Disturbios en Nevsky Prospek (Petrogrado), el 4 de julio de 1917.
Traducción: Rolando Prats
Lecciones leninistas para el combate contra la
extrema derecha.
En esta alocución pronunciada en
español el pasado 3 de febrero de 2024 en la serie internacional de eventos Leninist Days/Jornadas leninistas,
Valerio Arcary reactiva cuatro giros tácticos efectuados por Lenin entre
febrero y octubre de 1917, transformándolos en eficaz herramienta metodológica
directamente aplicable al análisis de las condiciones, los actores, las
apuestas y los objetivos —pero también los distintos momentos, fases, tiempos,
de toda política—de la lucha contra el auge de la extrema derecha en América
Latina y en todo el mundo.
El legado leninista —apunta
Arcary— tiene un peso enorme en el marxismo, pero en el debate sobre las
tácticas del combate contra la extrema derecha la cuestión decisiva radica en
el hecho de que en Rusia, en 1917, no habría podido consolidarse un régimen liberal-democrático.
La disyuntiva real era entonces Lenin o Kornilov, revolución socialista o
dictadura contrarrevolucionaria. No nos encontramos hoy ante la misma
disyuntiva. No porque no exista peligro alguno de que se instauren regímenes de
extrema derecha, sino porque no estamos en una fase de revolución inminente.
Persiste, sin embargo —nos
advierte Arcary—, el peligro de que después de tantas décadas subestimemos el
peso de nuestra propia inercia mental. ¿Y si fuéramos víctimas de un
autoengaño? La pregunta que podemos o debemos hacernos es si los actuales
regímenes democráticos están gravemente amenazados por el avance arrollador de
la extrema derecha, en sentido general, y, más concretamente, de la influencia
de las corrientes neofascistas en su seno y si —en contra de la fórmula
marxista clásica— la extrema derecha pudiera desembocar en el neofascismo en
ausencia de todo peligro de revolución.
El texto
que sigue es la traducción de la versión original en portugués, ampliada y
revisada por el autor, con ocasión de su publicación en Jacobin América
Latina [Nota del traductor].
La
izquierda subestima el peligro de la extrema derecha
Sincericidio. Sinceridad al borde
del suicidio, impulso autodestructivo. En el seno de la izquierda las polémicas
suelen ser ásperas, pero a la hora de la aspereza en los debates nadie supera a
los argentinos. Recomiendo pensárselo dos veces. Lo cierto es que la situación
en Argentina ha ido de mal en peor. La solidaridad internacional con la
resistencia popular contra las embestidas del gobierno de Javier Milei
desempeña un papel sumamente importante. No obstante, esta vez el blanco de mis
críticas será un sector de la izquierda marxista argentina —sin que por ello
ese sector deje de ser acreedor de todo nuestro respeto— que se abstuvo de
votar en la segunda vuelta. El voto nulo —que se abstrajo de lo que significaba
la candidatura de extrema derecha de Milei— me pareció un gesto antileninista.
Algo más cercano al trotsko-anarquismo que a otra cosa.
Permítaseme hacer dos prudentes
aclaraciones sobre la ola de extrema derecha actualmente en ascenso. En primer
lugar, la cuestión central del análisis no puede ser otra que el reconocimiento
del peligro real e inminente de que movimientos de inspiración neofascista
obtengan nuevas victorias. Toda política supone una sucesión de coyunturas,
momentos, flujos, reflujos, secuencias. ¿Quién está a la ofensiva y quién a la
defensiva? El grueso de la burguesía argentina no subestimó al peronismo, pues
lo conoce bien. Fue una fracción de esa burguesía la que subestimó a Milei,
porque hasta la víspera de las elecciones creyó en la posibilidad de que
Patricia Bullrich se alzara con la victoria. Milei aparecía como un aliado
instrumental. El hecho de que la contienda se desenvuelva en el marco de
democracias liberales no atenúa el peligro autoritario que amenaza las
libertades democráticas si para triunfar en las elecciones tiene que ocurrir
—en virtud de un gradual endurecimiento bonapartista— lo que ha ocurrido en
Argentina.
Hasta hace un año, la estrategia
consistente en no votar «ni por uno ni por otra» —ni por Sergio Massa ni por
Bullrich— no dejaba de tener lógica, porque ello significaba luchar por
constituir un tercer campo: el de la oposición de izquierda al gobierno de
Alberto Fernández. Desde el punto de vista táctico, sin embargo, esa estrategia
dejó de ser válida ante el peligro inminente de la victoria de Milei en la
segunda vuelta.
Un posicionamiento estratégico
que tenga como divisa «ni una cosa ni la otra» no debería convertirse en
táctica permanente e indefinida que gire en torno a ese eje. Sobre todo cuando
la situación ha dado un giro, como me parece que ha sido el caso, al menos
desde lejos. Massa no merecía que se le diera apoyo alguno, pero la lucha
contra Milei pasó a ocupar el centro. Denunciar a Milei como al mayor de los
peligros, incluso llamando a votar en su contra, no es lo mismo que apoyar
políticamente a Massa.
La situación habría sido mucho
mejor, por supuesto, si una oposición de izquierda hubiese conquistado una posición
de mayor peso en el seno de la clase trabajadora. Desafortunadamente, no fue
así.
Lenin en
1917
La claridad estratégica de Lenin
se puso de manifiesto en cuatro giros tácticos durante el dramático intervalo
transcurrido entre febrero y octubre de 1917. En primer lugar, cuando postula
en las Tesis de
abril el paso a la fase insurreccional de la revolución, con las que
el bolchevismo reclama su independencia respecto del gobierno provisional,
reafirma su compromiso con los obreros y soldados de los soviets y con el
campesinado y lanza las consignas de «Paz, pan y tierra» y «Todo el poder
a los soviets». En segundo lugar, cuando se pronuncia contra el precipitado
intento de derrocar al gobierno de Kerensky durante las Jornadas de Julio. En
tercer lugar, cuando propugna la formación del frente unido con Kerensky contra
el golpe de Kornilov. En cuarto, cuando de nuevo aboga por la necesidad de la
insurrección.
Echaré mano de una extraña
metáfora. Lenin cambia de velocidad cuatro veces en función del trazado de una
carretera que tiene no una sino numerosas curvas, subidas y bajadas. Se
pronuncia por avanzar en abril, por mantener posiciones en julio, por
retroceder en agosto y, finalmente, por activar el cuarto engranaje y acelerar
en septiembre, tras el fracaso del Pre-parlamento. Leninismo no significa
avanzar, avanzar, avanzar, a cualquier precio, sin que importen los riesgos.
Tampoco es quietismo, ¡cuidado, cuidado, cuidado!
Hay un primer momento, de abril a
julio, en que se impone la paciencia a fin de salvaguardar la propia
independencia y ejercer presión; hay un segundo momento, en que de lo que se
trata es de abstenerse de aventuras y mantener posiciones; hay un tercer momento,
en que la situación exige la retirada y formar un frente unido contra Kornilov
y, por último, hay un cuarto momento, en el que ha llegado otra vez la hora de
contraatacar en toda la línea y pasar a la insurrección. La verdadera línea
leninista —no su idealización simplificada— jamás consistió en «ninguna
confianza en los reformistas»—como hizo bien en recordar Martín Mosquera en
un reciente artículo para Jacobin América Latina—, «sino
en romper con la burguesía».
Desde ese posicionamiento por
reivindicaciones concretas en diálogo con una mayoría del pueblo que seguía
confiando en los mencheviques y eseristas, la línea leninista conoció
diferentes inflexiones, movimientos, curvas. Los dos ejemplos más
«espectaculares» fueron el giro en favor de la defensa de la táctica de un
frente único obrero o de izquierda contra el peligro de un golpe korniloviano o
fascista y el giro en favor de la insurrección. El primero inspiró más tarde
las decisiones de la III Internacional en su tercer y cuarto congresos.
Escribió Lenin:
Es posible que estas líneas lleguen
demasiado tarde, pues a veces los acontecimientos se suceden con una velocidad
verdaderamente vertiginosa. Escribo esto el miércoles 30 de agosto; sus
destinatarios no lo leerán antes del viernes 2 de septiembre; con todo, y por
si acaso, considero mi deber escribir lo siguiente:
La sublevación de Kornilov
representa un viraje de los acontecimientos en extremo inesperado (inesperado
por el momento y por la forma) e increíblemente brusco.
Como todo viraje brusco, exige
una revisión y un cambio de táctica. Y, como toda revisión, con ésta hay que
ser muy prudente para no faltar a los principios. (…)
¿En qué consiste, entonces, el
cambio de táctica tras la sublevación de Kornilov? Consiste en que ha cambiado
la forma de nuestra lucha contra Kerensky. Sin que se haya debilitado
ni un ápice nuestra hostilidad contra él, sin retractarnos de una sola palabra
dicha en su contra, sin renunciar al objetivo de derrocar a Kerensky, hoy
decimos: hay que tomar en cuenta el momento; no vamos a derrocar a
Kerensky de inmediato; ahora encaramos de otra manera la tarea de
luchar contra él; es decir, haciendo ver al pueblo (que lucha contra Kornilov)
la debilidad y las vacilaciones de Kerensky. Antes también
lo hacíamos, pero ahora esa tarea pasa a ser la fundamental: en eso consiste el
cambio.
El cambio consiste, además, en
que ahora hacemos pasar a un primer plano la tarea de intensificar la
agitación en favor de lo que podríamos llamar «exigencias parciales» a
Kerensky: que arreste a Milyukov, que arme a los obreros de Petrogrado, que
llame a Petrogrado a las tropas de Kronstadt, de Viborg y de Helsingfors, que
disuelva la Duma de Estado, que arreste a Rodzyanko, que legalice la entrega de
las tierras de los terratenientes a los campesinos, que implante el control
obrero sobre el trigo y las fábricas, y así sucesivamente. Y esas exigencias no
las debemos presentar sólo a Kerensky, no tanto a Kerensky como a los obreros,
a los soldados y a los campesinos, ganados por la marcha de la lucha
contra Kornilov[[1]].
Hay leninistas que todavía
concuerdan con el segundo y tercer giros, pero no con el primero y el cuarto,
que se les antojan sectarios. A la inversa, están quienes reivindican el legado
de las Tesis de abril y la insurrección de Octubre, pero no tanto el
del segundo giro —la resistencia a la radicalización de julio y el papel de la
contención—, ni el de la unidad con Kerensky contra Kornilov. Prefiero a
quienes concuerdan con todos ellos.
La política es el arte de la
flexibilidad táctica. Ésta debe tener como punto de apoyo el análisis de la
correlación de fuerzas que establece un límite a las posibilidades, siempre que
ese análisis esté anclado en principios firmes. Mal vamos cuando prevalecen la
rigidez táctica y la insolencia estratégica. Frente al peligro de la extrema
derecha, el más importante de esos cuatro giros hechos por Lenin es el tercero,
ya que el factor decisivo fue la actitud favorable de los soviets hacia la
formación de un frente único con la mayoría que aún apoyaba a Kerensky, lo que
allanó el camino para su transformación en mayoría. En Rusia, todo se aceleró
por la gravedad y la urgencia de una situación objetiva extrema: las
consecuencias desesperadas de la derrota militar ante el ejército alemán.
El
peligro contrarrevolucionario
La rusificación de la III
Internacional favoreció una universalización de modelos y de políticas que
contaminaron los propios análisis, pues las fórmulas inspiradas en la idea de
que existen patrones que se repiten a lo largo de la historia son sumamente
tentadoras. En efecto, existen patrones. Pero ¿qué era universal y qué
peculiar, específico o incluso exclusivamente ruso? El peligro está en
considerar universal lo que era estrictamente ruso. Y perder de vista lo que de
hecho terminó siendo universal.
¿Qué se ha llegado a reconocer
como universal? La táctica insurreccional basada en la dualidad de poderes,
precipitada por la autoridad de los soviets en una situación revolucionaria.
Hasta la puesta en marcha de la restauración capitalista en la URSS, esa
estrategia prevaleció como paradigma en la izquierda radical de todo el mundo.
Pero con el fin de la URSS, la
mayoría de la izquierda mundial descartó esa posibilidad que habría sido
expresión de la excepcionalidad rusa: una revolución contra una dictadura
tiránica y anacrónica, a la cabeza de un imperio decadente que oprimía a
decenas de naciones como colonias internas, un inmenso continente euroasiático
de economía agraria, pero que también era la quinta potencia industrial del
mundo. La revolución rusa habría sido única.
El hecho es que en los países
centrales, sobre todo en Europa —si fuéramos a resumir una historia más bien
larga—, los regímenes liberal-democráticos se consolidaron desde hace ya
generaciones. En algunos países, como en Portugal, España y Grecia, ello
ocurrió más tardíamente, pero en todo caso hace ya medio siglo. Ante esa
realidad, se hizo inevitable poner al día la estrategia. Surgieron no pocas
hipótesis, algunas más prometedoras, otras menos. Se extrajeron lúcidas
conclusiones.
