PUBLICADO POR ACUARELA ON LUNES, 13 DE
MAYO DE 2013
ENGARCES
Los engarces son historias aparentemente
imposibles de alianzas que transforman el dolor por el mayor de los daños (la
muerte violenta de los seres queridos) en fuerza creadora de nuevos vínculos y
posibilidades de vida. Que rompen la cadena fatal de victimización,
resentimiento y violencia, más victimización, más resentimiento y más
violencia. Que desmontan las imágenes de enemigo que ocultan la dimensión
humana del otro. Y dan así un sentido fuerte y positivo a la palabra “paz” en
tanto que vida compartida, convivencia.
Juan Gutierrez es
investigador y asesor por la paz. Estudió filosofía en Hamburgo. Participó en
el movimiento estudiantil alemán contra la guerra de Vietnam y contra casi
todo. Trabajó ocho años de obrero-asistente social en un astillero. Militó
malamente en un partido maoísta. Dirigió un centro de ecología en Madrid, fundó
y dirigió un centro de investigaciones por la paz en Gernika (Gernika Gogoratuz que significa “Recordando
Gernika”). Actualmente, es miembro y asesor de la Asociación 11-M Afectados por Terrorismo y de la Red Mundial de Afectados por Violencia Política.
La palabra “paz” es hoy la
mayor obviedad. Sin embargo, en un mundo gobernado por la lógica de guerra y su
espiral de héroes, mártires y terroristas, las acciones de paz son lo menos
obvio, lo más oculto. Devolver al discurso de paz su potencia de transformación
social significa reconectarlo con su pregunta central: cómo vivimos juntos.
¿Cuál es tu relación con el
tema de paz, cómo has llegado hasta aquí?
Para contestarte tengo que
abrir la autobiografía. Bien, yo participé muy directamente en el 68 alemán, por entonces residía en
Hamburgo. Después del 68, entré en la onda maoísta de radicalización del
marxismo. Vivía inmerso en una contradicción. Mi cultivo de la sensibilidad le
debía mucho al 68 alemán, pero sin embargo militaba en un partido maoísta
español muy rígido y separado de la realidad, mientras que el uso de la
violencia era algo de lo que me alejaba espontáneamente. Recuerdo que una vez
invadimos la Facultad de Filosofía en Hamburgo que estaba en lo alto de una
torre. Subimos en masa por la escalera para entrar, pero cubriendo la puerta de
cristal había muchos agentes de seguridad armados con pistolas. Yo entonces me
puse de espaldas a los de seguridad con las manos levantadas, para que la gente
se detuviera y no hubiera violencia. No fue una acción meditada, sino un
resorte. Había un tipo de violencia explícita que no quería que formara parte
de mi vida. Así que cuando al partido se le ocurrió la idea de meterse en los
nuevos movimientos sociales, yo me impliqué directamente en paz y ecología ya
en España. Ese fue el origen.
¿Y cómo llegaste a fundar
Gernika Gogoratuz?
Viviendo en Euskadi, a mí me
atraía mucho Gernika, me parecía que allí había un símbolo de paz con una
potencia enorme y donde podía entrar todo el mundo. En el interior de los
símbolos se alberga mucha fuerza: no son cosas que sólo estén en el cielo, sino
que forman parte de la tierra. A mediados de los ochenta yo andaba muy cansado
de estar siempre en la otra orilla, siempre en un movimiento “contra” algo,
opuesto a todas las instituciones. Así que presenté con un grupo de gente una
propuesta de proyecto para un centro que se iba a abrir en Gernika para
recordar el infausto suceso. Me ofreció la posibilidad Joseba Arregui, por
entonces portavoz del Gobierno Vasco y Consejero de Cultura, a quien conocí a
través de mi mujer, Frauke, que era muy amiga de la suya. Yo le dije a Arregui
dos cosas. Por un lado, que íbamos a ser dependientes de las instituciones
vascas, pero que queríamos ser independientes en la toma de decisiones. Él me
respondió: “si es un centro con vinculación política no se lo cree nadie, tiene
que ser un centro de la sociedad civil”. Así que mientras estuvo amparado por
Joseba Arregi, pudimos experimentar tranquilamente, sin tutela. Lo otro que le
dije es “mira, yo estoy dispuesto a
trabajar el recuerdo, pero no para meterlo en el cajón del pasado, sino para
abrirlo al futuro, a un horizonte de paz en convivencia”. De ese modo creo
que el recuerdo tiene una fuerza nueva. “Gogoratuz” en euskera significa
recordar, pero al mismo tiempo comprometerse a algo y también reflexionar. Un
poco lo que Hegel designaba con la palabra “aufheben”
(superación que conserva). Yo siempre decía “es como Hegel, pero más vital”.
