PUBLICADO POR ACUARELA ON LUNES, 6 DE
MAYO DE 2013
Ficciones
Ficciones son las imágenes y narrativas a través de las cuales
cuestionamos los estereotipos que nos clavan en lo que hay y aprendemos de
nuevo a ver. Si los estereotipos son imágenes obvias que lo dicen todo y donde
no hay nada que añadir, las ficciones por el contrario requieren (necesitan y
solicitan) nuestra implicación activa para encontrar usos y sentidos. Nos dan
qué pensar y nos dejan espacio para ver. Son los encantamientos que nos liberan
de los hechizos.
Georges Didi-Huberman
Jacques Rancière
Leónidas Martín Saura
Reinaldo Laddaga
Wu Ming 4
Fuera de Lugar. Conversaciones entre crisis y
transformación
Versión completa de la
entrevista con Jacques Rancière aparecida el sábado 15 de mayo de 2010 en
Público. Tomás González y Jordi Carmona me ayudaron con la traducción y la
edición, merci.
Jacques Rancière es
filósofo. Alejado de las arenas mediáticas y partidistas, desarrolla un trabajo
profundamente original y de largo recorrido sobre la idea de emancipación, que
pasa por la estética, la política, la educación o la historia. Su último libro
publicado en castellano es El espectador
emancipado (Ellago
ediciones).
Los libros de Jacques
Rancière han acicateado siempre a quienes querían pensar de otro modo el arte o
la política. Pero ahora se percibe un silencio incómodo en torno a El
espectador emancipado. Rancière toca ahí una llaga: la creencia en
la desigualdad entre los que saben y los que no, entre los capaces y los
incapaces, que atraviesa el arte político y el pensamiento crítico.
Desde Brecht a Debord,
pasando por Artaud, Meyerhold o Piscator, detecta usted en el arte político una
cierta denigración de la posición del espectador. ¿En qué consiste, en qué
presupuestos se basa? Y por el contrario, ¿cuál sería su idea de un espectador
emancipado?
Hay varios motivos que
se mezclan. Por ejemplo, está la oposición marxista entre interpretar el mundo
y transformarlo. Pero Brecht o Piscator son bien conscientes de que el marxismo
también es una interpretación del mundo, que se preocupa por fundar la acción
sobre esa interpretación. O está también la gran voluntad artística de
comienzos del siglo XX: la de un arte que crea directamente formas de vida.
Pero ésta no conlleva en sí misma una depreciación de la mirada, ni tampoco del
espectador. Pensemos por ejemplo en el cine-ojo de Dziga Vertov. Por tanto, hay
algo que se remonta más lejos en esta depreciación del espectador: hasta la
denuncia platónica de la mímesis, la oposición entre el hombre de la caverna
víctima de las apariencias y el sabio que contempla la verdad. Platón oponía a
la pasividad del teatro el coro ciudadano, la ciudad en acto, cantando y
danzando su propia unidad. La exigencia de abolición de la distancia
espectadora, muy típica de los hombres de teatro militantes, y el pensamiento
marxista de la ideología que sostiene su proyecto político, tienen en común ese
fondo platónico no criticado. Frente a ello, no se trata de emancipar al
espectador, sino de reconocer su actividad de interpretación activa. De hecho,
es más bien a los intelectuales y a los artistas a los que habría que emancipar
en primer lugar, liberándolos de la creencia en la desigualdad en nombre de la
cual se atribuyen la misión de instruir y hacer activos a los espectadores
ignorantes y pasivos.
Guy Debord denunciaba
que la dimensión común del mundo se construye hoy a través de lo que miramos a
la vez (cada uno pasivamente y por separado) y ya no de lo que hacemos
activamente juntos: el espectáculo. Sin embargo, usted llega a decir que la
“crítica del espectáculo [y de la mercancía] se ha convertido en la ideología
dominante”, ¿cómo es posible?
Debord ha construido su
noción de espectáculo cruzando dos ideas: la denuncia platónica del habitante
de la caverna inmóvil en su silla y fascinado por las imágenes, mientras que un
manipulador tira de los hilos a su espalda; y el pensamiento romántico de la
comunidad separada de sí misma, a partir del cual Feuerbach pensó la alienación
del hombre separado de su esencia y Marx, la alienación del trabajador que veía
el producto de su actividad alzarse frente a él como un mundo extraño y hostil.
