral alcista de los precios de los
productos básicos que sufre la clase trabajadora mientras mantiene al mismo
tiempo en la penumbra los ámbitos donde realmente se desarrolla de forma más
aguda desde hace décadas el deterioro de las condiciones de vida de las clases
populares y la propulsión de la desigualdad social.
Hay
dos graves omisiones que revelan la inconsistencia de las explicaciones
ortodoxas de la inflación y de las políticas aplicadas para combatirla,
desvelando asimismo su función meramente ideológica de cobertura pseudoteórica de
las agresiones antiobreras de las políticas neoliberales: el papel neurálgico
de la tasa de ganancia y las inflaciones «ocultas».
En primer lugar, se oculta sistemáticamente el papel clave de la tasa de beneficio -y con ella, del conflicto esencial del capitalismo entre comprador y vendedor de fuerza de trabajo- en la fijación de precios, más aun en los mercados oligopólicos que dominan los sectores productores de bienes y servicios básicos- v.gr. el aberrante sistema de fijación del precio de la electricidad en España, que ha provocado su desbocada escalada reciente-. A lo anterior se suman el papel de amplificador que tiene en la fijación del precio mundial de los alimentos y de las fuentes de energía el casino financiero y la creciente financiarización de los beneficios de las grandes multinacionales: «La baja rentabilidad en los sectores productivos de la mayoría de las economías ha estimulado el giro de las ganancias y la acumulación de efectivo de las empresas a la especulación financiera. El principal método utilizado por las empresas para invertir en este capital ficticio ha sido recomprar sus propias acciones». Las apuestas especulativas realizadas en los mercados de futuros y de commodities de Chicago y Londres, propulsadas por la inundación de liquidez de la política monetaria expansiva de los bancos centrales, disparan los precios de los bienes de los que depende la subsistencia de los parias de la tierra. Las abultadas cuentas de resultados de las grandes corporaciones, enfocadas en el reparto de suculentos dividendos y en el “retorno al accionista”, y las dimensiones mastodónticas del capital ficticio especulativo que fagocita aceleradamente la riqueza global son por tanto los culpables principales de la escalada de precios que amenaza con imposibilitar la subsistencia cotidiana de millones de desheredados de los frutos del bienestar capitalista.
Roberts estima en cerca de la mitad -otras estimaciones incluso
lo superan- el peso del ascenso desorbitado de los beneficios empresariales
tras la pandemia en el brusco incremento de la inflación que aqueja a la
economía imperial: “Justo antes de la pandemia, en 2019, las corporaciones
estadounidenses no financieras obtuvieron alrededor de un billón de dólares al
año en beneficios, más o menos. Esta cantidad se había mantenido constante
desde 2012. Pero en 2021, estas mismas empresas ganaron alrededor de 1,73
billones de dólares al año. Esto significa que el aumento de los beneficios de
las empresas estadounidenses representa el 44% del aumento inflacionario de los
costes. Sólo los beneficios de las empresas están contribuyendo a una tasa de
inflación del 3% en todos los bienes y servicios en EEUU”. Estos precios
acrecentados están por lo tanto asociados a la urgencia por recomponer la
pérdida de rentabilidad acaecida durante la fulminante pero breve recesión
provocada por la pandemia. Como resume Michel
Husson: “La inflación resulta principalmente de la voluntad de las empresas de
enderezar su tasa de beneficio si ella es inferior al nivel que desean».
Estamos ante el “elefante en la habitación” del discurso tecnocrático de la ideología dominante: la inflación no es un mero resultado aséptico de la interacción de factores objetivos -demanda de los consumidores, costes de producción, cantidad de dinero en circulación, etc.- sino la expresión palmaria del conflicto insoluble por la apropiación del excedente económico entre el trabajo y el capital. Y no parece necesario aclarar quién se lleva el gato al agua: la clave de la comprensión de la inflación y de las políticas para combatirla reside, en definitiva, en preguntarse quién está en condiciones de establecer precios -fijando por tanto el margen del que surge la rentabilidad del capital- en el capitalismo realmente existente. Estamos ante la pregunta “maldita” para la ortodoxia de la teoría económica burguesa. Astarita describe el núcleo de la ocultación: “todo está orientado para que un estudiante se reciba de economista sin haberse preguntado jamás de dónde y cómo surge la ganancia del capital. En última instancia, se trata de la ‘pregunta maldita’ para la economía política burguesa. Y al arte de este ocultamiento, se le llamará ciencia económica”.
