Reflexiones a partir de dos experiencias de
post-guerra en Centroamérica: Nicaragua y Guatemala
07-07-2013
Terminada la guerra
volvió el soldado a casa,
pero no tenía ni un mendrugo.
Vio a alguien con un pan.
Lo mató.
¡No debes matar!
dijo el Juez.
¿Por qué no?
preguntó el soldado.
Wolfgang Borchert
I
Terminada esa catástrofe que fue la Segunda Guerra
Mundial (60 millones de personas muertas y daños materiales incalculables, más
todas las secuelas políticas, sociales y culturales por varias generaciones),
las grandes potencias decidieron que nunca más se enfrentarían entre sí. Pasó
ya más de medio siglo desde ese entonces, y todo indicaría que la decisión se
está cumpliendo. La guerra es un fantasma que ya no se ha corporizado en lo que
llamamos Primer Mundo. Pero el Sur del mundo, la enorme mayoría de países y
pueblos pobres y excluidos de los beneficios del desarrollo, son quienes desde
hace décadas vienen pagando el precio de la paz del Norte desarrollado. Allí
también muchas de esas guerras (en general guerras civiles) llegan a su fin.
Pero los procesos post-conflicto difieren enormemente de lo que puede verse en
el modelo de la post Segunda Gran Guerra. Si en el Norte no volvió a ver
enfrentamientos y se entró en un camino de prosperidad económica, en el Sur la
violencia y la pobreza siguen siendo el común denominador, aunque formalmente
terminen las hostilidades bélicas.
De esto pueden sacarse dos posibles conclusiones:
1) reflexionar sobre la post-guerra lleva necesariamente a pensar en el por qué
de la guerra, su dinámica, su estructura; y de un modo más general, en el conflicto.
2) ¿Por qué la experiencia de post guerra en el Norte fue tan distinta a lo que
puede verse como períodos post guerra en el Sur?
Para adentrarnos en el primer punto, permítasenos
citar extensamente al colombiano Estanislao Zuleta: "Pienso que lo
más urgente cuando se trata de combatir la guerra es no hacerse ilusiones sobre
el carácter y las posibilidades de este combate. Sobre todo, no oponerle a la
guerra, como han hecho hasta entonces casi todas las tendencias pacifistas, un
reino del amor y la abundancia, de la igualdad y la homogeneidad, una entropía
social. En realidad la idealización del conjunto social, a nombre de Dios, de
la razón o de cualquier cosa, conduce siempre al terror y, como decía
Dostoievski, su fórmula completa es "Liberté, égalité, fraternité... de la
mort". Para combatir la guerra con una posibilidad remota pero real de
éxito, es necesario comenzar por reconocer que el conflicto y la hostilidad son
fenómenos tan constitutivos del vínculo social, como la interdependencia misma,
y que la noción de una sociedad armónica es una contradicción en los términos.
La erradicación de los conflictos y su disolución en una cálida convivencia no
es una meta alcanzable, ni deseable; ni en la vida personal -en el amor y la
amistad-, ni en la vida colectiva. Es preciso, por el contrario, construir un
espacio social y legal en el cual los conflictos puedan manifestarse y
desarrollarse, sin que la oposición al otro conduzca a la supresión del otro,
matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo"i.
La guerra, o las manifestaciones violentas en
general, no son algo incidental, anecdótico. Hacen parte fundamental del
fenómeno humano. "La violencia es la partera de la historia",
pudo decir Marx sintetizando esa dinámica. Claro que esto no debe llevar a
pensar en un "primitivismo" originario en virtud del que todo acto
violento puede ser justificado. He ahí las bases del totalitarismo, de
cualquier ideología supremacista.
Que el conflicto nos constituye es un concepto de
no fácil asimilación, al menos en la tradición aristotélico-tomista y cristiana
imperante en Occidente. El maniqueísmo de "buenos" y
"malos" sigue impregnando nuestra cultura. Para Hegel, idea que
retoma luego Marx, el conflicto, la lucha perenne de contrarios, es la
estructura de lo real, sin más. Tanto en la esfera individual como en lo
correspondiente a lo social, el fenómeno humano está atravesado por un
desgarramiento existencial. La imagen de un sujeto -individual o colectivo-
armónico y secularmente feliz no es sino mitología. El único paraíso es el
perdido. Y justamente la misma producción mitológica, en su sentido más amplio,
como constante en toda organización humana, no es sino la invocación a ese
estado por siempre perdido -y no recuperable- de completud gozosa donde no hay
lugar para las diferencias. El conflicto, el desgarramiento del que hablamos,
no es sólo golpe físico, cañonazo o metralla. Es la dimensión misma, el
horizonte en el que lo humano es, y asume las más diversas formas.
