12/11/2016
| Isidro López
Ha sucedido. Un promotor inmobiliario racista,
xenofóbo y machista ha ganado la presidencia de la que, por ahora, sigue
siendo la potencia hegemónica del capitalismo global.
Ahora asistimos al llanto y del crujir de dientes
de las democracias liberales de medio mundo. "¿Cómo ha podido pasarnos
esto? Si estaba todo atado y bien atado". Lo cierto es que en una
comprensión medianamente cabal de la situación actual –que no sólo es Trump,
sino también el Reino Unido post Brexit y el giro reactivo de un gran número de
países centroeuropeos– dependen las posibilidades de devolver el golpe en una
era de profundísima crisis que está marcada por la decadencia a la que ha
llevado al capitalismo un modelo financiero que no es capaz de construir nada
que no sea su propio beneficio. Una era turbulenta y de la que saldrá otro
modelo de mundo, pero que no lleva inscrita en lugar alguno, que no esté
sometido al combate político, la marca de un cierre reaccionario inevitable.
Por empezar por las determinaciones estructurales
más amplias, Estados Unidos emergió como potencia hegemónica en sustitución
de Inglaterra, en buena parte, debido a su tamaño como economía
continental. Donde Inglaterra necesitaba de una permanente conquista colonial
para expandir su dominio económico, el Estados Unidos de mediados del siglo XIX
ya tenia una unidad territorial de tamaño continental bajo un mismo sistema
político de Estado-nación.
La Guerra de Secesión fue el último episodio
antes de unificar a los Estados Unidos bajo una misma división del trabajo en
la que entraban en un mismo modelo la expansión de la economía agrícola, el
crecimiento de la manufactura capitalista y el desarrollo de las funciones
financieras.
No deja de ser curioso que este último conflicto
interno antes del despegue definitivo de los Estados Unidos fuera una batalla
entre librecambistas y proteccionistas similar a la que quiere abrir Trump.
Con esta configuración de economía continental, Estados Unidos se aseguraba de
que su dominio a nivel global estuviera fundamentado en su superioridad
económica y no necesitaba del tipo de dominación colonial permanente de
Inglaterra. El nuevo hegemon se podía permitir controlar el mundo a distancia,
siempre bajo la amenaza de la intervención militar, pero defender formalmente
la expansión de la autodeterminación, la descolonización y la democracia
liberal.
La crisis de los años 70 –que fue fundamentalmente
una crisis del beneficio industrial a nivel global– y la salida por la vía de
la hegemonía de las finanzas que le siguió rompieron esta integración del
modelo económico americano.
De la misma manera que la reestructuración liberal
de la empresa y del Estado, hecha bajo los principios canónicos de las finanzas,
supuso un desmembramiento entre partes rentables y no rentables de lo que
habían sido los grandes conglomerados económicos de los años posteriores a la
guerra mundial, Estados Unidos iba a sacrificar sus partes agrícolas y
manufactureras al nuevo mercado mundial pero por la vía de la hegemonía
financiera de Wall Street y otros mercados como los de materias primas de
Chicago confiaba, y así lo ha venido logrando, en centralizar en forma de
activos financieros y monetarios el beneficio producido en todo el mundo.
El resultado de este movimiento fue que,
socialmente, el antiguo país faro del progreso social capitalista se
resquebrajó en dos mitades: una situada en las dos costas y en algunos enclaves
del sur vinculadas a los mercados financieros y a los sectores que salieron a
flote con ellos, fundamentalmente las grandes universidades y el conglomerado
de industrias de alto contenido tecnológico y de diseño relacionadas con estas
universidades.
Y otra mitad, que cae fuera de este modelo,
vinculada a la industria manufacturera y la agricultura de exportación en
decadencia sometida a la feroz competencia global que marca una crisis de
beneficios en estos sectores que sigue sin ser superada desde los años setenta.
Esta crisis, si acaso, se ha agravado con la entrada
de nuevos competidores procedentes de Asia y los antiguos países "en vías
de desarrollo" que, no hay que olvidar, crecen bajo la forma de la
exportación del propio capital, a crédito, en no pocas ocasiones
estadounidense.
Esta fractura estructural de Estados Unidos ha sido
tan profunda que, hoy por hoy, ni siquiera puede plantearse una política
monetaria que favorezca a ambas partes: si el dólar baja para favorecer las
exportaciones, provoca una huida de activos financieros denominados en dólares
de sus mercados financieros; y si sube, cosa que ha sido la tónica desde 1973
(salvo en el decenio 1985-1995 en que, por la vía de las guerras comerciales,
EEUU obligó a Japón y a Alemania a reevaluar sus monedas), se produce un
movimiento inverso, la ruina de la manufactura y la agricultura y el
florecimiento de los mercados financieros.