La historia reciente demuestra fehacientemente lo anterior: la ardua y precaria recuperación de la tasa de ganancia tras la crisis de los años 70 se logró a través de la inflación de precios y de la agresión antiobrera perpetrada a lo largo del primer embate de las políticas neoliberales. La derrota absoluta de la clase trabajadora en los años 80 permitió que las tasas de ganancia aumentaran y que la inflación en los países centrales disminuyera en los años siguientes: “La caída de la inflación en las últimas décadas tuvo como telón de fondo una fuerte ofensiva del capital sobre la clase obrera y los movimientos populares (…) Esto es, incrementar el disciplinamiento del trabajo a la lógica del mercado y el capital, en respuesta a la crisis de sobreproducción y rentabilidad de los 1970. La reacción monetarista fue su expresión”.
Nicholas Kaldor desvela la agenda oculta tras la cruzada inflacionaria de los años setenta: «La subida de tipos de interés y los recortes brutales de gasto habían derrotado a la inflación reduciendo la demanda. Era pues la contracción en la producción y el empleo lo que había derrotado a la inflación. El control de la oferta monetaria y la lucha contra la inflación no eran más que unas convenientes cortinas de humo que daban una coartada ideológica para medidas tan antisociales».
Destacar el papel clave del conflicto de clases esencial al sistema de la mercancía en la fijación de precios proporciona asimismo la explicación del «misterio» de la ausencia absoluta de inflación tras la debacle financiera de 2008, cuando la tasa de beneficio se recuperó con la misma rapidez que actualmente y los bancos centrales insuflaron colosales manguerazos de liquidez a un sistema financiero exánime: la sobreexplotación laboral y el austericidio, que caracterizaron el embate del capital tras la crisis subprime, deprimieron el nivel salarial y engordaron el “ejército de reserva” sin necesidad de subir los precios. Josh Bivens aclara el agudo contraste entre los dos shocks:
“En
recuperaciones anteriores, el crecimiento de la demanda interna fue lento y el
desempleo fue elevado en las primeras fases de la recuperación. Esto llevó a
las empresas a desesperarse por obtener más clientes, pero también les dio la
ventaja en la negociación con empleados potenciales, lo que condujo a un
crecimiento moderado de los precios y a la contención de los salarios. Esta
vez, la pandemia disparó la demanda en los sectores duraderos y el empleo se
recuperó rápidamente, pero el cuello de botella para satisfacer esta demanda en
el lado de la oferta no fue en gran medida la mano de obra . En cambio, fue la
capacidad de envío y otras carencias no laborales. Las empresas que tenían
oferta disponible cuando se produjo el aumento de la demanda provocado por la
pandemia tenían un enorme poder de fijación de precios frente a sus clientes”.
En
resumen, mientras que tras el colapso de Lehman Brothers la rápida recuperación
de la tasa de ganancia del capital se realizó a través del mecanismo clásico
del aumento de la tasa de explotación, actualmente se ha producido
principalmente mediante la inflación de precios en un entorno de fuerte
aceleración de una economía global espasmódica.
La
configuración descrita agudiza hasta extremos inauditos las contradicciones de
la matriz de rentabilidad del capitalismo desquiciado. La propulsión de los
niveles de desigualdad y de pobreza provocada por el torniquete de las
políticas neoliberales genera una, potencialmente autodestructiva,
contradicción en la capacidad de reproducción ampliada del capitalismo
neoliberal: ¿Cómo puede mantenerse la tasa de ganancia del capital ante la
intensa depresión del consumo de las masas que podrían provocar los lacerantes
niveles de desigualdad y el empobrecimiento de amplias capas de la población?
La respuesta es la clave de bóveda de la política del capital en el último
medio siglo: la deuda a muerte y la inflación de activos -las inflaciones
ocultas- son los ámbitos donde se extrae la parte del león de la ganancia del
capital que mantiene la maquinaria depredadora en funcionamiento.
