29-10-2012
Todo
ciudadano occidental consciente se ve dominado desde hace tiempo por la
sensación de sentirse inmerso en una corriente de cambios significativos que
afectan al diseño de la estructura política, cambios que anuncian una regresión
en los llamados sistemas democráticos de los países capitalistas. ¿Cuándo
empezó esta corriente, en qué consiste y cuáles son sus causas?
Algunos
afirman, no sin cierto tino, que nació en septiembre de 2001, con los ataques a
las torres gemelas neoyorquinas. A partir de estos, no sólo el “statu quo”
internacional se vio alterado por la voluntad de responder a ellos por parte de
los EE.UU., sino que las necesidades de defensa del sistema político de este
país impulsaron a los diferentes gobiernos yanquis a proclamar una serie de
leyes extraordinarias que recortaban los derechos de los ciudadanos. Estas
iniciativas, como todo lo que proviene de la metrópoli, crearon una tendencia,
impulsada por los atentados que años después se vivieron en Europa occidental.
Otros
creen más bien que esos señalados acontecimientos fueron sólo un pretexto para
una ofensiva previa y largamente deseada, cuyo diseño se guardaba celosamente
en un cajón. Ofensiva además que acompaña y se liga a otras transformaciones
que interesan al modelo de relaciones sociales y laborales y al equilibrio
estratégico mundial y que respondían, en definitiva, a unas tensiones más
profundas cuyo origen es bastante anterior. Este texto se coloca más cerca de
esta segunda opinión.
Desde
este punto de vista la verdadera mudanza habría tenido su origen, y su causa,
en el hundimiento de la Unión Soviética, consecuencia a su vez del agotamiento
del ciclo revolucionario mundial protagonizado por el movimiento obrero, nacido
por cierto a la par de las revoluciones burguesas que asentaron el poder de
esta clase y el sistema capitalista. Me atrevería a decir también que el
crepúsculo de este ciclo histórico, de esta derrota en definitiva, supuso la
muerte (o al menos la catalepsia) de la propia clase trabajadora como sujeto
histórico planetario, máxime si tenemos en cuenta que, como sostuvo Marx, no hay
clase sin conciencia, siendo que la conciencia de sí de esta clase ha sido
arrasada como fruto precisamente de su derrota.
Siguiendo
esta lógica alguien puede afirmar, y yo no seré quien lo rebata, que el origen
remoto se sitúa quizá cuando las potencias del centro capitalista fueron
percibiendo que era la Unión Soviética, y no ellas (como las calificó Mao) el
verdadero tigre de papel, o simplemente un gigante con los pies de barro, allá
a finales de los años setenta y principios de los ochenta, en un momento en que
los países socialistas europeos, principalmente su centro, la URSS, se iban
deslizando hacia una crisis sistémica y organizativa de hondo calado; o cuando
en 1979 el gigante ruso picó el anzuelo de Afganistán, por donde fue
desangrándose poco a poco tanto militar como moralmente; o quizá cuando
constataron que las luchas internas de poder en la China post Mao se decantaban
no precisamente hacia la profundización del socialismo1. Sea como fuera, estos fenómenos no
dejan de ser síntomas de la pérdida de pulso de ese ciclo revolucionario
proletario y campesino2.
Fue
en esta coyuntura cuando la intuición de algunos líderes burgueses llegó a la
conclusión de que podían contribuir a que ese impulso revolucionario ya a medio
gas colapsara si se jugaban bien las cartas, dando inicio así a la
contraofensiva feroz del capital. Había llegado pues el momento de
contraatacar, de recuperar el terreno perdido durante tantas décadas frente a
una mano de obra indisciplinada y rebelde, cuyo relativo bienestar, en los
países del centro capitalista, era en último término garantizado por la
potencia militar soviética, y por un movimiento revolucionario planetario e
intersolidario. Pues, a pesar de todos sus defectos, los países socialistas
eran vistos como un referente libertador por una gran parte de la clase obrera
mundial, incluida aquella que sostenía a los partidos mal llamados
socialdemócratas. Y eso ocurría por supuesto también en todo Occidente.
A
partir de la primera revolución triunfante de 1917, los éxitos del socialismo
no hicieron más que multiplicarse. Después de la soviética estallarían otras.
