Traducción: Florencia Oroz
Pensadores como Karl Marx y Peter Kropotkin identificaron la comuna como
el marco político para una sociedad transformada y radicalmente democrática.
Hoy podemos encontrar ejemplos de ello en varias luchas sociales y ambientales
alrededor del mundo.
El artículo que sigue es un fragmento de The Commune Form: The Transformation of
Everyday Life, de Kristin Ross (Verso, 2024).
Cuando Karl
Marx, desde su privilegiado punto de vista en Londres, leyó los informes de lo
que estaba ocurriendo en las calles de París en la primavera de 1871, por
primera vez en su vida empezó a vislumbrar cómo es la gente trabajadora cuando
se comporta como dueña de su vida y no como esclava asalariada. En La guerra civil en Francia, Marx señala debidamente los logros
legislativos de los comuneros.
Pero
fue la forma que
estaban tomando sus vidas, el arte y la gestión de la vida cotidiana, lo que
atrajo su atención y lo que cambiaría el camino de su propia investigación y
escritura en la última década de su vida.
Los
temas que Marx abordó en los últimos años, los materiales que seleccionó y los
paisajes intelectuales, políticos y geográficos más amplios que trazó para sí
mismo sufrieron alteraciones sustanciales debido a su encuentro con la forma
comunal. Los ideales comuneros de 1871, por elevados que fueran, no le
preocupaban. Más bien, lo que contaba eran las prácticas comuneras, la propia «existencia real de
trabajo» de la Comuna, como él decía.
La
forma de la Comuna
La
curiosidad y el asombro de Marx se reservaban para el descubrimiento y la
puesta en práctica por la gente corriente, «por fin», de una forma: «La forma
política bajo la cual llevar a cabo la emancipación económica del trabajo». La
emancipación económica del trabajo, resulta, no era una meta a la que aspirar o
una recompensa por buen comportamiento. La emancipación económica del trabajo
no era un objetivo al que
se aspirara o una recompensa por el buen comportamiento, sino la forma viva y
palpitante de las personas que llevaban una vida sin guiones basada en la
cooperación y la asociación, en su «colaboración apasionada» (la frase es de
Charles Fourier).
Los
trabajadores querían organizar su propia vida social según principios de
asociación y cooperación. Dieron a este deseo el nombre de «comuna», haciéndose
eco de la consigna que había empezado a resonar en las reuniones y clubes
obreros de toda la ciudad a finales del Segundo Imperio. La Comuna de París fue
una intervención pragmática en el aquí y ahora.
La
forma comuna trata, ante todo, de que la gente viva de otra manera y cambie sus
circunstancias trabajando dentro de las condiciones disponibles en el presente.
En este sentido, la forma como forma era indistinguible de las personas concretas que estaban
cambiando sus vidas, viviendo de forma diferente, en ese momento y en el
espacio —los distritos— en el que lo estaban haciendo.
En
otra de sus bien citadas formulaciones, Marx escribe que los comuneros
«destrozaron el Estado». Sin embargo, en mi opinión, en las actividades
cotidianas de los comuneros había menos destrucción que una especie de desmantelamiento paso a paso. El desmantelamiento
de un gran número de jerarquías y funciones estatales estaba en marcha, y la
más importante era la que hace de la política una actividad especializada y
reservada a unos pocos que operan a puertas cerradas.
Descubrimiento
y redescubrimiento
Donde
Marx vio en la Comuna de París de 1871 el descubrimiento trascendental de una
forma, Peter Kropotkin, al parecer, vio más bien el redescubrimiento de la
forma. Así, una de las reflexiones más interesantes de Kropotkin sobre la forma
comunal no aparece en sus escritos sobre la insurrección de 1871 sino, más
bien, en el curso de su larga historia de otra insurrección francesa (la «gran»
revolución, como la llamó en el título de su libro La Gran Revolución Francesa 1789-1793).
