martes, 12 de julio de 2016

SINDICATO, MULTITUD Y COMUNIDAD (Segunda parte)






SINDICATO, MULTITUD Y COMUNIDAD
Movimientos sociales y formas de autonomía
política en Bolivia




I. La forma sindicato

La historia de la conformación de la condición de clase del proletariado urbano y minero en Bolivia durante el siglo XX es la historia del sindicato como modo de construcción de identidad
colectiva.

Para los trabajadores, principalmente mineros y fabriles, al menos durante cincuenta años (1940-1990), el sindicato fue la red organizativa de la identidad de clase y de la acumulación de la experiencia de clase, esto es, de su existencia movilizada como clase. Por lo general, las otras formas organizativas que compitieron para desempeñar este papel de condensador histórico de la subjetividad obrera, como los partidos políticos, fueron transitorias y superficiales; eran más un conglomerado de propagandistas externos, que desaparecían apenas la represión asomaba en el centro de trabajo. No fueron, pues, estructuras que lograron enraizarse en el habitat proletario, aunque su influencia cultural ciertamente ayudó a crear un lenguaje discursivo y, en parte, un imaginario colectivo. Con todo, la asimilación de la experiencia de clase vino exclusivamente por el lado del sindicato, pues los trabajadores, al final, sólo tenían a éste para afrontar la vida, la represión y la muerte. El sindicato ha sido el único lugar duradero para experimentar los avatares de la existencia colectiva; ha sido la única red de apoyo, amistad y solidaridad continua, y el auténtico lugar para asumirse como cuerpo colectivo. Lo que los trabajadores han hecho en la historia desde 1940 hasta 1990, ha sido bajo la forma sindicato: han luchado en él, han hecho una revolución (y eso no es poca cosa), han obtenido derechos, han conquistado salud y vivienda, han protegido a sus familias, han enterrado a sus muertos. De ahí su perdurabilidad y prioridad en la construcción de la memoria de clase obrera.

Varias fueron las formas previas de agregación laboral que desde finales del siglo XIX fueron surgiendo en empresas mineras, en pequeñas manufacturas y servicios, pero ninguna de ellas marcó con tanta fuerza la manera de mirarse y entregarse a la historia como el sindicato. Inicialmente, las cajas de socorro, mutuales, centros de estudio, ligas y federaciones fueron experiencias organizativas que durante los primeros treinta años del siglo XX emplearon una masa creciente de trabajadores, que había optado por la mercantilización de sus capacidades productivas como principal medio de obtención de medios de vida. Obreros asalariados, cajchas, artesanos autónomos, vendedores, cuentapropistas, que abandonaron la organización del ayllu o la hacienda, fundaron modos de protección y resistencia bajo lenguajes de tolerancia y rebelión que evocan una arraigada memoria agraria. En esos momentos, no es raro que la organización sea territorial, esto es, que abarque a personas de distintos oficios asentadas en una misma área geográfica. Proletarios, empleados, comerciantes y sastres participan de una misma organización, lo que le da una fuerza de movilización local; aunque con mayores posibilidades de que los intereses específicos de los asalariados queden diluidos en los de otros sectores, poseedores de mayor experiencia organizativa y manejo de los códigos del lenguaje legítimo.

El tránsito a la forma sindical no fue abrupto. Primero fueron los sindicatos de oficios varios, emergentes en los años veinte, que continuaban la tradición de agregación territorial; luego los sindicatos de ferroviarios, culinarios y mineros, que empezaron a segmentar la identidad colectiva por oficio y; por último, por centro de trabajo. Finalmente, después de la Guerra del Chaco, ésta será la forma predominante que adquirirá la organización laboral.

Se ha dicho que el surgimiento del sindicalismo estuvo fuertemente influido por la presencia de trabajadores de otros países, que transmitieron su experiencia a trabajadores bolivianos y de trabajadores bolivianos que se desplazaban por temporadas al norte de Chile y Argentina para emplearse como asalariados. Es probable que éste sea un factor coadyuvante, pero no decisivo, pues la composición organizativa de la condición social no es fruto de un hecho discursivo. Requiere de condiciones de posibilidad material capaces de ser gatilladas, despertadas por la memoria o el lenguaje.

En particular, consideramos que hay cuatro elementos que resultan decisivos para la consagración de la forma sindical, por encima de otras maneras de organización laboral:

a) Las características de los procesos de acumulación de capital y de consumo de la fuerza de trabajo que, por una parte, comienzan a concentrar enormes volúmenes de medios y fuerza de trabajo, para llevar adelante una producción "masiva".

