martes, 10 de septiembre de 2013

JUAN GUTIERREZ: “LA PAZ NO ES SÓLO AUSENCIA DE VIOLENCIA, SINO VIDA COMPARTIDA”

PUBLICADO POR ACUARELA ON LUNES, 13 DE MAYO DE 2013


ENGARCES

Los engarces son historias aparentemente imposibles de alianzas que transforman el dolor por el mayor de los daños (la muerte violenta de los seres queridos) en fuerza creadora de nuevos vínculos y posibilidades de vida. Que rompen la cadena fatal de victimización, resentimiento y violencia, más victimización, más resentimiento y más violencia. Que desmontan las imágenes de enemigo que ocultan la dimensión humana del otro. Y dan así un sentido fuerte y positivo a la palabra “paz” en tanto que vida compartida, convivencia.






Juan Gutierrez es investigador y asesor por la paz. Estudió filosofía en Hamburgo. Participó en el movimiento estudiantil alemán contra la guerra de Vietnam y contra casi todo. Trabajó ocho años de obrero-asistente social en un astillero. Militó malamente en un partido maoísta. Dirigió un centro de ecología en Madrid, fundó y dirigió un centro de investigaciones por la paz en Gernika (Gernika Gogoratuz que significa “Recordando Gernika”). Actualmente, es miembro y asesor de la Asociación 11-M Afectados por Terrorismo y de la Red Mundial de Afectados por Violencia Política.

La palabra “paz” es hoy la mayor obviedad. Sin embargo, en un mundo gobernado por la lógica de guerra y su espiral de héroes, mártires y terroristas, las acciones de paz son lo menos obvio, lo más oculto. Devolver al discurso de paz su potencia de transformación social significa reconectarlo con su pregunta central: cómo vivimos juntos.

¿Cuál es tu relación con el tema de paz, cómo has llegado hasta aquí?

Para contestarte tengo que abrir la autobiografía. Bien, yo participé muy directamente en el 68 alemán, por entonces residía en Hamburgo. Después del 68, entré en la onda maoísta de radicalización del marxismo. Vivía inmerso en una contradicción. Mi cultivo de la sensibilidad le debía mucho al 68 alemán, pero sin embargo militaba en un partido maoísta español muy rígido y separado de la realidad, mientras que el uso de la violencia era algo de lo que me alejaba espontáneamente. Recuerdo que una vez invadimos la Facultad de Filosofía en Hamburgo que estaba en lo alto de una torre. Subimos en masa por la escalera para entrar, pero cubriendo la puerta de cristal había muchos agentes de seguridad armados con pistolas. Yo entonces me puse de espaldas a los de seguridad con las manos levantadas, para que la gente se detuviera y no hubiera violencia. No fue una acción meditada, sino un resorte. Había un tipo de violencia explícita que no quería que formara parte de mi vida. Así que cuando al partido se le ocurrió la idea de meterse en los nuevos movimientos sociales, yo me impliqué directamente en paz y ecología ya en España. Ese fue el origen.

¿Y cómo llegaste a fundar Gernika Gogoratuz?

Viviendo en Euskadi, a mí me atraía mucho Gernika, me parecía que allí había un símbolo de paz con una potencia enorme y donde podía entrar todo el mundo. En el interior de los símbolos se alberga mucha fuerza: no son cosas que sólo estén en el cielo, sino que forman parte de la tierra. A mediados de los ochenta yo andaba muy cansado de estar siempre en la otra orilla, siempre en un movimiento “contra” algo, opuesto a todas las instituciones. Así que presenté con un grupo de gente una propuesta de proyecto para un centro que se iba a abrir en Gernika para recordar el infausto suceso. Me ofreció la posibilidad Joseba Arregui, por entonces portavoz del Gobierno Vasco y Consejero de Cultura, a quien conocí a través de mi mujer, Frauke, que era muy amiga de la suya. Yo le dije a Arregui dos cosas. Por un lado, que íbamos a ser dependientes de las instituciones vascas, pero que queríamos ser independientes en la toma de decisiones. Él me respondió: “si es un centro con vinculación política no se lo cree nadie, tiene que ser un centro de la sociedad civil”. Así que mientras estuvo amparado por Joseba Arregi, pudimos experimentar tranquilamente, sin tutela. Lo otro que le dije es “mira, yo estoy dispuesto a trabajar el recuerdo, pero no para meterlo en el cajón del pasado, sino para abrirlo al futuro, a un horizonte de paz en convivencia”. De ese modo creo que el recuerdo tiene una fuerza nueva. “Gogoratuz” en euskera significa recordar, pero al mismo tiempo comprometerse a algo y también reflexionar. Un poco lo que Hegel designaba con la palabra “aufheben” (superación que conserva). Yo siempre decía “es como Hegel, pero más vital”. Pronto nos dimos cuenta de que Gernika era un símbolo con mucha fuerza, bien apoyado por su gente y su ayuntamiento, pero sin base histórica. Porque la historia del bombardeo era la historia sacada de las declaraciones de los pilotos alemanes y del diario que escribió el comandante Wolfram Von Richthofen. Entonces lanzamos el proyecto de recoger los testimonios orales de los supervivientes para contar la historia de otro modo, desde abajo. Una iniciativa bien bonita, donde aprendí mucho sobre la fuerza del recuerdo.

¿Cómo defines la paz?

La paz tiene dos caras entrelazadas e inseparables pero distintas. Varios expertos (Johan Galtung, Adam Curle, etc.) llaman a una cara paz positiva y a la otra paz negativa. Para definir la paz negativa, arrancan de Kant y su famoso ensayo sobre la paz perpetua. Allí Kant dice que la paz no es sólo ausencia de guerra, sino también ausencia de la amenaza de guerra. Pero Kant sólo considera lo que ocurre entre Estados y deja fuera lo que pasa dentro de una sociedad, dentro de cada casa. Después de un viaje a Gambia, Adam Curle vio claramente cómo el bienestar de unas vidas puede destruir otras vidas y se dijo que eso había que incluirlo también en el concepto de violencia. La paz negativa es también superadora de eso. Galtung dibujó lo que llamaba un “triángulo de las violencias”: hay violencia directa, estructural y cultural. La violencia directa es la que tiene un actor claro que ejerce la violencia. La violencia estructural es mucho más anónima: vives bajo una estructura que mejora la vida de unos mientras empeora la de otros. Por ejemplo, en una familia puede haber amor, pero en Roma el pater familias podía matar o vender como esclavos a la mujer y a los hijos. Fíjate dentro de qué estructuras se establece ese amor, estructuras violentas y asimétricas. El cariño y las manifestaciones del amor pueden darse, pero como acto, no tienen estructura que las proteja. Y por último, la violencia cultural es por ejemplo la que va señalando blancos sobre los que disparar (clichés peyorativos como “sudaca”) o la naturalización de las jerarquías a las que se refería Mandela en su autobiografía cuando recuerda que los negros bajo el apartheid llamaban “papá” y “mamá” a los amos blancos. Así que el concepto de paz negativa se ha ido abriendo desde Kant para incorporar otras violencias que circulan en el seno de la sociedad: ya no sólo relaciones dañinas, sino también estructuras que las sostienen o culturas que las alientan. Es un gran avance.

Pero esa es sólo una cara…

En la comunidad de investigadores más o menos hay acuerdo en que la paz negativa consiste en rechazar la violencia y la guerra. Pero lo que yo no veo son muchos acercamientos a la otra cara de la paz, la paz positiva. Las más de las veces no se recoge entera, bien definida. Creo que todavía impera el punto de vista dialéctico: la violencia es el No a la vida, por tanto el No a la violencia es el Sí a la vida. Sobre este “pasodoble del No”, como yo le digo, hay grandes construcciones, desde Hegel a la Escuela de Frankfurt… O el mismo Marx cuando en el Manifiesto dice “el obrero no tiene patria, no tiene religión, no tiene familia, por tanto encarna al género humano”. Es el No a las especificidades que son el No al género humano. Durante al menos 150 años, la generosidad de mucha gente se ha entregado a esta fórmula: el No al No para llegar al Sí. Pero yo creo que esa clave está exhausta, en muchos sitios con el No ya no se avanza más. O se genera simplemente un espacio de justicia donde una vida no daña a otra, pero lo ocupa rápidamente el homo económicus que es estrecho de pecho, sólo se interesa por su propia vida individual y hace bien a otro sólo en la medida en que le trae cuenta. Lo define con mucha gracia Kant cuando dice que un mundo poblado por diablos viviría en paz, porque serán malos pero no tontos y se dan cuenta de que miran mejor por su propio interés comerciando que haciendo la guerra.

¿Entonces?

Pues vayamos directamente al Sí, a un Sí que no tiene que pasar por dos NO. La paz positiva es este Sí a la vida. Pero a una vida ancha, que quiere vivir y vive compartiendo con otros. Hay paz positiva en una sociedad allí donde cada vida da y recibe vida más allá de balances contables, donde hay estructuras que sostienen ese tejido cálido y una cultura que alienta compartir afectos y actos. Donde cada vida sufre lo que te toca sufrir, pero está bañada por la alegría de convivir y abierta a un horizonte de reconciliación. Así, la paz, que ya rechaza la violencia con su cara negativa, además la trasciende. Llega a una vida ancha, abierta y compartida donde no lleva el simple encadenamiento de Noes.

Curiosamente, para esa cara de la paz hay una palabra que algunos de vosotros conocéis, viene de Africa del Sur y la usa Nelson Mandela: “Ubuntu”. Desmond Tutu la define así: “Una persona con ubuntu es abierta y está disponible para los demás, respalda a los demás, no se siente amenazado cuando otros son capaces y son buenos en algo, porque está seguro de sí mismo ya que sabe que pertenece a una gran totalidad, que se decrece cuando otras personas son humilladas o menospreciadas, cuando otros son torturados u oprimidos.”.

¿Qué significa una paz que trasciende la violencia?

Trasciende porque simplemente sucede sin que tenga que haber violencia alrededor: que una madre de el pecho al niño es tan evidente que en ninguna historia del mundo aparece cuánto dieron de mamar las madres, en todo caso cuántas madres mataron y violaron en las guerras… Eso no se considera como paz, se considera como algo bueno, pero aparte. Pero a mí lo que me interesa es que al hablar de paz eso vaya también dentro. Yo aprendí de Adam Curle, un cuáquero que fue profesor en Harvard y luego estuvo al frente de la escuela de paz en Bradford, que la paz no es una cosa, sino una relación, un adjetivo. Hay relaciones de paz o de hostilidad. Yo desde ahí desarrollo la idea de que las relaciones no son un hilo, sino toda una madeja. Hay toda una madeja de relaciones. Toda relación es un conjunto de relaciones. Y las vetas de guerra y de paz están juntas, un resorte hace que salga una u otra, una relación u otra determina tu acto. La relación no es un hilo, ni un alambre, sino una cosa con muchos dedos con la que te estás tocando con otros. Todo lo que sea compartir y convivir en equidad -entre personas de distintos sexos, edades, lenguas, instrucción, situación legal o vínculos religiosos- promociona la paz en sus rasgos positivos. Una necesidad humana es compartir y al hacerlo brota alegría, gozo, hay celebración y fiesta, irradia la cara positiva de la paz. Aquí la paz resulta difícil de ver porque está demasiado a la vista, en otras ocasiones porque está oculta bajo la violencia…

¿A qué te refieres?

La cultura de guerra es hoy aún dominante y controla la comunicación. La violencia llama más la atención, es más espectacular, deja en sombra a la paz positiva. Por ejemplo, ¿qué sabemos de Serbia, de Colombia o de Guatemala? Que allí hay mucha violencia. Bien, es cierto. Pero si lo medimos todo por el grado de violencia, se nos escapa toda la dimensión de paz positiva, cómo la gente abre sus vidas a otros. Y hay muchísima en cada uno de esos lugares, como también, dicho sea de paso, en Euskadi. “Colombia muere cada noche y resucita cada mañana”, es una frase hecha allí. Una vez un cura de Medellín dijo que había que ver la ternura que existe en las bandas de jóvenes: una violencia hacia afuera terrible, pero una lealtad, una solidaridad, una entrega y una ternura increíbles en el seno de las bandas, que es la que les falta en sus familias. Lo que ocurre luego es que esa vida compartida sufre un vuelco terrible en la frontera hacia lo que se rechaza y finalmente desgarra también la paz dentro. El reto es cómo construir la paz sin una frontera dura, con materiales más porosos e incluyentes.

¿Cómo sacar a la luz esa paz positiva?

La memoria histórica puede ser, dando un paso más, una educadora de gran fuerza, tanto para la guerra como para la paz, según lo que recuerde. Desde hace unos 10 años está siendo más y más evocada y reactivada en Euskadi, en el conjunto de España y en Europa, particularmente en el centro y el este. Estas construcciones de memoria histórica sacan a la luz y resaltan las más atroces violencias, sanguinarias, opresoras, aterradoras. Al hacerlo desde el rechazo y la condena invitan al “nunca más” y son paz negativa, bien necesaria. Los recuerdos van saliendo por capas. Ahora está saliendo la memoria de cómo nos mintieron, qué crímenes cometieron, cuánto sufrimiento nos han causado, etc. Pero hay una capa más profunda que puede salir, porque bajo la memoria del régimen de violencia se encuentra escondido, olvidado por muchos y recordado por pocos, un sinnúmero de acciones de paz positiva.

¿En qué piensas?

Entre otras cosas, me refiero aquí a lo que en Gernika Gogoratuz llamábamos “semillas de reconciliación”, es decir, a acciones de la persona de un bando que, desobedeciendo la disciplina que ese bando impone, echa una mano de ayuda, muchas veces salvadora, a una persona del bando enemigo en gran necesidad o peligro.

Cuando fui al 50 aniversario del bombardeo de Dresde, vino alguien de Polonia y contó que habían publicado un libro que se llama Los doce justos. La palabra “justo” es judía. Por ejemplo, a Schindler le nombraron “justo”. Y contaban doce casos distintos. Hay un preso en la cárcel y su mujer va y le pregunta al guardián cómo está su marido, él dice que no la puede contestar pero luego le cuenta que su marido está bien. Ella le pasa algo de medicina y el guardián se la da al marido, rompiendo su disciplina. Esa paz positiva está oculta porque es una respuesta que sale desde abajo de la situación y no se puede hacer pública, porque se lo cargan.

Además, como la cultura de guerra es dominante, alguien puede contar la historia de que en el Jarama venía un tanque de Franco, se subió a la torreta, le echó un bidón de gasolina y el tanque explotó. El bueno es bueno, el malo es malo, todo está claro. Pero no es tan fácil contar que a ti te iban a llevar a un pelotón de ejecución y un oficial falangista que te había pedido un pitillo hacía seis meses estaba allí y dijo: “este es tonto, sabe arreglar motores, ya le doy yo su merecido, dejádmelo a mí”, dejándote luego escapar.

En una descripción histórica la violencia siempre llama más la atención. En el caso tan conocido de Anna Frank, se sabe que hubo unos que sabían que se escondía y lo denunciaron, muriendo ella finalmente en un campo de concentración. Pero durante años hubo otros que la escondieron, le dieron comida, jugándose la vida, pero eso no resalta. Lo que resalta es que un día entró la Gestapo y se la llevó.

Nuestra sociedad y todas las sociedades de Europa están plagadas por infinitas acciones de ese tipo, cuyo recuerdo se atesora escondido durante varias generaciones en la intimidad de la familia, pero que no se hace público, no queda recogido en una memoria histórica ni forma parte de la historia oficial, falta en los libros de texto y apenas se recrea en manifestaciones artísticas. Con esa ausencia la memoria histórica no puede educar más que a medias para la paz. Esa es otra gran asignatura pendiente: hacer la historia de la guerra civil y de la posguerra desde el punto de vista de las semillas de reconciliación.

¿Desde esos gestos de hacerse amigo del enemigo?

No es exactamente el enemigo, sino alguien que desde el bando enemigo está rompiendo sus leyes. Fíjate en el ejemplo de Mandela, él decía: para reconciliarme, para que los negros nos reconciliemos con los blancos, el apartheid tiene que desaparecer. Os damos la mano, pero tenéis que tirar abajo la estructura que nos divide, primero tirarla. Ahora, individualmente uno se puede reconciliar con alguien que está en el bando contrario, si ambos están luchando para que caiga esa estructura. Mandela se reconcilió con un carcelero antes de que cayera el apartheid, porque ambos estaban contra él, el carcelero era un traidor a su bando. A Mandela le reprochaban que todavía en la cárcel dijera a los blancos: yo no quiero que os vayáis de África del Sur, lo que quiero es que nos miremos a los ojos a la misma altura. Su sobrino que era un líder del movimiento Black consciousness formaba parte de un grupo exclusivamente de negros y se oponían a Mandela. Pero tengamos en cuenta que Mandela fue quien tramó, decidió y empezó la lucha armada. Y decía: “esto es terrible porque la sangre de la guerra Boer aún impide la reconciliación, pero no hay otra”. Y cuando vinieron de Norteamérica diciéndole: “Luther King ha respondido de forma distinta que usted”, Mandela contestaba: “porque vive en un país distinto que yo”. Es algo muy duro, no conozco a un pacifista que se atreva a decir eso. La gran enseñanza de Mandela no es que hay que ser no violento, sino que se trata de abrir una vía en todo lo que haces para dejar lugar en el futuro a una reconciliación en la que uno no esté por encima del otro. Si al final sólo se reconcilian los no violentos con los no violentos, pues ¡vaya birria de reconciliación es esa, sólo entre santos varones!

En el fondo, estas “semillas de reconciliación” son sólo la capa heroica y más dramática del conjunto de vida compartida calladamente día a día entre personas atadas por fidelidades a grupos o bandos enfrentados o distantes entre sí. Basta con comparar Euskadi con Irlanda del Norte para darse cuenta de la mucha paz positiva que ya hay entre nosotros.

¿La gente que ha sufrido violencia directamente puede ver, valorar o promover esta paz positiva?

Es precisamente de ella de quien lo he aprendido. Pienso por ejemplo cuánto significa para la gente de Mañana en Paz (víctimas del 11-S) o de la Asociación 11-M sentir cómo otros se les unen cuando ha pasado algo tan tremendo. Ese abrazo social que dice “estamos todos contigo” es paz positiva, paz de vidas engarzadas. A mí me gusta mucho usar la metáfora de la respiración: la paz como un viaje de ida y vuelta hacia dentro y hacia afuera. No creo eso de que primero hay que buscar la paz interior y luego llevarla fuera. Mi amigo Jesús Abril, de la Asociación 11-M, dice: “a mí me han matado a un hijo y me han quitado la paz”. Yo lo entiendo: te haces tantos reproches a ti mismo si te han matado a un hijo que eso te rompe la paz, ¿por qué ha pasado esto, por qué a mí? Pero luego Jesús dice: “precisamente por eso busco construir la paz junto a otros, porque no la tengo dentro”. Toma ya, ¡diles tu eso a tantos budistas que hay por ahí! Es un giro maravilloso desde su propia realidad.

¿Esa dimensión de la paz está reservada a gente excepcional?

En Colombia se critica mucho la reconciliación forzada, que se piensa sobre todo en claves cristianas de perdón y arrepentimiento, y yo estoy de acuerdo. No somos santos. Hoy en día se ve muy mal la venganza, como algo ruin y depravado. Pero cuando la violencia te rompe las defensas que protegen lo más íntimo y querido, te arrebata la paz interior. Parece que el mundo se ha desequilibrado y que para ponerlo de nuevo en orden hay que hacer lo mismo pero para el otro lado. No hay que negar esa sensación, yo creo que muchas veces es necesario recorrer el trayecto de la venganza. Pero mucha gente que recorre el trayecto de la venganza o la búsqueda de castigo queda al final insatisfecha, incluso si al asesino le ha caído la pena máxima. Porque nadie te devuelve al hijo que perdiste. Entonces puede aflorar la idea de paz positiva, de transformar el dolor en movimiento por una paz reconciliadora de justicia y convivencia.

Por último, explícame qué es la justicia restaurativa.

En la modernidad, las instituciones y el Estado se sitúan por encima de la sociedad. No es la sociedad quien ejerce directamente la justicia. Los tres poderes, base del Estado moderno, no están inmersos en la sociedad, sino que sitúan encima. Pero en el mundo de la mediación siempre ha habido voces que recuerdan que en las sociedades “primitivas” existe hace muchísimo otro tipo de justicia: la justicia restaurativa. Es una justicia escasamente punitiva orientada a la restauración del tejido social de vida compartida dañado al cometerse un crimen, que atribuye no sólo al delincuente, sino a la misma sociedad, que se hace responsable de su restauración. Esta justicia restaurativa es reconciliadora y está imbricada con la paz ante todo por su cara positiva. En Colombia existen los “amigables componedores”. Cuando hay un conflicto entre dos lugares, cada lugar elije a dos del otro lugar en los que tiene confianza, se juntan así cuatro personas con el compromiso de llegar a algo que sea bueno para ambos sitios. Es una forma de hacer justicia que está mucho más inscrita en la sociedad. En Suráfrica existen los “tribunales de garaje”, donde el juez no es quien sentencia con la información que dan las partes, sino quien avala la solución que las partes han encontrado tras intercambio de información y propuestas. Pero también hay que tener en cuenta que una sociedad resentida, desorientada y que se siente impotente puede dar a luz sentencias muy demagógicas.


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