Aunque actualmente contemos con una
"ingeniería humana" (¿lo humano puede ser producto de un
tratamiento ingenieril?), una ética del triunfalismo, del happy end (de
la que el american way of life es su matriz) y una visión
todavía positivista-darwiniana del ser humano; aunque la consideración sobre la
salud se siga haciendo, en lo fundamental, a partir de referentes
biológico-homeostáticos importando más lo que dice la tecnología sobre lo que
dice el sujeto que sufre; aunque se haya proclamado pomposamente que la
historia terminó, la gente sigue en gran medida abrumada, angustiada, hablando,
protestando, y en muchos casos pobre, terriblemente pobre. Que hoy día no haya
referentes claros para dirigir esa protesta y viabilizar cambios, es otra cosa.
Pero el malestar sigue estando. ¿De qué otra cosa nos hablan, si no, las
expresiones espontáneas de una primavera árabe, el movimiento de indignados en
Europa o las actuales rebeliones en Brasil?
Mientras se siguen gastando 35.000 dólares por
segundo en armamentos, consumiendo cantidades siempre crecientes de drogas
(legales e ilegales), aumentando los niveles de desigualdad entre ricos y
pobres y trepando las cifras de miserables indigentes en el mundo, no puede
menos que decirse que el conflicto, en tanto motor, está presente.
El conflicto -"ese fuego siempre vivo que
une y desune" que ya mencionaba el griego Heráclito hace más de
dos milenios- debe entenderse como oposición entre diferencias, como lucha
entre disparidades, como contradicciones estructurales. "Lo real
es contradictorio" [por tanto]"todo lo que existe merece
desaparecer"ii. La negatividad, así entendida
entonces, es fuente de movimiento, de creatividad.
Todo lo humano está signado por esta tensión
originaria, por este conflicto estructural, en todo ámbito. Un paraíso bucólico
libre de diferencias, de antinomias, tal "situación pacífica sólo
es concebible teóricamente, pues la realidad es complicada por el hecho de que
desde un principio la comunidad está formada por elementos de poderío dispar,
por hombres y mujeres, hijos y padres [...], por vencedores y
vencidos que se convierten en amos y esclavos"iii. Léase
igualmente: ricos y pobres, Norte desarrollado y Sur subdesarrollado, o
dialéctica del Amo y del Esclavo, según la llamó Hegel en el capítulo IV de la
Fenomenología del Espíritu. Se hace más claro entonces el por qué de la
violencia como partera de la historia.
Toda esta multiplicidad de contradicciones, todas
en compleja concatenación, hacen a la riqueza de la experiencia humana. Al
menos de la experiencia humana de la que hoy podemos hablar. La historia, las
ciencias sociales -y también ¿por qué no?, la filosofía y el arte- dan cuenta
de esta realidad. Así, hasta ahora, desde el hacha de piedra hasta el misil
nuclear, y atravesados por la existencial angustia de la finitud, los seres
humanos hemos venido viviendo estos dos millones y medio de años desde que
nuestros ancestros descendieron de los árboles.
Un presunto paraíso de comunismo primitivo donde
hubiera reinado la igualdad y la armonía no pasa de ser hipótesis teórica y se
pierde en la nebulosa de los tiempos. ¿Qué vendrá en un futuro? Imposible
saberlo; cómo seremos, cómo será la sociedad, si habrá guerras, todo esto no
dejan de ser apasionantes preguntas; pero nada podemos aventurar. Tal vez pueda
afirmarse que, aunque no sepamos hacia dónde va, la historia no ha terminado,
aunque cierto pomposo discurso conservador así lo haya querido presentar
recientemente.
Por lo pronto hoy, la guerra existe. Y la consigna
dominante pareciera seguir siendo, como decían los romanos del Imperio: "si
quieres la paz, prepárate para la guerra". Aunque terminó la Guerra
Fría que mantuvo al borde del holocausto termonuclear a toda la Humanidad por
espacio de varias décadas, las guerras continúan. Nuevas y despiadadas guerras,
con tecnologías cada vez más mortíferas, con doctrinas militares más inhumanas
poniendo en el centro de los combates a la población civil, golpeando siempre
en los países pobres del Sur, dejando dolor y desolación a su paso. Pero más
aún: con procesos post guerra que reafirman las injusticias estructurales que,
en vez de achicarse con el tiempo, por el contrario crecen. Terminan las
guerras…pero la paz nunca llega.
