Imágenes: Gala Abramovich
La sonrisa de Marx. Carta a lxs lectorxs de la
Revista Crisis // Diego Sztulwark
Publicada en
5 de junio de 2024
carta a lxs lectorxs:
En su último número la revista crisis publicó un texto de uno
de los editores, Mario Santucho, titulado “Quién entregó a mi
viejo”. Allí se despliega una
investigación que él mismo considera de orden existencial y que conecta
con los desafíos colectivos de nuestro tiempo. El título walsheano sitúa de
entrada la trama criminal, narrada para gatillar una serie de preguntas que
solo al ser formuladas por escrito podrían aspirar a elaborar en parte las
respuestas colectivas que precisamos.
La historia es la siguiente: en julio
de 1976 el ejército argentino desaparece a un grupo de guerrilleros
guevaristas, del Partido Revolucionario de los Trabajadores – Ejército
Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP), entre ellos a su secretario general Mario
Roberto Santucho. Una pista hallada en 2019 lleva a Mario Santucho hijo a
prestar atención a una secuencia precisa: un militante vinculado al tercer
miembro en jerarquía del PRT-ERP, el Gringo Mena, realiza una transacción con
el ejército con la intención de recuperar la libertad para su mujer detenida
por los militares a cambio de información para capturar al Gringo. La secuencia
se completa cuando el ejército, luego de secuestrar a Mena, encuentra en su
ropa la dirección de una farmacia cuya pista lleva a la patota al departamento
de Villa Martelli donde estaba la dirección de la guerrilla. La pregunta que se
plantea es: ¿qué habría que hacer ante la identificación de la persona que
estableció aquella transacción con el ejército?
Hasta allí llega la pregunta que se
formula el grupo íntimo, conformado por el hijo y algunos viejos compañeros. A
partir de ese momento, surgen otras: ¿con qué criterio se
juzga al sujeto de la transa, y qué consecuencias o sanciones le caben? Es en
este punto que Mario advierte el problema mayor de un conflicto entre
temporalidades, entre la enemistad organizada según los criterios de los años
setenta, y su imposible reanudación en un presente dominado por la derrota de
los modos de la revolución. En las condiciones en que actuaban los
protagonistas de aquella historia la única discusión admisible es si hubo o no
un acto de traición. Y de confirmarse, los términos de una pena
revolucionaria.
Pero, ¿quiénes serían hoy los jueces
autorizados a actuar según aquellos criterios? La pregunta es delicada, porque
luego de la derrota de las organizaciones revolucionarias no es posible retomar
aquellos criterios como si nada hubiera pasado. La cuestión planteada por Mario
destroza los límites de la deliberación privada en la que la época quiere
encerrar a la tragedia de las vidas militantes, para enfrentarnos a una doble
imposibilidad: imposible juzgar con criterios revolucionarios en un presente
sin revolución; pero igualmente imposible es resistir a la brutalidad del
presente sin alguna idea de revolución. Imposible actuar como si una moral
fundada en la verdad histórica fuera operativa en un tiempo en el que ha
triunfado una verdad basada de la figura de la víctima; pero igualmente
imposible resulta adherir a esa verdad histórica de la víctima, como pura
reducción del presente a una derrota sin verdad. Ahí donde el cese del
antagonismo en términos revolucionarios ha dado paso a una política sin verdad (sin fuerza de
transformación), sólo quedaría aceptar esta versión desarmada de
la política, en la que no habría lugar para otra verdad que la del brutalismo
vencedor.
Transpuesta sobre la coyuntura política
inmediata, la constatación de Mario muestra de modo nítido y angustiante una
cuestión crucial: sin constitución de una rigurosa enemistad que le devuelva a
la política su fuerza de cuestionamiento, no hay condiciones para sostener el
valor de otra verdad, ni modo de asignar y establecer responsabilidades
elementales sobre cuestiones básicas de nuestro presente. Preguntas, como por
ejemplo: ¿qué clase de política es aquella que nos dejó encerrados en esta
trampa insoportable del brutalismo?
La cuestión de la responsabilidad
obliga a reconsiderar qué política puede (y cuál no) restablecer un límite real
al programa del saqueo y la masacre. Esta es nuestra urgencia y la condición de
cualquier verdad que nos valga. Dicho de otro modo: si no podemos establecer
los criterios de una nueva enemistad (y
un nuevo modo de desplegarla), si no podemos comprender que hay modos
incompatibles de existencia y precisamos nuevos mecanismos de delimitación
entre campos de práctica enfrentados, entonces tampoco podemos fijar los
términos de nuestra propia defensa, ni evaluar los medios prácticos de
ejercerla. Y mucho menos podemos imaginar un movimiento de reconstitución de
sentidos para la vida.
la guerra
El enemigo
último de la mercancía quizá sea el honor.
