Capitalismo, empleo y naturaleza
Daniel Tanuro
Lunes 21 de marzo de 2016
El mundo
sueña con una cosa de la que le bastaría tomar conciencia para poseerla
realmente (Karl Marx, carta a Arnold
Ruge)
Existen varias
definiciones posibles del capitalismo. Desde el punto de vista de los y las
explotadas, el capitalismo es ese sistema en el que los recursos de la tierra
que nos aseguran la subsistencia han sido monopolizados por una minoría que
posee también los demás medios de producción. Así, para vivir, la mayoría no
tiene más remedio que vender su fuerza de trabajo, más remedio que venderse, de
hecho. Por tanto, depende completamente de los propietarios, está alienada de
la producción de su existencia, es decir, a fin de cuentas, alienada de su
humanidad. Los propietarios compran la fuerza de trabajo, o no, por un tiempo
determinado a cambio de un salario. Aparentemente, la transacción es justa…
salvo por el hecho de que el valor de la fuerza de trabajo (el salario) es
inferior al valor del trabajo realizado. La diferencia constituye el beneficio.
La eficacia de esta forma de explotación del trabajo carece de precedentes
históricos. En particular, es claramente superior a las del vasallaje y del
esclavismo, dos modos de producción en los que la explotación era plenamente
transparente y saltaba a la vista.
Desde el punto de
vista de la riqueza social, el capitalismo se define como una producción
generalizada de mercancías destinadas a satisfacer cada vez más necesidades
humanas a una escala que se amplía sin cesar. Que esas necesidades sean reales
o no, que “tengan su origen en el estómago o en la fantasía”, que esta sea una
creación o no del capital para dar salidas al productivismo, todo esto no
cambia nada la cuestión. Propia del sistema, la acumulación de bienes de
producción y de consumo es fenomenal y carece de precedentes históricos. Su
motor es la competencia por el beneficio: so pena de sucumbir económicamente,
cada propietario de capital está obligado a tratar continuamente de incrementar
la productividad del trabajo explotado, y por tanto a sustituir a los
trabajadores y trabajadoras por máquinas.
Desde la invención
de la máquina de vapor por James Watt, esta dinámica de mecanización y de
acumulación no ha hecho más que acentuarse. No podría ser de otra manera, pues
todo avance de la mecanización reduce la parte proporcional del trabajo humano,
y por tanto la cantidad de valor creado y la tasa de beneficio. Gran
contradicción del capitalismo, la caída tendencial de la tasa de beneficio no
puede compensarse con el aumento de la masa de beneficios, es decir, con el
incremento de la producción, por un lado, y con el incremento de la tasa de
explotación –trabajo no pagado– por otro. Por tanto, el sistema se mueve por sí
mismo hacia la regresión social y la destrucción medioambiental.
El capitalismo,
un sistema “sin suelo”
Su lógica “crecentista”
también permite definir el capitalismo desde el punto de vista de sus
relaciones con la naturaleza. Las sociedades anteriores en la historia
estuvieron basadas directamente en la productividad natural. En esas
sociedades, un eventual traspaso de los límites ecológicos solo podía ser
temporal, y se pagaba al contado. Ensanchar esos límites solo era posible
mejorando los conocimientos y las técnicas agrícolas (por ejemplo, el
descubrimiento de que las leguminosas son un “abono verde” porque fijan el
nitrógeno del aire en el suelo). Con el capitalismo, la cosa cambia. Gracias a
la industria y la tecnología (la ciencia aplicada a la producción), puede
ampliar los límites artificialmente, sustituyendo los recursos naturales por
productos químicos.
El capitalismo
tiende, por decirlo así, a desarrollarse “al margen del suelo”. Un ejemplo
evidente es la ruptura del ciclo de los nutrientes debido a la urbanización
capitalista en el siglo XIX: la pérdida de fertilidad resultante pudo
compensarse gracias a la invención de los abonos de síntesis, y esto sigue
funcionando hoy en día. Sin embargo, está claro que las posibilidades de
desarrollo al margen del suelo no son ilimitadas. Pronto o tarde, el sistema se
enredará en el antagonismo entre su bulimia de crecimiento y el carácter finito
de los recursos. El choque será duro, ya que los problemas se acumulan a fuerza
de aplazarlos y torearlos. Una salida capitalista al desafío del calentamiento
global es más difícil de encontrar que una solución al agotamiento de los
suelos. Máxime cuando la situación es gravísima: se ha tardado tanto que para
salvar el clima ya no bastará con reducir las emisiones de gases de efecto
invernadero, sino que, además, habrá que retirar dióxido de carbono de la
atmósfera. Deducir de ello que el capitalismo se hunde es un poco precipitado;
al contrario, la amenaza de un capitalismo bárbaro es muy real.
Combinar los tres
puntos de vista permite calibrar la gran dificultad a que se enfrentan las
luchas ecologistas. Ni que decir tiene que estas luchas son por definición
sociales: los atentados al medio ambiente afectan más que nada a los explotados
y oprimidos, que son los que menos responsabilidades tienen. La catástrofe
climática amenaza la existencia de cientos de millones de personas. Algunas son
conscientes y pasan a la acción, pero el grado de compromiso varía mucho según
los grupos sociales: los campesinos y los pueblos indígenas se encuentran en
primera línea y las mujeres son especialmente activas; los trabajadores, en
general, se mantienen a la expectativa.
El mundo del
trabajo, baza estratégica
Esta actitud de
los trabajadores supone una traba enorme: cuando la clase obrera podría
paralizar la maquinaria de destrucción capitalista, prestando así un servicio
inmenso a la humanidad y a la naturaleza, parece estar, por el contrario,
paralizada en su función al servicio de la maquinaria. La explicación es
simple: la existencia de los trabajadores depende de su salario, su salario
depende de su empleabilidad por el capital y su empleabilidad por el capital
depende del crecimiento. Sin crecimiento, la mecanización incrementa el paro,
las relaciones de fuerzas se degradan y la capacidad sindical de defender lo
salarios o los derechos sociales disminuye. Hoy en día nos encontramos
precisamente en esta situación: los sindicatos están a la defensiva,
desestabilizados por el paro masivo y por la globalización.
Los campesinos
poseen sus medios de producción, en su totalidad o en parte, y los pueblos
indígenas producen su sustento en relación directa con la naturaleza; los
trabajadores, en cambio, no tienen ninguna posibilidad equivalente. Sería
demasiado fácil, y francamente estaría fuera de lugar, deducir de ello que los
trabajadores son servidores del productivismo. Consumen, desde luego, y los más
aventajados consumen de una manera ecológicamente insostenible, pero ¿es suya
la culpa? ¿Acaso el frenesí consumista no es más bien fruto de la ilusión
monetaria que hace que todo parezca estar al alcance de todos? ¿Acaso esta no
funciona como compensación miserable de la miseria de relaciones humanas en
esta sociedad mercantil? Muchos trabajadores son conscientes y están inquietos
ante las amenazas ecológicas que planean sobre sus cabezas y de las de sus
hijos. Muchos aspiran a un cambio que les permita vivir bien y cuidando el
medio ambiente. Pero ¿qué hacer? Y ¿cómo hacerlo? Esta es la cuestión.
En un mundo cada
vez más urbanizado, si queremos ganar la batalla ecológica, es estratégicamente
importante ayudar al mundo del trabajo a responder a estas preguntas. No se
trata solamente de que los trabajadores participen en las movilizaciones por el
medio ambiente. Para que esta participación tenga la máxima repercusión, es
preciso que estén presentes colectivamente, en su calidad de productores.
También es necesario que los trabajadores planteen la cuestión ecológica en las
fábricas, las oficinas y los demás lugares de trabajo, como productores. Como
hacen los campesinos y los pueblos indígenas. Esto solamente es posible en el
marco de una estrategia que unifique las luchas medioambientales y sociales
para que confluyen en un mismo combate. Esto exige, 1º) una comprensión
correcta de la fuerza destructiva del capitalismo; 2º) la perspectiva de una
sociedad distinta, ecosocialista; y 3°) un programa de luchas y de
reivindicaciones que responda tanto a las necesidades medioambientales como a
las necesidades sociales, dando a cada uno y cada una la posibilidad de vivir
dignamente desempeñando una actividad útil para la colectividad.
¿Un compromiso
con el capitalismo verde?
