martes, 9 de julio de 2013

MATRIZ COMUNITARIA: SOCIALISMO Y PODER - VI

LA MATRIZ REPRODUCTIVA DE LA SOCIEDAD ACTUAL

Nuevo Orden: Matriz comunitaria

EL PARTO SANGRIENTO DEL SIGLO XXI



SOCIALISMO Y PODER - Parte VI

Marcelo Colussi


¿Hacia  una  cultura  de  la  no-violencia  y  del  entendimiento?
  
 Ahora  bien,  tanto  la  historia  como  la  observación cotidiana  de  las relaciones  interhumanas  muestran  que  el  aseguramiento  de  la  paz  es una meta de  difícil obtención. Es una aspiración necesaria, imprescindible incluso. Pero si el conflicto es la razón de ser de lo humano no puede pretenderse eliminarlo; en todo caso, y en nombre de una genuina cultura  de  la  no  violencia  –siguiendo  a  Estanislao  Zuleta–  "es  preciso,  por el  contrario,  construir  un  espacio  social  y  legal  en  el  cual  los  conflictos puedan  manifestarse  y  desarrollarse,  sin  que  la  oposición  al  otro  conduzca a la supresión del otro, matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo".  Un  mundo  paradisíaco  libre  de  conflictos  y  regido por  el amor  incondicional  no  pareciera  muy  humano;  es  esa  la  aspiración  de los  diversos  pacifismos  y  religiones,  pero  no  debe  olvidarse  que  en nombre  del  amor  también  se  puede  ser  violento  y  cometer  las  peores barbaridades. En todo caso, y como algo más posible, el aseguramiento de la paz está más en dependencia del respeto de las leyes y del rechazo  de  la  impunidad.  La  ley  nos  aleja  de  la  violencia.  Prepararse  para  la paz es asegurar el estado de derecho, y no la acumulación de armas.

De  todos  modos "la  ley  es  lo  que  conviene  al  más  fuerte",  dirá Trasímaco  de  Calcedonia  en  su  diálogo  con  Sócrates  en  "La  República" platónica. Interesante afirmación; la ley no es necesariamente justa. La historia humana hasta la fecha muestra diversos ordenamientos sociales que no han beneficiado a las mayorías precisamente. Contra esas injusticias  se  han  levantado,  y  seguramente  lo  seguirán  haciendo,  grupos opositores  al  orden  constituido,  subversivos  en  el  más  cabal  sentido  de la  palabra:  Espartaco  y  sus  seguidores  contra  el  Imperio  Romano,  los iluministas franceses contra la monarquía absolutista, los padres fundadores  estadounidenses  contra  la  metrópoli  británica,  las  guerrillas  latinoamericanas del siglo XX, los diversos nacionalismos del Tercer Mundo. Cualquier orden legal imperante que organiza la vida social, hasta ahora y como una constante, es perfectible. Eso es lo que enseña toda la historia  de la  Humanidad: una  interminable  sucesión de conflictos sociales en  búsqueda  de  mejores  condiciones  de  vida  para  las grandes  masas. Por cierto que la historia no ha terminado, como dijera Francis Fukuyama  sobre  la  cresta  de  la  ola  neoliberal  de  los  pasados  años,  lo  cual  se desprende  de  una  simple  mirada  a  nuestro  alrededor  donde  se  siguen registrando injusticias sociales intolerables; de hecho, gente que muere de hambre pese a todo el desarrollo técnico. La ley imperante, que conviene  al  más fuerte sin dudas  y que se  mantiene  en  virtud  del  ejercicio de  una  violencia  legalizada,  es  también  convencional.  Puede  cambiar, como  han  cambiado  a  través  del  tiempo  los  distintos modelos  sociales, por  medio  de  transformaciones  que,  irremediablemente,  deben  recurrir a  la  violencia  para  imponerse.  La  actual  economía  de  libre  mercado  y democracia  parlamentaria  se  construyó  sobre  la  cabeza  guillotinada  de los monarcas, no olvidemos, y ese acto inaugural –sangrientamente violento por cierto– del sistema capitalista es la fuente inspiradora de todos los actuales derechos humanos.

