sábado, 6 de julio de 2013

MATRIZ COMUNITARIA: SOCIALISMO Y PODER - III

LA MATRIZ REPRODUCTIVA DE LA SOCIEDAD ACTUAL

Nuevo Orden: Matriz comunitaria


EL PARTO SANGRIENTO DEL SIGLO XXI



Socialismo y poder - parte III
Marcelo Colussi

¿Por qué la violencia?

La  violencia  es  algo  presente  cotidianamente  entre los  seres humanos.  Tenemos  una  tendencia  a  identificarla  con  acciones  físicas concretas:  un  puñetazo, un golpe, un  balazo. Su expresión más elocuente, más  descarnada  es, seguramente, la guerra. Pero sin ningún lugar a dudas hace parte constantemente de la vida social. Si hablamos del ser humano, necesariamente hablaremos de la violencia.

 Es difícil dar una definición acabada de ella pero, de hecho, es una noción que manejamos a diario en cualquier aspecto de la vida, siempre ligada, de una u otra manera, a "fuerza", a "poderío", a "conflicto".

 Las  relaciones  humanas  conllevan  una  disparidad  de origen: padres e hijos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, dirigentes y dirigidos. Esa estructura de las relaciones implica siempre una diferencia, un conflicto: hay, desde el inicio, una relación de jerarquía entre unos y otros. Seguramente es imposible dar razón ontológica de por qué ello es así; y también de su origen en la historia. ¿Desde cuándo somos de ese modo? Por  otro  lado,  esto  nos  remite  a  la  pregunta  básica:  ¿somos  así  en términos  de  esencia  los  seres  humanos?  ¿Nuestro  destino  es  el  eterno conflicto?  Si  la  estructura  de  lo  real,  siguiendo  a Hegel,  es  conflictiva, esto  es:  constituida  originariamente  por  el  conflicto,  por  la  lucha  entre contrarios,  ¿podemos  aspirar a  construir  relaciones armoniosas duraderas entre los miembros de nuestra especie? Lo que las ciencias sociales o el estudio de cualquier período histórico enseñan es que toda vinculación interhumana presenta esa forma: hay relaciones de poderío, intereses en pugna, independientemente de las voluntades individuales. A su vez esto se apoya en el ejercicio de una forma de violencia intrínseca. La armonía,  la  concordancia  y  la  superación  pacífica  de  las  diferencias  son aspiraciones, necesarias sin dudas, pero que no pueden ir separadas de su contrario, teniendo implicada siempre la violencia como horizonte posible. Las experiencias socialistas –muy cortas en  el tiempo de momento– también parecieran confirmar esto. No sólo porque con el triunfo de una  revolución  el  sector  derrotado  se  resiste  a  ceder  su  lugar,  contrarrevolución  mediante  –lo  cual  es,  por  tanto,  foco  de  conflicto,  de  guerra–; también entre la clase ganadora, los hasta ayer oprimidos y explotados,  también  allí  podemos  ver  conductas  de  mezquindad,  ánimos  de figuración  y  exhibicionismo,  actitudes  machistas,  racismo,  xenofobia. También  entre  los  revolucionarios  muchas  veces  se  compite  para  ver quién es "más" revolucionario.

 La  violencia  no  es  sólo  expresión  física;  adquiere muy  distintas formas,  incluso  puede  ser  refinada  y  sutil.  Sin  necesidad  de  estar  en guerra todos los días muere innumerable cantidad de seres humanos en hechos de violencia de la más variada índole: atropellados por un carro conducido  por  una  persona  alcoholizada,  o  solitariamente  por  una  sobredosis  de  droga.  O  de  hambre.  Esto  es  contundente:  muere  infinitamente  mucha  más  gente  por  hambre  que  por  causas  bélicas.  Hay  ahí una  violencia  implícita,  subterránea,  definitivamente  más  mortífera  que cualquier conflicto armado declarado; y paradójicamente sus efectos no entran en las estadísticas que hablan de la violencia.

 Por otro lado, sin mencionar ya las muertes, cotidianamente asistimos  a  situaciones  violentas  altamente  dañinas: chantajes,  acosos, abusos deshonestos, falsificaciones de las más variadas, el transitar por una ciudad populosa a una hora pico o el soportar el ruido ensordecedor de  la  grabadora  de  mi  vecino  en  un  momento  inapropiado.  Además,  la contaminación  ambiental  que  cada  habitante  del  planeta  padece,  o  las irritantes  y  explosivas  diferencias  económico-sociales  entre  la  gente  no dejan  de  ser  otras  tantas  formas  de  violencia  despiadada.  ¿No  lo  son también  cualquier  expresión  de  discriminación: étnica,  religiosa,  cultural?

