LA MATRIZ REPRODUCTIVA DE LA SOCIEDAD ACTUAL
Nuevo Orden: Matriz comunitaria
|
EL PARTO SANGRIENTO DEL SIGLO XXI
SOCIALISMO Y PODER - Parte XIII
Marcelo Colussi
¿Cómo darle forma a la utopía? El socialismo y
el poder
Fundándose en una teoría científica de la
sociedad, de su estructura y de su historia
(pero faltando, sin
dudas, una teoría
del sujeto con similar
rigurosidad en su formulación),
el pensamiento socialista apareció
como propuesta de
comprensión de la
realidad humana, y
mucho más aún, como proyecto de transformación de la misma.
Formulada
con valor de
teoría, sin ningún
lugar a dudas tuvo
características de utopía.
Es decir: funcionó
como la presentificación de una
aspiración, de un
deseo puesto como
meta alcanzable. Hoy,
luego de la caída del campo socialista, la palabra "utopía"
está más que nunca cargada de connotaciones
negativas; es, en
todo caso, sinónimo
de quimera, fantasía, mera
ilusión. En el
socialismo clásico, por
el contrario, era el horizonte de
llegada de un proceso racional, estaba plena de positividad.
"Sociedad sin clases", "reino
de la igualdad", "solidaridad sin fronteras", han
sido y siguen
siendo utopías. Pero
utopías no en
el sentido de sueños
vanos, evanescentes fantasías
sin asidero. Utopías
como aspiración de
un mundo más
justo, más equitativo.
Utopías –ahí está
su fuerza justamente– como
proceso de búsqueda.
Hoy, caídas las
primeras experiencias que
transitaron la senda socialista,
es pertinente plantearse en qué medida esas aspiraciones
son utopías en sentido negativo o positivo.
Por
lo pronto parece
demostrarse que, en
tanto especie humana, necesitamos siempre
esta dimensión de
búsqueda de un
ideal, de un paraíso que funciona como horizonte que
nos llama. La diferencia que se da
con el socialismo
científico, con el
marxismo, es que
esta construcción pretende tener
los pies sobre la tierra. Es la búsqueda de un ideal, ¿quizá de un paraíso?,
sobre la base
de una formulación
rigurosa y asentada en una
realidad material. En este sentido el
socialismo es una utopía éticamente válida. Si
sus primeros pasos
no dieron todos los
resultados que se esperaba, tampoco puede desvirtuárselos. De lo que se
trata es de revisar por qué no funcionó en la forma prevista.
El
socialismo es, en esencia, la aspiración a un mundo más justo. En sus
albores hacia el
siglo XIX –y
durante las primeras
experiencias de su construcción ya en el XX– esa justicia se interpretó
en términos de equidad económica.
Hoy día, a partir
de la enseñanza histórica, podríamos ampliar la mira: la
justicia tiene que ver además con la democratización de los poderes, con su
horizontalización.
"Una economía planificada no es todavía
socialismo. Una economía planificada
puede estar acompañada
de la completa
esclavitud del individuo.
La realización del
socialismo requiere solucionar
algunos problemas sociopolíticos
extremadamente difíciles: ¿cómo es posible, con una centralización de
gran envergadura del
poder político y económico,
evitar que la
burocracia llegue a ser todopoderosa
y arrogante? ¿Cómo pueden
estar protegidos los
derechos del individuo y cómo
asegurar un contrapeso democrático
al poder de
la burocracia?",
se preguntaba Albert Einstein, que además de físico genial
era un agudo pensador social de izquierda.
Si algo debe criticarse a la mayoría de las
experiencias socialistas conocidas
hasta la fecha
es justamente su
falta de democratización del poder. Que su concentración suceda en las
sociedades no-socialistas no debe sorprender; en ellas, más allá de la
declamada democracia formal –que
encierra básicamente una
perversa hipocresía–, el poder
absoluto queda en manos de las grandes empresas (hoy transformadas en
monstruos multinacionales con
presupuestos mayores al de muchos
países pobres, y con un poder político descomunal, a veces más grande
que el de los aparatos
estatales). La cuestión
se plantea en
el manejo del poder
que ha tenido
el socialismo. Algo
ahí no funcionó;
¿era una tonta utopía suponer que se iba a poder
horizontalizar el poder?