Si el final de esa monstruosa confrontación que fue
la Guerra Fría hizo pensar -ilusoriamente, según vemos ahora- que las guerras
iban quedando en el pasado, que pronto serían sólo triste historia, que se
estaba entrando en el reinado de la paz y que, por tanto, si había paz, debería
haber desarrollo… ¡pues nos equivocamos!
II
En Europa terminó la Segunda Guerra Mundial en 1945
e inmediatamente se hicieron dos cosas torales: se reactivó la economía
destruida y se revisaron las atrocidades cometidas, juzgándolas debidamente,
para no volver a repetirlas. Dicho en otros términos: Plan Marshall y juicios
de Nüremberg. De ambas se puede hilar fino, y se encontrará que hay agendas
ocultas, que hay fabulosos juegos de poder tras de las acciones visibles. El
Plan Marshall, en realidad, fue la conquista del Viejo Mundo por los
victoriosos capitales estadounidenses, principales ganadores y beneficiados de
la contienda; fue, en otros términos, el inicio de una clase dominante global
-que hoy se presenta triunfal como capitales planetarios-, y un freno a la
expansión del socialismo, representado en aquel entonces por la Unión
Soviética. Como sea, Europa se reactivó luego del desastre de la guerra,
recibiendo una inyección de capital fresco equivalente a lo que hoy serían
-calculando la depreciación histórica de la moneda- alrededor de 200.000
millones de dólares estadounidenses. ¿Recibieron los países centroamericanos
que quedaron igualmente devastados luego de sus recientes guerras internas
flujos similares de ayuda económica? Absolutamente: no.
Terminada que fuera esa barbarie en que consistió
el nazismo como intento de conquista para los capitales alemanes de los
espacios perdidos ante otras potencias europeas, las atrocidades que cometieron
fueron juzgadas por los ganadores de la guerra. Por tanto, hasta la última
piedra fue removida de la arquitectura nacionalsocialista que se había levantado
en Alemania en la década del 30. Las atrocidades cometidas en la guerra (campos
de exterminio, ideología supremacista aria, genocidio, torturas, experimentos
biológicos, etc., etc.) fueron juzgadas como crímenes de lesa humanidad,
imprescriptibles, vergüenza histórica para la Humanidad. Como tales, entonces,
fueron condenados sus responsables. Eso, por cierto, ratifica que la historia
la escriben los que ganan, pues nadie juzgó similares atrocidades cometidas por
los ganadores de Washington, que se permitieron descargar dos bombas atómicas
sobre población civil indefensa no combatiente en Japón cuando la guerra ya
estaba prácticamente terminada y no se hacía necesaria tamaña barbaridad. Pero,
como sea -más allá de la bochornosa parcialidad en juego- hubo un trabajo de
esclarecimiento histórico y un juicio ejemplar para quienes cometieron excesos
y violaciones a los derechos humanos. Y ahí están los ex campos de
concentración convertidos hoy en museos del horror, de lo que no debe
repetirse. De hecho, merced al trabajo de reparación histórica y continua
revisión de su pasado vergonzante, Alemania es hoy el país de toda Europa que
tiene menos presencia de grupos neo-nazis. ¿A quién se juzgó por los crímenes
de guerra en Centroamérica? Absolutamente a nadie; y si se hizo, como en
Guatemala, los factores históricos de poder se encargaron de rápidamente dar
marcha atrás con la condena. ¡Aquí no ha pasado nada!
En Nicaragua ya hace años que formalmente terminó
la guerra. Claro está que el promedio diario de muertes por acciones
político-militares violentas se redujo ostensiblemente (de 20 por día -en el
momento más álgido del enfrentamiento- a una cada tres días en la post guerra).
Pero no hay dudas que la violencia todavía impera; y más aún en la zona y con la
población que atravesó lo peor del conflicto. En Guatemala, igualmente, hace ya
años se firmó la Paz Firme y Duradera; es real que no ha vuelto a haber
enfrentamientos armados entre los grupos otrora combatientes: el ejército y el
movimiento revolucionario. Pero la paz está muy lejos de llegar al país, y la
impunidad sigue siendo una nota distintiva en la vida cotidiana. El mismo
Estado, a través del Ministerio Público, reconoció que 98% de los ilícitos
cometidos en el país nunca llegan a una sentencia condenatoria. La paz,
claramente, no es sólo la ausencia de combates.
