PUBLICADO POR ACUARELA ON JUEVES, 2 DE
MAYO DE 2013
Desbordes
Una
constelación muy amplia de comunidades en movimiento ensaya hoy en día otros
modos de producir, decidir y convivir. No autoritarios ni verticales, sino
abiertos y colaborativos, incluyentes y acogedores, horizontales y
distribuidos. Estas experiencias de autoorganización rompen los hechizos que
nos convierten en espectadores de lo que (nos) pasa. En y por ellas, nos
volvemos participantes activos en la construcción de nuestros propios mundos,
no solo receptores pasivos y repetidores de fórmulas hechas por expertos ajenos
a nosotros. Nos hacemos cargo en común de los asuntos comunes. Nos volvemos
capaces.
Cristina Sánchez Carretero
Antonio Lafuente
Amparo Lasén
Michel Bauwens
Margarita Padilla
Luis Navarro
Fuera de Lugar. Conversaciones entre crisis y transformación
Versión completa de la entrevista a
Antonio Lafuente aparecida en Público el 6 de junio de 2009
Antonio Lafuente es investigador científico en el Instituto de Historia
del CSIC. Su último libro se titula El
carnaval de la tecnociencia (Gadir, 2007), un alegato en defensa
de la participación en ciencia y de los bienes comunes. Está compuesto por
numerosos post de su blog Tecnocidanos: http://weblogs.madrimasd.org/tecnocidanos/
Ya lo advertía Hannah Arendt a propósito de la energía nuclear: los
objetos científicos ya no caben en los laboratorios, todos somos conejillos de
Indias en un sinfín de experimentos que suceden a cielo abierto y en tiempo
real. Virus, genes, aire, piensos, átomos, semillas, embriones, huracanes,
ozono, abejas… Entonces, ¿quién tiene derecho a hablar? ¿Quién decide?
¿Qué significa “autoridad expandida”?
Así me refiero a un enjambre heterogéneo y deslocalizado de experiencias
que producen saber, contrastado y riguroso, fuera de los límites y las
fronteras de la academia, fuera del laboratorio. Hay mil experiencias, en mil
lugares diferentes, altamente interesantes y que demuestran la emergencia de
algo a lo que vale la pena darle valor.
¿Por ejemplo?
A mí me gusta hablar de “tercer sector” del conocimiento. Y digo que,
junto al mercado y al Estado, hay un tercer sector, basado esencialmente,
aunque no exclusivamente, en la economía del don. Lo constituyen las ONGs, los
movimientos antinucleares, pacifistas o ecologistas, el movimiento vecinal o
los colectivos de afectados o concernidos (‘concern‘), esto es,
enfermos cuya identidad ha sido diseñada desde la ciencia y que se rebelan
contra lo que parece más una sentencia que un diagnóstico, luchando por
construir su propia identidad. La experiencia más avanzada, más reconocida, que
constituye el buque insignia del tercer sector, es el movimiento hacker y todo
lo que hay alrededor del sistema operativo GNU-Linux, no sólo el sistema
operativo, sino también el navegador firefox, el servidor apache y otras
tecnologías desarrolladas no “for the people“, sino “by the people“. Quiero hacer una mención muy especial para los afectados por el SIDA
que lucharon -y luchan- por conseguir un diagnóstico, un tratamiento y una
consideración social muy diferente a lo que el mundo médico y también político
les reservaba al principio. Todos ellos son, como yo digo, “expertos en
experiencia”, expertos en lo que les pasa.
¿Se trata de un conocimiento
alternativo o complementario al oficial?
Todas estas experiencias comparten un lugar dentro de la autoridad
expandida, pero son muy diferentes. Por ejemplo, las comunidades de afectados
son comunidades de extraños, no les hace falta ni conocerse. En el caso de las
“enfermedades huérfanas”, esas enfermedades que afectan a un porcentaje
minúsculo de la población, puede ser que sólo afecten a 5 personas y cada una
viva en un extremo del mundo. Pero se conectan a través de Internet e
intercambiar experiencias, pues no se sienten reconocidas por lo que hacen las
autoridades sanitarias de su caso. Otro ejemplo sería el movimiento ecologista,
que tiene una identidad anti-sistema que acaba enfrentándoles a una parte
significativa del aparato científico nacional e internacional, porque lo que
acaban poniendo de manifiesto estos colectivos es que la verdad está muy
repartida, que lo que tiene que decir un biólogo sobre el entorno no tiene nada
que ver con lo que dice un ecólogo y menos un físico. Y que no está claro que
si se pusieran a discutir entre ellos pudieran intercambiar sus experiencias
porque lo que es un hecho para unos no lo es para los otros. Y los ecologistas
aprovechan las tensiones que hay dentro de la propia comunidad científica.
