domingo, 27 de marzo de 2016

SALIR DEL ENGRANAJE DESTRUCTIVO DEL CAPITALISMO





Capitalismo, empleo y naturaleza

Daniel Tanuro
Lunes 21 de marzo de 2016

El mundo sueña con una cosa de la que le bastaría tomar conciencia para poseerla realmente (Karl Marx, carta a Arnold Ruge)

Existen varias definiciones posibles del capitalismo. Desde el punto de vista de los y las explotadas, el capitalismo es ese sistema en el que los recursos de la tierra que nos aseguran la subsistencia han sido monopolizados por una minoría que posee también los demás medios de producción. Así, para vivir, la mayoría no tiene más remedio que vender su fuerza de trabajo, más remedio que venderse, de hecho. Por tanto, depende completamente de los propietarios, está alienada de la producción de su existencia, es decir, a fin de cuentas, alienada de su humanidad. Los propietarios compran la fuerza de trabajo, o no, por un tiempo determinado a cambio de un salario. Aparentemente, la transacción es justa… salvo por el hecho de que el valor de la fuerza de trabajo (el salario) es inferior al valor del trabajo realizado. La diferencia constituye el beneficio. La eficacia de esta forma de explotación del trabajo carece de precedentes históricos. En particular, es claramente superior a las del vasallaje y del esclavismo, dos modos de producción en los que la explotación era plenamente transparente y saltaba a la vista.

Desde el punto de vista de la riqueza social, el capitalismo se define como una producción generalizada de mercancías destinadas a satisfacer cada vez más necesidades humanas a una escala que se amplía sin cesar. Que esas necesidades sean reales o no, que “tengan su origen en el estómago o en la fantasía”, que esta sea una creación o no del capital para dar salidas al productivismo, todo esto no cambia nada la cuestión. Propia del sistema, la acumulación de bienes de producción y de consumo es fenomenal y carece de precedentes históricos. Su motor es la competencia por el beneficio: so pena de sucumbir económicamente, cada propietario de capital está obligado a tratar continuamente de incrementar la productividad del trabajo explotado, y por tanto a sustituir a los trabajadores y trabajadoras por máquinas.

Desde la invención de la máquina de vapor por James Watt, esta dinámica de mecanización y de acumulación no ha hecho más que acentuarse. No podría ser de otra manera, pues todo avance de la mecanización reduce la parte proporcional del trabajo humano, y por tanto la cantidad de valor creado y la tasa de beneficio. Gran contradicción del capitalismo, la caída tendencial de la tasa de beneficio no puede compensarse con el aumento de la masa de beneficios, es decir, con el incremento de la producción, por un lado, y con el incremento de la tasa de explotación –trabajo no pagado– por otro. Por tanto, el sistema se mueve por sí mismo hacia la regresión social y la destrucción medioambiental.

El capitalismo, un sistema “sin suelo”

Su lógica “crecentista” también permite definir el capitalismo desde el punto de vista de sus relaciones con la naturaleza. Las sociedades anteriores en la historia estuvieron basadas directamente en la productividad natural. En esas sociedades, un eventual traspaso de los límites ecológicos solo podía ser temporal, y se pagaba al contado. Ensanchar esos límites solo era posible mejorando los conocimientos y las técnicas agrícolas (por ejemplo, el descubrimiento de que las leguminosas son un “abono verde” porque fijan el nitrógeno del aire en el suelo). Con el capitalismo, la cosa cambia. Gracias a la industria y la tecnología (la ciencia aplicada a la producción), puede ampliar los límites artificialmente, sustituyendo los recursos naturales por productos químicos.

El capitalismo tiende, por decirlo así, a desarrollarse “al margen del suelo”. Un ejemplo evidente es la ruptura del ciclo de los nutrientes debido a la urbanización capitalista en el siglo XIX: la pérdida de fertilidad resultante pudo compensarse gracias a la invención de los abonos de síntesis, y esto sigue funcionando hoy en día. Sin embargo, está claro que las posibilidades de desarrollo al margen del suelo no son ilimitadas. Pronto o tarde, el sistema se enredará en el antagonismo entre su bulimia de crecimiento y el carácter finito de los recursos. El choque será duro, ya que los problemas se acumulan a fuerza de aplazarlos y torearlos. Una salida capitalista al desafío del calentamiento global es más difícil de encontrar que una solución al agotamiento de los suelos. Máxime cuando la situación es gravísima: se ha tardado tanto que para salvar el clima ya no bastará con reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, sino que, además, habrá que retirar dióxido de carbono de la atmósfera. Deducir de ello que el capitalismo se hunde es un poco precipitado; al contrario, la amenaza de un capitalismo bárbaro es muy real.

Combinar los tres puntos de vista permite calibrar la gran dificultad a que se enfrentan las luchas ecologistas. Ni que decir tiene que estas luchas son por definición sociales: los atentados al medio ambiente afectan más que nada a los explotados y oprimidos, que son los que menos responsabilidades tienen. La catástrofe climática amenaza la existencia de cientos de millones de personas. Algunas son conscientes y pasan a la acción, pero el grado de compromiso varía mucho según los grupos sociales: los campesinos y los pueblos indígenas se encuentran en primera línea y las mujeres son especialmente activas; los trabajadores, en general, se mantienen a la expectativa.

El mundo del trabajo, baza estratégica

Esta actitud de los trabajadores supone una traba enorme: cuando la clase obrera podría paralizar la maquinaria de destrucción capitalista, prestando así un servicio inmenso a la humanidad y a la naturaleza, parece estar, por el contrario, paralizada en su función al servicio de la maquinaria. La explicación es simple: la existencia de los trabajadores depende de su salario, su salario depende de su empleabilidad por el capital y su empleabilidad por el capital depende del crecimiento. Sin crecimiento, la mecanización incrementa el paro, las relaciones de fuerzas se degradan y la capacidad sindical de defender lo salarios o los derechos sociales disminuye. Hoy en día nos encontramos precisamente en esta situación: los sindicatos están a la defensiva, desestabilizados por el paro masivo y por la globalización.

Los campesinos poseen sus medios de producción, en su totalidad o en parte, y los pueblos indígenas producen su sustento en relación directa con la naturaleza; los trabajadores, en cambio, no tienen ninguna posibilidad equivalente. Sería demasiado fácil, y francamente estaría fuera de lugar, deducir de ello que los trabajadores son servidores del productivismo. Consumen, desde luego, y los más aventajados consumen de una manera ecológicamente insostenible, pero ¿es suya la culpa? ¿Acaso el frenesí consumista no es más bien fruto de la ilusión monetaria que hace que todo parezca estar al alcance de todos? ¿Acaso esta no funciona como compensación miserable de la miseria de relaciones humanas en esta sociedad mercantil? Muchos trabajadores son conscientes y están inquietos ante las amenazas ecológicas que planean sobre sus cabezas y de las de sus hijos. Muchos aspiran a un cambio que les permita vivir bien y cuidando el medio ambiente. Pero ¿qué hacer? Y ¿cómo hacerlo? Esta es la cuestión.

En un mundo cada vez más urbanizado, si queremos ganar la batalla ecológica, es estratégicamente importante ayudar al mundo del trabajo a responder a estas preguntas. No se trata solamente de que los trabajadores participen en las movilizaciones por el medio ambiente. Para que esta participación tenga la máxima repercusión, es preciso que estén presentes colectivamente, en su calidad de productores. También es necesario que los trabajadores planteen la cuestión ecológica en las fábricas, las oficinas y los demás lugares de trabajo, como productores. Como hacen los campesinos y los pueblos indígenas. Esto solamente es posible en el marco de una estrategia que unifique las luchas medioambientales y sociales para que confluyen en un mismo combate. Esto exige, 1º) una comprensión correcta de la fuerza destructiva del capitalismo; 2º) la perspectiva de una sociedad distinta, ecosocialista; y 3°) un programa de luchas y de reivindicaciones que responda tanto a las necesidades medioambientales como a las necesidades sociales, dando a cada uno y cada una la posibilidad de vivir dignamente desempeñando una actividad útil para la colectividad.

¿Un compromiso con el capitalismo verde?