Victoriosas unas, otras no, todas espantaban al burgués: Alemania, Hungría,
Mongolia, Baviera, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua… La burguesía occidental,
que había dominado el planeta durante buena parte del siglo XVIII y todo el XIX,
se batía en retirada. La bomba atómica les insufló confianza… durante cuatro
años solamente. La URSS se hizo con ella en 1949; China un poco más tarde. En
toda la Europa del Este los gobiernos comunistas, a veces en coalición con
otros partidos, expropian los latifundios y reparten la tierra entre los
campesinos, nacionalizan la banca y las grandes empresas capitalistas, reducen
las jornadas laborales, favorecen la incorporación masiva de la mujer al mundo
laboral, social, cultural, etc., impulsando políticas feministas nunca vistas
hasta entonces, implantan las vacaciones pagadas, el acceso a la educación, a
la cultura y a la sanidad para toda la población. Los partidos comunistas
occidentales, por su parte, después de la Segunda Guerra Mundial, consiguen
resultados electorales excelentes en las democracias burguesas y logran
articular poderosos movimientos de masas. La burguesía siente el acoso de
manera asfixiante3.
La
clase obrera occidental, a pesar de la omnipresente propaganda anticomunista,
era consciente de estos cambios revolucionarios y de su capacidad de presión.
La burguesía también4, y reaccionó, entre otros, en tres
frentes: social, militar y político. En primer lugar calmó a sus clases
trabajadoras empobrecidas desarrollando una decidida política social y llevando
a cabo un plan de nacionalizaciones. En el terreno militar, no sólo creó la
alianza más mortífera de la historia de la humanidad, la OTAN, sino que diseñó
un “ejército de reserva” ilegal, oculto a la opinión pública y a las propias
instituciones parlamentarias y judiciales (la “Red Gladio”), liderado por los
EE.UU., constituido por una coalición endiabladamente poco presentable en
sociedad, que abarcaba desde restos paramilitares nazis hasta democristianos
“escrupulosamente democráticos”, pasando por las policías militarizadas de cada
país (gendarmería, carabineros, etc.) dispuesto a hacer frente por las armas a
una victoria comunista en las urnas o fuera de ellas5. En cuanto al flanco político, se
desplegó una doble ruta: mientras que, por un lado, se muñían equilibrios
parlamentarios dignos del más espectacular de los circos, forzando las más
ridículas e igualmente endemoniadas coaliciones, con el único objeto de que los
partidos comunistas no controlaran el poder legislativo y/o ejecutivo, por otro
se flexibilizaron hasta cotas nunca vistas los mecanismos del sistema político,
intentando refutar así uno de los fundamentos básicos del discurso marxista:
que la democracia capitalista no es una verdadera democracia6.
Conforme
pasaba la década de los cincuenta y las políticas de apaciguamiento obrero
daban sus frutos, en Occidente la clase trabajadora, o al menos la mayor parte
de ella, se fue acomodando a este juego en el que parecía no irle tan mal,
liderada en buena parte por una “socialdemocracia” que cumplía, y sigue
cumpliendo, el papel de domesticación y encuadramiento de esta clase social
dentro del orden burgués, y por unas organizaciones sindicales que adaptaron en
general la misma estrategia. La “socialdemocracia”, atacando sin tregua las
experiencias soviética y china, y en general cualquier movimiento socialista
revolucionario que alcanzara el poder, se autoproclamó responsable feliz de los
logros en el bienestar de la clase obrera occidental, queriendo mostrar así que
el capitalismo y su parlamentarismo, vigilado y corregido convenientemente (por
la socialdemocracia, se entiende) era el menos malo de los sistemas. No
obstante, esta flexibilidad tenía sus límites. Y el principal era la
incuestionabilidad del propio sistema capitalista, que vale tanto como decir de
la propia dominación burguesa7.