Poder popular: ahí está el gran desafío.
¿Cómo?
Como
dijimos, el hecho
que posibilitó pensar
en una alternativa real para la construcción del
socialismo fue la Comuna de París, intensa experiencia de
poder popular espontáneo
de sólo un
breve tiempo de duración ocurrida en el ya lejano 1871.
Fue a partir de esta circunstancia
inaugural que los fundadores teóricos
del socialismo científico, Marx y Engels, conciben la "dictadura
del proletariado" como mecanismo para la subversión del poder de la clase
actualmente dominante e inicio de la edificación de una sociedad sin clases.
El espíritu de la Comuna es lo que ha guiado y
sigue guiando este tipo de
iniciativas autogestionarias. Hoy, entrados en crisis
los modelos de partido único con
que se dieron los primeros pasos del socialismo, es necesario reflexionar
sobre aquella experiencia
histórica. La cual,
a su vez, se liga con otra gesta
no menos importante que también tuvo lugar en París casi un siglo después: el
mayo francés de 1968.
Definitivamente el
sistema pluripartidista que
nos trajo la democracia parlamentaria moderna, si bien
constituye un avance con relación al absolutismo monárquico
y las estructuras
feudales, lejos está
de ser una auténtica
representación de todos
los sectores sociales.
En forma disfrazada, no
deja de ser
una dictadura de
la clase capitalista.
Para la gran mayoría de la
población mundial ya no es tanto el látigo el que intimida sino el fantasma de
la desocupación (un látigo más sutil, por cierto). La esclavitud ahora es
asalariada.
Ahora bien: ¿puede la utopía socialista ir más
allá de este corrupto sistema de partidos políticos y generar un auténtico
poder popular?
Según concibió la teoría marxista clásica debe
ser un partido revolucionario
representante de las
fuerzas sociales más
progresistas quien lidera el
proceso transformador. Y ahí se abre un
debate hasta ahora nunca
saldado. ¿Partido obrero?
¿Movimiento campesino? ¿Vanguardia armada? ¿Frente popular
multiclasista?
Como vemos,
los pasos que
deben llevar a
la construcción de un
orden nuevo son diversos, debatibles, incluso cuestionables. ¿Por dónde
empezar? ¿Y el partido revolucionario único?
"La
libertad sólo para
los partidarios del
gobierno, sólo para
los miembros de un
partido, por numerosos
que ellos sean,
no es libertad. La libertad es siempre libertad
para el que piensa diferente", decía hace ya casi
un siglo Rosa
Luxemburgo. La "dictadura del proletariado" tuvo más
de dictadura que
de otra cosa.
Dicho esto, sabido
y sufrido todo esto, debemos abrir la autocrítica.
Sin dudas
no es una
quimera la intención
de cambiar las
relaciones entre los
seres humanos. Es,
si se quiere,
un imperativo ético:
la sociedad de clases es un atentado contra la especie humana, y el
capitalismo desarrollado lo es también
contra el planeta. Por
tanto no es un
sueño infantil aspirar
a su modificación.
De hecho, además, de
forma lenta pero sin pausa, la humanidad va cambiando, va buscando
mayores cuotas de justicia, de participación popular (las monarquías no están
en ascenso y la
esclavitud física, aunque
no desapareció totalmente,
tampoco está en crecimiento). Lo que se visualiza como utopía –en el sentido
que prefiramos– es el camino a seguirse para conseguir el fin. Dicho en otros
términos: ¿cuál es el instrumento que posibilita cambiar la sociedad a favor de
las mayorías explotadas?