Con algunas excepciones, el movimiento sindical ha comprendido la necesidad de afrontar la cuestión ecológica. La Confederación Sindical Internacional (CSI) se esfuerza por concienciar a sus miembros. En su segundo congreso (Vancouver 2010) adoptó una resolución sobre el cambio climático. Este texto afirma que la lucha contra el calentamiento del planeta es un asunto sindical, reclama un acuerdo internacional para no sobrepasar los 2 °C, respalda el principio de responsabilidades comunes, pero diferenciadas, del Norte y del Sur, insiste en los derechos de las mujeres y reivindica una “transición justa” para el mundo del trabajo…

Sin embargo, trata la cuestión clave del empleo de forma ambigua. En efecto, la CSI cree que el capitalismo verde conducirá al crecimiento y a la creación de “puestos de trabajo verdes”. Por consiguiente, se declara dispuesta a colaborar en la transición, a condición de que la factura para el mundo del trabajo sea limitada y de que se ofrezca una reconversión a los sectores condenados. De paso, la CSI considera “verdes” unos puestos de trabajo que no lo son en absoluto: en la captura-secuestro del carbono, en la distribución de productos “etiquetados” de los bosques y de la pesca “sostenible” (cuando sabemos que esas etiquetas son un fraude), en la gestión de los mecanismos de compensación forestal de las emisiones (REDD+), en la plantación de árboles en régimen de monocultivo y en las energías “bajas en carbono” (¿incluida la nuclear?).

Reflejo de esta ambigüedad, la resolución de Vancouver estima que la “transición justa” debe proteger la competitividad de las empresas. Está claro: la CSI cree que es posible salvar el clima sin poner en tela de juicio la lógica productivista. Peor aún: no ve otro medio que el crecimiento para combatir el paro. Esto va tan lejos que el secretario general de la CSI es miembro de la “Comisión Global de Economía y Clima”, un órgano influyente presidido por Nicholas Stern. El informe de esta comisión (“Better Growth, Better Climate”) desgrana medidas neoliberales que permiten realizar apenas un poco más del 50 % de la reducción necesaria de las emisiones para no sobrepasar los 2 °C. Stern es coherente: para evitar “costes excesivos”, su informe de 2006 preconizaba una estabilización del clima en 550 ppm CO2 eq, que suponen un recalentamiento superior a 3°C de aquí al final del siglo. La CSI no lo es.

Al ponerse a remolque del capitalismo verde, el movimiento sindical corre el riesgo de convertirse en cómplice de crímenes climáticos de gran amplitud, cuyas víctimas serán los pobres. Es distinta la vía que habría que tomar. Es la que se ve en las prácticas de empresas recuperadas, en Argentina y otros sitios. En RimaFlow (Milán) o Fralib (Marsella), los trabajadores en lucha por el empleo tratan espontáneamente de producir para las necesidades sociales respetando los imperativos ecológicos. Ciertos elementos de una alternativa se hallan en las posiciones de la red “Trade Unions for Energy Democracy” (TUED), que propone en particular que el sector energético pase a manos de la colectividad.

Frente al capitalismo en crisis y al problema climático, es ilusorio esperar que se supere el desempleo mediante un compromiso con el “crecimiento”. Por el contrario, la única estrategia coherente para conciliar lo social y lo ecológico implica cuestionar de forma radical el productivismo y, por tanto, el capitalismo. Se trata de salir de ese marco, en particular insistiendo en cuatro ejes: la colaboración con los campesinos frente a la agroindustria y la gran distribución; la expropiación del sector financiero (muy imbricado en el sector energético); el desarrollo del sector público (transportes colectivos, aislamiento de los edificios, cuidados del ecosistema…), y la reducción radical de la jornada de trabajo media jornada) sin pérdida del salario, con contratación compensatoria y disminución de los ritmos.

Más allá de las montañas de pantallas planas, de teléfonos inteligentes, más allá de los coches de alta tecnología y de los viajes todo incluido, más allá de esos sonajeros que se agitan para distraerle de su explotación, el mundo del trabajo percibe muy bien, en el fondo, que su interés fundamental, su porvenir y el de sus hijos, no radica en hacer girar el engranaje destructivo del capital, sino, por el contrario, en quebrarlo. La práctica social es la única que puede transformar esta percepción difusa en conciencia y organización. ¡Actuemos!

24/02/2016
Traducción: VIENTO SUR

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