Porque, ciertamente, los ecologistas hablan como científicos, hablan como si
dispusieran de otra verdad que han sacado de “otro” laboratorio. De hecho,
muchos de los que suministran hechos, datos contrastados, a los grupos
ecologistas son académicos que cuando acaban de hacer “papers” se van a trabajar en una organización
medioambiental. Los ecologistas son prueba de la existencia de tensiones dentro
de la llamada “República de la Ciencia”. Luchan por un mundo diferente y, por
tanto, dan valor a otros objetos, producen unos hechos de otra naturaleza. Ni
mejores ni más buenos, se trata de otra manera de distinta de jerarquizar los
problemas y de publicitar evidencias.
Las comunidades de afectados dicen por ejemplo que la medicina está muy
bien cuando trata cuerpos normalizados. Pero tomemos ahora el caso de la
“electrosensibilidad” [patología asociada a la exposición a campos
electromagnéticos]. Unos 13 millones de europeos la padecen, pero no les afecta
a todos por igual. Lo mismo ocurre con los celíacos, los intolerantes al
gluten. La medicina funciona bien apoyándose en abstracciones que, sin embargo,
ignoran lo singular, lo distinto, la excepción. Ha hecho de cada corazón “el”
corazón, no “tu” corazón, “mi” corazón, etc. Pero cada cuerpo es un mundo. Y
esto no es una desgracia para la ciencia, sino una oportunidad para la empresa
del conocimiento. Hay muchas cosas que aprender y la primera y más urgente es a
ser humildes. Se está subvirtiendo la última utopía de Occidente, el paradigma
civilizatorio de la ciencia. Y lo están subvirtiendo las víctimas de la
civilización, unas por ondas, otras por gluten, etc. Hay tantos colectivos de
enfermos civilizatorios que yo me pregunto: ¿pero hay alguien sano? ¿Y qué va a
pasar cuando estos colectivos se conecten entre sí?
¿Qué papel ha jugado la Web 2.0. en
todo esto?
Ya existían comunidades de afectados antes de Internet (pienso en el
SIDA). Pero la Web 2.0 da la oportunidad de reunir cuerpos dispersos a coste
cero. Eso es una novedad increíble. Un caso son los afectados por
electrosensibilidad que decíamos, pero otro son los enfermos mentales (en
genérico). Uno va al psiquiatra y le dicen: “tu eres histérico”, “tu eres
neurótico”. ¿Pero eso qué es? No es nada. Una simple manera de catalogar el
sufrimiento, pero el sufrimiento humano es muy variado, inmensamente más
variado. Así que los diagnósticados se quedan insatisfechos, pasan a ser
afectados y se ponen en marcha. Se conectan por la red, intercambian síntomas,
terapias, tratamientos, evalúan juntos su padecer cotidiano: ahí, en esos
intercambios, hay una enorme cantidad de experiencia y de saberes emergentes.
Es todo un proceso de aprendizaje colectivo. Un estudio sobre una de estas
comunidades (Brain Talk) demostró que sólo
un porcentaje de mensajes muy pequeño contiene saber equivocado o anticuado, y
que el resto es información muy atinada. Esto es porque la gente concernida,
los afectados, sabe dónde encontrar la información, cómo analizarla,
intercambia experiencias, lee. Los autores de ese estudio concluyen diciendo
que esta es la segunda mayor revolución médica de la historia, tras la de
Vesalio en el Renacimiento. Lo cual es emocionante porque esta revolución
devuelve a los propios pacientes el control sobre el diagnóstico, el
tratamiento, el cuidado de su enfermedad… Y no va contra los médicos, sino que
ahora los médicos, para aprender de medicina, tendrán que ir a los chats, que
es como decir que tendrán que escuchar a los enfermos. ¿Cómo hemos podido
tardar tanto tiempo en descubrir una cosa tan simple?
En los espacios comunicativos más
militantes pronto se dio un grave problema de ruido, provocaciones,
infiltraciones, ¿pasa aquí algo así?
Hay muchos casos documentados de infiltraciones a sueldo de las
corporaciones en las que se incita a los enfermos a tomar tales o cuales
medicamentos, a tener hacia tal o cual experto una actitud favorable.