La Comuna de
París y el mayo francés se proponen como referentes: el "pobrerío" al
poder, la imaginación
al poder. Podemos
estar de acuerdo con que otro
mundo es posible; la cuestión es cómo construirlo. Es decir:
¿cómo se afianzan
y tornan sustentables
las experiencias autogestionarias? Más allá de la reacción, la
protesta, la lucha contestataria (momentos imprescindibles en esta construcción),
a la luz de lo que fueron esos intentos de edificación de algo nuevo, las preguntas siguen abiertas.
¿Habrá que convencerse que el poder popular,
el poder horizontalizado, es una
pura quimera, una
utopía en sentido
negativo? La figura del Amo y del Esclavo de Hegel en
tanto modelo de la dialéctica definitoria de la relación interhumana ¿no se equivoca
entonces? Con lo que tenemos de ejemplo hasta ahora, con todo lo que las
experiencias humanas nos han aportado a lo largo y ancho de la superficie de
nuestro planeta y en
lo que llevamos
de historia como
especie, en principio todo ello nos
autoriza a decir
que sí, efectivamente, Hegel
no estaba muy equivocado.
El poder fascina. Esto, parece, es válido
universalmente. Cualquier experiencia
de ejercicio de
poder nos confronta
con la dificultad tan grande
de lograr evitar
caer en similares
tentaciones, desde el
Gengis Khan a Ceauscescu,
del poder que
confiere manejar un
automóvil respecto al peatón al
hecho que un sirviente nos abra la
puerta del ascensor, del profesor
en su cátedra
a Suharto o
Somoza en sus
lugares de autócratas. ¿Cómo
entender la permanencia del machismo sino es por el mantenimiento de
un poder de
los varones sobre
las mujeres? ¿Cómo puede
repetirse tan frecuentemente la corrupción
de dirigentes sindicales y la
traición a su clase si no es por la fascinación que traen las cuotas de poder
que el sistema le confiere? Renunciamientos al halo mágico del poder, aunque de
hecho puedan darse, no son fáciles –por otro lado, ¿por qué
habrían de serlo?,
si justamente lo
humano es tal en
torno a esa dialéctica,
se constituye sobre
ese paradigma amo-esclavo–.
¿Qué adinerado está dispuesto
a compartir su
fortuna con el pobrerío?
¿Qué varón está dispuesto a perder sus privilegios sociales sobre la
mujer?
Si el Che
Guevara renunció a su puesto en la Revolución Cubana, ¿fue realmente para
seguir con la causa universal de la lucha revolucionaria, o por que no había
lugar para dos grandes en la isla? El catecismo nos dirá una cosa, sin dudas,
pero ¿y la autocrítica?
En la
tradición socialista nunca se ha debatido seriamente el tema del poder, de la
fascinación del poder. La sola mención de "poder popular" como
fórmula mágica no
excusa –la historia
lo constata– de
la necesidad de mantenerse
alertas ante las
recaídas en las
mismas repeticiones de siempre.
¿Por qué siempre las revoluciones socialistas estuvieron ligadas a la figura de
un gran líder? (por cierto, siempre varón). ¿Por qué estos
líderes se permiten legar herederos
políticos? ¿Por qué siempre los mismos errores? Se podría haber pensado
que en la construcción del mundo nuevo las purgas en
masa de Stalin
quedaban en la historia estigmatizadas como
lo que nunca
debería repetirse, y que
ya nunca volvería a verse un
abuso de autoridad por parte de un dirigente revolucionario. Pero no:
vemos que el
autoritarismo, la jerarquía,
la verticalidad en
el mando siguen
siendo prácticas aún
vigentes en la
izquierda (no falta por
ahí algún comandante
machista y violador
incluso). ¿Y la autocrítica?
Cuando se ha pensado en transformar el mundo
(utopía en el sentido literal que el inventor
de la palabra,
Tomás Moro, le
diera: "lugar que no está en
ningún lugar"), cuando la tradición socialista apuesta por la construcción
de una cosa nueva, ahí es donde surgen los problemas.