La primera inspiración siempre fue muy fuerte en Debord. Y con el hundimiento
de las esperanzas revolucionarias, se volvió predominante. La idea misma del
mundo objetivo como producto de la desposesión de la actividad de los
trabajadores se olvidó. Y ya sólo quedó el estereotipo del espectador pasivo,
transformado más tarde por los arrepentidos del marxismo en característica del
“individuo democrático”. La crítica del espectáculo se ha asimilado entonces a
la crítica de los media, es decir, a la
idea complaciente que quienes se tienen a sí mismos por “intelectuales” se
hacen de unas masas pasivas ante el desbocamiento de los mensajes y las
imágenes.
¿Es por las mismas o
parecidas razones por las que afirma usted que el pensamiento crítico se ha
metido hoy en un verdadero callejón sin salida, se ha dejado ganar por el
nihilismo?
El devenir del
situacionismo forma parte efectivamente de una involución mucho más global de
la tradición crítica. Ésta se ha atribuido la tarea de desvelar los mecanismos
de la dominación, las seducciones engañosas de la mercancía y las ilusiones del
espectáculo, con el fin de suministrar armas contra el sistema de explotación.
Esa pretensión ya es en sí misma dudosa, porque está fundada sobre la
presuposición de que el consentimiento a la dominación reposa sobre la
ignorancia de las leyes de su funcionamiento. Pero en el pasado se basaba en
todo caso en la idea de una realidad distinta del reino de las apariencias
mercantiles y espectaculares, y de la existencia de una fuerza militante capaz
de subvertir ese reino. Hoy en día, quienes retoman esos temas han renunciado a
la idea de que hay un mundo real detrás de las apariencias y también a la
esperanza en una transformación revolucionaria. Así que estos temas funcionan
simplemente para explicar por qué la dominación es inevitable y toda rebelión
es vana, si no culpable. La creencia en la desigualdad incluida en la
proposición de que la emancipación pasa por el saber aparece entonces al
desnudo.
Lo que usted afirma en
el libro sobre la capacidad activa del espectador en relación sobre todo al
teatro, ¿se podría aplicar igualmente al espectador de televisión por ejemplo?
Ciertamente. No hay
ninguna razón para suponer al espectador de televisión como una víctima
invadida e inundada por las imágenes que desfilan ante él. Tampoco hay razón
para suponerle una lucidez particular. Es suficiente reconocer que quienes
están frente a una pantalla no son animales de laboratorio sometidos a
descargas de estímulos. No cesan de juzgar -explícita o implícitamente, con más
o menos resignación o de combatividad- las imágenes y los comentarios que
desfilan ante ellos.
Señala usted que la
crítica de la “inflación” o la “invasión” de las imágenes tiene un fondo y un
origen reaccionario en los discursos elitistas del siglo XIX. Pero, ¿cómo
pensamos entonces los problemas de la atención en una atmósfera
sobreestimulada, esa sensación tan común y extendida de que “no tenemos tiempo”
para elaborar los mil estímulos que recibimos?
Esta pregunta presupone
ya de hecho la respuesta por el uso mismo del término “estímulos” que reconduce
al espectador o al oyente a esa situación de un animal de laboratorio que reacciona
a los estímulos. Pero los “estímulos” en cuestión son de hecho palabras,
imágenes o espectáculos que los individuos reciben, admiran o rechazan, y
juzgan como tales. En el siglo XIX, no había ni radio, ni tele, ni Internet y
sin embargo el discurso sobre el individuo desbordado por los estímulos era
exactamente el mismo. Lo que este discurso expresa en primer lugar es un juicio
sobre la ignorancia y la estupidez de las masas. Y ese juicio traduce en
realidad el temor a que las masas no se vuelvan demasiado sabias o demasiado
inteligentes. Siempre hay demasiados “estímulos” para quienes pretenden que la
gente se quede en su lugar, demasiados saberes divulgados para quienes quieren
reservarse su privilegio. Observemos hoy las furiosas campañas contra Internet:
la puesta a disposición de cualquiera de un saber enciclopédico da lugar a la
gran lamentación sobre el océano de estímulos que ahoga a los pobres cretinos
de los usuarios de la red. Sin
duda no tenemos tiempo de asimilar todo ese saber, pero hace medio siglo
tampoco había tiempo para asimilar una centésima parte.
Según usted, ¿qué vuelve
política a una imagen?
No hay criterio que haga
política a una imagen. Las imágenes pueden traducir intenciones políticas,
pueden ilustrar las categorías o reproducir los modos de representación
instituidos; o también pueden, por el contrario, desdibujarlos o subvertirlos.
Pero no hay que pensar ese efecto en los términos de la mímesis, es decir, en
los términos de la buena o la mala imagen que se da del trabajador, de la
mujer, del negro, etc. Una imagen nunca va sola, ni simplemente reenvía a un
imaginario colectivo pensado como reserva de imágenes.
Una imagen forma parte de un dispositivo de visibilidad: un juego de relaciones
entre lo visible, lo decible y lo pensable. Ese juego de relaciones dibuja por
sí mismo una cierta distribución de las capacidades. Hacer una imagen es
siempre al mismo tiempo decidir sobre la capacidad de los que la mirarán. Hay
quien se decide por la incapacidad del espectador, bien sea reproduciendo los
estereotipos existentes, bien sea reproduciendo las formas estereotipadas de la
crítica a los estereotipos. Y hay quien se decide por la capacidad, por suponer
a los espectadores la capacidad de percibir la complejidad del dispositivo que
proponen y dejarles libres para construir por sí mismos el modo de visión y de
inteligibilidad que supone el mutismo de la imagen.La emancipación pasa por una
mirada del espectador que no sea la programada.
Retomando el consejo de
Benjamin, toda una corriente del arte político ha ido durante el siglo XX más
allá del problema del contenido o el mensaje, ensayando formas cooperativas y
horizontales de hacer (que cuestionan las divisiones director-técnico, por
ejemplo), creando nuevos circuitos para la circulación de las obras,
convirtiéndose incluso en recurso activo de debate público, vínculo político u
organización. Pienso por ejemplo en el cine realizado en torno a Mayo del 68 (sobre todo los Grupos Medvedkine, pero también Arc, Vertov, etc.)
que inspiró aquella famosa frase de Godard: “no se trata de hacer cine
político, sino de hacerlo políticamente”. ¿Le parecen relevantes estas
cuestiones de la factura colectiva, la importancia concedida al proceso y no
sólo al resultado, el desarrollo de circuitos alternativos, el desdibujamiento
de la autoría y el carácter útil (que no utilitario) de la obra en que ha
insistido tanto parte del arte político durante el siglo XX? ¿Representan para
usted una ampliación del significado político de una obra?
Sí. Hay que salir de la
visión que juzga el valor político de las obras individuales según las formas
de la conciencia y el afecto que transmiten, es decir, según el modelo crítico
que asocia la competencia del crítico de arte a la del representante de la
vanguardia política. El arte
participa de la política de muchas
maneras: por la manera en que construye formas de visibilidad y de decibilidad,
por la manera en que transforma la práctica de los artistas, por la manera en
que propone medios de expresión y acción a quienes estaban desprovistos de
ellos, etc. Lo que es políticamente relevante no son las obras, sino la
ampliación de las capacidades ofrecidas a todos y a todas de construir de otro
modo su mundo sensible. A menudo se ha privilegiado tal o cual aspecto limitado
de esa ampliación: el gran arte “cercano” al pueblo, la transformación de las
obras en acciones o situaciones, la colectivización del trabajo del autor, etc.
Pero hay que pensar mucho más ampliamente el difuminado de las oposiciones
entre regímenes de experiencia. Lo que me parece más interesante en Benjamin es
la idea de que el cine se dirige a un nuevo tipo de “expertos”, a una idea
nueva de la capacidad de juzgar.
Otra importante
corriente de la tradición crítica (donde tal vez podríamos incluir
algunos nombres como Dada, la IS, los Yippies, Reclaim The Streets o Tiqqun)
entiende que la emancipación pasa sobre todo por, simplificando mucho, la intensificación de la vida (de los
cuerpos, de las formas de vida, de los mundos sensibles). Así, de alguna
manera, la obra debe abolirse en el gesto, el producto en el proceso vital, el
teatro en acción directa. Sin embargo, para usted la emancipación es más un desdoblamiento que una intensificación.