Semejantes comunidades son consideradas espacios priviliegiados de publicidad,
nuevas fronteras del mercado. Pero son detectadas. No tengo datos sobre el
tiempo que tarda una comunidad en detectarlos.
Es algo distinto, pero en tu libro citas
varios estudios sobre el rigor de la Wikipedia…
Sí, un estudio de IBM (realizado por el Collaborative User Experience
Research Group) para saber cuál es el ritmo al que se depuran los contenidos
erróneos o vandálicos en Wikipedia concluía que un error dura de media seis
minutos. ¡Parece increíble! En lo que se refiere a la calidad, se han hecho dos
grandes estudios para calibrar la de Wikipedia. El de Nature (2005) comparó los contenidos de Wikipedia y
los de la Enciclopedia Británica. Y llega a la conclusión de que el nivel de
error es comparable, es decir, que la cultura de pago tiene la misma calidad
que la cultura del don. ¡Una noticia magnífica! Este estudio deNature concluía aconsejando a los
científicos: “ojo, tenéis que dar mucha más valor a la idea de publicar en
Wikipedia y a cuidarla, porque daros cuenta del enorme impacto de lo que allí
se escribe”. El otro estudio, realizado por la Sociedad Americana de Historia y
publicado en el Journal of American History, analiza los contenidos de Humanidades.
Ahí el reto es gigantesco porque una enciclopedia, por su propia naturaleza,
incluye un porcentaje elevadísimo de contenidos de humanidades, pues en general
los contenidos científicos son una pequeña parcela dentro de cualquier
enciclopedia. Este estudio analizó las biografías y concluyó que los índices de
calidad de Wikipedia son más que óptimos. Es decir, que no es razonable una
crítica a Wikipedia, una crítica a la totalidad, en esas materias. Wikipedia es
una empresa cognitiva que da resultados más que óptimos.
Pero la “autoridad expandida” no deja
de ser un proceso ambigüo, porque al lado de los E-pacientes están los que
critican la teoría de la evolución, los escépticos sobre el cambio climático,
los voluntarios que ayudan al ejército estadounidense a traducir documentos
encontrados en Irak, los posthumanos que encuentran la solución a los problemas
sociales en la recodificación posible de la especie, quienes se entregan
alegremente su patrimonio genético para investigaciones privadas (biovoluntariado),
etc.
Son inconsistencias dentro de la autoridad expandida. Está bien poner
juntos todos esos casos, no lo había pensado nunca así. Pero también me gusta
tratarlos por separado.
Los que apoyan la teoría del “diseño inteligente” y los escépticos sobre
el cambio climático están asociados a lo que se llama “producción de
incertidumbre” en la Red. Se trata de una gran industria de opinión sostenida
por poderosos lobbys financiados por las grandes corporaciones petroquímicas,
farmacéuticas o del automóvil y que viene a repetir siempre el mismo mensaje:
“no está claro, hay indicios de un cambio climático, pero evidencias
indiscutibles no hay, por tanto cualquier límite al crecimiento industrial es
aventurado, está de más”. Pero es que la ciencia, bien entendida, siempre es
provisional, tentativa, puede ser corregida, no produce enunciados eternos y
para siempre. Pero los que producen incertidumbre no quieren trasladar al mundo
el mensaje de que la ciencia no tiene la última palabra, sino confundir a los
políticos, evitar que se tomen medidas para corregir una tendencia sobre la que
hay un consenso mundial.
Los posthumanos son algo distinto. Hay un biólogo muy importante,
codirector del proyecto Atapuerca, Eduard Carbonell, que afirma que los seres
humanos nunca han dejado de ser algo demasiado problemático (para el entorno y
las otras especies) y que ya ha llegado el momento de que nos dotemos de un
cuerpo que exprese unos valores adecuados al momento, todo ello mediante un
proceso de digamos reescritura genética. Es decir, detrás de los movimientos
posthumanos no sólo hay iletrados o visionarios. Habrá que aprender a convivir
con todos estos fenómenos que irán en aumento.
Los que entregan su información genética para investigaciones son gente
bienintencionada, amantes de la ciencia, comparables a quienes entregan tiempo
de computación de sus ordenadores para proyectos como SETI (iniciativa de la
Universidad de Berkeley para la detección de vida extraterrestre). Todo esto yo
he querido verlo como parte del “movimiento amateur”, esto es, gente que admira
a la ciencia, que le dedica su tiempo de ocio, comprando microscopios, libros y
otros dispositivos y asociándose para intercambiar sus experiencias. Son formas
nuevas de amateurismo científico, ambivalentes.
