LA MATRIZ
REPRODUCTIVA DE LA SOCIEDAD ACTUAL
Nuevo Orden:
Matriz comunitaria
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EL PARTO SANGRIENTO DEL SIGLO XXI
SOCIALISMO
Y PODER - Parte VI
Marcelo Colussi
¿Hacia
una cultura de
la no-violencia y
del entendimiento?
Ahora
bien, tanto la
historia como la
observación cotidiana de las relaciones interhumanas
muestran que el
aseguramiento de la
paz es una meta de difícil obtención. Es una aspiración
necesaria, imprescindible incluso. Pero si el conflicto es la razón de ser de
lo humano no puede pretenderse eliminarlo; en todo caso, y en nombre de una
genuina cultura de la
no violencia –siguiendo
a Estanislao Zuleta–
"es preciso, por el
contrario, construir un
espacio social y
legal en el
cual los conflictos puedan manifestarse
y desarrollarse, sin
que la oposición
al otro conduzca a la supresión del otro, matándolo,
reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo". Un
mundo paradisíaco libre
de conflictos y
regido por el amor incondicional
no pareciera muy
humano; es esa
la aspiración de los
diversos pacifismos y
religiones, pero no
debe olvidarse que en
nombre del amor
también se puede
ser violento y
cometer las peores barbaridades. En todo caso, y como
algo más posible, el aseguramiento de la paz está más en dependencia del
respeto de las leyes y del rechazo
de la impunidad.
La ley nos
aleja de la
violencia. Prepararse para
la paz es asegurar el estado de derecho, y no la acumulación de armas.
De todos
modos "la ley es lo que
conviene al más
fuerte", dirá Trasímaco de
Calcedonia en su
diálogo con Sócrates
en "La República" platónica. Interesante
afirmación; la ley no es necesariamente justa. La historia humana hasta la
fecha muestra diversos ordenamientos sociales que no han beneficiado a las
mayorías precisamente. Contra esas injusticias
se han levantado,
y seguramente lo
seguirán haciendo, grupos opositores al
orden constituido, subversivos
en el más
cabal sentido de la
palabra: Espartaco y
sus seguidores contra
el Imperio Romano,
los iluministas franceses contra la monarquía absolutista, los padres
fundadores estadounidenses contra
la metrópoli británica,
las guerrillas latinoamericanas del siglo XX, los diversos
nacionalismos del Tercer Mundo. Cualquier orden legal imperante que organiza la
vida social, hasta ahora y como una constante, es perfectible. Eso es lo que
enseña toda la historia de la Humanidad: una interminable
sucesión de conflictos sociales en
búsqueda de mejores
condiciones de vida
para las grandes masas. Por cierto que la historia no ha
terminado, como dijera Francis Fukuyama
sobre la cresta
de la ola
neoliberal de los
pasados años, lo
cual se desprende de
una simple mirada
a nuestro alrededor
donde se siguen registrando injusticias sociales
intolerables; de hecho, gente que muere de hambre pese a todo el desarrollo
técnico. La ley imperante, que conviene
al más fuerte sin dudas y que se
mantiene en virtud
del ejercicio de una
violencia legalizada, es
también convencional. Puede
cambiar, como han cambiado
a través del
tiempo los distintos modelos sociales, por
medio de transformaciones que,
irremediablemente, deben recurrir a
la violencia para
imponerse. La actual
economía de libre
mercado y democracia parlamentaria
se construyó sobre
la cabeza guillotinada
de los monarcas, no olvidemos, y ese acto inaugural –sangrientamente
violento por cierto– del sistema capitalista es la fuente inspiradora de todos
los actuales derechos humanos.
No podemos
prescindir de la violencia porque
ella es parte de lo
humano, pero esto
no debe llevar
a su resignada
aceptación, ni mucho menos
a su entronización. De
esto sólo se
seguiría fatalmente su
apología. Si bien la violencia está entre nosotros, hay que trabajar
denodadamente en la
preparación para la
paz. Que nuestra
constitución psicológica tenga
que ver con la violencia no significa que toda la sociedad esté regida
exclusivamente por ella;
también es posible
y necesaria la tolerancia
de las diferencias,
la aceptación del
otro distinto. Si
no, debería aceptarse
que las injusticias
son de carácter natural, y
por tanto nada podría
hacerse al respecto.
Y definitivamente algo
puede, y debe, hacerse en contra de las injusticias.