La hegemonía del neoliberalismo y las finanzas,
además, funciona sobre un mandato inexcusable: el control salarial. En
Estados Unidos, los salarios reales llevan estancados desde hace decenios.
Si, además, se tiene en cuenta que hay un sector minoritario de
superasalariados que sí han visto crecer sus ingresos desde los años 80, se
puede entender que las grandes mayorías sociales simplemente han visto cómo su
poder adquisitivo descendía mientras el de una minoría no dejaba de crecer.
Este dato suele pasar desapercibido entre los
analistas mainstream que, simplemente, se fijan en los niveles de
desempleo en Estados Unidos, tradicionalmente bajos, para decretar la buena
salud de su economía.
Sin embargo, todo el entramado social de Estados
Unidos está pensado para ser una sociedad en crecimiento y en expansión
permanente, desde los precios de las universidades hasta la sanidad privada
pasando por el precio de la vivienda en las grandes ciudades dependen de una
expansión salarial permanente para poder ser viables.
En ausencia de este crecimiento salarial, lo que
queda es otra forma de dominio financiero: la deuda. Hasta la explosión
en 2007 de este modelo de endeudamiento generalizado, las burbujas financieras
y su modelo de consumo a crédito que mantuvo viva la demanda mundial, fueron el
último cartucho del capitalismo financiero americano para construir algo
remotamente parecido a un orden social capaz de sostener a la famosa clase
media americana.
Vistos estos años en conjunto, ha sido la derecha
norteamericana, y contra todos los pronósticos esperables a priori, quien mejor
ha leído políticamente esta brecha. Los años de Obama, y la frustración en
términos materiales que han supuesto, pueden ser vistos como el intento
final de la progresía americana para recomponer el orden social sin tocar
la hegemonía financiera.
Atascado en su proyecto estrella para ampliar la
sanidad pública, el Obamacare, y otra vez más dependiente del anémico y
financiarizado crecimiento económico que ha traído el Quantitave Easing de la
reserva federal americana, y con todos los proyectos iniciales de un
keyenesianismo verde de renovación y construcción de infraestructuras de
acuerdo con criterios de sostenibilidad ambiental postpuestos sine die,
el mandato de Obama, rico en simbolismos y gestos, ha hecho poco por suturar
esta brecha.
Dentro de este panorama, Trump ha profundizado
algunos elementos, ha descartado otros y ha añadido aún otros más a lo que
han sido los elementos centrales de la contrarrevolución neoconservadora
americana que de manera tan elocuente describió el periodista Thomas Frank en
su ya clásico Qué Pasa con Kansas: cómo los conservadores ganaron el corazón
de América (Acuarela, 2004).
Frank describe un estado de opinión, algo parecido
a una lucha de clases distorsionada en la que los enemigos del
"sano pueblo americano" del medio oeste, esa mitad de Estados Unidos
desposeída por el capitalismo financiero de Wall Street, son los beneficiarios
progresistas y de alto nivel cultural de este modelo que viven en las grandes
ciudades de ambas costas, y, cómo no, los burócratas de Washington que con sus
absurdas regulaciones quieren decir a los descendientes de los pioneros y los
colonos cómo deben vivir, amén de querer extraerles vía impuestos sus duramente
ganados dólares para dárselos a una minoría de vagos no blancos de las grandes
ciudades.
Todo un movimiento social como el Tea Party se
articuló sobre esta mezcla del discurso de las "dos naciones" de
Margaret Thatcher (una nación de honrados trabajadores y otra de parásitos) y
de resentimiento provocado por años de superioridad moral de los sectores
sociales con un mayor capital simbólico, los liberals, que en el
lenguaje político folk americano no son liberales, sino el equivalente de
nuestros progres.
Trump ha reavivado, sin duda, esta ola, si bien ha
renunciado a los elementos propiamente liberales dentro de ella, y con
ellos se ha llevado algunos de los poquísimos factores progresivos de este modelo,
y los ha enmarcado dentro de un modelo conservador autoritario.
Por un lado, como también intentaron hacer Occupy
Wall Street y Bernie Sanders, ha logrado llevar a su terreno la tradición
populista americana, que es una tradición de oposición encarnizada a las
finanzas. Un populismo no necesariamente izquierdista, de hecho
mayoritariamente no lo ha sido, que opone a la pequeña propiedad endeudada a
los grandes intereses financieros y que tuvo su gran momento de emergencia a
finales del siglo XIX con la oposición popular a los llamados Robber Barons que
lideraban los grandes trust y cárteles monopolistas de la época desde el
control de los grandes bancos americanos.