Luego está lo que ocurrió en Islandia: como es una comunidad que ha
vivido siempre muy aislada, es muy fácil e interesante utilizarla como
laboratorio porque es genéticamente muy homogénea y si localizas alguna
enfermedad o característica singular de los islandeses es relativamente fácil
saber si tiene origen genético, mucho más fácil sin duda que en nuestras
sociedades tan mezcladas. El Estado vendió el patrimonio genético de los
islandeses a una empresa. En la Comunidad Autónoma de Madrid, Esperanza Aguirre
ha decidido también ceder los datos clínicos de los hospitales públicos a una
multinacional francesa. Yo nunca he podido leer el contrato, así que me
arriesgo a equivocarme. Pero creo que a cambio de que la multinacional gestione
esa masa gigantesca de datos, que sería un servicio que darían a la comunidad
(los médicos tendrían acceso a datos bien estructurados), podría usarlos para
experimentar con nuevos fármacos o distintas terapias. En principio parece una
relación simbiótica de externalidad económica recíprocamente positiva. Pero el
asunto es si la Comunidad de Madrid puede venderlos, si es propietaria legítima
de los datos públicos. E igualmente, la discusión, en el caso de Islandia, es
si el Estado se puede autoconstituir en propietario del genoma de los
islandeses. ¡Y no sólo ha vendido el de los vivos, sino también el de los ya
muertos! Hubo una rebelión por parte de colectivos que se movilizaron y
forzaron un debate y una votación del parlamento islandés. Hay otros países que
han llegado a acuerdos de esa naturaleza con multinacionales, por ejemplo
Tonga. Y ya hay gente que se está organizando para defender el patrimonio
genético o los datos hospitalarios como un bien común, como algo que es de
todos y de nadie al mismo tiempo. Del mismo modo que algunos pensamos que los
órganos, una vez que ya no están funcionando en el cuerpo, deberían pasar a
integrar el procomún, yo también defiendo que los datos clínicos, no son de la
nación o del hosipital donde se obtienen, sino que deberían ser parte del procomún.
Y el caso de Google books (la
digitalización de fondos públicos de biblioetcas por parte de Google), ¿qué te
parece? ¿Construye procomún o lo privatiza?
Google está reorganizando, jerarquizando, rankeando el conocimiento. Y,
desde luego, hay que tener una opinión sobre Google si uno quiere estar en el
mundo en que vivimos.
Lo que dicen quienes defienden a Google es que ellos a digitalizar los
fondos bibliográficos cedidos por muchas bibliotecas de todo el mundo es que
parten de un libro, pero que lo que ofrecen ya no es un libro. Si te encuentras
un mármol y con tus cinceles haces una escultura, el resultado deja de ser una simple
piedra, mucho más si el soporte, ahora digital en el caso de Google Books, ha
cambiado vertiginosamente. El dueño de una silla no puede ser el propietario
del bosque. Esto ocurre siempre que hay bienes informacionales, un problema que
se radicaliza cuando nos referimos a chorros de bits que circulan por las
redes. Un libro digitalizado, en efecto, deja de ser un libro, porque puedes
hacer mil cosas más con él: navegar por dentro, hacer búsquedas, trasladar
fragmentos, automatizar traducciones, comparar versiones, multiplicarlo sin
coste, abrirlo a conexiones infinitas, etc. Seguimos pensándolo como libro,
pero es debido a una pereza mental.
Para opinar sobre esto, parto de una consideración más general: creo que
eso de ser autor de algo está sobrevalorado. Todos bebemos de todas las
fuentes, todos crecemos simultáneamente y todos respiramos el mismo aire, parte
de ese aire es la cultura. Por eso soy partidario de decir que el autor debería
ser “usufructuario temporal de derechos” (ya veremos por cuánto tiempo y espero
que no demasiado), pero pasado ese plazo consensuado la obra debería volver a
ser otra vez aire universal y gratuito para respirar, es decir reingresar al
procomún. Y por eso soy favorable a que Google haya hecho negocio con el
procomún: por ejemplo, a mí me gusta mucho que en la calle, que es un procomún
abierto a todos, haya terrazas. Veo Google books como una forma novedosa de
hacer sostenible el procomún. Quizá en el futuro a Google le entren delirios de
grandeza (aunque lo dudo porque su negocio es regalar acceso) y la cosa cambie.