Evidentemente pasar de la guerra a la paz no es ni
rápido ni sencillo. Y eso vale no sólo para Nicaragua o Guatemala, nuestros
ejemplos seleccionados. El epígrafe que abre el presente texto pinta en forma
magistral la dificultad de ese paso.
Ante este proceso de "pacificación"
universal que pareció vivirse al acabarse la Guerra Fría cabe preguntar si
realmente hoy asistimos a un cambio de fondo o todo fue sólo una recomposición
coyuntural. Por lo tanto, aunque en estos pasados años se vio por todos lados a
grupos guerrilleros deponiendo sus armas -por cierto mucho más que ejércitos
regulares reduciéndose-, la población militar continúa (e inclusive sigue su
tendencia creciente), la iniciativa de defensa estratégica (guerra de las
galaxias) nunca se ha detenido, y las hipótesis de conflicto -alto secreto de
Estado- siempre están presentes en la elaboración de las geoestrategias de las
potencias. Es cierto que no se continuó con la loca carrera de acumulación de
armas nucleares, pero de todos modos lo que existe hoy sirve para destruir
varias veces el planeta. ¿Fin de la Guerra Fría? Cuesta creérselo…. La
industria bélica sigue siendo, por lejos, el principal negocio del mundo.
Convengamos entonces que, aunque hablar de un
período de paz general es, hoy por hoy, una quimera, al menos el fantasma de la
guerra nuclear no tiene el lugar de preeminencia de años atrás. Siendo esto
cierto, tanto en Nicaragua o Guatemala así como en el resto de países subdesarrollados
que vienen saliendo de situaciones sangrientas, ¿cómo y cuándo el desarrollo?
Miremos antes las herencias que quedaron. ¿Qué
dejaron las pasadas guerras? Para la gran mayoría de las poblaciones que la
sufrieron, nada muy bueno. En Nicaragua, concretamente, el conflicto bélico
dejó una pérdida valorada -según la Corte Internacional de Justicia de las
Naciones Unidas- en 17.000 millones de dólares. Para un pequeño país que en sus
mejores épocas de bonanza económica tuvo un saldo exportable de 300 millones de
dólares anuales, el deterioro ocasionado por la guerra le significa varias
décadas pérdidas. En Guatemala, el país más castigada en toda Latinoamérica por
la guerra civil sufrida estos años, la cauda de muertos llega a 200.000, y la
desaparición forzada de personas arroja la cifra de 45.000 (la más alta de todo
el continente). Las aldeas arrasadas en los pasados años (de amplia mayoría
indígena) son 669, y la población en general sufre aún una cultura de silencio
que evoca la guerra continuamente. La anulación de la sentencia contra el
general Ríos Montt no hace sino abonar esa cultura de terror.
Por otro lado, en Nicaragua o Guatemala, así como
en los países que igualmente viven sus post-guerra y que casualmente son todos
pobres y atrasados, además de los daños materiales directos nos encontramos con
una cohorte de secuelas seguramente más terribles aún: vidas perdidas,
mutilados, huérfanos, viudas, poblaciones enteras desplazadas, odio, miedo,
resignación, culturas anómalas y enfermizas de violencia, autoritarismo,
beneficencia, inmediatismo. En otros términos, una pérdida, un aplastamiento de
derechos humanos que se torna sumamente difícil superar. ¡Y no hay Plan
Marshall ni juicios de Nüremberg!
III
Trabajar por la paz y el desarrollo es un proyecto
multifacético donde la reactivación económica es sólo un elemento, que precisa
forzosamente de otros componentes. Trabajar por la paz y el desarrollo implica
atender prioritariamente esos aspectos que, en apariencia, al menos para la
lógica neoliberal, no son redituables: factores psicosociales de la población
más golpeada -los desplazados, los desmovilizados, los niños de la guerra, las
mujeres desprotegidas-: la cultura de la violencia que los marca, el
asistencialismo en el que caen. Superar la guerra es recuperar la propia
historia, procesar los fantasmas que siguen vigente, poder construir una
perspectiva de futuro. Si no, se estará por siempre pegado al trauma de la
guerra, y así no habrá posibilidad alguna de desarrollo.
De lo que se trata es de apuntar a esas poblaciones
víctimas desde siempre, víctimas históricas, para crear las bases de un nuevo
modelo de desarrollo, distinto al propuesto por el neoliberalismo imperante,
donde cuente a la vez el crecimiento económico y la calidad de vida. Pero queda
claro que sin una base económica reactivada y sin justicia, es absolutamente
imposible pensar en un cambio efectivo. Terminadas las guerras de nuestros
pobres países tercermundistas, nada ha cambiado en la estructura. Sólo quedaron
los muertos y la destrucción, reafirmándose la cultura autoritaria y de
impunidad.
