domingo, 20 de noviembre de 2016

MARX, ENGELS Y LAS REVOLUCIONES DE 1848




19/11/2016 | Michael Löwy 

En el Manifiesto del Partido Comunista, Marx y Engels previeron la inminencia de una revolución en Alemania y propusieron tanto una táctica como una estrategia para este combate anunciado: “Los comunistas miran atentos principalmente a Alemania, porque este país está en vísperas de una revolución burguesa y lleva a cabo esta revolución en las condiciones más avanzadas de la civilización europea […] de manera que la revolución burguesa no será mas que el preludio inmediato de una revolución proletaria/1.” Veremos cómo se esforzaron por poner en práctica esta orientación.

Al estallar la revolución de marzo de 1848 en Alemania, Marx y Engels abandonan Bélgica para establecerse en Colonia, donde se adhieren a la Asociación Democrática. En esta ciudad publicarán, durante más de un año, el periódico Neue Rheinische Zeitung (Nueva Gaceta Renana) –en referencia a la Rheinische Zeitung, de la que Marx había sido redactor en 1842-1843–, que se proclama “órgano de la democracia” en el movimiento revolucionario en curso. Los artículos de Marx a lo largo del año 1848 ponen de manifiesto su voluntad de contribuir a una alianza de las fuerzas progresistas, alianza que abarca desde el movimiento obrero hasta la oposición burguesa a la monarquía prusiana, representada aquella por la Asamblea de Fráncfort.

Sin embargo, en septiembre de ese mismo año, Friedrich Engels se ve obligado a constatar la lamentable capitulación de este parlamento ante el poder absolutista, y en diciembre Marx publica un artículo titulado “La burguesía y la contrarrevolución”, donde extrae la siguiente conclusión de los acontecimientos de aquellos meses decisivos: “Una revolución puramente burguesa […] es imposible en Alemania. Lo que sí es posible es o bien una contrarrevolución feudal y absolutista, o bien una revolución social-republicana.” ¿Cuáles serían las fuerzas motrices de esta revolución? En un artículo de febrero de 1849 formula una primera respuesta a esta pregunta: “las clases más radicales y democráticas de la sociedad”, los obreros, los campesinos y la pequeña burguesía/2.

En abril de 1849, Marx dimite de la Asociación Democrática y dedica sus esfuerzos a construir la Asociación Obrera de Colonia. Poco después, en mayo, aparece el último número de la Neue Rheinische Zeitung; la revolución ha sido derrotada y los dos jóvenes revolucionarios tienen que exiliarse en Inglaterra. En Londres editarán una publicación mensual con el mismo título que pretende ser la continuación de su periódico de Colonia, aunque al final solo se publicarán seis números a lo largo del año 1850.

Durante estos dos años, Marx y Engels habían seguido de cerca el levantamiento republicano en Francia y publicado en la Neue Rheinische Zeitung varios artículos sobre los combates que tuvieron lugar en París, particularmente en junio de 1848. Marx retomará la cuestión de los acontecimientos revolucionarios franceses en una serie de artículos para su revista londinense. Textos que Engels recopilará mucho más tarde, en 1895, después de la muerte de Marx, en un libro titulado Las luchas de clases en Francia 1848-1850. Se trata de tres artículos relativos al periodo que va de febrero de 1848 a marzo de 1850, seguidos de un cuarto artículo formado por extractos (escogidos por Engels) de un estudio sobre la evolución económica y política de Francia hasta mediados de 1850.