Ya hay gente que inventa ensoñaciones sobre una Internet alternativa. Si Google
separase sus servidores, podría organizar una Internet de pago y seguramente
provocar un cataclismo económico y cultural, además de liquidar Internet tal
como la conocemos.
¿En qué se diferencia Google de lo que
hacen las farmacéuticas con el genoma?
Es literalmente lo contrario. Porque el genoma ya es un procomún. Recuerda la carrera que hubo entre
Celera Genomics (empresa privada) y el Proyecto Genoma Humano (público).
Tuvieron miedo uno del otro y llegaron a un acuerdo, bendecido por Bill Clinton
y Tony Blair, para declarar que el genoma sería patrimonio de la humanidad. Es
uno de los nuevos bienes comunes, y por cierto muy emblemático. Está en
servidores públicos accesibles. No puede privatizarse. Hay empresas que
intentar obtener de él un valor añadido: venden los datos organizados así o
asá, con una interfaz tal o cual, más eficiente o mejor accesibilidad. Pero lo
que sí se está privatizando es el descubrimiento de un vínculo causal entre
determinado fragmento del genoma y una enfermedad, y eso desgraciadamente se
puede patentar. Antes no se podía, porque se consideraba un descubrimiento, al
igual que las leyes de Newton. Pero ahora, desde 1980, sí. Ya hay dos quintas
partes del genoma humano que están patentadas por esta otra vía. Esto es una
desgracia. Pero lo peor es el efecto anti procomún (anti-commons) que está
teniendo. Lo que están haciendo las corporaciones farmacéuticas son dos cosas:
1) por un lado, cada vez que alguien se pone a investigar y ellos consideran
que está cerca de un descubrimiento próximo a sus intereses, o bien le hacen
una oferta para comprar los resultados de tales investigaciones y así ensanchar
el ámbito de syus patentes; o bien le ponen un pleito por razones de propiedad
intelectual alegando que está entrometiéndose en parcelas de saber que tienen
propietario (que están valladas, cerradas al uso público, reservadas para uso
privativo) para que detenga sus investigaciones hasta que los jueces decidan si
el viandante, el nuevo investigador, están allanando la propiedad (y a los
jueces todo esto les lleva mucho tiempo). Ahí se da entonces un efecto anti-commons gestionado e impulsado por las
grandes corporaciones farmacéuticas y agroalimentarias. Y 2) por otro lado,
esas corporaciones tienen masas gigantescas de información y no saben qué hacer
con ellas. Llaman entonces a la computación voluntaria y distribuida para que
la gente, como se hece en SETI, ponga a su disposición el tiempo muerto de sus
ordenadores disfrazando el gesto de grandes servicios a la humanidad (vacunas,
remedios, etc.). Pero no tenemos claro, por ejemplo, qué pasaría si alguien
descubriera en ese tiempo muerto de su ordenador un remedio contra la malaria.
¿De quién sería la propiedad intelectual: de la comunidad, de mi ordenador, de
la humanidad?
En tu libro vienes a decir que la
autoridad expandida no es una ruptura, sino que de alguna manera la ciencia
siempre funcionó así.
Esta reflexión me interesa mucho, porque durante muchos años fui (y creo
seguir siéndolo) especialista en la Ilustración. En fin, cuando se es más
viejo, es más fácil tener varias vidas y yo en una de ellas me entregué al
estudio del siglo XVIII. Cuando miras al siglo XVIII ves que no había
profesionales de la ciencia. Nadie vivía de la ciencia. Había unos cuantos
cortesanos que tenían puestos altos en el ejército o en la administración, pero
la mayor parte del interés por el entorno era amateur, gente sin ningún
reconocimiento. Más aún: los que detentaban un saber como las parteras, los
yerberos, los navegantes, los mineros o los campesinos eran sistemáticamente
castigados, ignorados, calificados de supersticiosos, charlatanes,
prejuiciados, ignorantes, plebeyos, etc. Eranm vistos como una amenaza para la
civilización, para las luces. Hay un movimiento importante dentro de la
Ilustración que pretendía someterlos a una disciplina, la disciplina de estar
obligados a tener una titulación para ejercer. Luego, en el siglo XIX las
grandes batallas sin cuartel contra el intrusismo son hasta cómicas, cuando el
Estado dice: “acabemos ya con tanto ‘practicón’”. Porque efectivamente la mayor
parte del conocimiento en el que se sostenía la producción agraria e
industrial, o la salud y el comercio, era amateur. No hay títulos, no hay
reconocimiento, no existe un mercado de la reputación bien organizado.