De hecho, al contrario de lo que sucedió en Europa,
si la izquierda sindical americana vivió un momento de extraordinaria fuerza en
los primeros años del siglo XX fue porque se opuso a este modelo de
contestación social y lo sustituyó por un modelo de movilización y
politización de la clase obrera industrial.
Pues bien, la recuperación de esta tradición por
parte de Trump le ha hecho ser capaz de superar uno de los límites de los
neocons clásicos, la ausencia de crítica al establishment financiero. Si
a éste se le opone una candidata que, además de progre, es la favorita de las
grandes casas de finanzas americanas, algo que no sucedía con Bernie Sanders,
la jugada sólo podía ser favorable a Trump. Aunque esto, por supuesto, tenga
poco que ver con las relaciones que establezca Trump con el poder financiero
una vez que esté en la Casa Blanca.
Otro aspecto político, quizá el mas decisivo en
esta campaña y en las primarias, ha sido la adopción por parte de Trump del
discurso proteccionista. Del rechazo de uno de los grandes consensos
bipartidistas de Estados Unidos desde finales de los años 60 y, muy
especialmente, desde la crisis de 1973 en adelante, el libre comercio
internacional.
En un clásico del repliegue nacionalista posterior
a las crisis financieras globales, Trump promete una vuelta a la industria
nacional y un cierre de las fronteras a la producción manufacturera
externa, fundamentalmente asiática, y también a la producción agrícola del
tercer mundo.
Este punto, sin duda, es otra forma de
enfrentamiento con el poder financiero americano que ha organizado y
regulado la forma de las deslocalizaciones y, su contrapartida, de atraer el
voto y las simpatías de las antiguas clases obreras industriales que le han
dado su apoyo en el antiguo cinturón industrial, el Rustbelt, que va
desde los Apalaches a los Grandes Lagos.
La mejor y más conocida ejemplificación de su
decadencia es el fantasmagórico aspecto de un Detroit abandonado por la
inversión, las clases medias blancas y depredado hasta sus últimos recursos por
unas finanzas que dominan a un gobierno local en bancarrota.
Estos Estados, antiguos bastiones demócratas y
sindicales (Michigan, Ohio, Pennsylvania) han sido fundamentales para cimentar
la victoria de Trump. Sin embargo, esta baza política puede tener las piernas
bastante cortas: es muy dudoso que Trump vaya a lanzarse a un programa completo
de vuelta al proteccionismo, unas políticas pensadas fundamentalmente para la
industria naciente antes que para la recomposición de lo que la deslocalización
ha descompuesto, ya que el nivel de conflicto con las finanzas sería demasiado
alto para ser asumido. Pero incluso si tal ingeniería social se afrontase, es
muy dudoso que en un contexto capitalista caracterizado por la debilidad del
beneficio industrial, esta estrategia pudiera dar rendimientos duraderos.
El anverso clásico del proteccionismo es el cierre
de fronteras y el control migratorio. Sin duda mezclado, muy a la manera de
la nueva derecha reactiva europea, con los tópicos de la guerra contra
el terrorismo, especialmente contra los musulmanes, éste ha sido uno de los puntos
centrales de la campaña de Trump.
10/11/2016
Isidro López , diputado autonómico de Podemos en Madrid y
miembro del Instituto DM.
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Cuidado,he leído pormenorizadamente los fundamentos de la realidad degradante del capitalismo via Trump,y he visto el aolsudo axesa realidad de parte de el y los otros sistemas ,que deportivamente hablando creen y se convencen ,que si en otros tiempos nobpudieron imponerse y esto también para los nuevosseuimperios en afan,esto nos una cuestión de oportunidades coyunturales ,que sobre fundamentos históricos que suben en elementos del jolgorio de lo que ha y esta sucediendo hasta de atreven a accesar expresión revelante de las escrituras bíblicas,tomando lo de los tiempos de desesperanza al hablar del crujir de dientes y el lloro. Y todo esto no RS mas que una actitud soberbia,necia,inicua y supina ,oh hombres de esclavitud espiritual,muertos en sus delitos y pecados ,este tiempo esta era que ud fritanfosr las manos de sus corazones de odio por su oportunidad que creen tener, NO SABEN ,que Trump necio y impertinaz es o debe ser el anticristo a partir del cual no habrá nuevo imperio sino guerras tercera capaz ,desorden del mundo que como sistema social mundial desaparecerá al sonar dextrompetss pirque hoy mas que ayer en el escatos del UNIVERDO son los tiempos finales ,y vendrá el tiempo después del juicio y rl inicio de la era del milenio ,los cielos nuevos y la tierra nueva,la nueva Jerusalén en Cristo a reinar.
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