Historia en tiempo presente

No se trata de periodismo, sino de una especie de “historia en tiempo presente”, comprometida y polémica, con ánimo de ir más allá de la superficie del juego político y parlamentario y de explicar la sucesión de acontecimientos en Francia –país clave de la revolución europea a los ojos de Marx– a la luz del conflicto despiadado entre clase dominante y clases dominadas. Con ironía cáustica, Marx saca a relucir los intereses de clase que se ocultan tras los distintos regímenes, gobiernos o partidos políticos, desenmascarando de paso los discursos líricos y las fórmulas vacías de los ideólogos. Ya en los primeros párrafos encontramos esta definición sarcástica de la monarquía de Julio: “No era la burguesía francesa quien reinaba con Luis Felipe, sino una fracción de esta: banqueros, reyes de la Bolsa, magnates del ferrocarril, propietarios de minas de carbón y de hierro, amos de bosques y la parte de la propiedad de tierras asociada a ellos, lo que viene en llamarse la aristocracia financiera. Instalada en el trono, dictaba las leyes a las dos Cámaras y repartía los cargos públicos, desde los ministerios hasta las expendedurías de tabaco.”

En cuanto al gobierno provisional que se estableció tras la revolución de febrero de 1848, que pretendía, según su portavoz político-literario Lamartine, “eliminar ese malentendido terrible que existe entre las diferentes clases”, convertirá la República en “un nuevo traje de gala para la vieja sociedad burguesa” y acabará aplastando a sangre y fuego la revuelta obrera de junio. ¿Qué decir del partido de la Montaña, de Ledru-Rollin y sus amigos, representantes de la pequeña burguesía democrática? “Su energía revolucionaria se limitaba a lanzar iniciativas parlamentarias, registrar actas de acusación, proferir amenazas, levantar la voz, pronunciar discursos incendiarios y practicar un extremismo que no iba más allá de las palabras.” En cambio, el proletariado revolucionario, que se reconocía en el comunismo –“para el cual la propia burguesía inventó el nombre de Blanqui”–, aspiraba a su vez a la “declaración permanente de la revolución” hasta lograr la supresión de las diferencias de clase en general y de las relaciones de producción en que se basan/3.

En la introducción, Engels observa con razón que “la presente obra de Marx fue su primer intento de explicar un fragmento de historia contemporánea a la luz de su concepción materialista y partiendo de los datos económicos que implicaba la situación”. Marx logró de este modo “relacionar los conflictos políticos con las luchas de intereses entre las clases sociales y las fracciones de las clases existentes, implicadas por el desarrollo económico, y demostrar que los diversos partidos políticos son expresión más o menos adecuada de esas mismas clases y fracciones de clases”. Sin embargo, curiosamente, Engels parecía considerar insuficiente este tipo de análisis, pues Marx no pudo –por falta de información, ante todo estadística, sobre la época contemporánea– “seguir día a día la marcha de la industria y del comercio en el mercado mundial”; por tanto, estuvo “obligado a considerar este factor, el más decisivo, como una constante, a tratar la situación económica del comienzo del periodo estudiado como como un dato cierto e invariable/4”.

Sin embargo, nos parece, por el contrario, que uno de los grandes méritos de este texto es que pone el acento en la dinámica propia de la lucha de clases y su desarrollo en la esfera política, evitando reducir este enfrentamiento sociopolítico a mecanismos económicos. La historia no la hacen las fuerzas productivas, sino las clases sociales, sin duda en unas condiciones económicas, sociales y políticas dadas. En otras palabras, Marx tiene en cuenta la autonomía relativa de la lucha de clases con respecto a las fluctuaciones de la coyuntura económica y a “la marcha de la industria y el comercio”. Si cada fuerza política corresponde a una clase o fracción de una clase, es en el conflicto social donde se halla la clave de los conflictos políticos, y no en los movimientos de la economía (ni siquiera “en última instancia”).

Por tanto, no es por casualidad que Antonio Gramsci, en uno de los pasajes más importantes, desde el punto de vista teórico, de sus Cuadernos de la cárcel, cite La lucha de clases en Francia y El 18 brumario como obras que “permiten precisar mejor la metodología histórica marxista”. Para Gramsci, “la pretensión (presentada como postulado esencial del materialismo histórico) de mostrar y exponer toda fluctuación de la política y de la ideología como una expresión inmediata de la estructura económica, debe combatirse teóricamente como un infantilismo primitivo, y debe combatirse en la práctica con el auténtico testimonio de Marx, autor de obras políticas e históricas concretas/5”. Este comentario aparentemente “heterodoxo” corresponde de hecho al enfoque marxiano en esta obra.