Los
problemas son de dos tipos: por un lado
–esto no es ninguna novedad
obviamente– la reacción
de las fuerzas
conservadoras, de aquellos que
perderían con un cambio. Obstáculo de enormes proporciones a vencer, mucho más
grande que hace un siglo, cuando se comenzaba a hablar de poder popular, de la
comuna de París. Obstáculos que hoy, con un
poder militar inconmensurable por
parte del capitalismo
desarrollado, y más aún de su potencia hegemónica, son de una naturaleza casi
insalvable (hoy quizá sea más fácil molestar a la lógica capitalista por medio
de un hacker que con un llamado a la toma de las armas por parte del pueblo
unido).
¿Pero qué hacer entonces?
¿Cómo enfrentarse al Fondo Monetario
Internacional, a las bombas inteligentes,
a los satélites
de espionaje, al
fantasma de la
desocupación, a los
medios de comunicación
masivos de escala
planetaria? El mundo de
hoy, luego de
la caída del
muro de Berlín, está
inclinado de modo escandalosamente unipolar
hacia el lado
del gran capital,
y por cierto que no
se ve muy
fácil cómo golpearlo.
La derecha ha
aprendido de sus errores más rápido y mejor que la izquierda, y hoy día
ya no son concebibles ni una
comuna de París
ni un mayo
francés, sencillamente porque el
poder dominante lo puede controlar con relativa suficiencia.
Pero
si eventualmente la
correlación de fuerzas
permitiera –concédasenos jugar un
momento a las utopías– realizar los cambios pertinentes, surge
con no menos
fuerza el otro
problema: confiscadas las empresas
industriales, repartidas las
tierras, promovido el
estado de bienestar por medio de
iniciativas populares (saludy educación gratuitas y de
calidad, créditos hipotecarios,
cultura para todos),
¿cómo organizamos el poder
popular? ¿Cómo evitar que se repitan las purgas stalinistas o el machismo y la
impunidad de algún comandante?
"Una
nueva organización de
izquierda debe crear
antídotos desde su momento
fundacional para todas
estas deficiencias del
pasado",
reflexionaba Carlos Figueroa
Ibarra. Pero quizá
no haya antídoto
contra mucho de lo que conocemos como experiencia humana. Si el poder
fascina a todos
por igual, si
el sujeto se
constituye contra la
imagen del otro, parece que es
utópico buscar una "bondad" esencial entre los seres humanos. Pero
más aún: quizá sea
desubicado, tonto, inconducente,
mantener un maniqueísmo de buenos y malos, de carácter más bien religioso, donde
el poder y
los poderosos son
intrínsecamente "malos" y los desposeídos son los "buenos".
El "hombre nuevo"–que por definición tiene que
ser "bueno"– de
momento parece que
no está muy
cerca de prosperar aún.
¿Hay ya "hombres
nuevos" por algún
lado? ¿Puede haberlos? ¿"Nuevos" en
qué sentido: que
ya no se
fascinan con el
poder? No debemos olvidar que el Che, por ir a luchar al África en nombre
de la revolución universal, dejó abandonada su familia en Cuba. ¿"Padre
abandónico" lo llamaríamos
hoy desde la
psicología? ¿Se le debería promover juicio
por abandono de
hogar? Si bien
su figura es
un ícono imperecedero para
la ética socialista,
también abre una pregunta:
¿los seres humanos comunes
y corrientes podemos
ser como él? No
olvidemos que en medio del monte, en plena lucha guerrillera, el Che
llevaba un diario donde calificaba las conductas revolucionarias de su tropa.
No hay dudas que esto de horizontalizar las relaciones humanas es todavía una
aspiración. ¿Cuál es la vacuna contra el afán de poder?
Quizá lo que
podemos plantear es la necesidad de la participación popular como un camino
importante, tal vez el más importante, para la construcción de
un mundo distinto.
Que el poder
se desconcentre, que se reparta entre todos y todas: ahí hay
una vía vital para algo realmente superador. Que nadie pueda "mirar desde
arriba" a nadie.