El
alma de la Revolución Francesa de 1789, su impulso decisivo, escribe, consistió
en los sesenta y tantos distritos surgidos directamente de los movimientos
populares y que no se separaron del pueblo, los distritos que hicieron de la
ciudad de París una vasta Comuna insurreccional: «Lo nuevo que introdujo [el
pueblo francés] en la vida de Francia fue la Comuna popular. La centralización
gubernamental vino después, pero la Revolución empezó creando la Comuna».
De
igual importancia que los distritos de la capital, aclara Kropotkin, eran las
comunas campesinas del campo. Las sucesivas insurrecciones campesinas
desempeñaron un papel generalmente subestimado pero decisivo en la
radicalización del proceso revolucionario entre 1789 y 1794. Fueron estas
últimas fuerzas del campo las que exigieron la abolición de los derechos
feudales y la devolución de las tierras que los señores y el clero habían
arrebatado a los pueblos a partir del siglo XVII. Al fin y al cabo, como nos
recuerda Kropotkin, el principal instrumento de explotación del trabajo humano
en aquella época no era la fábrica, que apenas existía, sino la tierra.
Fue
a la posesión de la tierra en común hacia donde se orientó el pensamiento
revolucionario del siglo XVIII (lo mismo, añadiría, podría decirse de nuestra
propia época). El levantamiento de las comunas aldeanas en el campo, escribe,
«es la esencia misma, el fundamento de la gran Revolución». Al mismo tiempo,
París «prefirió organizarse en una gran comuna insurgente, y esta comuna, como
una comuna medieval, tomó todas las medidas necesarias de defensa contra el
Rey».
Fue
París como Comuna la que derrocó al rey, la que se convirtió en el arma de los
sans-culottes contra la realeza y los conspiradores, y la que emprendió la
nivelación de las fortunas. Los distritos parisinos iban a llevar la iniciativa
revolucionaria durante casi dos años. Los distritos no solo fueron «el
verdadero centro y el verdadero poder de la Revolución», sino que su muerte
significó el fin de la propia revolución, al empezar a solidificarse un
gobierno centralizado.
Democracia
directa
Tanto para
Marx como para Kropotkin, la revolución es indistinguible de la democracia
directa de la forma comunal, y esa democracia es un levantamiento por encima de
las formas políticas vigentes. Esto es lo que Marx quiso decir cuando se
refirió a la Comuna de París como «una forma política completamente expansiva».
La forma comuna, tanto para Marx como para Kropotkin, es a la vez el contexto y
el contenido de la revolución, o, en palabras de este último, «el escenario
necesario para la revolución y los medios para llevarla a cabo».
El
nombre «Comuna», como tal, representa y engloba lo que Kropotkin (y la mayoría
de los historiadores) entienden como la fuerza más radicalmente democrática de
la Revolución Francesa. Pero Kropotkin dice algo más que eso. La revolución, en
su opinión, no es más que el conflicto entre el Estado, por un lado, y las
comunas, por otro. La contradicción no es entre el Estado y la anarquía, sino
entre el Estado y otra organización de la vida política, un tipo alternativo de
inteligencia política, un tipo diferente de comunidad. En la medida en que el
Estado retrocede, florecen las comunas y su modo de vida.
Si
el papel del Estado es, de hecho, gestionar todos los aspectos de las sociedades
mientras las domina y las perpetúa, entonces quizá sería mejor que no viéramos
la forma de Estado como algo final, algo logrado. Tal vez sea mejor que la
veamos como una tendencia, una orientación. Lo mismo vale para la forma comuna.
Las
observaciones hechas por Marx y Kropotkin sobre la forma comuna en la historia
revolucionaria francesa pueden ayudarnos a aislar algunos hilos o componentes
recurrentes y reconocibles de la forma política en cuestión. El espacio-tiempo
de la forma comuna está anclado en el arte y la organización de la vida
cotidiana y en una responsabilidad colectiva e individual asumida respecto a
los medios de subsistencia.