Tras
el colapso de 2008, la maltrecha tasa de ganancia de las grandes corporaciones,
financieras y no financieras, no se ha restablecido a través de la inflación de
precios, como en la primera fase neoliberal de los años 70, sino a través de la
inflación de activos y de la expansión descontrolada de la deuda y del castillo
de naipes del casino financiero global. Sobreexplotación laboral y deuda «a
muerte», por un lado, y capital ficticio desbocado, por el otro, representan
por tanto las dos caras de la moneda de la aberrante matriz de rentabilidad del
capitalismo desquiciado.
Roberts describe la estrecha conexión entre la inundación de liquidez en el casino financiero con el dinero fresco del rescate realizado por los bancos centrales tras la debacle de 2008 -la taumatúrgica QE, que significó el salvamento del sistema financiero global- y la agudización de la desposesión rentista de las clases populares mediante el incremento astronómico del precio de los activos financiero-inmobiliarios:
“Pero las
tasas de inflación no aumentaron cuando los bancos centrales inyectaron
trillones en el sistema bancario para evitar un colapso durante la crisis
financiera mundial de 2008-9 o durante la pandemia de COVID. Todo ese crédito
monetario procedente de la ‘flexibilización cuantitativa’ acabó siendo una
financiación a coste casi nulo para la especulación financiera e inmobiliaria.
La inflación tuvo lugar en los mercados de valores y de la vivienda, no en las
tiendas”.
Tal
configuración patológica del capitalismo actual desmiente de raíz el mito
esparcido por doquier por los «espadachines a sueldo» del capital de que la
inflación de precios es la mayor pesadilla de la banca y de los tiburones de
las finanzas globales al deprimir los tipos de interés reales -la banca, como
prestatario, sufriría graves pérdidas al depreciarse el valor del dinero de los
préstamos con tipos de interés reales negativos, tras descontar la inflación
desbocada al tipo nominal-.
Lo anterior es sin embargo una falacia que oculta los ámbitos reales donde se desarrolla el negocio cautivo y enormemente lucrativo de la fábrica de dinero en manos privadas. La rentabilidad de la banca -como demuestran las mareantes cifras de beneficios que obtiene sistemáticamente- no depende principalmente del diferencial de tipos de interés entre préstamos y depósitos sino de su papel neurálgico en el casino financiero global. Lapavitsas destaca el punto esencial de la transformación de la banca en un actor especulativo, el detonante del crack de 2008: «La banca tradicional contrasta con la banca titulizada, en tanto que la primera consiste en el negocio de hacer préstamos y contraer deudas y su principal fuente de financiación son los depósitos a la vista garantizados; mientras que la segunda consiste en el negocio de la colocación y reventa de los préstamos y su principal fuente de financiación son los acuerdos de recompra. Mientras que un pánico bancario tradicional equivale a una retirada masiva de depósitos, un pánico bancario de un banco titulizado equivale a la retirada masiva de acuerdos de recompra (repos)».
Las
privatizaciones de servicios esenciales (agua, gas, electricidad,
telecomunicaciones), características del masivo proceso de expropiación de los
«comunes», financiado y promovido activamente por la banca privada, han
representado asimismo otra enorme punción de la riqueza social, destinada a
engrosar las cuentas de resultados de los oligopolios energéticos y de la gran
banca: el incremento exponencial de los precios energéticos que presenciamos
actualmente dispara los suculentos beneficios de la banca privada, accionista
mayoritario de los mismos.
Y por
si lo anterior fuera poco, el negocio bancario actual está garantizado por las
políticas -totalmente ajenas al sacrosanto libre mercado competitivo- de
salvamento permanente a cargo del banco central, el prestamista de última
instancia, el mamporrero del sistema financiero privado, y por el privilegio
exorbitante del monopolio de la financiación de los estados, fuente de pingües
beneficios y pilar maestro de la completa amputación de la soberanía nacional.
La fábrica de dinero privada no tiene por tanto que preocuparse demasiado por
los bruscos vaivenes inflacionarios: su privilegiada posición, en la cúspide
del gran capital corporativo, y su abultada cuenta de resultados están a buen
recaudo.
La
configuración anterior, profundamente rentista y parasitaria, de la matriz de rentabilidad
del capitalismo realmente existente tiene un inicuo efecto en los ámbitos
reales donde se desarrolla de forma cada vez más aguda la expropiación y el
empobrecimiento de las clases trabajadoras: las inflaciones ocultas.