El
discurso se mantiene incólume. Y si bien estas gestiones socialdemócratas se
dieron, el razonamiento olvida que quienes aplicaron por lo general este tipo
de políticas fueron tanto los partidos socialdemócratas como los conservadores
y/o democristianos, lo que demuestra que satisfacía una necesidad burguesa cuyo
fin era, entre otros, atraerse a las masas obreras ante la amenaza del ejemplo
de los países socialistas, y no a la iniciativa supuestamente combatiente de la
“socialdemocracia”. Innecesario es decir que la tendencia de la burguesía a
“corregir” los excesos del capitalismo es anterior a la revolución soviética,
inclinación que respondía a vectores de signo diferente: por supuesto, la
presión del movimiento obrero en todas sus innumerables tendencias, desde la
anarquista hasta la nacionalista; la necesidad de la burguesía de recabar
cierto consenso en su proyecto imperial (lo que se conoció en el Reino Unido
como yingoísmo), y la evidencia de que unas ciertas regulación e intervención
estatal podrían ser más beneficiosas, y a veces más baratas, que la represión
salvaje o que la feroz libre concurrencia8. Las tendencias correctoras de una
parte de la burguesía se reforzaron durante la crisis de los años treinta del
siglo XX, que no afectó a la URSS, y cristalizaron ante la demostración de
potencia militar del Ejército Rojo durante y después de la Segunda Guerra
Mundial, y como respuesta a las transformaciones revolucionarias del campo
socialista y a la postura revolucionaria y prosoviética de los partidos
comunistas occidentales.
El
éxito estratégico de la burguesía trajo consigo un bienestar creciente de la
clase trabajadora occidental, lo que, unido a la eficacia del discurso
socialdemócrata anticomunista y antisoviético, fue dejando poco a poco sin base
social a los partidos comunistas. Por supuesto en esta labor de zapa hay que
añadir los errores de las propias revoluciones, el desprestigio que generaron
las sangrientas luchas internas de poder (inherentes, por otra parte, a toda, o
a casi toda, revolución que se precie), y una fina, constante y eficacísima
campaña de propaganda llevada a cabo por la industria informativa-cultural que
logró forjar un leyenda negra anticomunista que se ha interiorizado en el
imaginario occidental y que encuentra cultivadores y seguidores en casi todo el
espectro político9.
Y
en pocos años todo cambió. En 1991 la burguesía occidental se frotaba los ojos:
su mayor, enconado y duradero enemigo caía como un castillo de naipes. No sólo
se derrumbaba el poder socialista, sino que la misma Unión de Repúblicas se
disolvía como un azucarillo y los países de la órbita soviética de Europa
oriental se colocaban como bien podían en el nuevo puzle capitalista. Además,
en China las cosas tomaban un rumbo no tan disímil. El Partido, tras la
desaparición de Mao, dio un viraje importante e inició su larga marcha hacia el
capital.
En
pocos años apareció un nuevo mundo, un nuevo orden gobernado totalmente, salvo
pequeñas excepciones en resistencia o retirada, por la burguesía en diferentes
grados de crudeza. Ésta se ha quedado sin enemigos dignos de tal nombre. Su
dominio es completo, su fuerza incontestada, sus ansias de recuperar el terreno
perdido crecidas. Comienza por tanto la reconquista. O, si se prefiere, se
acelera. El neoliberalismo atroz (que no es más que el liberalismo económico de
siempre adaptado al mundo contemporáneo y refinado de escrúpulos políticos), ya
ensayado no sólo en alguna dictadura militar de la periferia capitalista, sino
también en casa (EE.UU. y Reino Unido en plena era gorbachoviana), despliega
ahora todas sus potencias. Es el momento en que todos los partidos (que tienen
permitido gobernar, se entiende), incluidos los socialdemócratas, abrazan el
credo neoliberal y extienden el ataque contra la clase trabajadora a todos los
ámbitos de la vida socioeconómica: desmantelamiento del aparato productivo
estatal, reducción de los derechos laborales, privatización y debilitamiento de
la sanidad y de la educación públicas, militarización de conflictos sindicales,
destrucción de las relaciones laborales basadas en el pacto colectivo,
vaciamiento del derecho de huelga, restricciones de la actividad sindical,
endurecimiento de los códigos penales, presión brutal sobre los salarios,
regresión fiscal acelerada, fraccionamiento de la clase obrera políticas
racistas mediante, etc. Por otro lado, a la burguesía le empieza a resultar ya
incómodo incluso el propio aparato institucional que organizó en torno al mito
de la democracia, es decir del poder del pueblo, máxime cuando su ofensiva
socio-económica provoca reacciones sociales difíciles de manejar con las leyes
y principios que ella misma promulgó. Y es así que decide que las reglas del
juego han de cambiar y emprende el desmontaje de la forma de organización
política que ella misma había moldeado, en muy buena parte por la presión del
movimiento obrero internacional: leyes patriotas, atropello al derecho de
presunción de inocencia, detenciones gubernamentales sin garantía judicial,
restricción al acceso a la administración de justicia, detenciones y cárceles
secretas, reformas restrictivas de leyes electorales, extensión de la modalidad
del decreto gubernamental como mecanismo legislativo, detenciones por faltas
administrativas, recrudecimiento de la impunidad de los cuerpos de seguridad
del estado, generalización de fichas policiales ilegales, tráficos de datos
personales de los ciudadanos entre diferentes estados, imposición a los
parlamentos (teórica fuente de legitimidad democrática) del dictado de
instituciones subordinadas políticamente o ajenas al sistema electivo (bancos
centrales, instituciones internacionales de financiación, especuladores de deuda
pública…10),
etc. Parecería por tanto que a una burguesía a la que ya no le preocupa un
movimiento revolucionario derrotado se le hace cada vez más fastidioso, por un
lado, el corsé de los sistemas parlamentarios11,
y por otro, los de protección socio-laboral, sanidad o educación, estructuras
de las que ahora puede desembarazarse sin tener en frente una fuerza que la
atemorice.