"La cosificación, la descalificación de lo
subjetivo, es propio del modo de ser, de carácter que predomina en las
sociedades actuales". [Ello
genera crisis]. "La crisis ha facilitado la emergencia de
múltiples movimientos sociales que, en una y otra forma, cuestionan las grandes
líneas de desarrollo de la civilización industrial, entre ellos: el
feminismo, el movimiento autogestionario, el ecologismo, diversas expresiones
libertarias y creativas en el campo de la salud mental, indicador privilegiado
de calidad de vida"iv. Es decir: la crisis sigue estando.
El fin de las guerras no la ha remediado, y además se tiene ahora el agravante
que muchas de esas manifestaciones antisistémicas que mencionaba la cita,
quedan en la protesta más visceral que en el planteamiento de transformación
profunda de paradigmas.
Los problemas de la paz y el desarrollo son
especialmente candentes en los países pobres del sur. ("En los países
en desarrollo no es la calidad de la vida lo que corre peligro: es la vida
misma"v). Pero no por ello dejan de pertenecer
al Norte poderoso. En última instancia, mucho de la guerra y la pobreza del
subdesarrollo del Sur tienen directamente que ver con la opulencia del Norte.
Paz y desarrollo son cuestiones absolutamente globales.
Está claro que la calidad de vida no puede
establecerse sólo en virtud de factores cuantitativos. El homo
economicus, patrón de toda la sociedad moderna, definitivamente es parcial,
y no sólo eso, sino ideológicamente peligroso. La tecnocracia economicista a la
que determinada concepción de desarrollo nos ha llevado es insostenible. En
nombre de ese desarrollo se ha construido un mundo en el que el 20% más rico de
la gente registra ingresos por lo menos 150 veces superiores a los del 20% más
pobre. En nombre de ese desarrollo se produjeron los genocidios más grandes de
la historia, se esclavizaron continentes enteros, se devastó la naturaleza a
tal punto que nuestra propia vida está en peligro, se llegó al borde del
holocausto termonuclear, se llegó a tener la guerra como el principal negocio.
Y la historia no se detuvo: la depredación, el saqueo y afán de superioridad de
unos sobre otros continúa. Hoy, sin guerra nuclear a la vista, hay no menos de
20 frentes de batalla abiertos a lo largo del mundo; las armas las ponen los
fabricantes del Primer Mundo, los muertos…, ya se sabe. Y las post guerra en
esos desafortunados países no pasan de ser una buena oportunidad para que el
Norte siga haciendo negocios, vendiendo prótesis o reconstruyendo lo destruido.
Si un perro de un hogar término medio del Norte
come, en promedio anual, más carne vacuna que un habitante del Sur; si el
segundo medicamento más consumido en todo el mundo son las benzodiacepinas
(mordaza química leve); si todavía en la elaboración geoestratégica de algunas
potencias se concibe una Tercera Guerra Mundial o guerras nucleares limitadas,
evidentemente algo anda mal en la idea de desarrollo que alienta todas estas
sinrazones, y la perspectiva de la violencia sigue siendo el motor. "La
violencia es la partera de la historia"… ¡Cuánta razón!
La calidad de vida, la excelente calidad de vida
-aunque entre los pobres lo que corra peligro sea la vida misma- no es un lujo
del Norte; debe ser una aspiración para todos los seres humanos. En esa
aspiración, el cuestionamiento de las guerras debe ocupar un lugar de
preeminencia. Desde un planteo freudiano ortodoxo podríamos llegar a afirmar
incluso que es imposible "excluir la lucha y la competencia de las
actividades humanas. Estos factores seguramente son imprescindibles; pero la
rivalidad no significa necesariamente hostilidad: sólo se abusa de ella para
justificar ésta"vi. Que el conflicto nos constituya no
es justificación para esta degradación de la calidad de vida a que asistimos
cotidianamente. Por otro lado -y esto es lo que nos llena de esperanza- ¿quién
dijo que el sujeto humano está condenado por una herencia biológica? ¿Quién
dijo que la guerra es nuestro destino ineluctable?
IV
¿Cómo plantearnos seriamente la paz y el
desarrollo? Con las asimetrías descomunales que nos recorren, se hace muy
difícil ver posibilidades reales de ello, al menos dentro de las matrices
actuales que rigen la aldea global. Aunque el Primer Mundo no es precisamente
un paraíso, la pregunta vale más para el mundo subdesarrollado -que es la
mayoría del planeta-; ahí están los principales polos de insatisfacción y
pobreza.