Con algunas
excepciones, el movimiento sindical ha comprendido la necesidad de afrontar la
cuestión ecológica. La Confederación Sindical Internacional (CSI) se esfuerza
por concienciar a sus miembros. En su segundo congreso (Vancouver 2010) adoptó
una resolución sobre el cambio climático. Este texto afirma que la lucha contra
el calentamiento del planeta es un asunto sindical, reclama un acuerdo
internacional para no sobrepasar los 2 °C, respalda el principio de
responsabilidades comunes, pero diferenciadas, del Norte y del Sur, insiste en
los derechos de las mujeres y reivindica una “transición justa” para el mundo
del trabajo…
Sin embargo, trata
la cuestión clave del empleo de forma ambigua. En efecto, la CSI cree que el
capitalismo verde conducirá al crecimiento y a la creación de “puestos de
trabajo verdes”. Por consiguiente, se declara dispuesta a colaborar en la
transición, a condición de que la factura para el mundo del trabajo sea
limitada y de que se ofrezca una reconversión a los sectores condenados. De
paso, la CSI considera “verdes” unos puestos de trabajo que no lo son en
absoluto: en la captura-secuestro del carbono, en la distribución de productos
“etiquetados” de los bosques y de la pesca “sostenible” (cuando sabemos que
esas etiquetas son un fraude), en la gestión de los mecanismos de compensación
forestal de las emisiones (REDD+), en la plantación de árboles en régimen de
monocultivo y en las energías “bajas en carbono” (¿incluida la nuclear?).
Reflejo de esta
ambigüedad, la resolución de Vancouver estima que la “transición justa” debe
proteger la competitividad de las empresas. Está claro: la CSI cree que es
posible salvar el clima sin poner en tela de juicio la lógica productivista.
Peor aún: no ve otro medio que el crecimiento para combatir el paro. Esto va
tan lejos que el secretario general de la CSI es miembro de la “Comisión Global
de Economía y Clima”, un órgano influyente presidido por Nicholas Stern. El informe
de esta comisión (“Better Growth, Better Climate”) desgrana medidas
neoliberales que permiten realizar apenas un poco más del 50 % de la reducción
necesaria de las emisiones para no sobrepasar los 2 °C. Stern es coherente:
para evitar “costes excesivos”, su informe de 2006 preconizaba una
estabilización del clima en 550 ppm CO2 eq, que suponen un recalentamiento
superior a 3°C de aquí al final del siglo. La CSI no lo es.
Al ponerse a
remolque del capitalismo verde, el movimiento sindical corre el riesgo de
convertirse en cómplice de crímenes climáticos de gran amplitud, cuyas víctimas
serán los pobres. Es distinta la vía que habría que tomar. Es la que se ve en
las prácticas de empresas recuperadas, en Argentina y otros sitios. En RimaFlow
(Milán) o Fralib (Marsella), los trabajadores en lucha por el empleo tratan
espontáneamente de producir para las necesidades sociales respetando los
imperativos ecológicos. Ciertos elementos de una alternativa se hallan en las
posiciones de la red “Trade Unions for Energy Democracy” (TUED), que propone en
particular que el sector energético pase a manos de la colectividad.
Frente al
capitalismo en crisis y al problema climático, es ilusorio esperar que se
supere el desempleo mediante un compromiso con el “crecimiento”. Por el
contrario, la única estrategia coherente para conciliar lo social y lo
ecológico implica cuestionar de forma radical el productivismo y, por tanto, el
capitalismo. Se trata de salir de ese marco, en particular insistiendo en
cuatro ejes: la colaboración con los campesinos frente a la agroindustria y la
gran distribución; la expropiación del sector financiero (muy imbricado en el
sector energético); el desarrollo del sector público (transportes colectivos,
aislamiento de los edificios, cuidados del ecosistema…), y la reducción radical
de la jornada de trabajo media jornada) sin pérdida del salario, con
contratación compensatoria y disminución de los ritmos.
Más allá de las
montañas de pantallas planas, de teléfonos inteligentes, más allá de los coches
de alta tecnología y de los viajes todo incluido, más allá de esos sonajeros
que se agitan para distraerle de su explotación, el mundo del trabajo percibe
muy bien, en el fondo, que su interés fundamental, su porvenir y el de sus
hijos, no radica en hacer girar el engranaje destructivo del capital, sino, por
el contrario, en quebrarlo. La práctica social es la única que puede
transformar esta percepción difusa en conciencia y organización. ¡Actuemos!
24/02/2016
Traducción: VIENTO
SUR
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