En
conclusión, quizá estemos atravesando el umbral hacia un segundo reinado
absoluto del burgués, destruido o minimizado el aparataje, más o menos
flexible, de relaciones políticas y de los sistemas de protección social,
producto de una época histórica periclitada de luchas y revoluciones obreras y
campesinas, que molestaban o entorpecían su pleno dominio y que ya apenas
considera justificados, vencido y desarmado su principal enemigo: la clase
trabajadora.
Notas:
1 Recientemente
Graham Allison ha revelado en la revista Foreign Affairs que J. F. Kennedy
durante la crisis de los misiles declaró una situación de alerta nuclear de
alto nivel que autorizaba a aviones de la OTAN a bombardear Moscú. La URSS, que
se sepa, nunca estuvo dispuesta a dar una orden de este tipo contra Washington.
Fue en este momento cuando EE.UU., es decir, la fracción dirigente de la
burguesía mundial, descubrió que la URSS no tenía estómago para llevar hasta
las últimas consecuencias (la guerra nuclear) un enfrentamiento armado contra
ella, es decir, que no iba a utilizar su potencial atómico. ¿Sería ésta la
primera señal que recibió la burguesía yanqui de una cierta “debilidad”
soviética? Sobre el artículo del politólogo norteamericano ver Chomski, Noam:
“En la sombra de Hiroshima”; Gara, 8 de agosto de 2012.
2 No
es casual que, por otro lado, sean estas fechas las del abandono del leninismo
y de la fidelidad a la Unión Soviética de los principales partidos comunistas
occidentales, que descubrían de golpe las bondades ocultas a ellos por tantos
años de la socialdemocracia (y por ende del capitalismo), merced a lo que se
conoció como eurocomunismo.
3 Incluso,
como es bien sabido, el Reino Unido llegó a tener copado, y hasta casi
comandado, su servicio de inteligencia por comunistas leales a la Unión
Soviética.
4 Decía
Otto Brenner, dirigente de la poderosa central sindical alemana occidental
IG-Metall, que por los años de la guerra fría tenía la sensación de que durante
las conversaciones con la patronal siempre había un socio invisible pero
perceptible: la República Democrática Alemana. Ver Lerouge, Herwig: “La
contribución de la Revolución de Octubre y de la Unión Soviética al movimiento
obrero en la Europa Occidental y, más particularmente, en Bélgica”, en Revista
Comunista Internacional, nº 2, Madrid, diciembre de 2011, p. 18.
5 Ver
Genser, Daniel: Los ejércitos secretos de la OTAN. La Operación Gladio
y el terrorismo en la Europa Occidental. El viejo topo, Barcelona, 2005.
6 Una
táctica más grosera, pero no por ello menos eficaz, de la burguesía comandante
estadounidense fue el famoso Plan Marshall, es decir el libramiento de
cantidades ingentes de dinero para aliviar la pobreza de los países
occidentales y con ella el descontento popular y la presión de los comunistas.