Ciertamente, no son muchas las empresas que cumplirán estos
requisitos, pero las que sí lo hacen comenzarán a jugar un rol de primera línea en la conformación de la nueva experiencia sindical; en la autopercepción obrera de que ellos son "los que sostienen al país", por la cantidad, de recursos y dinero que dependen de su trabajo; y, ante todo, en el asentamiento de una cultura obrera que articula el trabajo, el lugar de vivienda, las celebraciones, los encuentros familiares y la descendencia.

Estos grandes centros de trabajo (Volcán, Soligno, Forno, Siglo XX-Catavi, Huanuni, Colquiri, Caracoles, Manaco, etc.), por sus características estructurales de concentración de enormes montos de inversión técnica y capital variable, se apoderan de una fuerza productiva organizativa, a saber, de la fuerza de masa, que permitirá elevar gratuitamente la productividad laboral frente a formas tradicionales y artesanales de la producción. Pero a la vez, esto ayudará a crear otra fuerza productiva asociativa del trabajo, la fuerza de masa obrera, resultante de la concentración en reducidos centros geográficos de enormes conglomerados obreros, portadores de las mismas condiciones laborales y, por tanto, asumir su número como un hecho social de fuerza movilizable.

Igualmente, estas enormes inversiones y concentraciones laborales, en la medida en que se harán cargo de los mayores índices de producción y generación de excedente económico, minero y fabril, complementarán esa autopercepción de fuerza colectiva obrera con una certeza estructural de su importancia económica que, asimilada como experiencia colectiva, se convertirá en la centralidad económica obrera, tan característica de la subjetividad proletaria del movimiento sindical. En este caso, la poca pero determinante subsunción real de los procesos de trabajo al capital[1]
es en realidad lo único moderno en el país, y lo que permitirá la formación de condiciones de posibilidad de las características del
movimiento obrero organizado.

b) La consolidación de un tipo de trabajador con contrato por tiempo indefinido, regular, necesario para aprender los nuevos y complejos sistemas laborales, y mantenerlos ininterrumpidamente en marcha. Los principales centros de trabajo fabril y minero no van a suplir al hábil artesano, portador personal del virtuosismo laboral, pero lo van a integrar en un sistema de trabajo industrial permanente, en lo que se ha denominado el obrero-artesano de industria. La manera contractual que permitió la retención de esta fuerza de trabajo virtuosa e imprescindible para poner en marcha la inversión maquinal, pero errante por sus hábitos artesanales y agrarios, fue el contrato por tiempo indefinido, tan característico del proletariado boliviano en general, y del proletariado desde los años cuarenta, convertido en fuerza de ley desde los años cincuenta. Este tipo de contrato aseguró la retención del obrero de oficio, de su saber, de su continuidad laboral y su adhesión a la empresa por largos períodos. De hecho, ésta fue una necesidad empresarial que permitió llevar adelante la efectividad de los cambios tecnológicos y organizativos dentro de la inversión capitalista de las grandes empresas, que requerían la presencia ininterrumpida de trabajadores disciplinados y adecuados para los requerimientos maquinales. Pero además, en la medida en que esta condición material se interioriza como experiencia colectiva obrera, permitirá crear una representación social del tiempo homogéneo y de prácticas acumulativas, que culminan un ciclo de vida obrero asentado en la jubilación y el apoyo de las nuevas generaciones.

El contrato por tiempo indefinido permite prever el porvenir individual en un devenir colectivo de largo aliento y, por tanto, permite comprometerse con ese porvenir y ese colectivo, porque sus logros podrán ser usufructuados en el tiempo. Estamos hablando de la construcción de un tiempo de clase, caracterizado por la previsibilidad, por un sentido de destino certero, y enraizamientos geográficos que habilitarán compromisos a largo plazo y osadías virtuosas en pos de un porvenir factible por el cual vale la pena luchar pues existe, es palpable.

Nadie lucha sin un mínimo de certidumbre de que se puede ganar, pero tampoco sin un mínimo de convicción de que sus frutos podrán ser aprovechados en el tiempo. El contrato por tiempo indefinido del obrero de oficio funda positivamente la creencia en un porvenir por el cual vale la pena luchar porque, al fin y al cabo, sólo se pelea por un futuro cuando se sabe que hay futuro.