Que
"otro mundo es
posible" está fuera
de discusión; posible
e imperiosamente necesario. Sobre
lo que debemos
seguir profundizando es en
el cómo lograrlo.
Participación popular, poder
popular, son conceptos que van más allá de la concurrencia
a las urnas cada tanto tiempo, o la
participación en un
acto público el
1º de mayo,
o una marcha populosa. Y vas muchísimo más allá,
también, de la organización territorial
puntual: el comité
de barrio que
se encarga del
alumbrado público de la
pavimentación de un sector
de la ciudad
o la instalación
del agua potable en una aldea rural, que gestiona alguna respuesta a una
necesidad puntual. El
poder popular debe
apuntar a algo
infinitamente más amplio que eso.
La experiencia de los intentos socialistas habidos nos va demostrando que
la construcción del
partido revolucionario presenta significativas contradicciones. La
supuesta pluralidad partidaria
de las democracias burguesas
no tiene absolutamente
nada que ver
ni con la participación ni mucho menos con el poder
popular. Autogobierno local,
autogestión obrera de
la producción, movimientos
cooperativos –y en esa
línea también: comuna
de París y
mayo del 68–
son hitos que ya
existen y deben
potenciarse. He ahí
donde debemos nutrirnos
para ver por dónde caminar.
Debemos
estar conscientes que cada individuo es, ante todo, parte de una masa; y que la
masa tiende a ser conservadora, no crítica, fácilmente exaltable.
La idea de
"hombre nuevo" es
casi la antípoda
del hombre-masa. En algún sentido todos somos masa, y la organización de
una sociedad tiene
mucho que ver
con ese fenómeno.
De todos modos el
capitalismo desarrollado llevó
esa formación a
niveles jamás vistos anteriormente en la historia; no puede
haber sistema capitalista eficiente
si no hay
masa –como productora
y como consumidora–.
La masa, preciso es reconocerlo,
difícilmente pueda proponer, sopesar, decidir con sutileza. La masa es amorfa,
sigue a un líder, prefiere el inmediatismo.
Pero ahí
está el reto: ¿cómo lograr que ese conjunto incoordinado y manipulable
como es la
masa pueda ejercer
el poder? ¿Cómo
puede gobernarse a sí misma? ¿Es posible perpetuar ese espíritu
revolucionario de la masa que a veces le nace espontáneamente? ¿Es posible
construir una sociedad a partir de ese espíritu? ¿Cómo hacer para que en
realidad la imaginación tome,
conserve y ejerza productivamente el
poder? Resolver esto es el
desafío que se nos abre.
La dictadura del proletariado, es decir: un
gobierno revolucionario de iguales dispuesto
a cambiar el
curso de la
historia, fue lo
que hizo pensar a Marx más de un
siglo atrás en la pertinencia de ese mecanismo luego de
entusiasmarse con los
hechos de París
de 1871. Las
contadas ocasiones en la historia del siglo XX o inicios del XXI en que
esas masas dejaron de acatar
las reglas establecidas
y derrocaron regímenes
que las agobiaban (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua, o que en
Venezuela rescataron al
presidente Chávez durante
la intentona golpista
del 2002), se pusieron
en marcha procesos
que significaron mejoras.
Claro que siempre esos movimientos tienen una figura fuerte (masculina)
que terminó poniéndose al
frente. ¿Pueden las
masas caminar sin
un líder? ¿Será parte de la condición
humana tener siempre una cabeza que dirige?
Hecho
el balance de
lo que significaron
tales experiencias, está claro
que hubo grandes
avances populares: se
redujo o extinguió el hambre crónica, creció el bienestar
cotidiano, la población tuvo acceso a salud, educación, tierras y viviendas,
aumentó la producción y la investigación
científica. Aunque se pueda criticar
la burocracia y la falta
de derechos individuales en
China, por ejemplo,
¿quién podría negar que las grandes masas tuvieron con la llegada
de la revolución un mejor nivel de vida
que con los
mandarines? Aunque no
falten cubanos que abandonan la isla hastiados de la crónica
escasez material –mucho más que de la publicitada monocromía del partido
único– buscando el "paraíso adorado" de Miami, ¿quién podría negar que
la situación socioeconómica y cultural de la población de Cuba es hoy
infinitamente más digna que la de
cualquier país latinoamericano, y
que sus logros sociales
ni siquiera en muchos países del Norte pueden encontrarse?