La  violencia  física  y  psicológica  entra  naturalmente  en  la  crianza de los niños, en la educación formal, en las relaciones de pareja, y aunque  de  hecho  estas  circunstancias  pueden  estar  –y  lo  están  a  veces– tipificadas como actos delictivos, en una inmensa mayoría de casos son asumidos  como  "normales"  culturalmente.  La  circuncisión  o  la  ablación clitoridiana, por mencionar algunos, junto a una infinidad de ritos iniciáticos que puede encontrarse entre las diferentes culturas, apelan a mecanismos violentos, pese a lo que no dejan de ser parte de la cotidianeidad aceptada.

 La  violencia  está  entre  nosotros,  a  diario  y  en  todas  las  facetas, aunque en principio no se haga evidente dado que tendemos a asimilarla con hechos físicos. Baste para comprobarlo una rápida mirada a nuestro alrededor: el juego de los niños –agresivo, despiadado a veces, pero no por ello menos inocente–, o el placer que pueden encontrar descuartizando  un insecto; los  chistes morbosos, la forma en que pueden ser objeto de burla los  discapacitados o algunos estereotipos de conducta social que no  necesariamente apelan a la coacción física (el machismo, el verticalismo en el mando), la forma en que algunos conducen un vehículo  no  respetando  normas,  el  acoso  sexual  de  –generalmente–  un varón que ocupa un lugar de mayor poder hacia una subordinada mujer, o  el  cántico  de  las  porras  entre  equipos  deportivos rivales,  son  todas formas  de  violencia  que  modelan  la  vida  social.  Dicho  de  otra  manera, junto  al  entendimiento  y  la  tolerancia,  la  agresividad  es  igualmente constitutiva de las relaciones humanas.

La armonía, la paz, la concordia, son aspiraciones. Por cierto absolutamente  necesarias  para  vivir,  para  desarrollarnos,  para  crecer;  pero la  dinámica  humana  está  marcada  por  ese  interjuego  entre  armonía  y violencia. La vida no es precisamente  un paraíso (el único paraíso es el perdido). Oponer a la violencia, en tanto elemento supuestamente pérfido y malvado, un reino de la felicidad y una ética de la bondad es, como mínimo, ingenuo. Toda la cultura humana, la edificación social, la civilización  en  su  sentido  más  amplio,  no  es  sino  una  forma  de  asegurar  la convivencia entre la gente garantizando el no recurso a la violencia. "Si quieres la paz prepárate para la guerra" decían los romanos.

Ese escepticismo original sobre una supuesta condición "bondadosa" de nuestra especie recorre la historia del pensamiento.  "Pregúntese cada  hombre  qué  hace  cuando  emprende  un  viaje,  cuando  sale  de  noche,  cuando  duerme.  ¿Acaso  no  se  arma,  va  bien  acompañado,  cierra con  llave  las  puertas  y  hasta  esconde  sus  tesoros  de  la  propia  familia, sirvientes  o  amigos?  ¿No  delata  su  proceder  la  opinión  que  tiene  de  la humanidad,  aun  existiendo  leyes  y  organismos  públicos  para  protegerlo?", se planteaba Thomas Hobbes.

Y un consumado comunista como Fidel Castro reflexiona igualmente:  "El  hombre  es  un  ser  lleno  de  instintos,  de  egoísmos,  nace  egoísta, la  naturaleza  le  impone  eso;  la  naturaleza  le  impone  los  instintos,  la educación  impone  las  virtudes;  la  naturaleza  le  impone  cosas  a  través de los instintos, el instinto de supervivencia es uno de ellos, que lo pueden conducir a la infamia, mientras por otro lado la conciencia lo puede conducir a los más grandes actos de heroísmo".

 Que la violencia haga parte de la misma constitución intrínseca de lo  humano  no  significa  que  seamos  "malos"  de  nacimiento.  ¿Es,  entonces, la violencia nuestro destino? ¿Estamos condenados a ser unos mezquinos  seres  que  nos  comemos  unos  a  otros?  (¿homo  homini  lupus:  el hombre como lobo del hombre?)

Recordemos  que  la  violencia  y  el  conflicto  se  encuentran  en  el fenómeno  humano  tanto  como  el  amor  o  la  solidaridad.  Esto  significa que  la naturaleza  humana  es  siempre  convencional,  depende  de  las  relaciones que se establecen entre los seres humanos  y no queda explicada  por  causas  solamente  biológicas.  Hay  un  sustrato físico-químico  primario,  pero  esto  no  da  cuenta  del  por  qué  de  la  violencia humana.  Los animales  matan  para  sobrevivir,  conducta  regida  por los  vericuetos  del instinto.  Pero  los  humanos  no  nos  violentamos  para  asegurar  nuestro alimento; las armas no están sólo al servicio de la cacería (de hecho es para  lo  que  menos  se  utilizan).  No  hay  determinación  genética  que  explique el por qué de la guerra, o del chantaje, de  la tortura o del racismo.  Estas  son  posibilidades  que  sólo encuentran  su  desarrollo en  la  dimensión  psicosocial  en  la  que  el  ser  humano  existe. En  el  reino  animal no  se  constata  ninguna  de  esas  conductas;  al  menos, no  con  la  significación que tienen entre los humanos.