Pronto nos dimos cuenta de que Gernika era un símbolo con mucha fuerza, bien
apoyado por su gente y su ayuntamiento, pero sin base histórica. Porque la
historia del bombardeo era la historia sacada de las declaraciones de los
pilotos alemanes y del diario que escribió el comandante Wolfram Von
Richthofen. Entonces lanzamos el proyecto de recoger los testimonios orales de
los supervivientes para contar la historia de otro modo, desde abajo. Una
iniciativa bien bonita, donde aprendí mucho sobre la fuerza del recuerdo.
¿Cómo defines la paz?
La paz tiene dos caras
entrelazadas e inseparables pero distintas. Varios expertos (Johan Galtung,
Adam Curle, etc.) llaman a una cara paz positiva y a la otra paz negativa. Para
definir la paz negativa, arrancan de Kant y su famoso ensayo sobre la paz
perpetua. Allí Kant dice que la paz no es sólo ausencia de guerra, sino también
ausencia de la amenaza de guerra. Pero Kant sólo considera lo que ocurre entre
Estados y deja fuera lo que pasa dentro de una sociedad, dentro de cada casa.
Después de un viaje a Gambia, Adam Curle vio claramente cómo el bienestar de
unas vidas puede destruir otras vidas y se dijo que eso había que incluirlo
también en el concepto de violencia. La paz negativa es también superadora de
eso. Galtung dibujó lo que llamaba un “triángulo de las violencias”: hay
violencia directa, estructural y cultural. La violencia directa es la que tiene
un actor claro que ejerce la violencia. La
violencia estructural es mucho más anónima: vives bajo una estructura que
mejora la vida de unos mientras empeora la de otros. Por ejemplo, en una
familia puede haber amor, pero en Roma el pater familias podía matar o vender como esclavos a
la mujer y a los hijos. Fíjate dentro de qué estructuras se establece ese amor,
estructuras violentas y asimétricas. El cariño y las manifestaciones del amor
pueden darse, pero como acto, no tienen estructura que las proteja. Y por
último, la violencia cultural es por ejemplo la que va señalando blancos sobre
los que disparar (clichés peyorativos como “sudaca”) o la naturalización de las
jerarquías a las que se refería Mandela en su autobiografía cuando recuerda que
los negros bajo el apartheid llamaban “papá” y “mamá” a los amos
blancos. Así que el concepto de paz negativa se ha ido abriendo desde Kant para
incorporar otras violencias que circulan en el seno de la sociedad: ya no sólo
relaciones dañinas, sino también estructuras que las sostienen o culturas que
las alientan. Es un gran avance.
Pero esa es sólo una cara…
En la comunidad de investigadores
más o menos hay acuerdo en que la paz negativa consiste en rechazar la
violencia y la guerra. Pero lo que yo no veo son muchos acercamientos a la otra
cara de la paz, la paz positiva. Las más de las veces no se recoge entera, bien
definida. Creo que todavía impera el punto de vista dialéctico: la violencia es
el No a la vida, por tanto el No a la violencia es el Sí a la vida. Sobre este
“pasodoble del No”, como yo le digo, hay grandes construcciones, desde Hegel a
la Escuela de Frankfurt… O el mismo Marx cuando en el Manifiesto dice “el obrero no tiene patria, no
tiene religión, no tiene familia, por tanto encarna al género humano”. Es el No
a las especificidades que son el No al género humano. Durante al menos 150
años, la generosidad de mucha gente se ha entregado a esta fórmula: el No al No
para llegar al Sí. Pero yo creo que esa clave está exhausta, en muchos sitios
con el No ya no se avanza más. O se genera simplemente un espacio de justicia
donde una vida no daña a otra, pero lo ocupa rápidamente el homo
económicus que es
estrecho de pecho, sólo se interesa por su propia vida individual y hace bien a
otro sólo en la medida en que le trae cuenta. Lo define con mucha gracia Kant
cuando dice que un mundo poblado por diablos viviría en paz, porque serán malos
pero no tontos y se dan cuenta de que miran mejor por su propio interés
comerciando que haciendo la guerra.
¿Entonces?
Pues vayamos directamente al
Sí, a un Sí que no tiene que pasar por dos NO. La paz positiva es este Sí a la
vida. Pero a una vida ancha, que quiere vivir y vive compartiendo con otros.
Hay paz positiva en una sociedad allí donde cada vida da y recibe vida más allá
de balances contables, donde hay estructuras que sostienen ese tejido cálido y
una cultura que alienta compartir afectos y actos. Donde cada vida sufre lo que te toca
sufrir, pero está bañada por la alegría de convivir y abierta a un horizonte de
reconciliación. Así, la paz, que
ya rechaza la violencia con su cara negativa, además la trasciende. Llega a una
vida ancha, abierta y compartida donde no lleva el simple encadenamiento de
Noes.
Curiosamente, para esa cara
de la paz hay una palabra que algunos de vosotros conocéis, viene de Africa del
Sur y la usa Nelson Mandela: “Ubuntu”. Desmond Tutu la define así: “Una persona
con ubuntu es abierta y está disponible para los demás, respalda a los demás,
no se siente amenazado cuando otros son capaces y son buenos en algo, porque
está seguro de sí mismo ya que sabe que pertenece a una gran totalidad, que se
decrece cuando otras personas son humilladas o menospreciadas, cuando otros son
torturados u oprimidos.”.
¿Qué significa una paz que
trasciende la violencia?
Trasciende porque simplemente sucede sin que
tenga que haber violencia alrededor: que una madre de el pecho al niño es tan
evidente que en ninguna historia del mundo aparece cuánto dieron de mamar las
madres, en todo caso cuántas madres mataron y violaron en las guerras… Eso no
se considera como paz, se considera como algo bueno, pero aparte. Pero a mí lo
que me interesa es que al hablar de paz eso vaya también dentro. Yo aprendí de
Adam Curle, un cuáquero que fue profesor en Harvard y luego estuvo al frente de
la escuela de paz en Bradford, que la
paz no es una cosa, sino una relación, un adjetivo. Hay relaciones de paz o
de hostilidad. Yo desde ahí desarrollo la idea de que las relaciones no son un
hilo, sino toda una madeja. Hay toda una madeja de relaciones. Toda relación es
un conjunto de relaciones. Y las vetas de guerra y de paz están juntas, un
resorte hace que salga una u otra, una relación u otra determina tu acto. La
relación no es un hilo, ni un alambre, sino una cosa con muchos dedos con la
que te estás tocando con otros. Todo lo que sea compartir y convivir en equidad
-entre personas de distintos sexos, edades, lenguas, instrucción, situación
legal o vínculos religiosos- promociona la paz en sus rasgos positivos. Una
necesidad humana es compartir y al hacerlo brota alegría, gozo, hay celebración
y fiesta, irradia la cara positiva de la paz. Aquí la paz resulta difícil de
ver porque está demasiado a la vista, en otras ocasiones porque está oculta
bajo la violencia…
¿A qué te refieres?
La cultura de guerra es hoy
aún dominante y controla la comunicación. La violencia llama más la atención,
es más espectacular, deja en sombra a la paz positiva. Por ejemplo, ¿qué
sabemos de Serbia, de Colombia o de Guatemala? Que allí hay mucha violencia.
Bien, es cierto. Pero si lo medimos todo por el grado de violencia, se nos
escapa toda la dimensión de paz positiva, cómo la gente abre sus vidas a otros.
Y hay muchísima en cada uno de esos lugares, como también, dicho sea de paso,
en Euskadi. “Colombia muere cada noche y resucita cada mañana”, es una frase
hecha allí. Una vez un cura de Medellín dijo que había que ver la ternura que
existe en las bandas de jóvenes: una violencia hacia afuera terrible, pero una
lealtad, una solidaridad, una entrega y una ternura increíbles en el seno de
las bandas, que es la que les falta en sus familias. Lo que ocurre luego es que
esa vida compartida sufre un vuelco terrible en la frontera hacia lo que se
rechaza y finalmente desgarra también la paz dentro. El reto es cómo construir
la paz sin una frontera dura, con materiales más porosos e incluyentes.
¿Cómo sacar a la luz esa paz
positiva?
La memoria histórica puede
ser, dando un paso más, una educadora de gran fuerza, tanto para la guerra como
para la paz, según lo que recuerde. Desde hace unos 10 años está siendo más y
más evocada y reactivada en Euskadi, en el conjunto de España y en Europa,
particularmente en el centro y el este. Estas construcciones de memoria
histórica sacan a la luz y resaltan las más atroces violencias, sanguinarias,
opresoras, aterradoras. Al hacerlo desde el rechazo y la condena invitan al
“nunca más” y son paz negativa, bien necesaria. Los recuerdos van saliendo por
capas. Ahora está saliendo la memoria de cómo nos mintieron, qué crímenes
cometieron, cuánto sufrimiento nos han causado, etc. Pero hay una capa más
profunda que puede salir, porque bajo la memoria del régimen de violencia se
encuentra escondido, olvidado por muchos y recordado por pocos, un sinnúmero de
acciones de paz positiva.
¿En qué piensas?
Entre otras cosas, me refiero
aquí a lo que en Gernika Gogoratuz llamábamos “semillas de reconciliación”, es
decir, a acciones de la persona de un bando que, desobedeciendo la disciplina
que ese bando impone, echa una mano de ayuda, muchas veces salvadora, a una
persona del bando enemigo en gran necesidad o peligro.
Cuando fui al 50 aniversario
del bombardeo de Dresde, vino alguien de Polonia y contó que habían publicado
un libro que se llama Los doce justos. La palabra
“justo” es judía. Por ejemplo, a Schindler le nombraron “justo”. Y contaban
doce casos distintos. Hay un preso en la cárcel y su mujer va y le pregunta al
guardián cómo está su marido, él dice que no la puede contestar pero luego le
cuenta que su marido está bien. Ella le pasa algo de medicina y el guardián se
la da al marido, rompiendo su disciplina. Esa paz positiva está oculta porque
es una respuesta que sale desde abajo de la situación y no se puede hacer
pública, porque se lo cargan.
Además, como la cultura de
guerra es dominante, alguien puede contar la historia de que en el Jarama venía
un tanque de Franco, se subió a la torreta, le echó un bidón de gasolina y el
tanque explotó. El bueno es bueno, el malo es malo, todo está claro. Pero no es
tan fácil contar que a ti te iban a llevar a un pelotón de ejecución y un
oficial falangista que te había pedido un pitillo hacía seis meses estaba allí
y dijo: “este es tonto, sabe arreglar motores, ya le doy yo su merecido,
dejádmelo a mí”, dejándote luego escapar.
En una descripción histórica
la violencia siempre llama más la atención. En el caso tan conocido de Anna
Frank, se sabe que hubo unos que sabían que se escondía y lo denunciaron,
muriendo ella finalmente en un campo de concentración. Pero durante años hubo
otros que la escondieron, le dieron comida, jugándose la vida, pero eso no
resalta. Lo que resalta es que un día entró la Gestapo y se la llevó.
Nuestra sociedad y todas las
sociedades de Europa están plagadas por infinitas acciones de ese tipo, cuyo
recuerdo se atesora escondido durante varias generaciones en la intimidad de la
familia, pero que no se hace público, no queda recogido en una memoria
histórica ni forma parte de la historia oficial, falta en los libros de texto y
apenas se recrea en manifestaciones artísticas. Con esa ausencia la memoria
histórica no puede educar más que a medias para la paz. Esa es otra gran
asignatura pendiente: hacer la historia de la guerra civil y de la posguerra
desde el punto de vista de las semillas de reconciliación.
¿Desde esos gestos de hacerse
amigo del enemigo?
No es exactamente el enemigo,
sino alguien que desde el bando enemigo está rompiendo sus leyes. Fíjate en el
ejemplo de Mandela, él decía: para reconciliarme, para que los negros nos
reconciliemos con los blancos, el apartheid tiene que desaparecer. Os damos la
mano, pero tenéis que tirar abajo la estructura que nos divide, primero
tirarla. Ahora, individualmente uno se puede reconciliar con alguien que está
en el bando contrario, si ambos están luchando para que caiga esa estructura.
Mandela se reconcilió con un carcelero antes de que cayera el apartheid,
porque ambos estaban contra él, el carcelero era un traidor a su bando. A
Mandela le reprochaban que todavía en la cárcel dijera a los blancos: yo no
quiero que os vayáis de África del Sur, lo que quiero es que nos miremos a los
ojos a la misma altura. Su sobrino que era un líder del movimiento Black
consciousness formaba
parte de un grupo exclusivamente de negros y se oponían a Mandela. Pero
tengamos en cuenta que Mandela fue quien tramó, decidió y empezó la lucha
armada. Y decía: “esto es terrible porque la sangre de la guerra Boer aún
impide la reconciliación, pero no hay otra”. Y cuando vinieron de Norteamérica
diciéndole: “Luther King ha respondido de forma distinta que usted”, Mandela
contestaba: “porque vive en un país distinto que yo”. Es algo muy duro, no
conozco a un pacifista que se atreva a decir eso. La gran enseñanza de Mandela no es que hay que ser no violento, sino
que se trata de abrir una vía en todo lo que haces para dejar lugar en el
futuro a una reconciliación en la que uno no esté por encima del otro. Si
al final sólo se reconcilian los no violentos con los no violentos, pues ¡vaya
birria de reconciliación es esa, sólo entre santos varones!
En el fondo, estas “semillas
de reconciliación” son sólo la capa heroica y más dramática del conjunto de
vida compartida calladamente día a día entre personas atadas por fidelidades a
grupos o bandos enfrentados o distantes entre sí. Basta con comparar Euskadi
con Irlanda del Norte para darse cuenta de la mucha paz positiva que ya hay
entre nosotros.
¿La gente que ha sufrido
violencia directamente puede ver, valorar o promover esta paz positiva?
Es precisamente de ella de
quien lo he aprendido. Pienso por ejemplo cuánto significa para la gente de Mañana en Paz (víctimas del 11-S) o de la Asociación 11-M sentir cómo otros se
les unen cuando ha pasado algo tan tremendo. Ese abrazo social que dice
“estamos todos contigo” es paz positiva, paz de vidas engarzadas. A mí me gusta
mucho usar la metáfora de la respiración: la paz como un viaje de ida y vuelta
hacia dentro y hacia afuera. No creo eso de que primero hay que buscar la paz
interior y luego llevarla fuera. Mi amigo Jesús Abril, de la Asociación 11-M,
dice: “a mí me han matado a un hijo y me han quitado la paz”. Yo lo entiendo:
te haces tantos reproches a ti mismo si te han matado a un hijo que eso te
rompe la paz, ¿por qué ha pasado esto, por qué a mí? Pero luego Jesús dice:
“precisamente por eso busco construir la paz junto a otros, porque no la tengo
dentro”. Toma ya, ¡diles tu eso a tantos budistas que hay por ahí! Es un giro
maravilloso desde su propia realidad.
¿Esa dimensión de la paz está
reservada a gente excepcional?
En Colombia se critica mucho
la reconciliación forzada, que se piensa sobre todo en claves cristianas de
perdón y arrepentimiento, y yo estoy de acuerdo. No somos santos. Hoy en día se
ve muy mal la venganza, como algo ruin y depravado. Pero cuando la violencia te
rompe las defensas que protegen lo más íntimo y querido, te arrebata la paz
interior. Parece que el mundo se ha desequilibrado y que para ponerlo de nuevo
en orden hay que hacer lo mismo pero para el otro lado. No hay que negar esa
sensación, yo creo que muchas veces es necesario recorrer el trayecto de la
venganza. Pero mucha gente que recorre el trayecto de la venganza o la búsqueda
de castigo queda al final insatisfecha, incluso si al asesino le ha caído la
pena máxima. Porque nadie te devuelve al hijo que perdiste. Entonces puede aflorar
la idea de paz positiva, de transformar el dolor en movimiento
por una paz reconciliadora de justicia y convivencia.
Por último, explícame qué es
la justicia restaurativa.
En la modernidad, las
instituciones y el Estado se sitúan por encima de la sociedad. No es la
sociedad quien ejerce directamente la justicia. Los tres poderes, base del
Estado moderno, no están inmersos en la sociedad, sino que sitúan encima. Pero
en el mundo de la mediación siempre ha habido voces que recuerdan que en las
sociedades “primitivas” existe hace muchísimo otro tipo de justicia: la
justicia restaurativa. Es una justicia escasamente punitiva orientada a la
restauración del tejido social de vida compartida dañado al cometerse un
crimen, que atribuye no sólo al delincuente, sino a la misma sociedad, que se
hace responsable de su restauración. Esta justicia restaurativa es
reconciliadora y está imbricada con la paz ante todo por su cara positiva. En
Colombia existen los “amigables componedores”. Cuando hay un conflicto entre
dos lugares, cada lugar elije a dos del otro lugar en los que tiene confianza,
se juntan así cuatro personas con el compromiso de llegar a algo que sea bueno
para ambos sitios. Es una forma de hacer justicia que está mucho más inscrita
en la sociedad. En Suráfrica existen los “tribunales de garaje”, donde el juez
no es quien sentencia con la información que dan las partes, sino quien avala
la solución que las partes han encontrado tras intercambio de información y
propuestas. Pero también hay que tener en cuenta que una sociedad resentida,
desorientada y que se siente impotente puede dar a luz sentencias muy
demagógicas.
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