Por tanto, este moderno obrero de oficio se presentará ante la historia como un sujeto condensado, portador de una temporalidad social específica y de una potencia narrativa de clase de largo aliento, sobre las cuales, precisamente, se levantarán las acciones autoafirmativas de clase más importantes del proletariado en el último siglo. La virtud histórica de estos obreros radicará, precisamente, en su capacidad de haber trabajado estas condiciones
de posibilidad material y simbólica para sus propios fines.

c) Existencia de un sistema de fidelidades internas, que permitirá convertir en un valor acumulable la asociación por centros de trabajo. Esto surgirá por la implantación de un procedimiento de ascensos laborales y promociones dentro de la empresa, basados en el ascenso por antigüedad, el aprendizaje práctico alrededor del maestro de oficio y la disciplina laboral industrial, legitimadas por el acceso a prerrogativas monetarias, cognitivas y simbólicas, escalonadamente repartidas entre los segmentos obreros.

El épico espíritu corporativo del sindicalismo boliviano nació, precisamente, a partir de la cohesión y mando de un núcleo obrero compuesto por el maestro de oficio, cuya posición recreaba en torno a él una cadena de mandos y fidelidades obreras, mediante la acumulación de experiencias en el tiempo y el aprendizaje práctico, que luego era transmitido a los recién llegados a través de una rígida estructura de disciplinas obreras, recompensadas con el "secreto" de oficio y la remuneración por antigüedad. Esta racionalidad en el interior del centro de trabajo habilitó la presencia de un trabajador poseedor de una doble narrativa social. En primer lugar, de una narrativa del tiempo histórico, que va del pasado hacía el futuro, pues éste es verosímil por el contrato fijo, la continuidad en la empresa y la vida en el campamento o villa obrera. En segundo término, de una narrativa de la continuidad de la clase, en tanto el aprendiz reconoce su devenir en el maestro de oficio y el "antiguo", portador de la mayor jerarquía, y que ha de entregar poco a poco sus "secretos" a los jóvenes, que harán lo mismo con los nuevos que lleguen, en una cadena de herencias culturales y simbólicas que aseguran la acumulación de la experiencia sindical de clase.

La necesidad de anclar este "capital humano" en la empresa, pues de él depende gran parte de los índices de productividad maquinal, y en él están corporeizados saberes indispensables para la producción, empujó a la patronal a consolidar definitivamente al obrero en el trabajo asalariado, a través de la institucionalización del ascenso laboral por antigüedad.

Ello, sin duda, requirió un doblegamiento del fuerte vínculo de los obreros con el mundo agrario, mediante la ampliación de los espacios mercantiles para la reproducción de la fuerza de trabajo, el cambio de hábitos alimenticios, de formas de vida y de ética del trabajo, en lo que puede considerarse un violento proceso de sedentarización de la condición obrera, y una paulatina extirpación de estructuras de comportamiento y conceptualización del tiempo social ligadas a los ritmos de trabajo agrarios. Hoy sabemos que estas transformaciones nunca fueron completas; que incluso ahora continúan, mediante la lucha patronal por anular el tiempo de festividad o pijcheo y que, en general, dieron lugar al nacimiento de híbridas estructuras mentales, que combinan racionalidades agrarias, como el intercambio simbólico con la naturaleza ritualizado en fiestas, wajtas y pijcheos o las formas asamblearias de deliberación, con comportamientos propios de la racionalidad industrial, como la asociación por centro de trabajo, la disciplina laboral, la unidad familiar patriarcal y la mercantilización de las condiciones de reproducción social.

La sedentarización obrera, como condición objetiva de la producción capitalista en gran escala, dio lugar, entonces, a que los campamentos mineros y barrios obreros no fueran ya únicamente dormitorios provisionales de una fuerza de trabajo itinerante, como lo eran hasta entonces; permitió que se volvieran centros de construcción de una cultura obrera a largo plazo, en la que quedó depositada espacialmente la memoria colectiva de la clase.

