Jorge Majfud
ALAI AMLATINA, 22/08/2016.-
Umberto Eco, en alguna página de La definizione dell’arte (1968), decía
que un objeto cualquiera que encontramos en la calle se resignifica al ser
puesto en un museo. Su valor, artístico y semiótico, radica en la
descontextualización. Algo similar habían entendido los formalistas rusos
cuando a principios del siglo pasado analizaron la importancia de la (¿cómo
decirlo?) agramaticalidad de un verso para arrastrar la atención del lector
en la palabra imprevista, inusual. De esa forma, un engranaje, un sustantivo,
cobraban un nuevo significado, más potente, más autónomo (los modernistas
hispanoamericanos ya habían experimentado con esto en el siglo XIX).
Esta dinámica semiótica se confirma
en los fenómenos de la globalización digital, donde interviene la fría
indiferencia del fenómeno y la insoportable tragedia del dolor moral.
El reciente video donde se
muestra la reacción sin llanto ni lágrimas de un niño víctima de los bombardeos
aéreos en Alepo, Siria, se convirtió en eso que tan dudosamente se llama viral.
Cada tanto el mundo se conmueve con estos rostros de víctimas inocentes. Un
caso similar fue el de Aylan Kurdi, otro niño sirio ahogado en el intento de sus
padres de llegar a las costas de Europa.
Ambas tragedias tienen,
obviamente, muchos elementos en común. Pero ambas reacciones mediáticas
también. Tanto en el caso del niño muerto en la playa griega de Kos como en el
de Alepo, el elemento común que los convierte en “virales” es la
descontextualización, no en el descubrimiento de ninguna verdad sobre las
guerras en curso y los abusos ya tradicionales de la fuerza.
Desde la invasión de Irak y
desde mucho antes (Vietnam, Líbano, Guatemala, Palestina, Sahara Occidental,
Sierra Leona, Nigeria… por nombrar sólo unos pocos, los más olvidados de los
últimos años) hemos visto niños cubiertos de polvo, despedazados y masacrados
en números escandalosos. Ninguna de esas imágenes produjo las reacciones en
masa que hemos visto en los últimos casos mencionados.
¿Por qué?
Bueno, creo que no hace
falta ser un genio para darse cuenta que la explicación, más allá de moral, es
psicológica. En ambos casos, los niños extrapolaban sus dramas (lejanos para
Occidente y para el Oriente y el Medio Oriente rico) a un contexto familiar,
propio de países desarrollados o, al menos, no en guerra. La playa de Kos era
una playa europea, alejada del conflicto; el guardia turco que lo recogió con
sus guantes de látex, podía ser alguien que conocemos de nuestras playas
occidentales.
Aún más evidente es el
reciente caso de Omran, en Alepo.
El primer elemento
remarcable es la ausencia de llanto de Omran, la constatación de estar herido
al tocar su cara y ver su mano ensangrentada. El gesto dolorosamente humilde de
ese pequeño inocente que, casi como si no debiera, se limpia la sangre de su
mano en el impecable sillón naranja y mira tímidamente a su alrededor. Su gesto
significa, aunque sea por aturdimiento o confusión, todo lo que no esperaríamos
de un niño de cinco años: la ausencia de llanto en medio de una tragedia que
nuestros hijos nunca han vivido. Nuestros hijos saben llorar, y en un mundo
consumista prácticamente lloran por todo. Omran ni siquiera puede darse el lujo
de llorar.
Pero vayamos a un elemento
menos evidente, aunque es lo primero que vemos: la composición de la imagen. El
niño desdibujado por las heridas de los escombros y el polvo del ataque aéreo
(cuyo objetivo era protegerlo; no vamos a poner en tela de juicio el buen
corazón de las potencias mundiales) es sentado en un impecable sillón naranja,
al lado de otros equipos impecablemente naranjas de los socorristas.
De por sí se establece un
brutal contraste visual. Pero aún más marcado es el contraste simbólico: la
fragilidad, la inocencia, extrapolada a nuestro mundo, el mundo moderno,
impecable, funcional --civilizado.
Por transferencia
simbólica, el niño pasa a ser uno de nuestros vecinos o uno de nuestros propios
familiares viviendo una tragedia que no podemos contemplar sin conmovernos, sin
movernos a contribuir en algo para aliviar esa tragedia, casi como alguien que
le ofrece una aspirina a un enfermo de cáncer. Con todo, quizás, éste es el
lado más positivo de toda la sensibilidad de aquellos que no viven en guerra.
Y, sin embargo, casi por
norma, luego de la catarsis que nos demuestra todo lo bueno que somos, la
mayoría siempre está dispuesta a olvidar o a hundirse en la inacción.
Me dirán que el juicio de
“la mayoría siempre está dispuesta a olvidar” es injusto o arbitrario. Cierto,
es muy difícil cuantificar este grupo; ni siquiera podría cometer la soberbia
de excluirme. Sin embargo, a juzgar por la interminable tradición de guerras y
contraguerras, de invasiones e intervenciones que normalmente preceden a las
guerras civiles y a los grupos terroristas que en consecuencia florecen y se
multiplican y luego justifican nuevas intervenciones y más bombas, parecería
que, efectivamente, el poder siempre cuenta con una mayoría de indiferentes que
cada tanto se conmueve hasta las lágrimas cuando descubre las consecuencias de
sus malas elecciones de las que nunca llegan a aceptar ninguna responsabilidad.
- Jorge Majfud, PhD,
Jacksonville University. College of Arts and Sciences.Division of
Humanities.
URL de este artículo: http://www.alainet.org/es/articulo/179641
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