El desproporcionado crecimiento de los precios de los activos inmobiliarios -piedra miliar, a pesar de los desastres recientes, del modelo productivo de la piel de toro- no se refleja en absoluto en el índice de precios al consumo, al considerarse la vivienda, en las estadísticas de la contabilidad nacional, un bien de inversión: la acusada revalorización del mercado de los últimos años no sólo no es preocupante para los guardianes de la estabilidad de precios, sino que, bien al contrario, es una señal de la buena marcha de la economía a través del «efecto riqueza» que genera en el patrimonio de sus propietarios, que representan la mayoría silenciosa que sustenta el bloque dominante en el sistema partitocrático vigente. Sin embargo, los abultados intereses de las hipotecas sí son gasto puro, aunque no estén incluidos tampoco en el IPC al no ser etiquetados como gastos de consumo sino financieros. Marx se refería a esta extracción de rentas financiero-inmobiliarias como una explotación secundaria: “Trátase de una explotación secundaria, que discurre a la sombra de la explotación primaria, o sea, la que se realiza directamente en el mismo proceso de producción”. Para más inri, el gasto en alquiler (un 2,5% en la cesta de la compra que sirve de base para el cálculo del IPC) está enormemente infravalorado al ser abrumadoramente mayoritario –un 80% del total– en España el parque de vivienda en propiedad. La subida del 40% del alquiler en las grandes ciudades españolas en el último lustro, que afecta agudamente a la subsistencia cotidiana de las capas más humildes de la clase trabajadora, sólo se refleja de forma mínima en el IPC. Por lo tanto, el principal ámbito de desposesión y expropiación financiera de las clases populares resulta totalmente ignorado por los «guerreros de la inflación». No se trata obviamente de un hecho casual: no se ve lo que no se quiere mirar.
En palabras de Michael Hudson, «se trata de convertir a la economía toda en una enorme colección de puestos de peaje», a mayor gloria de la profusa provisión de rentas encauzada hacia los que «se enriquecen mientras duermen». Las crecientes cargas financieras derivadas de las astronómicas deudas pública y privada representan asimismo un ámbito oculto de expropiación de riqueza real de las clases populares a través de los precios inflados de los bienes y servicios, debido a los abultados flujos de intereses sufragados por los productores. Una máquina de succión que potencia las elevadísimas cotas que alcanza actualmente la desigualdad social: se estima que únicamente el decil superior de las escalas de renta y de riqueza patrimonial percibe ingresos netos de intereses y demás rentas financieras, mientras que el 90% restante son pagadores netos –incluso los que no tienen ningún producto financiero ni crédito bancario-. La inflación de rentas inmobiliarias, los masivos costes financieros sufragados y la privatización absoluta de todos los ámbitos decisivos para la subsistencia cotidiana de las clases populares han sido desde hace medio siglo los mecanismos de extracción de riqueza de abajo hacia arriba que han desembocado en el actual panorama de desigualdad y pobreza rampantes. Todo ello, ni que decir tiene, con la entusiasta bendición de los aguerridos guerreros contra la inflación.
Así
pues, más allá del omnipresente debate acerca de si el brote inflacionario
actual es temporal o duradero, o incluso de si estamos en la antesala de un
periodo de deflación por la reducción del consumo y la depresión inducida que
desencadenará el brusco giro de la política monetaria de la fábrica de dinero,
lo realmente relevante es que la matriz de rentabilidad del capitalismo
desquiciado seguirá extrayendo caudalosos flujos de la expropiación financiera
y rentista de las clases populares a través de las inflaciones ocultas y de la
sobreexplotación laboral, absorbiendo a borbotones la escasa porción de la
riqueza social recibida por quienes se ganan el pan con el sudor de su frente.
Por lo tanto, resulta perentorio disipar las cortinas de humo de los
espadachines a sueldo del capital, cuyas cínicas apelaciones a la
excepcionalidad de los agudos conflictos actuales y su ilusoria confianza en la
posibilidad de la ansiada vuelta a la normalidad, no son más que cantos de sirena
que pretenden ocultar el hecho desnudo de que sólo la superación de este modo
de organización de la vida humana depredador y suicida permitirá la consecución
de un orden social racional en un planeta habitable.
Fuente: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2022/05/15/inflacion-la-coartada-perfecta/#more-2756
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