La llamada "acumulación en el seno de la clase",[2] es, en este sentido, también una estructura mental colectiva arraigada como cultura general, con capacidad de preservarse y ampliarse. La posibilidad de lo que hemos denominado narrativa interna de clase, y la presencia de un espacio físico de continuidad y sedimentación de la experiencia colectiva, fueron condiciones de posibilidad simbólica y física que, con el tiempo, permitieron la constitución de esa forma de identidad política trascendente del conglomerado obrero, con la cual pudieron construirse momentos duraderos de la identidad política del proletariado, como la revolución de 1952, la resistencia a las dictaduras militares y la reconquista de la democracia parlamentaria.

d) Fusión de los derechos ciudadanos con los derechos laborales resultantes del reconocimiento por parte del Estado, a partir de los años cuarenta, de la legitimidad de la organización sindical. Inicialmente, a excepción de las sociedades de socorro fomentadas por la patronal, las organizaciones laborales fueron sistemáticamente desconocidas por el empresariado y personal del Estado. Sólo la presión, la persistencia y la fuerza de masa obligaron a empresarios y funcionarios gubernamentales a reconocer como interlocutores válidos a las federaciones y sindicatos. Sin embargo, desde finales de la década de los años treinta, fue el propio Estado quien comenzó a tomar la iniciativa de promover la organización sindical, a validarla oficialmente y a potenciarla como mecanismo de negociación tripartito, junto a la patronal. Ya desde 1936, el gobierno decreta la sindicalización obligatoria; posteriormente, otros gobiernos promovieron la estructuración de organizaciones sindicales con carácter nacional como la Confederación sindical de Trabajadores de Bolivia (CSTB) en 1939, la Federación sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB) en 1944, la Confederación General de Trabajadores Fabriles de Bolivia (CGTFB) en 1950, etcétera. El sindicalismo emergerá en el escenario como creación autónoma, pero también como iniciativa tolerada y luego apuntalada por el propio Estado. Esta doble naturaleza del sindicato, llena de tensiones permanentes, contradicciones y desgarramientos que inclinan la balanza hacia la autonomía obrera, en unos casos, o hacia su incorporación estatal, en otros, atravesarán su comportamiento en las décadas posteriores.

Con todo, desde entonces y hasta 1985, el sindicato será la forma legítima del acceso a los derechos públicos, con lo que la nación del Estado, la hegemonía estatal y sus preceptos homogeneizadores se expandirán, a través de los sindicatos, en los enormes tumultos de emigrantes del agro que marchan a las ciudades y fábricas. El hecho de que el sindicato asuma la forma de ciudadanía legítima ha de significar que, a partir de entonces, los derechos civiles, bajo los cuales la sociedad busca mirarse como colectividad políticamente satisfecha, tienen al sindicato como espacio de concesión, de dirección, de realización, además de que el propio sindicato aparece como la red organizativa de la formación y acumulación de un capital político específico.[3]

Desde entonces, ser ciudadano es ser miembro de un sindicato. Va sea en el campo, la mina, la fábrica, el comercio o la actividad artesanal, la manera de adquirir identidad palpable ante el resto de las personas y de ser reconocido como interlocutor válido por las autoridades gubernamentales es por medio del sindicato. Ahí queda depositada la individualidad social plausible, y el sindicato se erige como el interlocutor tácito entre sociedad civil y Estado, pero con la virtud de que se trata de una ciudadanía que permanentemente reclama su validación en las calles, en la acción tumultuosa de la fuerza de masa, que es en definitiva, desde la insurrección de abril de 1952, el lenguaje de la consagración ciudadana en y por el Estado.

Sobre esta base estructural es que los trabajadores pudieron producir esa forma singular de presencia histórica llamada "movimiento obrero'' que, en el fondo, es una forma de autoagregación con fines de movilización práctica, una estructura cultural de filiación colectiva, de sedimentación de experiencias comunes, un sentido de la historia imaginada como compartida, unas rutinas institucionales de verificación de existencia del colectivo y unos símbolos que refrendan cotidianamente el espíritu de cuerpo.

La formación histórica de esta manera de existencia colectiva fue un proceso social que, atravesando revoluciones, persecuciones, congresos, mártires y documentos, tuvo como punto de partida y de llegada insoslayable el centro de trabajo. De ahí la primera característica básica de esta forma de movilización social. En la medida en que el sindicato obrero supone un tipo de trabajador asalariado perteneciente a una empresa con más de veinte obreros (exigencia de ley) y con contrato por tiempo indefinido (costumbre), la forma sindicato tiene como célula organizativa la empresa. El sindicato es, entonces, una unidad y, a la larga, la identidad obrera por centro de trabajo. Claro, en tanto la presencia visible y pública del trabajador va siendo asumida por el sindicato de empresa, y desechando otras formas organizativas (como las barriales, deportivas, culturales, etc.), el sindicato se va constituyendo en el referente identitario de la condición obrera, capaz no sólo de engendrar una narrativa cohesionadora de sus miembros, sino también de convertirse en centro de atracción y porvenir de los otros conglomerados sociales no sindicalizados.