Pensando en
el poder popular
quizá debemos poner
un especial énfasis en la pequeña
célula de autogestión, en el pequeño grupo que se organiza y se autogobierna, y
no tanto en la idea de gran proyecto universal
que cambia el mundo
y abre las puertas
del nuevo paraíso. Eso, por lo que vemos, no funcionó en ese
sentido. Por último si hay necesidad de líderes como garantía de los procesos
revolucionarios, eso no es cuestionable
en sí mismo.
La cuestión se
plantea en torno al
sentido último de la revolución. ¿Cómo y cuándo empieza el cambio en las
mentalidades? ¿Hasta dónde
llegan esos cambios?
Porque, sin dudas,
como decía Gramsci: "no hay revolución sin revolución
cultural".
Ante
esos primeros experimentos
–quizá no podríamos
llamarlos fracasos, pero sí
tanteos a revisar– está claro que hay
que presentar nuevas alternativas
superadoras. Lo que podemos extraer como conclusiones es que si de cambios se
trata, la masa debe ser crítica, acompañar e involucrarse en los procesos
sociopolíticos, ser un contralor riguroso. Tal vez a principios del siglo XX,
en Rusia, un campesinado casi feudal, muy poco desarrollado educativa y
políticamente, lejos de la cultura industrial urbana, no estaba en condiciones
de ser el garante de un proceso
autogestionario genuino; por
eso, más allá
de los soviets,
pudo aparecer un Stalin. En esa dimensión podría preguntarse entonces:
¿pero por qué una clase obrera como la alemana, o la japonesa, altamente
desarrolladas, con buenos niveles educativos, con tradición de
organización sindical, no
proponen entonces el
control de la
producción en sus países en la actualidad? ¿Por qué no
toman en sus manos el control de sus Estados y organizan una sociedad nueva?
Pero, ¿quién dice que esas clases sociales quieren cambiar su estatus? Tal vez
cada trabajador individual querría, ante todo, devenir funcionario de la
fábrica donde labora, duplicar su ingreso, incluso tener personal a su cargo.
En países de alto consumo, el ideal es poder consumir más todavía y la
solidaridad es una exótica pieza de
museo. El actual
neoliberalismo se ha encargado de
elevar esa tendencia a su máxima expresión haciendo del individualismo una
religión obligada.
Tanto en el Norte hiper desarrollado como en
el Sur famélico, hoy por hoy, caídos
los modelos del
socialismo clásico y
entronizado el "sálvese quien
pueda" de un
capitalismo salvaje y
voraz, replantearse los términos
del poder es de vital
importancia. En el
ánimo de aportar alternativas en este debate, la
cuestión básica estriba en pensar en procesos
micro, locales, en
pequeños poderes realmente horizontales y democráticos: la
comunidad barrial, la
unidad sindical, la
cooperativa puntual, el grupo
de consumidores, los colectivos particularizados, para de ahí llegar
al colectivo nacional.
Experiencias de autogestión
hay numerosísimas a lo largo y
ancho del planeta, y de ahí debe salir la nueva savia revolucionaria. Lo
que se está
viviendo en el proceso
venezolano con su construcción de democracia participativa no hay dudas que abre grandes esperanzas.
En
un mundo globalizado
con poderes descomunales
de impacto planetario, buscar alternativas
especulares a esos poderes no se ve conducente. La Guerra Fría, por cierto,
terminó asfixiando en su monstruosa, loca carrera de dos gigantes –uno más que
el otro, evidentemente– a uno de los polos, el que, mal o bien, podía servir
como contrapeso al capitalismo; por
tanto, volver a oponer misil nuclear contra misil nuclear en tanto método de
lucha no parece lo más fructífero.