La existencia que se concibe al margen del intercambio general y actúa como
límite para el circuito infinito de lo cuantificado, y de su pregunta: “cuánto
cuesta”. Siempre que hay rivalidad, se conserva y recrea este paredón
moral capaz de hacer saber que el sistema de precios no es ni tiene por qué ser
la única verdad. Pero no basta con la apelación al honor para transformar el
mundo. Marx se burlaba de las formas precapitalistas del prestigio.
Descreía de los antiguos valores jerárquicos desmantelados por la revolución
burguesa. Veía transformarse en toda Europa y sus colonias lo sagrado por el
mercado. Pero se mofaba también de las celebrity,
gurúes e influencers de su
tiempo.
Si hablamos de enemistad y honor es
para remarcar que son rasgos de cualquier lucha contra las imposiciones
dictatoriales de los mercados. Y la sonrisa de Marx, el gesto de desafiar al
poder, remite a una modalidad muy particular de ese antagonismo y ese honor,
que tanto él como Walter Benjamin reconocieron en la participación de los
oprimidos en la lucha de clases. Esa sonrisa atesora los saberes de los
vencidos, sí. Pero también cierto des-precio frente a la teatralización
impostada de la victoria que hacen las clases dominantes de todos los tiempos.
Hoy la dimensión antagonista de la
política aparece monopolizada por las formas más reaccionarias de la derecha.
Como acaba de señalar Franco
“Bifo” Berardi, esta derecha no es solo una expresión política más, sino
un nuevo brutalismo transnacional.
La “ola brutalista” es efecto de décadas de neoliberalismo, de competencia y
desensibilización. Lo que hay que comprender, dice Bifo, es menos el discurso
de la derecha extrema y más “la cualidad antropológica y psíquica que subyace a
la adhesión masiva a los movimientos ultrarreaccionarios”. Un hilo (no tan)
subyacente que vincula la indiferencia de la mayoría de estados ante el
genocidio del pueblo palestino, con las selfies que se sacan jóvenes
apostadores y mineros de cripto con Toto Caputo en el Luna Park.
El brutalismo de la extrema derecha es
un abierto cuestionamiento de la herencia que muchos llaman “humanista”, que en
rigor se propone el desmantelamiento de las diversas producciones de igualdades
surgidas a lo largo de dos siglos de revoluciones burguesas, socialistas,
anticoloniales, contraculturales y feministas. El brutalismo es la sensibilidad
de la contrarrevolución. La ilusión, para quienes participan de esa empresa, de
sentirse fuertes y, por tanto, triunfadores. Cada quien puede participar de la
batalla equipado con su teléfono inteligente, soñado como un fusil o
motosierra. La extrema derecha no triunfa a pesar de su crueldad, sino gracias
a ella. Las condiciones de su triunfo son los fracasos de las
socialdemocracias, los populismos y los liberalismos previos en su intento de
moderar al neoliberalismo. Su programa capitalista y posneoliberal no difunde
las condiciones para la integración popular en los mercados mediante la
competencia, sino en la alianza bélica entre Estado y grandes capitales de modo
brutal, liso y llano.
En el contexto argentino esto supone
una reivindicación abierta de la guerra por parte de las élites. Todos los
velos se han caído. En torno al presidente y la vice emerge el lenguaje cloacal
del terrorismo de Estado. El embajador de Israel se ha sentado en una reunión
del gabinete nacional, y el biógrafo presidencial es un veterano escriba de los
restos del partido militar que hace de la homofobia la base de un programa de
revancha contra toda forma de existencia que se desvíe del plan
de vida del Opus Dei. El cuestionamiento del número de desaparecidos y el goce
ante el empobrecimiento social convergen en un mismo desprecio por los cuerpos
vivos o muertos de los derrotados.