 La  violencia  es  algo  privativo  de  la  especie  humana;  los  animales no son violentos en el sentido humano. Pueden ser grandes depredadores, insaciables como el tiburón o el cocodrilo, pero no violentos. Cuando matamos  a  algún  animal  para  comérnoslo  no  somos  precisamente  violentos. Ninguno de nosotros sería tildado de tal a  partir de la vaca "asesinada"  que  nos  almorzaremos  más  tarde.  La  violencia  se  liga  al  orden no  natural  de  la  humanización;  tiene  que  ver  con  el particular  universo simbólico que  nos constituye  y  donde  el  instinto  no cuenta  en  la  determinación última de nuestros actos. La violencia, al igual que la paz, tiene que ver con la ley humana. Ambos elementos son, en definitiva, producto de la civilización. Ni la maldad ni la bondad son naturales, genéticas.

La ruptura más violenta de la armónica convivencia entre los seres humanos es, seguramente, la guerra. Ahí tienen lugar profundas modificaciones  en  la  psicología  colectiva  por  las  que  caen  las  interdicciones más  elementales:  el  "no  matarás",  quedando  consecuentemente  todo permitido.  El  otro  ser  humano  que  tengo  enfrente deja de  ser  visto  como  tal  para  pasar  a  ser  "el  enemigo".  Con  ello  se  autoriza  su  eliminación. No sólo se lo puede matar; es imperioso que lo mate. Hasta inclusive se premia con todos los honores a quien más enemigos elimine; he ahí un héroe a quien se condecora, y no un asesino.

 Pero la guerra, de hecho, es una constante en la historia humana. Actualmente la preparación para la guerra es la actividad más dinámica, que  consume  más esfuerzos  moviendo  más  recursos  que cualquier  otra industria  (25.000  dólares  por  segundo).  ¿Qué  impulsa  a  los  seres humanos  a  esto?  ¿Qué  posibilita  que  terminado  un  conflicto  bélico  ya esté  comenzando  otro?  Quedarnos  simplemente  con  la  explicación  de una "tendencia agresiva" es parcial. Existe, por cierto, una lectura ingenua de la mitología conceptual de Freud que desemboca en esas conclusiones; pero no estamos ahí ante conceptos científicos sino ante un posicionamiento ideológico –sumamente reaccionario, por lo demás–.

 La  guerra  tiene  raíces  diversas: económicas,  políticas,  culturales. Pero no  hay ninguna duda que existe también una constitución psicológica  común  en  todos  los  humanos  que  posibilita  que  todos,  dadas  las circunstancias, nos encontremos con "el enemigo" al que hay que eliminar,  en  nombre  de  lo  que  sea  (por  más  justa  que  se  plantee  la  causa que desata el enfrentamiento: guerra revolucionaria, guerra santa, guerra antiimperialista). Pese a nuestro más enconado pacifismo la posibilidad  de  la  guerra,  la  posibilidad  de  tomar  parte  en  ella,  o  hasta  incluso de alentarla, está siempre presente en la psicología de los humanos.

 La  violencia,  entonces,  es  una  construcción  humana: ningún  otro ser  vivo  tortura,  maltrata  a su  pareja, delinque,  hace chistes  de  humor negro o quema en la hoguera a quien no coincide con su punto de vista (dicho  sea  de  paso,  esta  última  práctica  fue,  por  siglos,  el  modus  operandi  de  la  institución  que  levanta  como  principal  bandera  el  amor  incondicional entre los hombres y de esa manera se quemaron vivos cinco millones de "poseídos por el demonio"). La violencia tiene lugar a partir de la caída de las normas sociales de convivencia, de su evitación. Dicho al revés: las normas sociales, la ley, constituyen la máxima obra humana,  aquello  que  nos  distingue  del  mundo  instintivo, de  lo  puramente animal. La ley es lo que posibilita la vida humana, que es necesariamente social, y que debe tener un mínimo de armonía garantizada para poder permitir el desarrollo de los individuos.

 Si existe la ley es porque hay violencia. Lo cual nos puede llevar a la conclusión que no hay nada más humano que la violencia.

 Es,  quizá,  justamente  en  las  situaciones  límites  donde  descubrimos las posibilidades, las potencialidades que anidan en cada ser humano. La solidaridad y la entrega son posibles, así como también lo son las actitudes más mezquinas, más sórdidas. Todos podemos llegar a cometer las barbaridades más espantosas. Tal vez por eso en toda formación cultural en cualquier momento histórico nos encontramos con códigos de ética que regulan esa violencia. No hay, por tanto, ninguna cultura más "superior" que otra en estos aspectos. No hay, definitivamente, pueblos "bárbaros"  y  "civilizados":  hacha  de  piedra  o  misil nuclear,  lo  que  los alienta en el fondo no ha cambiado sustancialmente. Lo violento, justamente, es creer que hay "superiores", creer que sea posible que alguien sea "más" que otro.

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