Por
lo tanto, implica necesariamente una intervención muy pragmática en el aquí y
ahora y un compromiso de trabajar con los ingredientes del momento presente.
Presupone un entorno local, vecinal o circunscrito. Las distintas dimensiones
espaciales y la temporalidad de la forma comunal se desarrollan junto a —o en
el contexto de— un Estado distante, desmantelado o en proceso de
desmantelamiento, o un Estado cuyos servicios han sido dejados de prestar por
un grupo de personas que han asumido por sí mismas la gestión de sus propios
asuntos.
Definir
las luchas
Mi
objetivo en estas breves reflexiones no es ofrecer una definición de una forma
que, por su contingencia, su falta de abstracción y su naturaleza continua e
inacabada, difícilmente podría prestarse a tal tarea. La forma comuna, como forma, no se presta
a una definición estática, inalterable en el tiempo; no se desarrolla de la
misma manera en todas partes del mundo.
De
hecho, es inseparable de sus diversas instancias históricas, de lo que Marx
podría haber llamado sus diversas «existencias de trabajo», cada una de las
cuales se compromete con las condiciones particulares del presente, en una
situación particular. Y es a la historia a la que debemos mirar, a la historia
de las luchas materiales reales, para encontrar esos momentos de creaciones
alternativas y recrear, lo mejor que podamos, con iniciativas y experimentos
relacionados en nuestro propio tiempo, no solo sus propias «existencias
operativas» particulares, sino los complejos ecos que encierran.
Se
trata de experimentos locales que se niegan a ser definidos por un chovinismo
localista. Solo recreando situaciones pasadas —re-situando lo que de hecho son
batallas específicas del lugar— podemos empezar a percibir su relación con
otras experiencias en otros lugares del tiempo y de la geografía.
En
los últimos años, dinámicas luchas territoriales como la ZAD (que significa
«Zona a Defender») cerca del pueblo rural de Notre-Dame-des-Landes en el oeste
de Francia, o las ocupaciones de oleoductos en Norteamérica, han revivido
aspectos de la forma comunal y la han hecho suya. Movimientos como la defensa
del bosque de Weelaunee en Atlanta (Stop Cop City) están creando poderosas
intervenciones en la destrucción cada vez más acelerada del entorno vivido que
se está produciendo en todas partes a nuestro alrededor.
La
existencia de estos movimientos hoy en día, el mero hecho de que existan,
también ha tenido un efecto secundario que, en mi opinión, no es menos
dramático: alteran lo que es perceptible del pasado reciente, especialmente de
los años sesenta y setenta. Las preocupaciones ecológicas de hoy despiertan
nuevos ecos de ese pasado que, a su vez, alteran nuestra comprensión de lo que
ahora importa.
Las
luchas contemporáneas por la tierra nos ayudan a redefinir las principales
líneas de conflicto de la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días.
Cambian nuestra comprensión de lo que era central entonces y lo que importa (o
resulta útil) ahora. Las largas batallas libradas en los años setenta por los
agricultores y sus aliados en el sur de Francia y en las afueras de Tokio para
impedir la confiscación de sus tierras para el desarrollo de infraestructuras o
el ejército se hacen visibles como lo que ahora podemos ver que son: las luchas
definitorias de la época.
A
la luz de los movimientos contemporáneos, el panorama teórico reciente también
se ve reconfigurado. El marxismo antiproductivista de la década de 1970 de un
pensador como Henri Lefebvre, ampliamente ignorado en su momento en Francia
(aunque no en América), adquiere una nueva resonancia, en gran parte debido a
su preocupación por la cuestión de la forma comunal de la vida cotidiana: sus
descontentos y sus alternativas. Sus textos y los de otros autores de la década
de 1970 están ahora a nuestra disposición para que los utilicemos en nuestros
esfuerzos por superar la lógica capitalista en el aquí y ahora mediante la
reconquista del tiempo y el espacio vividos.
Fuente: https://jacobinlat.com/2024/10/el-espiritu-de-la-comuna-de-paris-sigue-vivo/
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