Marx se interesó especialmente por los enfrentamientos de junio de 1848. Aquella gran revuelta obrera, que sembró París de barricadas –tras la disolución de los talleres nacionales por el gobierno republicano burgués–, fue aplastada a sangre y fuego por el general Cavaignac, ministro de la Guerra, quien ya se había retratado en la “pacificación” colonial de Argelia. Marx no se contentó con analizar el acontecimiento –cita de pasada un artículo que había publicado, “en caliente”, en la Neue Rheinische Zeitung a finales de junio de 1848–, sino que le atribuye una importancia histórica mundial: la primera gran batalla en la guerra social moderna entre la burguesía y el proletariado.

Hay dos épocas en la historia de Francia y de Europa: antes y después de junio de 1848. Claro que Marx no ignora otros levantamientos proletarios anteriores, empezando por la revuelta de los “canutos” de Lyon; pero en su opinión, junio de 1848 encarna la gran inflexión en la lucha de clases, el momento en que la palabra misma de revolución cambia de significado: deja de designar un simple cambio de forma del poder político (monarquía, república) y adopta el sentido de una ofensiva contra el propio orden burgués.

El 18 Brumario

Dos años más tarde, Marx vuelve a la carga y escribe un nuevo texto sobre los acontecimientos en Francia: El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852). Esta pequeña obra, verdadera joya de estudio histórico materialista, es sin duda uno de los escritos más logrados de Marx, tanto desde el punto de vista de su riqueza teórica como desde el de su calidad literaria. Lo escribió de un tirón, entre enero y febrero de 1852, a petición de su amigo Weidemeyer, comunista alemán exiliado en EE UU, quien lo publicó en el primer número de una revista titulada Die Revolution. En él aborda el mismo tema que en Las luchas de clases en Francia, pero desde otra perspectiva histórica: se trata de explicar por qué esta revolución concluyó, el 2 de diciembre de 1851, con el golpe de Estado que otorga plenos poderes a Luis Bonaparte. Este “personaje mediocre y grotesco”, según Marx (en el prefacio a la reedición de su libro en 1869), conoce allí su “18 de brumario”, que fue la fecha del golpe de Estado de Napoleón Bonaparte en el antiguo calendario de la Revolución francesa.

En comparación con los artículos de 1850, ahora Marx se interesa menos por el detalle de los acontecimientos que por las grandes líneas del enfrentamiento entre las clases, así como el gran enigma de la base social del bonapartismo. Se trata sobre todo de una obra mucho más importante desde el punto de vista de la reflexión teórica general sobre la historia, las ideologías, la lucha de clases, el Estado y la revolución. Si Las luchas de clases en Francia refleja la dinámica propia de las luchas sociales –que no pueden reducirse a fluctuaciones económicas–, El 18 brumario de Luis Bonaparte permite observar la autonomía relativa de lo político y de sus representaciones.

Uno de los propósitos de la obra es el de discernir la lógica social del bonapartismo, una forma de poder político que aparentemente se autonomiza enteramente de la sociedad civil, pretende ser un árbitro situado por encima de las clases sociales, pero que en última instancia sirve al mantenimiento del orden burgués, al tiempo que se asegura, mediante la demagogia, el apoyo del campesinado y de ciertas capas populares urbanas. El 18 brumario se escribió antes de que Luis Bonaparte se proclamara emperador. No obstante, este desenlace y el fin del Segundo Imperio ya estaban anunciados en la última frase del libro: “El día en que el manto imperial se deposite finalmente sobre los hombros de Luis Bonaparte, la estatua de bronce de Napoleón caerá desde lo alto de la columna Vendôme”. La profecía se hizo realidad, literalmente, aunque con casi veinte años de retraso: la Comuna de París tumbará la columna Vendôme, echando a tierra “la estatua de bronce de Napoleón”, en mayo de 1871…