En la misma Revolución Francesa hubo también debates muy intensos por la
democratización del saber. Y se llegó al extremo de silenciar a los que habían
detentado (acusados ya de usurpar el saber) puestos en las academias. La misma
Academia de París fue acusada de “gótica” y suprimida, una medida simbólica que
inauguraba una época en la que la palabra sería otorgada a todo este enjambre
de “profesionales” de ámbitos distintos. Se podría escribir una historia de la
ciencia en la que los protagonistas fueran los amateus, todos esos actores que
han desplegado sus saberes al margen de la academia, sin un título ni un
reconocimiento. Todo lo contrario de lo que se ha hecho hasta ahora. Si uno
mira la historia de la ciencia a veces aparece una comunidad de astrónomos o
una sociedad patriótica en Jaén que discutía a Lavoisier o leía en voz alta a
Feijoo como expresión de un hecho pintoresco, poblado por figuras carentes de
protagonismo histórico. Yo creo todo lo contrario. Me gusta conceptualizar la
revolución científica, no como una revolución epistemológica, sino como una “open science revolution“, es decir, un proceso de apertura a
nuevos actores, nuevas tecnologías, nuevos soportes para al ciencia. Lo
epistémico se ha exagerado mucho. La imagen de ese gran relato que llamamos
Revolución Científica está deformada si no atendemos a otros fenómenos: la
emergencia de la prensa, de los salones, de las tertulias, de las mujeres, de
los espacios públicos, de las primeras academias profesionales (como
alternativa a la Universidad), de las bibliotecas… Sin todas esas nuevas formas
de sociabilidad, no habría habido modernidad y no sabríamos que hubiera sido de
la ciencia. La que conocemos sólo fue posible al hacerse pública. Es la
socialización de la cultura lo que produce un cambio decisivo.
¿Por qué ha perdido credibilidad y
legitimidad el sistema de los expertos?
Tenemos suficientes evidencias para decir que las prácticas de
corrupción en la ciencia no son un fenómeno periférico o extraordinario, sino
común y cotidiano. Y cuando digo corrupción me refiero a varios fenómenos de
adulteración del saber: el secretismo derivado de las lógicas de competencia,
primero impuesto en el aparato militar y ahora extendido al aparato industrial,
que obliga a los científicos, mediante abusivas y a veces inmorales cláusulas
de confidencialidad, a no comunicar sus investigaciones mientras no estén
garantizadas los derechos de propiedad intelectual sobre los resultados; el
problema de los ensayos clínicos en el que garantizan la salubridad de las
moléculas que son introducidas al mercado como terapias para determinadas
enfermedades: se sabe que con demasiada frecuencia sólo se publican los
resultados que benefician a quien financian esas pruebas, las corporaciones;
también sabemos, y esto es muy inquietante, que los científicos no reaccionan
con suficiente energía frente a todas estas prácticas de corrupción y con
frecuencia actúan corporativamente tratando de confundir a la opinión. La
manufacturación de incertidumbre demanda la presencia de una inmensa cantidad
de científicos, fundaciones, laboratorios y departamentos universitarios,
además de gabinetes jurídicos y oficinas de prensa, dispuestos a colaborar.
Los que eran supuestos paladines de una cultura colaborativa, abierta,
cosmopolita, desinteresada y universalista de pronto se nos aparecen como todo
lo contrario. ¿Cuántos observatorios de la corrupción en ciencia hay en nuestro
sistema universitario y/o científico? Las cosas no está funcionando bien. Hay
ya demasiadas evidencias. Pero la modernidad ha sido construida según patrones
políticos y jurídicos que convierten a los expertos en gentes imprescindibles.
Es como si nuestro mundo hubiera elegido a los científicos e ingenieros para
que se ocupen de que el mundo funcione. ¿Podemos vivir sin expertos? Cualquier
movimiento en nuestras vidas, el aire que respiramos o el agua que bebemos, lo
que comemos o los materiales con los que nos vestimos o lavamos, todo está
impregnado por todas partes de ciencia. Si los expertos no defienden el bien
común, estamos ante una crisis del modelo político de la ciencia. Es decir, una
crisis de la democracia, porque sobre los expertos hemos depositado un enorme
poder. ¿Cómo vamos a vivir ahora en un mundo en el que los expertos no son la
solución, sino una parte del problema?