No podemos
ser ingenuos y
pensar que una
comunidad rural organizada en
alguna provincia de Mozambique, o un colectivo de madres solteras en
Rawalpindi o una
cooperativa de pescadores
en el Caribe hondureño, puedan ser inquietantes
para los grandes bancos que manejan la economía mundial, o para las fuerzas
armadas de Estados Unidos o de la
OTAN. Seguramente no.
Pero dado que
estábamos hablando de cómo darle
forma a la utopía, he ahí el germen del que debemos nutrirnos. Pensar en las
utopías significa creer que son posibles (si no, no vale la pena siquiera
considerarlas).
Luego del
derrumbe de la Unión Soviética, a partir del mundo unipolar vivido estos
últimos años y del mensaje triunfal del neoliberalismo individualista –coronado
con la invasión a Irak por parte de los
Estados Unidos pasando por sobre la Organización de Naciones Unidas– todos, y
la izquierda en especial, hemos quedado golpeados, sin referentes, profundamente asustados. El
fantasma de la desocupación existe de
verdad, y los cerca de 200 millones de desempleados en el mundo ayudan a
mantener la precariedad laboral en un bochornoso proceso de retroceso social
(hasta en el seno de las Naciones Unidas los contratos son por tiempo limitado,
sin prestaciones ni
derecho sindical). Si "la historia ha terminado" –según se nos
informó pomposamente– ¿para qué pensar en utopías?
Pero no es
utópico decir que hay que enfrentarse a todo esto: es, en todo caso, una
obligación, un imperativo ético. Durante la comuna de París era más claro, o al
menos lo parecía –pero no por ello más sencillo–, fijar el norte: la clase
obrera industrial debía ser el motor de cambio universal tomando el poder y
construyendo una sociedad nueva (claro que esa conclusión se sacaba en uno de
los países más industrializados del mundo, en muy buena medida rector de la
historia global por su influencia política y cultural. Quizá una sublevación
indígena en América –que en 1871
también ocurrían– no
hubiera permitido sacar la
misma conclusión).
Hoy,
seguramente el panorama
no permite aquella
misma claridad. ¿Contra quién lucha el campo popular en la
actualidad? Si bien sigue siendo claro
que contra un
sistema injusto, como
mínimo hay que formular
algunos matices: en el capitalismo
desarrollado un trabajador no tiene mucho por lo que
protestar, o no tanto, al menos, como cuando la comuna parisina en el siglo
XIX. Allí, quizá, el mayor enemigo podría parecer hoy
el mismo consumismo.
En el Sur,
por el contrario,
dada la complejidad e
interdependencia planetaria a
que se fue
llegando, se hace casi imposible
pensar en procesos de autonomía nacional antiimperialistas (¿cuánto
podría resistir hoy
una revolución socialista
en un estado
africano, por ejemplo?,
o ¿hasta dónde
podrá llegar la
Revolución Bolivariana en Venezuela
si continúa radicalizándose y
amenazando las reservas petroleras
que Washington considera
propias?); en el
Tercer Mundo, tal vez lo más revolucionario hoy es no pagar la deuda
externa y buscar la constitución
de grandes bloques
regionales para resistir
los embates de un capitalismo del Norte cada vez más voraz.
Ante todo
esto, entonces, ¿hay que olvidarse de las utopías?
¡De ningún modo! El solo hecho de escribir
estas líneas, de intentar contribuir al debate sobre otro mundo posible, está
mostrando que la utopía nos sigue
convocando. Pero ahora
bien: para darle
forma a esa utopía,
para hacer posible
la aspiración a
un mundo de mayor
justicia, debe replantearse el
tema del poder
en su justo
medio, con valentía
y autocrítica. Si no,
es muy probable
que sigamos repitiendo
errores en vez de enmendarlos.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario