20/03/2017
| Yohann Douet
[A lo largo del siglo XX, el problema del
partido revolucionario fue un tema central para los movimientos de
emancipación, en particular para las diferentes corrientes que se reclaman del
legado de Lenin (aunque también para las que negaban la necesidad de ese
partido). Si el retorno de la crítica social ha vuelto a poner en el orden del
día la necesidad de una ruptura con el capitalismo, la “forma-partido” ha sido
declarada en crisis, por no decir en estado de muerte clínica, y el debate que
asocia la estrategia revolucionaria con la construcción de un partido se ha
cerrado sin que se interrogue realmente el vacío que ha quedado.
En este contexto, la referencia omnipresente a
Gramsci –quien también se reclamaba de la tradición leninista– ha dejado caer
en el olvido su elaboración relativa al partido revolucionario, cuestión que
sin embargo es central en su pensamiento, en beneficio de una visión reductora
de Gramsci como pensador de la hegemonía cultural (frente a un Lenin que, según
se dice, no abordó este aspecto). Es este pensamiento gramsciano sobre el
partido el que restituye Yohann Douet es este artículo, al tiempo que discute
los grandes problemas y los posibles obstáculos que llevan asociados, y
situándolo en los debates contemporáneos en materia de política de emancipación. Red.]
En el nº 13 de los Cuadernos de la cárcel,
Gramsci califica el Partido Comunista de “Príncipe moderno”. Al igual que el
Príncipe de Maquiavelo, su objetivo es fundar un “nuevo tipo de Estado” /1.
Su misión, sin embargo, no se detiene ahí, y la analogía es limitada, porque el
Estado proletario que se trata de establecer no es un fin en sí mismo. Al
contrario, se entiende que este Estado ha de poner fin a la sociedad de clases
y abolirse por tanto a sí mismo como Estado, dado que todo Estado está
vinculado a un conflicto de clases. Esta abolición debe corresponder, en
términos gramscianos, a la transición de un poder que descansa en última
instancia en la “coerción” /2 a una “sociedad regulada” en la que el
autogobierno será la regla. Por consiguiente, estamos lejos de la exhortación
maquiaveliana a “mantenere lo Stato” /3. En otras palabras, la
revolución proletaria debe conducir a un Estado paradójico: Lenin habla de un
Estado “no Estado” /4 o de un “semi-Estado” /5 .
El Partido revolucionario también se ve
necesariamente afectado por este carácter paradójico, pues se entiende que
representa al proletariado, clase cuyo interés histórico es la superación de
toda división de las sociedades humanas en clases. Por tanto, si cumple
perfectamente su papel, el Partido está abocado a desaparecer. Gramsci lo
afirma explícitamente en el Cuaderno nº 4:
Porque cada partido no es más que una nomenclatura /6
de clase, es evidente que para el partido que se propone anular la división en
clases, la plena realización y cumplimiento consisten en dejar de existir, pues
ya no habrá clases ni, por tanto, sus expresiones.
El fin del Partido, su objetivo último, es su
propio final, su desaparición.
Para conseguir este fin paradójico, el Partido debe
emplear medios que parecen contradecirlo. Para fundar un nuevo Estado, es
decir, hacer la revolución, el Partido ha de luchar contra el Estado existente.
Esto le lleva a adoptar una organización centralizada, disciplinada, incluso
militarizada, que lo acerca peligrosamente a lo que combate. Tiene que aceptar
lo que Gramsci considera “el hecho primordial, irreductible” en que se basa la
ciencia y el arte políticos /7, a saber, la distinción entre dirigentes
y dirigidos, entre gobernantes y gobernados. Sin embargo, por otro lado, quiere
precisamente abolir esta distinción. La tensión entre el fin perseguido y los
medios empleados se ve acentuada todavía más en la medida en que la
organización centralizada y jerárquica corre siempre el riesgo de adquirir la
condición, no ya de un mero medio, sino de fin verdadero: en este caso, el
Partido no tiene otro horizonte que su propia perpetuación en la existencia y
restablece finalmente la dominación, aunque de otra forma.
Examinada más de cerca, esta tensión entre la
organización y la misión que se supone que ha de cumplir nos permitirá afirmar
que el Partido revolucionario puede concebirse, en opinión de Gramsci, como una
contradicción de hecho. Esta última solo puede gestionarse y regularse si la
dirección consciente del Partido establece una relación dialéctica con la base,
entendiéndose por tal tanto los y las militantes de base que son oficialmente
miembros del Partido, como la base social de este último, es decir, la o las
clases a que representa. En los Cuadernos de la cárcel y en ciertos
escritos políticos anteriores al ingreso en prisión encontramos indicaciones
más concretas sobre las condiciones en que esta dialéctica es posible. No
obstante, hará falta examinar los límites de esta solución del problema del
Partido: es incompleta en la medida en que pasa por alto diversas garantías de
democracia interna y se apoya en supuestos amenazados de anacronismo.