Esto ha de marcar internamente la dinámica de la base organizativa del movimiento obrero. Su fuerza, su expansión y su durabilidad son directamente proporcionales a la consistencia, amplitud y diversificación de las plantas productivas instaladas bajo modalidades de subsunción real, contrato indefinido y acumulación vertical, y es por ello que se puede asociar la formación del movimiento obrero con una de las fases de la expansión del capitalismo, y un modelo de regulación y acumulación del capital. No es raro, entonces, que el ocaso de esta forma particular de la
identidad obrera venga de la mano de la modificación técnico- organizativa de los modos de gestión y regulación empresarial, que precisamente están haciendo desaparecer la gran empresa, el contrato por tiempo indefinido, el ascenso por antigüedad, ampliando enormemente el segmento obrero que, precisamente esta
forma sindicato, no tomó en cuenta en su política de agrupamiento y filiación.

La segunda característica de esta forma de existencia social de las clases trabajadoras viene también de este anclaje estructural: la formación de un discurso unificador y un horizonte de acción central en torno al litigio por el valor histórico-moral de la fuerza de trabajo. Ya que la empresa es el nodo articulador de la filiación social, el material primario que identifica a todos como miembros de una empresa es la venta de la capacidad de trabajo, el salario. Es claro que ello marca de manera fundamental los motivos de la agregación y las pautas de la reivindicación mediante las cuales el grupo se hará visible públicamente. Sin embargo, esto no limita necesariamente el horizonte de acción social colectiva en torno a una economía política del salario. El hecho de que la lucha en torno al salario sea el centro de las demandas movilizadoras, o una entre otras; el que el salario sea tratado como una economía de regateos mercantiles entre propietarios privados corporativamente representados (asociación de empresarios/sindicatos), o como una técnica de autovalorización del trabajo, esto es, de reapropiación del resultado común del trabajo social, dependerá de las maneras particulares en que la relación salarial sea trabajada y significada históricamente por los trabajadores.

En el caso del sindicalismo obrero, es claro que el salario nunca fue posicionado como único referente aglutinador y movilizador; a lo largo del tiempo, siempre ha venido acompañado de la búsqueda de formas complejizadas del valor social de la fuerza de trabajo (por ejemplo, derechos sociales), de demandas políticas (cogobierno, fuero sindical, democracia política, etc.), y gestión del bien público (nacionalización de la gran minería, modificación de políticas gubernamentales, etc.). Sin embargo, también es cierto que el salario y una economía política del valor de la fuerza de trabajo han jugado un papel central en la construcción de la identidad obrera, de su institucionalización y su modo de interpelar a los poderes dominantes. La mirada del salario como regateo de mercaderes, por lo general prevaleció por encima del salario como reapropiación de la capacidad creativa del trabajo (la autovalorización), y de ahí que haya sido un movimiento obrero con una débil interpelación a las redes de poder intraempresarial, a las formas de gestión productiva y a los usos tecnológicos en la producción.

Con todo, esta fortaleza cohesionadora por empresa lentamente irá cimentando la tercera característica de esta forma de movilización social: una sólida estructura organizativa que, sostenida por la consistencia de la identidad por centro de trabajo, abarcará el territorio nacional, en una extensa y tupida red de mandos jerarquizados por rama de oficio, de múltiples ramas de oficio, por departamento y, por último, a escala nacional.

La Central Obrera Boliviana (COB), fruto de este poderío de interunificación laboral, ha sido la única estructura de movilización de efectiva dimensión nacional creada por los trabajadores y, ésta fue otra de sus virtudes, con un sistema de prácticas organizativas y estructuras materiales (edificios, documentos, aportes) duraderamente institucionalizados.

Asambleas por centro de trabajo, direcciones por empresa, congresos de sector, congresos departamentales, congresos nacionales ampliados, direcciones por rama, por departamento y en el ámbito nacional fueron la escenificación institucional de una trama de participación y deliberación que logra abarcar a la parte más significativa del proletariado boliviano, y cuya materialidad y peso en la experiencia social, pese a su sistemático desmantelamiento por las elites dominantes, sigue aún pesando notablemente en las prácticas organizativas de las nuevas experiencias de organización social de las clases subalternas.

Esta red organizativa, estas técnicas de delegación controlada de autoridad, y estos medios materiales de la existencia de la colectividad arraigaron de manera duradera un sentido de pertenencia y de participación capaz, no sólo de permitir la consolidación de una cultura organizativa arraigada en la cotidianeidad de la actividad laboral de los obreros, sino además de la continuidad en el tiempo de una trayectoria social de clase capaz de sobreponerse a las persecuciones militares, los despidos empresariales, las masacres y sanciones con las que el Estado continuamente sancionará la solidez de la autonomía obrera. Paralelamente, esta estructura organizativa funcionará como un sistema de mandos y jerarquías centralizado a escala, primero de rama de trabajo (Federaciones y Confederaciones) y, luego, en el ámbito nacional (la COB), de amplia eficacia en la movilización de sus afiliados.

La cuarta característica es una fuerza de masa movilizable y disciplinada en torno a los mandos jerárquicos por centro de trabajo, rama de oficio y dirección nacional. No toda estructura de organización y participación a escala departamental o nacional es inmediatamente una fuerza de masa movilizable. Esto requiere una forma particular de acumulación de experiencias que, en el caso del movimiento obrero, se presentará con la fuerza de un dogma virtuoso de la formación de la clase.

Las justificaciones no son pocas para esta manera tan compacta de autorrepresentación de las clases subalternas. El hecho de que los obreros descubran que la acción conjunta y disciplinada amplía los márgenes de posibilidad de sus demandas es una experiencia general de todos los trabajadores asalariados confrontados a las competencias del mercado de trabajo, que devalúan
permanentemente la medida histórico-moral de la mercancía fuerza de trabajo que ellos poseen. Pero que la unidad de la clase se presente como un prejuicio de masas institucionalizado en una sola organización nacional y, además, bajo la forma de sindicato, requiere unas singulares maneras de procesar las reglas del mercado laboral y del devenir de la autovalorización.

Para que la unidad de la clase, y luego la unidad de lo popular, se institucionalizaran en una sola estructura sindical nacional, y en unos hábitos de disciplina interna jerárquicamente escalonada, fue necesaria, no sólo una irrupción victoriosa de lo obrero y lo popular fusionados, tal como sucedió en la insurrección de abril de 1952, sino que además fue decisivo que la experiencia organizativa de este acontecimiento fundacional de lo "popular" se diera en tanto disciplina sindical, que será precisamente el modo de articulación de las estructuras militarizadas obreras y plebeyas que derrotarán en tres días al ejército oligárquico. Aquí hay entonces la fundación de un hito de la acción de la masa, que obtiene su triunfo social mediante la movilización conjunta en torno al sindicato, y a una estructura de mandos y fidelidades claramente delimitados en torno a la institucionalidad estatal. La cultura de los pliegos petitorios, que agregan demandas sectoriales de varios centros de trabajo y luego de varios sectores sociales en un solo documento, vendrá a refrendar anualmente una memoria colectiva del entretejimiento de demandas y acciones como modo de reconstruir la unidad de la masa.

De ahí que el devenir posterior del sindicato unitario, y sus prácticas de disciplina sindical escalonada como forma de identidad de clase, no sean simplemente una remembranza de este hecho iniciador; en gran parte también serán la reactualización, aunque ya no victoriosa, sino sufriente y dramática, de este aglutinamiento obrero para soportar, resistir o bloquear el paso de las dictaduras, los despidos y las masacres, y de renovados flujos de reconocimiento entre las bases y los dirigentes.

La disciplina se presenta así como una experiencia marcada por las mejores conquistas de la clase (la revolución) y la defensa de la posición de clase (la resistencia a las dictaduras); se trata entonces de un comportamiento premiado por la historia de la conquista de la ciudadanía de la clase. Esto permitirá, por tanto, la habilitación de una certeza de movilización, a saber, el número mínimo de afiliados movilizables detrás de una demanda que, en el terreno de la negociación, brinda una poderosa fuerza de disociación del adversario.

El hecho de que el devenir colectivo haya recompensado a un sistema de mandos no significa que éste pueda ejercerse impunemente. Su permanencia requiere de una serie de prácticas organizativas internas, que constituyen la quinta característica de esta forma de acción histórica. Una de estas prácticas es la democracia
asamblearia y deliberativa que se ejercita al interior de cada una de las estructuras jerárquicas del sistema sindical.