¿Qué propones?
Antes se decía: “la tierra para el que la trabaja”. Ahora hay que
añadir: “y el saber, para quien lo necesita”. La crisis de los expertos pone de
relieve la importancia de la política. Se trata de aceptar que la finalidad de
la ciencia es la misma que la de la política, el bien común. Aceptar que
también en ciencia todo es provisional, tentativo, revisable. Y darle una
oportunidad a una Segunda Ilustración que no se basaría ya, como la del siglo
XVIII, en una lucha contra la superstición, sino contra la privatización del
conocimiento (sometido a la gestión por las grandes corporaciones
multinacionales) que ha distorsionado de manera dramática el papel de la
ciencia y de la democracia. Ya no sabemos para quien trabajan los expertos y
por eso las soluciones a los problemas que nos afectan no pueden ser
tecnocráticas (tomadas por los juristas y expertos en la tecnología de la que
se trate), sino que deben consensuarse entre todos los actores implicados. Una
transformación que implica mayor transparencia y participación social en la
información y en la toma de las decisiones. Sin menoscabo de las
demostraciones, lo que necesitamos son negociaciones.
¿No es iluso pensar que pueden
consensuarse decisiones entre actores sometidos a lógicas tan distintas y en
disputa?
Dos ejemplos: uno que da la razón a lo que insinúas y otro que la
discute. Reach, el acuerdo europeo sobre qué hacer con las decenas de miles de
nuevas sustancias químicas que vertemos continuamente al medio ambiente sin
ningún control sanitario o medioambiental. Hoy nuestros cuerpos viven en
contacto con un número desconocido y sin precedentes de sustancias químicas
cuya existencia no tiene más de 40 años. Cosméticos, alimentación, vestido,
abonos, materiales de las que están hechas las cosas con las que convivimos… El
compromiso, que incluye el acuerdo de actores muy distintos (movimientos
sociales, organizaciones ecologistas, lobbys petroquímicos, instituciones
europeas, intereses estatales), nos enfrenta a EEUU y es muy cuestionado en el
resto del mundo. Se llega a acusar a Europa de estar secuestrada por ludditas y
tecnófobos. Aquí los intereses contradictorios vuelven utópico pensar en un
ágora donde todos libremente intercambiamos impresiones y tomamos acuerdos.
Segundo ejemplo: el Panel Intergubernamental del Cambio Climático. Tres
grandes comités: uno que anticipa escenarios de futuro, otro que mide los datos
que tenemos sobre el cambio para saber cómo puede evolucionar, apoyándose en 19
modelos simulados de cambio climático independientes, y el último que analiza
cuáles podían ser las consecuencias de lo que está ocurriendo. Han participado
40.000 científicos, muchos de ellos pertenecientes a organizaciones ciudadanas
o medioambientales. El acuerdo final ha sido redactado por 600 autores
pertenecientes a 40 países y votado por 113 estados entre los que EEUU tiene el
mismo peso que Luxemburgo. Por supuesto, los países localizados en islas del
Pacífico dicen que hay que actuar ya, mientras que EEUU opinó que no había
motivo para precipitarse. Pero el acuerdo ha sido aprobado por el G-7, el G-20,
la OCDE, ONU, etc. Se trata de un documento consensuado, no impuesto. Ciencia
por consenso. ¿Ciencia por consenso? ¿No es una perversión hablar de consensos
en ciencia? O es ciencia o es consenso, dirán algunos. Pues no: ciencia por
consenso. O sea que mi respuesta a la pregunta inicial es sí y no.
¿Cómo puede (auto)organizarse ese
tercer sector?