En las primeras líneas del texto figura una afirmación muy general, pero de importancia capital para la comprensión del materialismo histórico: son los Menschen, es decir, los seres humanos –y no las estructuras, ni las “leyes de la historia”, ni las fuerzas productivas– quienes hacen la historia. Este postulado permite distinguir el pensamiento de Marx de toda clase de concepciones positivistas o deterministas –inspiradas en el modelo de las ciencias naturales– del devenir histórico. Volvemos a encontrar una idea equivalente en un pasaje de El Capital en que Marx se refiere a Vico: lo que diferencia la historia humana de la historia natural es que los seres humanos hacen la primera y no la segunda. Y añade que no hacen la historia “arbitrariamente”, sino en determinadas condiciones, que incluyen la herencia del pasado, que Marx contempla de manera bastante crítica, refiriéndose a la célebre fórmula de Hegel: la historia se repite dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa –Caussidière por Danton, Louis Blanc por Robespierre, el sobrino (Luis Bonaparte) por el tío (Napoleón)–.

¿Se puede afirmar, sin embargo, como hace algunos párrafos más adelante, que las revoluciones proletarias no pueden tomar su poesía del pasado, como las revoluciones burguesas, sino tan solo del futuro? No parece que sea este el caso, puesto que la Comuna de París de 1871 se remite continuamente a la de 1794, y la Revolución de Octubre a la Comuna de París (y así sucesivamente). Probablemente, con esta observación, Marx quiso ahorrar al movimiento obrero socialista la pesada herencia jacobina.

La herencia del pasado

Las tradiciones heredadas del pasado son uno de los aspectos de lo que Marx calificó en 1846 con el término de “ideología” y aquí con el de “superestructura”: ideas, ilusiones, visiones del mundo (Lebensanschauungen), “formas de pensar” (Denkweisen). Este último término es interesante: lo que cuenta no es tal o cual contenido filosófico, político o teológico, sino una determinada forma de pensar. Este conjunto de representaciones “reposa” en las formas de propiedad y de existencia social, pero son las clases sociales las que las crean: en otras palabras, la ideología, o la “superestructura”, no es nunca la expresión directa de la “infraestructura” económica, sino que son las clases sociales las que la producen e inventan en función de sus intereses y de su situación social. Por tanto, no existe una ideología de una sociedad en general, sino representaciones, formas de pensar de las diferentes clases sociales.

En la sistematización de estas ideas e ilusiones desempeñan una función capital los intelectuales, los representantes políticos y literarios de las diferentes clases. Cualquiera que sea su distancia con respecto a su clase –en términos de cultura o de sensibilidad–, son sus “representantes” o sus ideólogos en la medida en que sus concepciones se sitúan dentro del horizonte de pensamiento de la clase y no rebasan los límites de su visión del mundo; dicho de otra manera, sus reflexiones, por sutiles y sofisticadas que sean, no salen del marco de la problemática de la clase, es decir, de las cuestiones que esta se plantea en función de sus intereses y de su situación social. Así, este pasaje de Marx postula tanto la autonomía relativa de los intelectuales con respecto a las clases sociales como su dependencia, en última instancia, de las Denkweisen de las mismas.