Permítasenos plantearlo con una imagen plástica.
Cuando visito por primera vez el área de intervención de un proyecto post
guerra en Nicaragua, específicamente el municipio de Pantasma, en el
departamento de Jinotega, al norte del país, voy a una de las comunidades
rurales alejadas (Patastillar) para hacerme una impresión preliminar. El camino
está en construcción, por tanto no podemos llegar con vehículos; hay que
caminar. Son dos horas de marcha por estrechas veredas de montaña tropical,
bajo lluvia torrencial y en medio del barro. Como hay posibilidades de que
aparezcan grupos rearmados van a la cabeza de la fila brigadistas de salud
desmovilizados de la ex-Resistencia Nicaragüense (la Contra), quienes conocen y
pueden negociar mejor con los actuales guerrilleros. En el Patastillar no hay
puesto de salud; va a tener lugar una jornada de vacunación y prestaciones médicas
generales en la escuela.
Me impresiona especialmente el servicio
odontológico: quien tiene algún problema bucal concurre para que un dentista
empírico, en el mejor de los casos le arranque la pieza dental mala, y no más.
Ya de vuelta hacia Pantasma, al intentar atravesar un río crecido con las
lluvias, la ambulancia se daña al mojársele el motor. Podemos salir del agua
con la ayuda de dos bueyes que nos remolcan, y luego debemos continuar el
camino a pie, pues el vehículo quedó dañado. Por supuesto, hay que caminar con
sumo cuidado, porque de salirnos mucho de la carretera podemos tener la mala
suerte de pisar una mina, herencia subterránea de la guerra. Todo esto es, sin
exagerar, la constante cotidiana de cualquiera comunidad beneficiada con el
proyecto post guerra (¿de reconciliación?). Caminar libre y tranquilamente por
allí no es fácil; y si alguien tiene un trastorno odontológico debe contentarse
con que le saquen el diente molesto. Claro que esto es todo un avance con
respecto a lo que allí sucedía en los peores momentos de la guerra. Por tanto,
¿se está entrando en un período de paz y desarrollo? ¿Podría afirmarse que sí
sin temor a equivocarnos?
La violencia que marca al mundo moderno no termina
de desaparecer. Por el contrario: crece (hipótesis de conflicto de guerras
nucleares limitadas, por ejemplo). Las Naciones Unidas, que se supone están
para garantizar la paz mundial, aprobaron la intervención militar en Irak pese
a que ya había terminado la Guerra Fría. Y en las naciones pobres que están saliendo
de sus conflictos bélicos vivir todavía es peligroso (porque se puede pisar una
mina, porque todavía operan los irregulares armados, porque enfermarse es un
riesgo). Tal vez unos años atrás la vida era más peligrosa todavía; en ese
sentido ha habido un mejoramiento. Quizá definitivamente haya que entender el
desarrollo de esa manera: pequeños, muy pequeños pasos con los que la calidad
de vida va mejorando. La idea quizá mesiánica del gran cambio, la revolución
salvífica hoy, después de las recientes experiencias históricas de socialismo
real, quizá deba replantearse. Ello, en todo caso, indica la urgente necesidad
de revisar críticamente los supuestos con que se pretende transformar el mundo,
generando así nuevas propuestas. ¿Cómo es posible que hoy arrastre más gente un
telepredicador que un sindicato? ¿Por qué en estos últimos años no se ha podido
pasar de explosiones espontáneas (primavera árabe, movimiento de indignados,
etc.) que, en definitiva, no le hacen mella al sistema? Pero de todos modos, no
podemos conformarnos con esas migajas ínfimas de suponer que "no estamos
tan mal porque podríamos estar peor". En Guatemala no hay guerra, pero la
cultura de impunidad y corrupción imperante recuerda que la guerra es siempre
una consecuencia de ese clima de injusticia histórico. ¿Se está mejor hoy
porque el número de muertos diarios bajó de 20 a 13?
Si la posibilidad de la guerra sigue estando
presente entre todos los seres humanos (en el documento Santa Fe II -principio
fundacional de la política neoconservadora de los principales factores de poder
en Estados Unidos- es su eje), en el Tercer Mundo su posibilidad se acrecienta
mucho más aún; por este mar de fondo de violencia contenida, por situaciones
concretas de miseria extrema. ¿Por qué el África subsahariana vive en guerra
casi perpetua? ¿Nacen genéticamente amantes de la guerra sus habitantes?