Ya fuera desde la asamblea de empresa, la de rama de oficio, la departamental o nacional, los obreros supieron crear, como sustancia articuladora de su interunificación, un tipo de democracia radical, que combinó de manera certera un sentido moral de responsabilidad personal con el bien común, un régimen de control de los representantes (dirigentes) por parte de los representados (bases sindicales), unos mecanismos periódicos de rendición de cuentas a electores colectivos (asambleas), y una virtud cívica de intervención generalizada de los sindicalizados en la formación de la opinión pública y la elaboración del horizonte de acción, que conformaron las culturas democráticas modernas más arraigadas y duraderas en la sociedad boliviana. Esto no elude la presencia de hábitos colectivos que tienden a obstaculizar la práctica democrática ampliada, como los límites al disenso una vez deliberadas las razones y tomadas por mayoría las resoluciones, el uso de sutiles medios de coacción interna, etcétera. Sin embargo, ello tampoco puede eclipsar el desborde de una amplia gama de prácticas democráticas incorporadas como acervo histórico de la constitución de la clase obrera.

El sentido de la responsabilidad individual surgió en torno a la creencia, y luego hábito memorable, de buscar las mejoras personales a través de la conquista de mejoras para los demás miembros, ya sea de la cuadrilla de trabajo, del centro laboral, de la rama de oficio o de todos los sindicalizados; claro que esto se vio favorecido por las características técnicas del proceso de trabajo, que exigía formas de fidelidad grupal para la transmisión de saberes, pero el hecho de que esta posibilidad técnica haya devenido prejuicio de clase fue ante todo una creación de la propia identidad de la clase obrera.

Por su parte, la cultura deliberativa al interior de la democracia asambleísta resultaba, no sólo de la convergencia verificable de iguales (el gran déficit contemporáneo de la democracia liberal), en tanto portadores de fuerza de trabajo, que otorgaba a cada trabajador la certidumbre de la validez de su opinión en el conjunto, sino de la dependencia de los representantes respecto al temperamento y decisión de los representados, que obliga a que las decisiones que ellos tomen sean producto de un consenso discursivo entre las bases sindicalizadas y no una arbitrariedad ele los dirigentes. Pero además, dado que los dirigentes tienen supeditados una buena parte de sus gastos y actividades a los aportes de las bases, hay un vínculo material de los dirigentes hacia las bases, que limita aún más la posibilidad de decisiones autónomas de los primeros. En este sentido, son conocidas las sesiones de asambleas obreras de evaluación crítica de la acción de los dirigentes, donde éstos rinden cuentas de sus acciones ante la colectividad, con riesgo de censura o destitución, y donde se elaboran los pasos siguientes del movimiento sindical, a través de una lista interminable de oradores, que permite la creación consensuada de los puntos de vista que habrán de presentar públicamente como colectividad.

Ha sido el ejercicio de estas prácticas democráticas lo que ha sostenido una eficaz maquinaria de movilización social autónoma articulada desde los centros de trabajo y, hasta cierto punto, la existencia práctica, más que reflexiva, de una manera distinta de gestionar los asuntos públicos y de soberanía política.

Y éste es el sexto componente de la forma sindicato. Tal como fue constituyéndose, la estrategia de acción política del movimiento obrero estuvo profundamente influenciada por el horizonte estatal, no en el sentido de apetencia estatal, sino de supeditación a la normatividad y lectura que el Estado nacionalista expedía.

Las prácticas de soberanía política que se estructuraron en torno al sindicato, por lo general estuvieron restringidas al ámbito de las estrategias y la intensidad del litigio frente al Estado, y no tanto en la perspectiva del fin de la querella o del desconocimiento radical del reclamo, que hubiera supuesto la asunción del papel de soberano y dirimente por parte de los trabajadores. Esto significa que entre los trabajadores hubo un arraigado espíritu demandante frente al Estado, por cierto, pero enmarcado en los marcos de significación y modernización promovidos por el Estado nacionalista.

Surgió así un modelo de  pactista e integrado a la racionalidad estatal que, a los puntuales momentos extremos de peligro de muerte, atrevió a mirarse a sí mismo como soberano, prefiriendo atrincherarse en la mirada del peticionario, recreando así la legitimidad estatal, que sólo puede existir como monopolizadora de la violencia física y simbólica legítimas,[4] si hay sujetos sociales que admiten, o soportan y recrean, esta expropiación de prerrogativas públicas.