El 18 brumario pone de manifiesto asimismo el antiestatalismo de Marx, su crítica radical de la alienación política, que separa de la sociedad los intereses comunes; en esto sigue el hilo de la crítica de la filosofía del Estado de Hegel que ya formuló en el Manuscrito de Kreuznach (1843). Al subrayar la continuidad del aparato de Estado, pletórico, parasitario e hipercentralizado, desde la monarquía absoluta hasta Luis Napoleón, pasando por la Revolución francesa, Napoleón I, la Restauración y la Monarquía de Julio, Marx no se sitúa muy lejos de los análisis que Tocqueville desarrollará más tarde en El Antiguo Régimen y la Revolución (1856), el mismo Tocqueville que Marx menciona en el 18 brumario en su papel poco brillante, en 1851, de portavoz del partido del orden, asociación confusa de legitimistas, orleanistas y bonapartistas en la Asamblea Nacional…

Por tanto, la tarea de la futura revolución social no consiste, como fue el caso de las revoluciones del pasado, en tomar posesión –“como una presa”– del Estado, sino la destrucción (Zertrümmerung) del aparato burocrático-militar estatal. No obstante, Marx todavía no tiene una idea precisa de la nueva forma de poder político que debería reemplazar al Estado: la define como una “nueva forma de centralización política”. La fórmula es a la vez demasiado vaga y demasiado unilateral, al suprimir, en beneficio de un único polo, la dialéctica entre centralización y descentralización, entre unidad democrática y federalismo. De hecho, la respuesta a esta cuestión la recibirá Marx de la Comuna de París en 1871.

Los sujetos de esta futura revolución social son sin duda los proletarios, pero también los campesinos, una vez libres de sus ilusiones bonapartistas; Marx parece condenar, en un primer momento, a los campesinos a la impotencia política y al triste papel de base social del bonapartismo, pero luego se da cuenta de que sin la acción revolucionaria de esta clase, la revolución proletaria está condenada al fracaso en “todas las naciones campesinas”, como en Francia en el siglo XIX, pero también en Rusia, China y muchos otros países en el siglo XX.

Revolución permanente

Aunque exiliados en Londres, Marx y Engels siguen atentamente los últimos combates de la revolución iniciada en marzo de 1848 en Alemania. Así, en marzo de 1850 escribirán una circular, en nombre del Consejo Central, dirigida a los militantes de la Liga de los Comunistas que permanecen en el país. Dicha circular es uno de los documentos políticos más importantes que han escrito los autores del Manifiesto. Pese a que parte de una apreciación perfectamente ilusoria y errónea de la situación en Alemania, donde la contrarrevolución ya había ganado la partida, el caso es que prefigura las principales revoluciones del siglo XX. Contiene la formulación más explícita y coherente de la idea de revolución permanente, es decir, la intuición de la posibilidad objetiva, en un país “atrasado”, absolutista y “semifeudal” como Alemania, de una articulación dialéctica entre las tareas históricas de la revolución democrática y las de la revolución proletaria, en un único proceso histórico ininterrumpido.

Esta hipótesis ya apareció, en versión filosófica abstracta, en la Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel en 1844, así como, de manera implícita, en algunos de los artículos sobre la revolución alemana escritos para la Neue Rheinische Zeitung en 1848-1849. También es cierto que en Marx, y todavía más en Engels, encontramos, tanto antes como después de 1850, escritos en los que el desarrollo del capitalismo industrial y el advenimiento de la república parlamentaria burguesa se presentan como etapas históricas distintas, que preceden a la lucha por el socialismo.

Al constatar la capitulación de la burguesía liberal ante el absolutismo, la Circular de 1850 propone una alianza del proletariado alemán con las fuerzas democráticas de la pequeña burguesía contra la coalición reaccionaria de la monarquía y los terratenientes con la alta burguesía. De todos modos, esta coalición democrática se percibe como un momento transitorio dentro de un proceso revolucionario “permanente”, hasta llegar a la abolición de la propiedad privada burguesa y al establecimiento de una nueva sociedad, una sociedad sin clases, no solo en Alemania, sino a escala internacional. Para ello, hará falta que los obreros organicen sus propios comités, sus gobiernos obreros revolucionarios locales y su guardia pretoriana armada. La similitud con lo que ocurrirá, aunque en un contexto diferente, en octubre de 1917 en Rusia es sorprendente: consejos obreros, doble poder, revolución permanente.