Si se
terminasen las injusticias en el mundo ¿se terminaría la violencia? Quizá así
planteado el problema no ofrece salida. Por lo pronto, a partir de la experiencia
de la que
podemos hablar –la
actual, nuestra historia como
especie– es imposible pensar en una sociedad sin disparidades (y
ya no sólo
las económicas, que
quizá puedan superarse
si el socialismo triunfa
en todo el
mundo, sino las
de género, de
edades, de tradiciones, de
generaciones). De hecho un orden social que legitima no sólo diferencias sino
flagrantes injusticias es una fuente de violencia. En la actualidad –era de la
revolución científico-técnica, de la conquista espacial y de los logros más
inimaginables del ingenio– cada siete segundos muere de hambre una persona en
el mundo, y cada segundo nacen tres
nuevos seres, siendo
que dos de esos
nacimientos se producen
en un barrio marginal
de una gran
urbe del Tercer
Mundo, con lo
que el nuevo venido
a la vida
ya tiene bastante
trazado su futuro, no muy
promisorio por cierto. Todo esto es una injusticia en términos humanos, y
al respecto coinciden
tanto el Vaticano, las
izquierdas y el
Fondo Monetario Internacional. Ese
orden social imperante
es intrínsecamente violento; de
ahí que, si desde el estado de derecho general, globalizado para decirlo con un
término actual, se ejerce una violencia originaria, las acciones que
se sigan probablemente
han de ser
igualmente violentas: cada vez
mayor delincuencia, oleadas
imparables de inmigrantes
ilegales rumbo a la prosperidad del Norte, aumento de la narcoactividad,
ciudades crecientemente peligrosas,
actos mal llamados terroristas en el
lugar menos pensado, y consecuentemente una proliferación como nunca antes
de armas, agencias
de seguridad y
sistemas de alarma cada vez más sofisticados.
¿Acaso el
mundo actual es más violento que el de otros momentos históricos? Pregunta
imposible de ser
respondida en forma terminante; Freud, en ocasión de marchar al
exilio ante la invasión nazi, dijo: "ahora queman mis
libros, en la
Edad Media me
hubieran quemado a mí.
Hemos progresado". Junto
al estremecedor arsenal
nuclear que la Humanidad ha acumulado actualmente, con
posibilidades de destrucción masiva
como nunca antes,
también se ha
avanzado considerablemente en la
defensa de los derechos humanos; de hecho se
legisla sobre delitos de lesa humanidad, la degradación ambiental, el
aborto o la eutanasia como nunca en la historia se había hecho, con lo cual se
van sentando precedentes para
la construcción de
sociedades más equilibradas
y tolerantes. ¿Progresamos entonces?
Ya no se
mata al mensajero portador de malas noticias, y la sangre del
esclavo que bañaba el casco de las nuevas
naves que los
vikingos botaban al
mar, ahora se reemplazó, muy "civilizadamente" por
cierto, por el
champagne de una botella
que rompe la madrina de la embarcación. Ante lo cual, entonces,
estaríamos tentados de decir que sí, efectivamente, hay progreso en la esfera
ética. Aunque –esto es lo que nos produce la sorpresa, lo que nos deja
atónitos– los actuales
amos del mundo
pueden amedrentar a
la Humanidad toda con la amenaza del
uso de armas nucleares cuando se suponía que Naciones Unidas
regulaba la no
violencia entre las
naciones. ¿Hay o no
hay progreso humano? Sí y no.
Los
boxeadores actuales cumplen severas normas dentro del cuadrilátero y
no pelean hasta matar al
contrincante como los
gladiadores del circo romano.
Pero la población
sigue yendo a
estos espectáculos a ver sangre. ¡Y es eso lo que pide a gritos
desde las gradas! ¿Será que el progreso moral, tal como dijo Freud, hay que
medirlo por esos pequeños pasos de hormiga en la historia? Las leyes laborales,
la jornada de ocho horas, la estabilidad para el trabajador, todo eso costó
años de terribles luchas sindicales, muertos,
torturados, grandes sufrimientos
para el campo popular.
Eso, que parecía
un avance sin
retroceso en las
condiciones de vida
de la humanidad,
entrado el siglo
XXI, por la
caída del campo soviético,
rápidamente se pierde
y volvemos a una
precariedad laboral similar a la del siglo XIX. Aunque tengamos
vehículos-robot que aterrizan en Marte
preparando la inminente
llegada humana a ese planeta, ¿dónde está el progreso entonces?
La conclusión
obligada de todo
esto es que
la no-violencia debe construirse, edificarse, afianzarse día
tras día. Yen ese arduo trabajo, la lucha
contra la injusticia
juega un papel
de suma importancia.
Pero no debe pensarse
que estamos fatalmente
condenados a repetir
el círculo de la violencia. Sin
ser ingenuos podemos (debemos)aspirar a un mundo más vivible para todos, porque
ahí radica la posibilidad de un verdadero
mejoramiento (empezando muy
egoístamente por mi
mismo si se quiere, para luego pensar en el bien
común). Quizá la máxima de amar al
prójimo como a uno
mismo, o la esperanza en un "hombre bueno" y naturalmente solidario
deban revisarse. Probablemente
no exista una vacuna
efectiva contra las
atrocidades humanas –el
esclavismo o la bomba
atómica, el machismo,
la tortura, las
dictaduras o la
CIA, etc., etc., y la lista se
podría prolongar casi infinitamente–, pero existe la posibilidad (o
la perentoria necesidad
más exactamente) de
revisar qué somos y
cuáles son nuestros
proyectos vitales. Debemos
cuestionarnos nosotros
mismos (cosa, valga
agregar, que la
fascinación tecnotrónica en que
actualmente vivimos no nos alienta precisamente –la máquina lo resolverá todo–
¿no habrá allí una nueva religión?) para, en alguna medida, ir acercándonos a
esos antídotos. Sócrates fue condenado a beber la cicuta justamente por eso,
por autocuestionarse y cuestionar a
todos. Los derechos humanos
son como las estrellas: inalcanzables… Pero
nos marcan el camino.
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