LA MATRIZ
REPRODUCTIVA DE LA SOCIEDAD ACTUAL
Nuevo Orden:
Matriz comunitaria
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EL PARTO SANGRIENTO DEL SIGLO XXI
SOCIALISMO
Y PODER - Parte IV
Marcelo Colussi
Violencia y cultura
La ley es una creación del orden humano, no
está en la Naturaleza. Es una
convención, un acuerdo.
La ley, la
norma, la regla,
es algo que debemos aprender, y
por tanto, reforzar y mantener cotidianamente. Un niño llega al mundo y debe
ingresar a un universo cultural que lo espera. Ahí aprenderá a hablar,
aprenderá normas de las más diversas, deberá aprender a esperar, a tolerar.
Todo ese proceso complejo, duro, no
garantizado biológicamente en
cuanto a su
resultado final, es la
crianza de un niño y su marcha hacia la adultez considerada normal. En todo
tiempo histórico y en cualquier cultura ese proceso debe cumplirse
inevitablemente para lograr que alguien devenga un sujeto adaptado.
La ley
es un principio
ordenador, es lo que posibilita
que no nos eliminemos unos con otros. La ley, la
norma, es lo que dice qué se puede y qué no se puede. Para que exista sociedad
humana es necesario un orden, y eso es lo que viene a dar la ley.
Secundariamente podrá decirse que un
determinado orden social
no es justo,
que beneficia a unos pocos en detrimento de la mayoría, por
lo que se buscarán medios para transformarlo
y edificar otro
menos violento estructuralmente. Pero siempre
habrá un orden
social. No hay
individuo sin orden social,
y no hay igualmente ser humano ni
sociedad sin ley.
Si el
ser humano es,
por definición, un
producto de su
medio, de su cultura, esto es: un
ser simbólico, la importancia de la ley radica justamente en esto: su eficacia
simbólica. Las convenciones establecen que no se pueden hacer determinadas
cosas: matar, atravesar la calle con el semáforo en
rojo o mantener
contacto sexual padres
con hijos. Las
reglas lo establecen.
De hecho vemos
que, sin embargo,
todo esto que está prohibido igualmente puede tener
lugar. Pero la transgresión de las normas
es lo que
las reafirma como
efectivas. Y aunque
de hecho se cometan
homicidios, alguien cruce
con luz roja
un semáforo o
se consume el
incesto en algún
momento, la gran
mayoría de la
gente no lo hace.
La ley se
cumple. Todos la
respetamos porque de
ello depende nuestra sobrevivencia. Además,
adicionalmente, si no
lo hacemos sabemos que hay castigo.
El lugar
donde primeramente los
seres humanos entramos
al mundo de las normas
es la familia. Esa célula
social es el
microcosmos donde la cría humana va deviniendo sujeto integrado a las
convenciones preestablecidas. No importa
las formas que
adopte esa crianza,
la modalidad con
que se lleve
adelante: familia monogámica,
clan, familia monoparental, etc.
Lo importante es que, en cualquier sociedad, el proceso nunca falta, no puede
faltar (si no, no habría ser humano).
Hasta
donde la antropología
comparada y la
ciencia de la historia
pueden enseñarnos, en
todo momento y
lugar de la
Humanidad asistimos a
este proceso: cada
ser humano individual
es producto de su
mundo cultural, al que reproducirá en cada acto de su vida, y que traspasará
(no a través de los genes sino del lenguaje) a las nuevas generaciones que
engendre.
El rompimiento de ese orden legal establecido
es la violencia. Toda cultura humana tiene como objetivo último su propio
mantenimiento, su conservación. Pero en ese proceso de autoperpetuación no está
excluida la violencia. Por
el contrario, es
una constante repetida
en toda cultura de que se tenga noticia que la
violencia hace parte de su más cotidiana dinámica normal,
tanto en las
relaciones internas como
en las que se
establecen con otros distintos, extraños a ella.