De ahí la afinidad que señala entre política y literatura. ¿Es así? ¿Podría
explicarnos mejor su posición a partir de ese contraste?
Los ejemplos que cita no
son equivalentes. Pero en todo caso, podemos considerarlos a todos más o menos
marcados por una cierta idea de la acción directa. Pero esa acción directa se
piensa ella misma según dos modelos que divergen: uno es el del gesto radical
de separación que sospecha de todas las propuestas de vida existentes como
cómplices de la dominación; el otro toma por el contrario del catálogo
existente de proposiciones de vida un modelo vitalista de intensificación de la
vida, de los cuerpos y de la comunidad. Dicho esto, pienso efectivamente que la
emancipación no es una intensificación de la vida. La emancipación social ha
sido una respuesta a la oposición misma entre dos modos de vida: la vida
supuestamente libre de los “hombres ociosos” y la vida “desnuda” de los que
estaban obligados al trabajo y la reproducción. La emancipación social fue la
obra de hombres y mujeres deseosos de romper con la vida ligada a su condición.
Por esa razón, la capacidad de no hacer nada, la capacidad de contemplar en
lugar de actuar, tan estigmatizadas por una cierta tradición “progresista”, han
sido elementos esenciales en la idea y la práctica de la emancipación. He
tratado de mostrar cómo la literatura novelesca moderna daba testimonio de esa
escisión de la vida: el héroe por excelencia del ascenso plebeyo en el orden
social, el Julien Sorel de Rojo
y negro, no encuentra la felicidad más que en el tiempo detenido de
la prisión. Y es la estructura misma de la ficción la que, con él, comienza a
marcar esa escisión interna de la experiencia plebeya.
Tal vez las dos
corrientes antes citadas coincidirían en su crítica del museo como lugar de
fijación de la producción estética en un espacio separado de cualquier forma de vida, de cualquier uso, que instala la
contemplación inconsecuente como único modo de relación con la obra, algo
completamente compatible con la operatoria mercantil: indiferencia hacia las
formas de vida, traducción de cualquier experiencia en operaciones de
compraventa. Quizá esto pueda ayudar a explicar la difícil relación entre el
museo y los movimientos sociales: hay la impresión de que en el museo no pasa nada y por eso se buscan
otros contextos de intervención/exposición más específicos. Por el contrario,
su reflexión sobre el museo, tan distinta, llama polémicamente la atención y
quizá podría ser útil para repensar de nuevo esa relación entre arte, política
y museo.
Cuando decimos que el
museo separa el arte de la vida, la primera cuestión a plantearse es: ¿de qué
vida? El nacimiento de los museos de arte en el siglo XIX separó, de hecho, las
obras de arte de la vida a la que estaban ligadas, es decir, las separó de su
función de ilustraciones de la religión, de signos de la grandeza de los
príncipes o de decorado de la vida aristocrática. El museo construye un espacio
de indiferencia hacia esas funciones sociales jerarquizadas. Pone todas las
obras en igualdad, sea cual sea la dignidad de su objeto, y las ofrece a un
espectador que es cualquiera. Es una actitud totalmente superficial identificar
esa indiferencia con la indiferencia monetaria. La ley del mercado no es una
ley de indiferencia, sino una ley de apropiación y exclusión. La igualdad de
las obras en el museo no es seguramente la revolución. Pero la mirada del espectador
anónimo formó parte en el pasado de esa conmoción de las lógicas sensibles que
quebró la distribución ancestral que hacía coincidir las formas de experiencia
sensibles de los dominados con la condición social a la que estaban destinados. Esa confusión de los dominios y de las
formas de experiencia funciona distinto hoy en día, cuando vemos a los lugares
del arte servir a menudo a modos de presentación sensible y a formas de
circulación de la información alternativas con respecto a las dominantes. Pero en
todo caso, la extra-territorialidad del museo implica también un desplazamiento
posible con respecto a las lógicas sensibles dominantes. Por supuesto, esa
distancia no funciona sin tensiones como es el caso de los museos implantados
en viejos espacios industriales vacíos o en barrios en “rehabilitación” y que
se esfuerzan en echar luz sobre las contradicciones sociales que presiden su
instalación, mientras que las estrategias dominantes hacen de ellos
instrumentos de “gentrificación”.