Obviamente no. Por el contrario, se expresan ahí las contradicciones de un
mundo que sigue teniendo en la brutalidad y la explotación inmisericorde su
principal motor.
La vida, aunque a veces uno pueda cuestionarse si
merece la pena vivirla, aunque no sea precisamente lecho de rosas, vale; y vale
mucho. Pero el desarrollo que ha ido tomando la Humanidad llevó a esta
situación trágica en donde buena parte de ella vive en situaciones tan
tremendas que llegar al fin de la jornada sano y salvo es una aventura (porque
en el transcurso del día puede morir de hambre, de sed, por falta de sistemas
de salud, porque pisó una mina, asesinado por cualquier banda impune al servicio
de los grupos de poder, porque lo picó una víbora y no había suero
antiofídico). Alguna vez el Premio Nobel de Literatura, el guatemalteco Miguel
Ángel Asturias, dijo que en su país sólo borracho se podía vivir. ¿Será que
embriagarse es efectivamente un buen camino para evadir un poco estas
realidades tan asfixiantes? La cultura de la resignación es una forma
(enfermiza) de afrontar esa realidad tremendamente dura. "Dios
quiere angelitos", puede escucharse en la población rural de Nicaragua
o Guatemala acostumbrada a tener casi siempre algún hijo muerto por las
condiciones de dureza en que vive. La guerra, allí, se vive día a día.
La miseria en el Tercer Mundo atenta contra la
vida, y de un modo dramático contra su expresión "espiritual", aunque
esto, por prejuicios que debemos combatir de la manera más enérgica, no
pareciera tener gran relevancia. Valga este ejemplo: en el momento de la
desmovilización de la Resistencia Nicaragüense, OPS/OMS realizó una consultoría
sobre el estado de salud psicológico de la tropa desarmadavii. Se
constató ahí una prevalencia de trastornos post traumáticos del orden del 23%
(casi un cuarto de los más de 20.000 desmovilizados). Se hicieron las
recomendaciones del caso al Ministerio de Salud. De todo ese contingente un
tercio se reinsertó en el departamento de Jinotega, zona por excelencia de los
combates y de la militarización del país (donde está la aldea antes
mencionada). Y curiosamente ese departamento ¡no tiene equipo de salud mental
para poner en práctica la recomendación! No hay duda que la miseria condena a
estar resignado. Es obligado que una comunidad que está saliendo de una
experiencia tan traumatizante como la que se vivió en Nicaragua recientemente,
necesita velar por su salud "espiritual". Pero la miseria impide ver
estas cosas; o, al menos, entre la clase dominante, eso no interesa.
Algo similar puede decirse del caso guatemalteco:
la impunidad recorre la historia del país de cabo a rabo, habiendo generado una
cultura de transgresión que ya está normalizada, justificada. Quien fuera el
principal conductor de los momentos más álgidos de la guerra, el general José
Efraín Ríos Montt, bajo cuyo mando se produjeron las más sangrientas masacres
del conflicto interno, posteriormente fundó un partido político y fue
Presidente del Poder Legislativo, gozando de las más absoluta impunidad. Años
después, cuando la dinámica política del país lo pudo sentar en el banquillo de
los acusados como autor de crímenes de lesa humanidad, el juicio transparente
que se le siguió lo sentenció como criminal de guerra, pero de inmediato los
factores de poder para quien dirigió esas operaciones militares lo rescataron e
hicieron anular la sentencia. ¿Se puede construir así una sociedad pacífica y
respetuosa, confiada en las leyes y en la racionalidad? Sin dudas, la post
guerra en los países pobres tiene más de "guerra" que de
"post".
Si se ha vivido siempre resignado, amordazado,
sufriendo, se puede seguir haciéndolo. Para la lógica dominante (para los
grupos de poder dominantes) eso hasta tiene forma de imperativo. Si se ha
vivido siempre así… ¡¿por qué cambiarlo?! Y en el peor de los casos, la guerra
es una salida siempre presente como posibilidad.
Por todo lo dicho puede entenderse entonces que la
paz es posible muy limitadamente. Mientras existan contradicciones antinómicas
tan marcadas, mientras las diferencias sean tan irritantes, la posibilidad de
una explosión fulminante está siempre presente. Hoy existe un clima de
"paz" relativo (por lo menos no parece inminente una guerra nuclear
de exterminio masivo). Pero la sociedad global sigue siendo un hervidero.