La Circular de marzo de 1850 fue publicada por primera vez por Engels, en el anexo al libro de Marx Enthüllungen über den Kommunisten-Prozess zu Köln (Revelaciones sobre el juicio contra los comunistas en Colonia), aparecido en Zúrich en 1885. No dejó de suscitar la crítica de los partidarios de una socialdemocracia moderada; así, Eduard Bernstein, en Los presupuestos del socialismo (1898), denunció la “revolución permanente” como formulación “blanquista”/6. Sin embargo, en los escritos de Auguste Blanqui no figuran ni el concepto ni el término. De hecho, la fuente más probable del término hay que buscarla en los trabajos de historia relativos a la Revolución francesa que Marx había estudiado y comentado en 1844-1846, en los que se hablaba de unos clubes revolucionarios que se reunían “de forma permanente”.

Bernstein percibe asimismo, aunque esta vez con razón, la dialéctica como fuente de las ideas formuladas en la Circular. Según él, la idea de transformación del futuro estallido revolucionario en Alemania en una “revolución permanente” era fruto de la dialéctica hegeliana –un método “tanto más peligroso cuanto que nunca resulta enteramente erróneo”– que permite “pasar bruscamente del análisis económico a la violencia” política, dado que “cada cosa lleva en sí su contrario/6. En efecto, fue exclusivamente gracias a su enfoque dialéctico que Marx et Engels fueron capaces de superar el dualismo rígido e inamovible que separa la evolución económica y la acción política, la revolución democrática y la revolución socialista. Fue su comprensión de la unidad contradictoria de estos distintos momentos y de la posibilidad de un salto cualitativo (“transiciones bruscas”) en el proceso histórico, que les permitió esbozar la problemática de la revolución permanente. Frente a este método dialéctico, Bernstein no puede proponer sino el “recurso al empirismo” como “único medio de evitar los peores errores”. Empirismo contra dialéctica, he aquí la mejor forma de poner de manifiesto las premisas metodológicas que se enfrentan en este debate.

Curiosamente, cuando León Trotsky formula, por primera vez, su teoría de la revolución permanente en Rusia, en el folleto Balance y perspectivas (1906), no parece que conociera la Circular de marzo de 1850; su fuente terminológica fue un artículo sobre Rusia publicado en 1905 por el biógrafo de Marx, Franz Mehring, quien sí había leído el documento de 1850, aunque no lo citara.

El interés de este escrito “al natural” de Marx y Engels radica en que, a pesar del evidente error “empírico” de su análisis de la situación en Alemania, supieron captar un aspecto esencial de las revoluciones sociales del siglo XX, no solo en Rusia, sino también en España y en los países del sur (Asia y América Latina): la fusión explosiva entre revolución democrática (y/o anticolonial) y revolución socialista dentro de un proceso “permanente”. Encontramos ideas análogas desarrolladas –sin que necesariamente tuvieran conocimiento de la Circular de 1850 o de los escritos Trotsky– por marxistas latinoamericanos como José Carlos Mariátegui a finales de la década de 1920 y Ernesto Che Guevara en 1967, o africanos como Amílcar Cabral. Esta problemática conserva toda su actualidad, como demuestra, especialmente en América Latina, el debate sobre “el socialismo del siglo XXI”.

14/11/2016

Notas:
1/ Karl Marx, Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista.
2/ Karl Marx, Friedrich Engels, Werke, Berlín, Dietz Verlag, 1961, vol. 6, p. 124, 217.
3/ Karl Marx, Las luchas de clases en Francia 1848-1850, https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/francia/francia1.htm.
4/ Friedrich Engels, “Introducción” a Karl Marx, Las luchas de clases en Francia 1848-1850, https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/francia/francia1.htm.
5/ Antonio Gramsci, Œuvres choisies, Paris, Editions Sociales, 1959, trad. Gilbert Moget et Armand Monjo, p. 104.
6/ Eduard Bernstein, Los presupuestos del socialismo [1899], Mexico, Siglo XXI editores, s.a., 1982.
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