Siguió atentamente el
movimiento de los “intermitentes del espectáculo”. En la onda de
Toni Negri, hubo quien vio en esa lucha el punto de cruce conflictivo entre
arte y producción: así, el trabajo artístico revelaría el nuevo paradigma
biopolítico de la producción (tendencialmente inmaterial; la vida puesta a
trabajar; el cuerpo como máquina
donde se inscriben arte y producción; etc.) y, por ello, estaríamos ante una lucha “ejemplar” y
“universal” en tanto que mostraría las posibilidades de organización y
liberación de la creatividad general del aparato capitalista que la captura.
Imagino que su punto de vista es muy distinto. ¿Por qué le interesó el
movimiento de los “intermitentes”, qué potencialidades le vio, qué se estaba
jugando ahí para usted?
Sí, son dos visiones
completamente diferentes de la cuestión de la subjetividad. Lo que para mí es
importante en este caso no es la idea de la constitución de una nueva
subjetividad global -posmoderna o posfordista, y que está más allá de las
antiguas divisiones entre saber y trabajo, producción y afecto, tiempo de
trabajo y tiempo libre-, sino la idea y la realidad misma de la intermitencia
como intervalo. Para mí, una forma de subjetivación es siempre una manera de
ocupar un intervalo entre dos identidades. Está, por tanto, vinculada siempre a
una suspensión de las lógicas globales y de la temporalidad dominante. Y esto
es lo que está en juego en la cuestión de los “intermitentes”. Los “intermitentes” funcionan como revelador de una
sociedad marcada, cada vez más, por el trabajo a tiempo parcial, las
alternancias entre trabajo y el paro, o el trabajo y los estudios, la distancia
entre las cualificaciones de los individuos y las tareas que efectúan, etc.
Todo ello implica el incremento de la participación en modos de experiencia
heterogéneos. Y creo que es de esa heterogeneidad de las experiencias de donde
nacen las líneas de fuga y las posibilidades de subjetivación que interrumpen
el tiempo de la dominación.
¿Podría explicarnos qué
significa para usted que la emancipación en el campo del arte pasa por que el
autor “no quiera ser dueño del efecto”? ¿Podría ponernos algún ejemplo de obra
contemporánea que le haya parecido interesante en ese sentido?
Quisiera subrayar en
primer lugar que se no se trata, por mi parte, de un requerimiento paradójico
dirigido a los artistas, sino simplemente del reconocimiento de un hecho: el
efecto de una obra -ya sea el placer del espectador, el sentimiento de belleza
que siente o una toma de conciencia política- no pertenece a quien la crea.
Producir una obra no es producir su efecto. La debilidad de muchas
instalaciones con voluntad política es partir del efecto a producir y suponerlo
realizado por el volumen mismo ocupado en el espacio. La emancipación comienza
asumiendo el riesgo de la separación. Y, por supuesto, la separación entre la
voluntad realizada en la obra y su efecto sobre los espectadores pasa también
por las condiciones de exposición o de la distribución. Tomemos el ejemplo de las películas realizadas por Pedro Costa con
los habitantes del barrio chabolista de Fontainhas en la periferia de Lisboa.
Ahí se da una voluntad política de testimoniar sobre la realidad de una
situación de desposesión. También la práctica de hacer una película con los habitantes,
incluyendo a aquellos cuyo comportamiento frente a la cámara es imprevisible.
Hay dos grandes tomas de posición estéticas: una es desdibujar la división
entre la ficción y el documental; la otra es filmar, no la miseria de la gente,
sino la riqueza sensible de su decorado bajo la luz y la riqueza de su
experiencia de vida, con el fin de restituirla. Pero en definitiva, una
película sigue siendo una proyección de sombras; y el mismo tiempo que se ha
pasado restituyendo esa riqueza de los pobres compone películas que el sistema
de distribución clasifica como films estetizantes para estetas, redirigiéndolas
al infierno de los festivales y los museos. Esto crea una gran separación
difícil de asumir y que Pedro Costa asume sin embargo.
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