Y aunque la teología política diga que
la fuerza está concentrada toda de un solo lado e invite a cada quien a
sentirse parte, en su propia imaginación, del bando de los vencedores, lo
cierto es que si logramos sacarle jugo a las buenas preguntas que este tiempo
sombrío nos plantea, tendremos más chances de eludir el destino mortífero que
se cierne como una condena sobre todos nosotros. Y por esto importa el texto de
Mario Santucho.
cuestión de honor
En su
artículo, Mario escribe: “necesito pensar”. Y afirma que escribir no solo lo
ayuda a organizar las ideas, sino que también es un modo de politizar, en el
sentido de solicitar a su entorno una reflexión colectiva sobre los modos de
establecer el peso de verdad histórica de las circunstancias que le toca
evaluar. (Abro aquí un paréntesis: pienso que la expresión “mi viejo”, sobre
todo en este caso, supone por parte del autor un vínculo que no es
exclusivamente de sangre. El padre asesinado, en tanto que revolucionario
muerto por el Estado, se presenta en el discurso oficial como insurgente armado
contra el orden y por tanto como un “delincuente”, según la interpretación
convencional del código penal, que pagó con la muerte su error. Pero desde la
posición insurgente misma, esa muerte se lee de otro modo: se trata de un
militante que selló con su vida la distancia irreductible con la realidad, en
la que unos poderes asesinos amenazan con matar a todo aquel que ose
cuestionarlo seriamente. Ya el surgimiento de la agrupación H.I.J.O.S.
politizaba estas cuestiones sin que por ello hayan sido definitivamente
resueltas. No alcanza reconocerse como hijo para resolver esta alternativa
frente a la ley. Tampoco alcanza con la expresión “hijos de una generación
diezmada”. La asunción del legado de la rebeldía supone elaborar esa rebelión
en los propios términos. Y es esa elaboración la que define. Cierro paréntesis
y sigo).
Luego de dar cuenta del anacronismo que conlleva todo juicio
que involucre criterios de justicia considerados en desuso por la actualidad,
Mario se pregunta cómo reunir fuerzas para crear criterios que, si bien no
serían los de unas militancias que ya no existen, tampoco pueden ser los que la
época a la que llama con razón “victimista” (pero que es en realidad también brutalista) admite. Lo que se plantea es,
entonces, la violencia de un choque entre el poder reaccionario del presente y
todo aquello que no encaja en él. Es decir, un choque que convierte todo
aquello que se resiste a la brutalidad, en enemigo a derribar (ahí entra el
lenguaje del mundo libertariano, la estigmatización, el bullying, la destitución y la cancelación,
el trolleo, la desfinanciación, el cierre, el despido, el recorte, la auditoría
y, por fin, la destrucción).
Cuando escuchamos, entre perplejos e
indignados, cómo circulan los discursos negacionistas de
las derechas extremas —no solo “libertarias”, por cierto; no sólo en la
Argentina, como es notorio—, que no se restringen a invalidar testimonios del
horror, sino que increpan a toda vida que resiste, podemos reconocer la
insuficiencia de una ideología que confía en la figura de la víctima como
límite al horror. Por el contrario, la brutalidad alcanza a la custodia misma
que los recuerdos hacen de sus recuerdos, y a la pretensión de considerar ese
testimonio una verdad pública incuestionable. De hecho, la brutalidad aplicada
al pasado es correlativa y proporcional a la aplicada al presente. No entender
esto es no entender nada de lo que está en juego en la Argentina desde 1976 a
la fecha.
Pero esto quiere decir que el proyecto
brutalista supone una reescritura de nuestros modos de leer la historia. Las
críticas de izquierda que se han formulado a los proyectos revolucionarios de
la década del setenta durante el período democrático 1983-2024, sólo
conservarán su vigencia si la relectura es certera. Las que tuvieron el propósito
de valorizar una apuesta a la democracia que el brutalismo refuta, deberán
soportar la presión de una época que destroza la democracia. Las que fueron
hechos para brindar a los revolucionarios del futuro un archivo, creyendo que
con el tiempo la revolución volvería, deberán enfrentar el forzamiento que el
brutalismo hace sobre el lenguaje, invirtiendo el significado de las palabras,
comenzando por la misma idea de revolución.
Pero el riesgo mayor es otro.
Convertirnos nosotros mismos en negacionistas, tachando lo que es tan difícil
de asumir. Y es que no aceptar los términos del brutalismo, nos coloca
inevitablemente en una zona de enemistad. Y una vez allí, nada sería más
inconveniente que no hacerse cargo con sumo realismo de las amenazas que la
época depredadora nos dirige. Sin darse cuenta que la enemistad viene de
afuera, pero que la fuerza para enfrentarla viene desde dentro —dentro quiere
decir: cooperación— seremos además de arrasados, profundamente humillados.