Aunque no haya dirección clara en las explosiones sociales que se registran por
ahí (las cuales son muchas, aunque no conmocionen al sistema en su conjunto) el
malestar de fondo está. "¡Que se vayan todos!", era la
expresión casi desesperada de los argentinos en el 2001, cuando defenestraron
al por entonces presidente Fernando de la Rúa. Lo mismo podría decirse que
levantan -quizá sin pronunciarlo explícitamente- muchos alzamientos espontáneos
que vemos recorrer el mundo. El gasto incesante que las clases dominantes hacen
en armas no es, precisamente, para fomentar la paz. Las armas están para ser usadas.
¡Y se usan!
V
¿Qué pasa con el desarrollo? Diría que, por
ejemplo, en la comunidad de El Patastillar habrá desarrollo cuando tener un
problema odontológico sea algo fácilmente solucionable. Porque no poder hacerse
un tratamiento de conducto, o no poder salir de la casa porque el río está
crecido, aleja de la buena calidad de vida. En Guatemala habrá habido
desarrollo cuando presentar una denuncia policial pueda servir de algo y el
linchamiento deje de ser visto como "justicia popular" ante la falta
de respuesta del Estado y la desesperación de la población.
En Nicaragua y en Guatemala pasó la guerra; en
muchos puntos de Latinoamérica pasó, al igual que en ciertas zonas de África, o
de Asia. Entonces, todas las aldeas -pequeñitas y numerosísimas- homólogas al
Patastillar que pueda haber por allí, ahora que no se sobresaltan y angustian
al ritmo de los cañonazos y tableteos de ametralladoras ¿cómo entrarán a la
senda del desarrollo?
Por un lado, restañando las heridas de la guerra y
devolviendo confianza en las instituciones (¿juicios de Nüremberg?), fomentando
una cultura que supere la impunidad crónica. Es decir, sanando heridas que no
son sólo materiales, que a veces son más paralizantes que los daños físicos. Si
esto se consigue, ¿cómo se construye el puente, se levanta la unidad
odontológica integral, se supera la cultura del asistencialismo de que es preso
cualquier refugiado o repatriado, se reemplaza la cultura de la violencia que
sigue estando presente en cada mina todavía enterrada o en cada guerrillero/delincuente
que no pudo producir su proceso de reinserción civil? Definitivamente, el
desarrollo es una compleja suma de factores. Si se sigue viviendo con miedo y
con el fantasma de la guerra siempre presente, es muy difícil cuando no
imposible pensar en un desarrollo genuino.
Para ello no pareciera alcanzar la llamada
cooperación internacional. Según escribía críticamente Luciano Carrino: "En
el plano político la cooperación representa la voluntad de una parte de las
poblaciones de los países ricos de luchar contra racismos, la pobreza, la
injusticia social y mejorar la calidad de vida y las relaciones
internacionales. Una voluntad que los grupos en el poder tratan de voltear en
su provecho pues la cooperación para el desarrollo humano persigue
objetivos oficialmente declarados pero sistemáticamente traicionados (…) Los
datos sobre el uso global de los financiamientos de la cooperación parecen
demostrar que menos del 7% total de las sumas disponibles es orientado hacia la
ayuda a dominios prioritarios del desarrollo humano. El resto sirve para
objetivos comerciales y políticos que van en el sentido contrario."viii Habrá
que probar otros caminos entonces.
El fin de la Segunda Guerra Mundial significó una
suerte de pacto entre los grandes poderes mundiales para no volver a
enfrentarse, porque de hacerlo, les iba la vida en ello. Pero las guerras no
han desaparecido de la faz del planeta, ni remotamente. En el Sur es donde las
seguimos sufriendo. Ahora bien: con el "pesimismo de la
inteligencia y el optimismo de la voluntad" que la situación
requiere, como reclamaba Gramsci, creamos firmemente y hagamos lo imposible
para que ese supuesto destino ineluctable no se termine concretando. Y mientras
procesamos nuestras post guerras (pero… ¿realmente terminaron?), sigamos
apostando por algo más que la sobrevivencia. Como dijera el subcomandante
Marcos, hagamos nuestra la idea, quizá no pacifista, pero sí humana, de poder
llegar a empuñar "las armas para abrir paso a un mundo en el que
ya no sean necesarios los ejércitos", es decir, un mundo donde nadie
tenga que cuidar "su" propiedad atentando contra la vida de otro.
NOTAS
i Estanislao Zuleta. “Sobre la guerra”. Cali,
1983.
vii Marcelo
Colussi “Salud Mental en el Proceso de Desarme y Desmovilización de la
Resistencia Nicaragüense - OPS/OMS”. Managua, 1990.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso
del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras
fuentes.
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