No  podemos  prescindir  de  la  violencia  porque  ella es  parte  de  lo humano,  pero  esto  no  debe  llevar  a  su  resignada  aceptación,  ni  mucho menos  a  su  entronización.  De  esto  sólo  se  seguiría  fatalmente  su  apología. Si bien la violencia está entre nosotros, hay que trabajar denodadamente  en  la  preparación  para  la  paz.  Que  nuestra  constitución  psicológica tenga que ver con la violencia no significa que toda la sociedad esté  regida  exclusivamente  por  ella;  también  es  posible  y  necesaria  la tolerancia  de  las  diferencias,  la  aceptación  del  otro  distinto.  Si  no,  debería  aceptarse  que  las  injusticias  son  de  carácter natural,  y  por  tanto nada  podría  hacerse  al  respecto.  Y  definitivamente  algo  puede,  y  debe, hacerse en contra de las injusticias.

Si se terminasen las injusticias en el mundo ¿se terminaría la violencia? Quizá así planteado el problema no ofrece salida. Por lo pronto, a partir  de  la  experiencia  de  la  que  podemos  hablar  –la  actual,  nuestra historia como especie– es imposible pensar en una sociedad sin disparidades  (y  ya  no  sólo  las  económicas,  que  quizá  puedan  superarse  si  el socialismo  triunfa  en  todo  el  mundo,  sino  las  de  género,  de  edades,  de tradiciones, de generaciones). De hecho un orden social que legitima no sólo diferencias sino flagrantes injusticias es una fuente de violencia. En la actualidad –era de la revolución científico-técnica, de la conquista espacial y de los logros más inimaginables del ingenio– cada siete segundos muere de hambre una persona en el mundo, y cada segundo nacen tres  nuevos  seres,  siendo  que  dos  de esos  nacimientos  se  producen  en un  barrio  marginal  de  una  gran  urbe  del  Tercer  Mundo,  con  lo  que  el nuevo  venido  a  la  vida  ya  tiene  bastante  trazado  su futuro,  no  muy promisorio por cierto. Todo esto es una injusticia en términos humanos, y al  respecto  coinciden  tanto el  Vaticano,  las  izquierdas  y  el  Fondo  Monetario  Internacional.  Ese  orden  social  imperante  es  intrínsecamente violento; de ahí que, si desde el estado de derecho general, globalizado para decirlo con un término actual, se ejerce una violencia originaria, las acciones  que  se  sigan  probablemente  han  de  ser  igualmente  violentas: cada  vez  mayor  delincuencia,  oleadas  imparables  de  inmigrantes  ilegales rumbo a la prosperidad del Norte, aumento de la narcoactividad, ciudades  crecientemente  peligrosas,  actos  mal  llamados terroristas  en  el lugar menos pensado, y consecuentemente una proliferación como nunca  antes  de  armas,  agencias  de  seguridad  y  sistemas de  alarma  cada vez más sofisticados.