Ahora, ciertamente, esta delegación recurrente del derecho a gobernar a la pequeña estirpe, que siempre se ha atribuido ese derecho de gobierno, no es sólo resultado de una interiorización prerreflexiva de los hábitos del gobernado; resultó también de un sistema de recompensas sociales que el sindicato pudo recoger, mediante la institucionalización y la atemperación de su actividad movilizadora. Los beneficios sociales, la ciudadanía sindical, los bonos salariales, los bienes materiales del sindicato y, en general, el conjunto de derechos sociales que obtuvo después de la revolución de 1952 y, precisamente como su prevención estructural, dieron lugar a una economía de demandas ciudadanas (ciudadanía sindical y derechos sociales) y concesiones políticas (legitimidad del Estado nacionalista e integración en sus estructuras simbólicas de emisión), que atravesaron el temperamento de las formas sindicales de movilización.

El movimiento obrero, y la forma sindicato bajo la cual existió, fueron entonces una síntesis intensa de tres economías, que constituyeron la columna vertebral de esta forma de movilización e identidad histórica: a) una economía mercantil del valor histórico moral de la fuerza de trabajo; b) una economía moral de la sumisión y la resistencia; y c) una economía política y simbólica de la autonomía y el horizonte de acción.

A partir de la fusión de estos tres componentes internos de la existencia de la clase obrera, la forma sindicato cíclicamente fue capaz de crear un espacio de irradiación social o bloque compuesto de clases sociales. La COB, que es el nombre de este proceso histórico, a la vez que permitió institucionalizar y fundar el diagrama de la narrativa de la clase obrera, contribuyó a que otras clases subalternas adquirieran una existencia pública y una sedimentación histórica verificable. La COB fue una trama de la autoconstrucción de clases sociales, pero en torno a los símbolos, los códigos y los parámetros organizacionales del movimiento obrero. La filiación sindical borró o desplazó otras formas de autoorganización de los subalternos; las prácticas deliberativas fueron imitadas parcialmente por los otros componentes, en tanto que el discurso y la disciplina obrera por centro de trabajo fueron integradas como acervo colectivo por un espectro mayor de fracciones y clases sociales, adecuándolas, por supuesto, a sus propios fines y habilidades.

La forma masa, que según René Zavaleta fue el modo de la presencia activa de la centralidad obrera y su irradiación,[5] no sólo se mostró en el momento de la movilización plena de la COB (1970-1971/1978-1981/1982-1985), sino también en la movilización de unos pocos sindicatos o de la COB como centro convocante, aglutinador y representante del levantamiento de múltiples sectores des-sindicalizados o portadores de otras fidelidades corporativas no específicamente sindicales, como lo que sucedió con la población indígena-urbana en torno a los sindicatos mineros en 1981, o con la población civil paceña en 1979, a partir de la convocatoria a la huelga indefinida decretada por la COB.

Cada una de estas comparaciones de bloques de clases sociales son singularidades históricas, excepcionalidades que articulan, espacial y geográficamente, lo obrero en torno al sindicato, lo popular asalariado en tomo a lo obrero y lo plebeyo en torno a lo sindical, rompiendo el diagrama de tuerzas estatales y creando un punto de inflexión en la estructura de legitimidad gubernamental. De ahí la carga eminentemente política de este tipo de articulación social, que dio lugar a grandes modificaciones de la vida política nacional; en unos casos a procesos de democratización social (1978-1982) y en otros de regresión conservadora (1971, 1985), dependiendo de la densidad y la continuidad prepositiva de este "bloque histórico compuesto" (Zavaleta).

Autor: Álvaro García Linera


[1] Karl Marx, El capital. México, Siglo XXI, l985. capítulo VI (inédito)
[2] René Zavaleta, Las masas en noviembre, La Paz, Juventud, 1985
[3] Stéphane Beaud y Michel Pialoux. Retour sur la condition ouvrière, París, Fayard, 1999
[4] Pierre Bourdieu, La noblesse d'État, Paris, Minuit, 1989
[5] René Zavaleta, Las masas en Noviembre, op. cit. Véase también el estudio de las diferencias que propone Zavaleta entre "forma masa'', "forma clase" y "forma multitud", en Luis Tapia, "La producción del conocimiento local; historia y política en la obra de Zavaleta", Tesis de doctorado (inédita), 1997

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