Persiste, sin embargo, el peligro
de que después de tantas décadas subestimemos el peso de nuestra propia inercia
mental. ¿Y si fuéramos víctimas de un autoengaño? La pregunta que podemos o
debemos hacernos es si los actuales regímenes democráticos están gravemente
amenazados por el avance arrollador de la extrema derecha, en sentido general,
y, más concretamente, de la influencia de las corrientes neofascistas en su
seno.
El legado leninista tiene un peso
enorme en el marxismo. Pero en el debate sobre las tácticas en la lucha contra
la extrema derecha, a mi juicio la cuestión decisiva es el hecho de que jamás
se haya planteado la cuestión de que si hubiese podido consolidarse o no un
régimen liberal-democrático en Rusia. La disyuntiva real era Lenin o Kornilov,
revolución socialista o dictadura contrarrevolucionaria. Esa conclusión no debe
llevarnos a creer que hoy nos encontramos ante la misma disyuntiva. No es ese
el caso. Pero no porque no exista el peligro de que se instauren regímenes
bonapartistas de extrema derecha, sino porque no estamos ante una fase de
revolución «inminente».
No fue la burguesía rusa la que
lanzó la insurrección para derrocar al Estado semifeudal de los Romanov en
febrero de 1917, pero fue esa burguesía la que impidió que el gobierno
provisional del príncipe Lvov firmara por separado la paz con Alemania: los
capitalistas rusos se mostraron demasiado débiles, por un lado, para romper con
sus socios europeos, y, por el otro, para asegurarse su dominación por métodos
electorales en la república que nacía de manos de la insurrección proletaria y
popular. No fue por descuido que se no empeñaron en convocar a elecciones a la
Asamblea Constituyente. Fue por cálculo.
Tampoco esa burguesía fue la que
envió a sus hijos a las trincheras a que fuesen masacrados, pero sí fue la que
apoyó a Kerensky cuando éste insistió en lanzar a campesinos uniformados a
ofensivas suicidas contra el ejército alemán. La presión de Londres y París
exigía que se mantuviera el Frente Oriental, pero la presión de un proletariado
poderoso y combativo —en relación proporcional con una burguesía con poco «instinto
de poder» por causa de su sumisión a la monarquía— exigía el fin de la
guerra; las corrientes más fuertes de la izquierda socialista —mencheviques y
eseristas— se rehusaban a hacerse con el poder por sí solas, pues no deseaban
romper con la burguesía, al tiempo que los bolcheviques, en minoría hasta
septiembre, se negaron a unirse al gobierno de colaboración de clases y a
romper con las exigencias populares. Aunque tampoco los bolcheviques estaban
interesados en derrocar a ese gobierno sin poder asumir las consecuencias de
ese acto. Ni tenían interés en aventurarse a hacerlo mientras no se asegurasen
una mayoría entre los trabajadores en todo el país. Y esa posición resultó a la
postre decisiva, especialmente durante las Jornadas de
Julio.
Cuando Kerensky perdió el apoyo
de las clases trabajadoras, la burguesía rusa apeló al general Kornilov para
que resolviera con las armas lo que no podía resolverse con argumentos. Había
quedado atrás el tiempo de las elecciones a la Asamblea Constituyente. La
burguesía rusa perdió la paciencia con Kerensky y rompió con la democracia, dos
meses antes de que el proletariado perdiera la paciencia con sus dirigentes y
recurriera a una segunda insurrección para poner fin a la guerra.
El fracaso del putsch selló
el destino de la burguesía rusa. En las terribles horas de agosto, el
proletariado y los soldados encontraron en los bolcheviques el partido
dispuesto a defender con su vida las libertades conquistadas en febrero. Sin el
apoyo de la burguesía y sin el apoyo de las masas, suspendido en el aire, el
gobierno de Kerensky—con sus aliados reformistas—buscó ayuda en el Pre-parlamento,
pero la legitimidad de la democracia directa de los soviets pesaba más que la
representación indirecta de cualquier asamblea: se había agotado el tiempo de
las negociaciones con la Entente, se había desaprovechado la oportunidad
histórica de la república burguesa. Ya era demasiado tarde.