¿Acaso el mundo actual es más violento que el de otros momentos históricos?  Pregunta  imposible  de  ser  respondida  en forma  terminante; Freud, en ocasión de marchar al exilio ante la invasión nazi, dijo: "ahora queman  mis  libros,  en  la  Edad  Media  me  hubieran  quemado  a  mí. Hemos  progresado".  Junto  al  estremecedor  arsenal  nuclear  que  la Humanidad ha acumulado actualmente, con posibilidades de destrucción masiva  como  nunca  antes,  también  se  ha  avanzado  considerablemente en la defensa de los derechos humanos; de hecho se  legisla sobre delitos de lesa humanidad, la degradación ambiental, el aborto o la eutanasia como nunca en la historia se había hecho, con lo cual se van sentando  precedentes  para  la  construcción  de  sociedades  más  equilibradas  y tolerantes.  ¿Progresamos  entonces?  Ya  no  se  mata  al mensajero  portador de malas noticias, y la sangre del esclavo que bañaba el casco de las nuevas  naves  que  los  vikingos  botaban  al  mar,  ahora se  reemplazó, muy  "civilizadamente"  por  cierto,  por  el  champagne de  una  botella  que rompe la madrina de la embarcación. Ante lo cual, entonces, estaríamos tentados de decir que sí, efectivamente, hay progreso en la esfera ética. Aunque –esto es lo que nos produce la sorpresa, lo que nos deja atónitos–  los  actuales  amos  del  mundo  pueden  amedrentar  a  la  Humanidad toda con la amenaza del uso de armas nucleares cuando se suponía que Naciones  Unidas  regulaba  la  no  violencia  entre  las  naciones.  ¿Hay  o  no hay progreso humano? Sí y no.

Los boxeadores actuales cumplen severas normas dentro del cuadrilátero  y  no  pelean  hasta  matar  al  contrincante  como  los  gladiadores del  circo  romano.  Pero  la  población  sigue  yendo  a  estos  espectáculos  a ver sangre. ¡Y es eso lo que pide a gritos desde las gradas! ¿Será que el progreso moral, tal como dijo Freud, hay que medirlo por esos pequeños pasos de hormiga en la historia? Las leyes laborales, la jornada de ocho horas, la estabilidad para el trabajador, todo eso costó años de terribles luchas  sindicales,  muertos,  torturados,  grandes  sufrimientos  para  el campo  popular.  Eso,  que  parecía  un  avance  sin  retroceso  en  las  condiciones  de  vida  de  la  humanidad,  entrado  el  siglo  XXI,  por  la  caída  del campo  soviético,  rápidamente  se  pierde  y  volvemos  a una  precariedad laboral similar a la del siglo XIX. Aunque tengamos vehículos-robot que aterrizan  en  Marte  preparando  la  inminente  llegada  humana  a  ese  planeta, ¿dónde está el progreso entonces?


La  conclusión  obligada  de  todo  esto  es  que  la  no-violencia  debe construirse, edificarse, afianzarse día tras día. Yen ese arduo trabajo, la lucha  contra  la  injusticia  juega  un  papel  de  suma  importancia.  Pero  no debe  pensarse  que  estamos  fatalmente  condenados  a  repetir  el  círculo de la violencia. Sin ser ingenuos podemos (debemos)aspirar a un mundo más vivible para todos, porque ahí radica la posibilidad de un verdadero  mejoramiento  (empezando  muy  egoístamente  por  mi  mismo  si  se quiere, para luego pensar en el bien común). Quizá la máxima de amar al  prójimo  como  a uno  mismo,  o la esperanza  en un "hombre  bueno" y naturalmente  solidario  deban  revisarse.  Probablemente  no  exista  una vacuna  efectiva  contra  las  atrocidades  humanas  –el  esclavismo  o  la bomba  atómica,  el  machismo,  la  tortura,  las  dictaduras  o  la  CIA,  etc., etc., y la lista se podría prolongar casi infinitamente–, pero existe la posibilidad  (o  la  perentoria  necesidad  más  exactamente)  de  revisar  qué somos  y  cuáles  son  nuestros  proyectos  vitales.  Debemos  cuestionarnos nosotros  mismos  (cosa,  valga  agregar,  que  la  fascinación  tecnotrónica en que actualmente vivimos no nos alienta precisamente –la máquina lo resolverá todo– ¿no habrá allí una nueva religión?) para, en alguna medida, ir acercándonos a esos antídotos. Sócrates fue condenado a beber la cicuta justamente por eso, por autocuestionarse  y cuestionar a todos. Los  derechos  humanos  son  como las  estrellas: inalcanzables…  Pero  nos marcan el camino.

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