Empezando por tomar conciencia de que somos un actor político, de que
representamos el 7% del PIB mundial y en algunos países como Holanda hasta el
14%. Entre ONGs, movimientos pacifistas, ecologistas o anti-nucleares,
movimientos vecinales, comunidades de afectados, agrupaciones ciudadanas… Este
tercer sector está pagado con fondos públicos en un 45% y el 55% es trabajo
voluntario, economía del don. Somos ya un actor histórico. Hay que lo denomina
la segunda gran superpotencia. Tenemos que defender los derechos asociados a
nuestra producción de conocimiento de calidad. Exigir un fondo nacional para el
despliegue de la ciencia ciudadana porque hay muchos asuntos por los que los
científicos no se interesan. Muchos problemas que no se traducen en “papers”: la electronsensibilidad es un ejemplo, como cualquier problema que no
puede alcanzar la condición de ciencia puntera, esa a la que se dirigen la
inmensa mayoría de los fondos destinados a investigación. Si la gente que vive
cerca de una fuente de radiación o de ruído quiere hacer valer sus puntos de
vista, para ser escuchada tendrá que traducir sus inquietudes a hechos
contrastados, necesitará movilizar datos objetivos para no ser ninguneada por
los aparatos tecnocráticos de las multinacionales o por la indolencia de los
jueces. Tendrán que aliarse con científicos o fundar sus propios laboratorios,
como ya hicieron los sindicatos para poder abordar los problemas de salud
laboral. . No es ciencia de punta, no tiene un gran reconocimiento mediático. Y
es verdad que estamos hablando de colectivos y problemas muy heterpogéneos y es
verdad también que hay tensiones al interior de eso que llamo tercer sector. Es
verdad que hay recelos y desconfianzas entre sus integrantes, pero también es
verdad que hay muchas coincidencias. Sin renunciar a la heterogeneidad de las
experiencias y los contextos locales o singulares donde el saber extrae su
energía al mezclarse con las distintas formas de vida, se puede apostar por
otro modelo de economía política para el tercer sector.
¿Y cómo imaginas las relaciones entre
el primer sector (público-estatal) y este tercero?
Las relaciones van ser muy tensas. Habrá convergencias y divergencias,
cooperación y conflicto. Y lo mismo pasará con el sector del conocimiento
privado, porque el segundo sector también produce conocimiento desde muy
antiguo. La máquina de vapor fue el resultado de una iniciativa privada que
cambió el modelo de producción industrial. O pensemos en la industria editorial
durante los siglos XIX y XX, un ámbito productivo que se ganó un enorme
prestigio entre las gentes vinculadas al mundo de la cultura. Muchos editores
gozan de un prestigio extraordinario por su contribución al ensanchamiento del
campo de las libertades. Las relaciones entre el sector público y el privado son
necesariamente tensas, salvo cuando el estado hace dejación de sus
responsabilidades y se entrega al capricho de los empresarios o, peor aún,
cuando sucumbe a tentaciones autoritarias y se dedica a practicar la censura y
la exclusión. La llegada del tercer sector no va a mejorar las cosas. Seguirá
habiendo tensiones, pero ganaremos en pluralidad.
El Estado puede regular el procomún, sin ser su propietario: por
ejemplo, la gestión del sistema de donación de órganos en España. Primer sector
y tercer sector convergen ahí. Puedo imaginarme perfectamente un espacio
europeo de donación de órganos y de trasplantes que superen las barreras
estatales. Puede haber colaboración, pero también conflicto. Internet, por
ejemplo, es todavía un procomún, pero los estados quieren influir demasiado en
su gobierno y garantizarse el derecho a censurar la libre circulación de bits. Espero
que no lo consigan nunca. Una vez hablando con una alta autoridad española que
se mostraba interesada en la idea de organizar un laboratorio del procomún, es
decir, una institución que experimentase y protegiese a la vez con los bienes
comunes, le pregunté para calibrar el alcance de su interés: “¿aceptaríais que
os llevásemos la contraria? Porque allí, en el laboratorio del procomún, vamos
a producir otro tipo de evidencias, a hacer experimentos de otro tipo, a buscar
distintos de hechos y producir otras pruebas, y es importante saber si al día
siguiente de contradeciros, tres días después de inaugurarlo, nos vais a acusar
de ser anti-científicos y charlatanes, pues empezamos mal. Por lo menos durante
tres años necesitaríamos que nos dejarais crecer en paz”. Y me respondió: “ah,
no, si vais a enfrentaros al gobierno, eso no tiene porvenir”.
Pero nosotros tenemos que defender el derecho a saber. Decía el otro día
la ministra de Defensa que en el caso de la nueva gripe en el cuartel se habían
enfrentado a dos virus: el virus A y el virus del pánico. El Estado se ha
atribuido el derecho a administrar la información, a decirnos cuándo, quién y
dónde va a comunicarnos lo que quieren comunicarnos. Por el contrario,
tendríamos que afirmar: “no queremos ningún paternalismo, usted dígame lo que
hay y ya pensaré yo que hacer con mi miedo, si necesito un psiquiatra, una
ministra, un blog o una botella de rioja”.
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