Si hay algo
que se repite en todo pueblo, en toda civilización, es la violencia. Y
ello en un
doble sentido. De
alguna manera puede decirse que el sujeto individual, heredero y
representante de su mundo cultural, está sometido y es producto de una
violencia intrínseca que lo sobredetermina, lo constituye como uno más de la
serie a la que pertenece. Allí hay en juego un proceso que, aunque no es
asimilable a la violencia física ejemplificada por el golpe o el machetazo,
presupone un acto de sometimiento: nadie
pide nacer, el
ser nos es
dado. Nadie decide
su lenguaje, su
cultura, su determinación
social. Todo esto
adviene desde otro. Ningún bebé
demanda ser circuncidado, o bautizado, o sometido a ninguno de los ritos que
nos fijan en una cultura. Ningún niño pide asistir a la
escuela, y las imposiciones
paternas son ante
todo eso: imposiciones. He ahí una primera vertiente
de la violencia
originaria: yo me constituyo
contra otro. La agresividad
está en la
base de nuestra
existencia, no como elemento "malévolo" del que tendremos que
deshacernos, sino como ingrediente fundamental.
Desde otro punto
de vista, y
dando por supuesta
esa violencia constitutiva, todo
grupo, toda cultura
funciona resguardándose a sí
misma y tomando distancia del otro diferente. "Amar al prójimo como a sí
mismo" es una elaboración racional que presupone que ese otro también
puede ser agredido, justamente por distinto, por diferente –al igual que me
puede suceder a mí–, por lo cual debemos protegernos con una máxima moral. El
ataque al otro diferente es algo siempre posible en la dinámica humana. Piénsese en los fenómenos masivos que pueden dispararse en
cualquier momento: quizá,
dadas ciertas circunstancias, –y esto, de hecho, ocurre muchas veces– un
partido de fútbol puede degenerar
en una batalla
campal entre las
porras contrarias simplemente porque "los otros"
provocaron, por citar algún ejemplo.
Digámoslo de
otra manera: aunque no se sea racista, no es lo más común, en principio, que se
formen parejas entre hombres y mujeres de distinta etnia
o religión, o
que los amigos
de mis hijos
pertenezcan a otro grupo
socioeconómico diferente al mío. La elección de objeto amoroso es, en el fondo,
narcisista. Se escoge lo semejante, lo que evoca al propio yo. Lo
extraño, en ese
marco es, primariamente, hostil.
Amo al otro porque amo en él lo
que es igual que yo. La aceptación de lo disímil necesita de
un trabajo racional,
no es lo
más primariamente espontáneo. Todo código ético, del que
ninguna organización social puede carecer, es un intento de no fagocitar al
extraño, sentando con ello las bases para
que otro tanto
no me suceda
a mí. En
este sentido, entonces,
la discriminación (de cualquier índole: étnica, cultural, sexual,
etc.) puede comprenderse como
algo muy fácil,
muy a la
mano en la
estructura humana, y de lo que continuamente hay que estar alerta. Sin
fuese tan natural y espontáneo el amor por los otros, no habría necesidad de
una máxima que nos lo recordara.
La posibilidad de eliminar al "otro"
diferente está siempre presente. No es sino ése el mecanismo íntimo de la
guerra: el otro distinto de mí deja de
ser respetado como
ser humano abriéndose la
perspectiva, concretada
muchas veces, de
suprimirlo –con lo
que se presupone
que yo, claro está, tengo la razón y el derecho de neutralizar al
"equivocado" (matándolo, acallándolo, segregándolo)–. En ese sentido
no hay ninguna cultura tan "buena"; todas, según la historia nos lo
demuestra, apelan a la discriminación, en una u otra manera. Y en todos lados
vemos que se repite la posibilidad
de sacrificios humanos,
de linchamiento, de
lapidación. Ninguna civilización es ni "inocente".
De ahí,
entonces, la pregunta casi obligada: ¿estamos condenados a la violencia?
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