Y es por eso, porque en cierto modo no tenemos opción, que estamos obligados
—salvo que aceptemos la máxima indignidad— a reconsiderar qué quiere decir ser quienes somos. Qué
quiere decir no aceptar. Qué quiere decir buscar un camino ahí donde
generaciones anteriores no pudieron. Porque el capitalismo, que supo maniobrar
por izquierda cuando fue keynesiano, que experimentó el pavor de la autonomía
política de la clase obrera, parece decidido hoy como nunca a sacudirse los
últimos vestigios de aquella maniobra, imprimiendo en cada quien las huellas
del simultáneo entusiasmo que hace un siglo sintieron los revolucionarios de
todo el mundo ante el mismo hecho. Un entusiasmo que no deberá resurgir ni a
propósito de los años de luchas sin victorias como los setenta, o el 2001, ni
de ninguna otra fecha.
Pero en particular, hablamos ahora de
los años setenta. Y de los revolucionarios argentinos y latinoamericanos que se
agruparon bajo el guevarismo. Esos combatientes, masacrados primero,
cristianizados como mártires luego, mistificados después y ahora diabolizados,
siguen despertando fascinación en quienes fueron sus enemigos. La derecha
fascistoide intenta volver una y otra vez sobre las vidas de aquellos a quienes
desaparecieron. Reinician, a cada paso, su batalla contra los “zurdos”. Se
apropian de sus palabras, “revolución”, “libertario”. Hacen la parodia del
transgresor y se conciben como combatientes contra el Estado. Se trata de un
odio fascinado. Por eso no olvidan, a pesar de lo que aconsejan. Retornan sobre
la escena de la aniquilación. Mantienen viva esa crueldad —racista, antisemita,
patriarcal, occidentalista, supremasista y sobre todo clasista—, la crueldad
aquella que es también esta crueldad.
sonreír
Sus
refutaciones del Marx profeta, científico o militante hacen reír. Y mejor así.
No hay Marx sin sonrisa. Él nos enseñó que la vida es tiempo concreto, sea para
la vida (emancipación) o para el capital (explotación). Nos mostró cómo
desentrañar las categorías mistificadas de la dominación social.
La ironía del barbado devuelve su seriedad a los explotadores y conecta con el humor de los explotados. Los primeros escuchan su nombre y se apresuran a refutarlo. Los segundos, los que se resisten, constatan su verdad en la experiencia cotidiana. Pero ahí donde la refutación es una repetición vacía en la que cada nuevo refutador concede que esa refutación no habría sido efectiva, en la constatación se verifica de una vez y para siempre que no hay ni puede haber una razón común para una sociedad fundada en la dominación de unas clases sobre otras. Y que la democracia no lo será nunca hasta que no pueda lidiar con este antagonismo desigualador, sobre el que se fundan críticamente las izquierdas y los populismos.
Partiendo de la negación de la
plusvalía, los reaccionarios han podido convocar sentimientos antisistema
desprovistos de cualquier apuesta por transformar el mundo. Se trata, ante
todo, de rodear de subjetividad la fe en el algoritmo. La propia derecha ha
dejado crecer una epistemología brutalista que liquida, con las banderas del
ajuste y la batalla cultural, el entero aparato cultural del país. El
brutalismo se alza así contra la propia herencia de una burguesía ilustrada,
que en algunos casos cree realizar.
Asistimos atónitos y horrorizados al
espectáculo de las fuerzas destructivas del presente. No hay cómo jugarle al
brutalismo de igual a igual. Ni en el diálogo o conversación, ni en las redes y
los medios. No se nos concede hasta ahora la posibilidad de abrir un espacio de
tregua y convivencia con ellos. Solo queda asumir sin ilusiones la tarea de la
autodefensa. Y esa defensa no es posible sin una firme percepción del honor.
Sí, del honor. No de ese prestigio señorial premoderno. Tampoco de la torpe
satisfacción de los likes. El honor
es aquello que, sustraído de la transacción mercantil, nos devuelve un saber
sobre quiénes somos, y por qué estamos donde estamos. Y nos reencuentra con la
poderosa razón que impide que nos doblemos servilmente.
Y bien, lo cierto es que no sabemos cómo hacernos cargo de la palabra revolución —de su honor—, pero sí sabemos que aparejada a ella se dirime el desmonte de las igualdades materiales y simbólicas que hemos conocido gracias a ella. No sabemos del todo aún cómo poner en marcha esta defensa, ni sabemos hasta dónde llegará esta vez la fuerza de la brutalidad. Pero sí podemos constatar que estamos acá, que aún sonreímos con ironía burlona frente al enemigo, que nos seguimos creyendo merecedores de otra verdad, y que las resistencias populares serán —ya lo son— claves para orientarnos una y otra vez. No se trata desde luego de una cuestión de fe, sino simplemente de dignidad.
Fuente: https://lobosuelto.com/sonrisa-de-marx-carta-revista-crisis-sztulwark/
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