El engranaje de la revolución
permanente empujaba a los sujetos sociales interesados en el fin inmediato de
la guerra —el grueso del ejército y de los obreros— hacia una segunda
revolución y jugaba a favor de los bolcheviques, quienes en el espacio de unos
meses vieron aumentar su influencia. Por su parte, no fue sino hasta después
del intervalo transcurrido entre febrero y octubre que el proletariado y los
campesinos pobres vieron desvanecerse sus ilusiones respecto del gobierno
provisional —en el que habían depositado sus esperanzas aquellos partidos, como
los mencheviques y los eseristas, que eran incapaces de garantizar la paz, la
tierra y el pan— y depositaron su confianza en los soviets en cuyo seno se
afirmaba el liderazgo de Lenin y de Trotsky.
Años después, Martov —líder de
los mencheviques internacionalistas— y Kautsky —líder de la socialdemocracia
alemana— insistieron en que Octubre había sido una aventura voluntarista.
Acusaron de golpistas a los bolcheviques por haber hecho la revolución: querían
que los bolcheviques construyeran el régimen liberal-democrático cuando la
burguesía rusa había apoyado los métodos de la guerra civil para defender la
propiedad privada.
Por ironías de la historia, en la
Rusia de 1917 —anticipándose a un movimiento histórico que más tarde se
generalizaría en Europa— los partidos menchevique y socialista revolucionario
(eserista), que habían nacido como organizaciones obreras y populares, se
convirtieron en portavoces de la pequeña burguesía y de las incipientes clases
medias urbanas: colchón de amortiguamiento de la lucha de clases entre el
Capital y el Trabajo, y en los posteros defensores de un régimen
liberal-democrático, incluso después de que la burguesía hubiera abrazado el
plan de una dictadura fascista, la cual podría adornarse con una corona
monárquica.
Sería más prudente, sin embargo,
concluir que una vacilación bolchevique en octubre, o su derrota en la guerra
civil entre 1918 y 1920, habría llevado al poder —apoyado por las democracias
de Washington y Londres— a un fascismo ruso. Y nadie debería desear tener qué
imaginar cómo habría sido un «Hitler» en el Kremlin.
¿Contrarrevolución
sin revolución?
Deberíamos buscar hipótesis que nos
ayuden a explicarnos por qué lo mejor de la izquierda marxista mundial
subestima al neofascismo. No sé cuántos concurran con este juicio, pero creo
que ese es el caso. Como en cualquier problema complejo, sin duda son muchos
los factores. El dogma que hemos heredado, entre otras muchas herencias, es que
el apoyo de las fracciones burguesas al fascismo surge como respuesta al
peligro real e inminente de una crisis revolucionaria. O, lo que es peor, al
peligro de una revolución. Si no hay peligro de revolución, ¿por qué existiría
entonces el peligro de una ola neofascista?
¿Acaso no estaremos exagerando?
¿Existirá algún objetivo que sea común a Bolsonaro y a Milei, а Chega en
Portugal, a Vox en el Estado español, a Marine Le Pen en Francia y a Trump en
Estados Unidos? ¿No urgirá la tarea de dilucidar la circunstancia de que nos
encontramos ante una oleada de movimientos de extrema derecha que obedecen a un
proyecto estratégico incompatible con los regímenes democráticos?
¿Y si la extrema derecha pudiera
desembocar en el neofascismo en ausencia de todo peligro de revolución? ¿Y si
esa fórmula «clásica», heredada de los años treinta del siglo pasado —el
peligro de nuevos octubres— no fuera acertada o hubiese dejado de serlo por los
enormes cambios que se han producido en los últimos treinta años desde la
restauración capitalista?
Es más, me pregunto: ¿Y si esta
fuera una conclusión unilateral inspirada por la autoridad del «modelo
bolchevique», por el peso de la herencia histórica? ¿Y si no fuera sólo ante el
peligro de revolución que el neofascismo se gana el apoyo de una fracción de la
burguesía? ¿Y si no hiciera falta tanto, ni algo tan grave como una revolución?
¿Y si a la necesidad de
subversión autoritaria de los regímenes democráticos se une la necesidad de
ajustes que reduzcan o incluso anulen las conquistas sociales de las
generaciones que nos precedieron? ¿Y si el objetivo estratégico de la
ultraderecha es destruir las reformas logradas en los países centrales en los
treinta años transcurridos desde la guerra? Derechos que en algunos países
latinoamericanos llegaron muy tarde, y a cuentagotas, pero que fueron
conquistas de la durísima lucha contra las dictaduras de los años sesenta y
setenta ¿Y si la crisis del capitalismo occidental, y la rivalidad que provoca
el ascenso de China, exigiera una rotación más rápida del capital y una
acumulación igualmente más rápida que garantice tasas de inversión más
elevadas, como explica Michael Roberts?