7 Había
otra raya, ésta de segunda categoría, pero en principio inviolable, constituida
precisamente por los límites territoriales del estado, por sus fronteras; es
decir, por el respeto a la porción de la geografía de la que había sido capaz
de apropiarse o conservar cada burguesía “nacional”. Así, el estado no tuvo
reparos, cuando lo creyó necesario, en asesinar activistas o simpatizantes de
diferentes movimientos independentistas (la inmensa mayoría revolucionarios,
por demás), en lugares tan asépticamente democráticos como Francia o Reino
Unido, y en otros sitios menos presentables, como el Estado español (por no
hablar de la represión violenta del gobierno de los Estados Unidos contra
cualquiera que se moviera, por ejemplo, en Puerto Rico, en las reservas indias
o en los guetos negros). El espectáculo de ver pasar cadáveres por la
superficie del Sena, por ejemplo, no supuso, al parecer, en el otoño de 1961,
una especial conmoción para las bases morales de la democracia. Para refrescar
la memoria del lector, el 17 de octubre de ese año la policía francesa,
comandada por Maurice Papon, quien se dedicara, entre otras cosas, a deportar
ciudadanos franceses de origen hebreo a los campos de exterminio nazis durante
la Segunda Guerra Mundial, asesinó en París a varias decenas de personas, casi
todas de origen argelino, tras una manifestación a favor del movimiento
independentista. Durante las jornadas posteriores el sistema autoproclamado
democrático, en su particular caza al argelino, acabaría con la vida de varios
cientos de seres humanos. Las cifras varían según el investigador. Claro que
estas jornadas son sólo un pálido reflejo de las colosales matanzas en la
propia Argelia, considerada a la sazón tan territorio nacional como lo pudiera
ser Marsella o Lyon, e integrada, por ello, en la estructura departamental del
estado. La carnicería más reseñable quizá deba ser la de Sétif (mayo de 1945),
que arrojó un balance de al menos 2.000 asesinados (el gobierno argelino eleva
esta cifra hasta 45.000).
8 Al
hilo de esto, un fenómeno curioso de observar es cómo en los actuales EE. UU.,
una parte minoritaria de la burguesía ha llegado a la conclusión de que la
sanidad pública es mucho menos costosa (para ellos) y más eficiente que una
sanidad privada. Igualmente conviene recordar el reciente movimiento de un
puñado de millonarios que pedían (más bien parecían suplicar) que se les
cobrara más impuestos. Sin descartar el rasgo cívico individual, esta fracción
de la burguesía yanqui no llega a estas conclusiones por motivos filantrópicos,
sino tras echar bien las cuentas, e inferir que una gestión centralizada es más
eficaz y sobre todo económica que una que no lo es, y que no hay mayor
centralización que la del Estado. Por otro lado, es consciente de que la clase
trabajadora yanqui no puede financiar sola estas funciones centralizadas.
9 La
propaganda no sólo se centró en la industria cultural de masas sino que también
consideró necesario dirigirse a las élites intelectuales. Una de las labores
más notables de los servicios de inteligencia de los EE.UU. fue atraer a
posturas antisoviéticas y anticomunistas en general a buena parte de los
escritores y artistas occidentales de izquierdas. Para ello giró colosales
cifras de dinero, convenientemente utilizadas en revistas, exposiciones,
fundaciones, conciertos, etc. tanto para sobornar como para enredar a numerosos
miembros de este influyente grupo social. Imprescindible es para conocer estas
campañas secretas de la CIA en el ámbito cultural la lectura del libro de
Stonor Saunders, Frances: La CIA y la guerra fría cultural. Debate,
Barcelona, 2006.
10 La
identidad de los misteriosos especuladores de deuda ha sido declarada, al menos
en el Estado español, “materia reservada”. Esta peculiar declaración fue hecha
recientemente por la mesa del Congreso a raíz de que el diputado de Amaiur
Sabino Cuadra solicitara en dos ocasiones tramitar una pregunta al gobierno
español en la que se interesaba por las cincuenta entidades que poseen un mayor
nivel de deuda pública del Estado.
11 Al
hilo de esto vienen que ni que pintadas las recientes declaraciones de una de
las representantes más conspicuas de la fracción tradicionalista de la
burguesía vasca, Yolanda Barcina, presidenta de la Comunidad Foral de Navarra,
que expresaron mejor que nada el engorro que le supone el sistema
parlamentario: “El Parlamento es algo decimonónico. Las estructuras de hace
doscientos años no son operativas en el mundo digitalizado del siglo XXI”.
La representante de Unión del Pueblo Navarro (que ha gobernado en este
territorio junto con el Partido Socialista de Navarra hasta hace pocas fechas),
es de los que piensan que el actual diseño del sistema representativo “redunda
en el descrédito que sufre la actividad noble que es la política”. Ver
Gara, 25 de julio de 2012, p. 25.
Rebelión
ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de
Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras
fuentes.
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