Consideremos la siguiente
hipótesis. ¿Y si una fracción de la burguesía mundial hubiese llegado a la
conclusión de que con los regímenes democrático-electorales no es posible
llevar hasta el final los ajustes económico-sociales necesarios para que la
Troika mantenga su liderazgo en el sistema internacional de Estados? ¿Y
si temieran más a China que a una revolución proletaria mundial?
¿Una
crisis estructural de la democracia burguesa?
Décadas de golpes de Estado
parecían haber dado la razón al pronóstico hecho por Trotsky en conversaciones
con Mateo Fossa, dirigente sindical argentino, en los años 30, en las que
advertía de que la estabilización de regímenes democrático-electorales
duraderos era improbable, incluso en América Latina, por no hablar de África y
Asia. Además de dogmatismo, creo que deberíamos tener el valor de preguntarnos
si esa subestimación del peligro de la extrema derecha no reside también en la
idealización de la estabilidad de los regímenes democráticos.
Vengo de una generación que dudó
apasionadamente, durante los años setenta y hasta finales de los ochenta, de la
posibilidad de regímenes democráticos liberales duraderos en América
Latina. Sin embargo, desde los años ochenta, en cierta medida esos
regímenes se han estabilizado. Más en Argentina que en Brasil, más en Brasil
que en Perú o Bolivia. ¿No deberíamos ahora abrir los ojos y despejar la mente;
en otras palabras, abrazar un sano empirismo leninista? Trotsky era demasiado
aficionado a las fórmulas y a los modelos teóricos. Lenin tardaba más en sacar
conclusiones y se cuidaba de hacer predicciones.
Tenemos como antecedente a
Fujimori, quien luego de ganar las elecciones en los años noventa, en plena
insurgencia de Sendero Luminoso, procede a dar un «autogolpe» para imponer un
régimen bonapartista, al que siguieron golpes institucionales en Honduras,
Paraguay y, por último, y de forma mucho más severa, en Brasil.
¿Acaso no podemos concluir
que existe al menos el esbozo o la posibilidad de un patrón? Brasil es un
ejemplo de máxima gravedad. Porque Brasil ocupa en el mundo un lugar
importante. Sin el golpe que tomó la forma «legal» del enjuiciamiento político
(impeachment) del gobierno de Dilma Rousseff, después de cuatro victorias
presidenciales sucesivas del PT y la probable victoria de Lula en 2018, es
imposible entender la victoria de Bolsonaro, quien durante sus cuatro años de
gobierno trabajó tanto con la hipótesis del golpe como con la táctica de la
reelección.
Por tanto, se nos revela con toda
claridad el dilema ante el cual nos encontramos: ¿no debería el leninismo
de nuestra época dar prioridad a la lucha contra la extrema derecha? Por
supuesto, no podemos dejar de denunciar el peligro del calentamiento global. No
podemos dejar de denunciar la masacre que el Estado de Israel está llevando a
cabo en Gaza. No podemos dejar de lado la solidaridad con las luchas populares
que tienen lugar en nuestros países. No podemos dejar de denunciar las amenazas
racistas, sexistas y LGTBUIfóbicas que nos rodean.
Todas esas causas son justas y
necesarias. Pero no podemos luchar con la misma intensidad en todos los
frentes. Allí donde la extrema derecha se acerque peligrosamente al poder, no
podemos dejar de librar el combate político que se requiere para derrotarla.
El neofascismo nos coloca frente
una emergencia.
El leninismo exige una respuesta
a la cuestión del poder.
Notas
[1] Véase «Al Comité Central del
POSDR», en https://www.marxists.org/espanol/tematica/histsov/actas/acta13.htm.
Se ha modificado la traducción. Escrito el 30 de agosto (12 de septiembre) de
1917. Publicado por primera vez el 7 de noviembre de 1920, en el número 250
de Pravda. [Nota del T.
Fuente: https://jacobinlat.com/2024/03/04/claridad-estrategica-y-flexibilidad-tactica-de-lenin/
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