Dirección y emancipación
1. El modelo jerárquico
No cabe ninguna duda de que Gramsci se inscribe en
la filiación leninista. Concreta su pensamiento en determinados aspectos y se
aleja de él en otros, pero dicho pensamiento consta siempre en el horizonte de
sus reflexiones. Aunque el pensamiento de Lenin –al igual que la lectura del
mismo que propone Gramsci– se sitúa en las antípodas del “marxismo-leninismo”
de Zinóviev y Stalin /8, y por tanto está lejos de poder reducirse a una
pura concepción jerárquica y a un autoritarismo dogmático, está claro que
Gramsci deriva de la teoría y de la práctica política del autor de ¿Qué
hacer? la idea de que el partido debe estar centralizado y dotado de una
dirección fuerte. Y ello por varias razones.
En primer lugar, constituye el principal factor de
unificación de las masas, y para triunfar en la lucha de clases hace falta la
unidad. Dado que esta no será fruto de una lógica inmanente a las propias
masas, el Partido deberá ser monolítico. Además, en los tiempos cortos de la
acción política es necesario contar con un conjunto reducido de dirigentes
eficaces, pues únicamente estos pueden actuar y responder con gran rapidez y
aprovechar los momentos oportunos, como hizo la dirección del partido
bolchevique en las jornadas de octubre /9. En suma, de acuerdo con la
concepción desarrollada por Lenin, particularmente en ¿Qué hacer?, solo
un partido formado por “revolucionarios profesionales” bien formados puede
llevar a cabo una verdadera lucha de clases política, dirigida contra el Estado
y la sociedad de clases en su conjunto, y no tan solo una serie de luchas
parciales, limitadas a un nivel principalmente económico.
Gramsci utiliza una metáfora militar para exponer
su concepción jerárquica y dirigista de la organización. Cabe concebir esta
última como una entidad formada por tres elementos: la base militante es
comparable a la tropa obediente y disciplinada, que no puede ser eficaz si no
la organiza un elemento intermedio; y estos dos primeros niveles están
subordinados a un tercero, el de los “capitanes”. Este último nivel es el
que centraliza en el campo nacional, que hace
volverse eficiente y potente a un conjunto de fuerzas que dejadas a sí mismas
contarían como cero o poco más; este elemento está dotado de una alta fuerza cohesiva,
centralizadora y disciplinadora, y también […] inventiva (si se entiende la
inventiva en cierta dirección, según ciertas líneas de fuerza, ciertas
perspectivas, ciertas premisas incluso). […] este elemento por sí solo […] no
formaría el partido, sin embargo lo formaría más que el primer elemento
considerado /10.
Una de las tareas fundamentales de estos dirigentes
consiste en formar a otros dirigentes y en preparar de este modo su sucesión en
caso de que desaparecieran (en particular si fueran encarcelados, como el
propio Gramsci). Las exigencias organizativas comportan por tanto el riesgo de
una inversión de los medios y los fines en la medida en que la perpetuación de
la organización (en forma de sucesión de dirigentes) se convierte en uno de los
objetivos principales de esta organización.
2. La dimensión cultural de la actividad partidaria
Sin embargo, la función del Partido no se reduce a
una función de dirección y de organización político-militar, sino que también
debe cumplir, tal vez antes que nada, un papel educativo e intelectual. Lo que
más importa en un partido “es su función, que es la de dirigir y organizar, es
decir, una función educativa, es decir, intelectual” /11. Su labor
política debe ser concomitante a un esfuerzo por elaborar, desarrollar y
difundir entre las masas una nueva “concepción del mundo”. Esta última deberá
basarse en una filosofía concreta y viva, capaz de organizar a las masas y
llegar incluso a cambiar su modo de vida. Se trata, por supuesto, de la
“filosofía de la praxis”, del marxismo como teoría viva y activa. El Partido,
como “intelectual colectivo” /12, deberá poner en práctica, por tanto,
una “reforma intelectual y moral” que refuerce la autonomía y la autoactividad
de las masas populares, liberándolas de la dominación burguesa. En este
sentido, la acción educativa del Partido tiene sin duda efectos directamente
políticos.
La necesidad de esta dimensión cultural de la
actividad del Partido marca claramente los límites del paradigma dirigista y
jerárquico. La “difusión, por un centro homogéneo, de una manera homogénea de
pensar y actuar” /13 es incompatible con una relación unilateral, de
mando de tipo militar, que vaya de la cúspide a la base. La educación de las
masas de que habla Gramci no puede ser una pura inculcación, sino que ha de
tener en cuenta la adhesión y el consentimiento de aquellas personas a las que
está dirigida.
Lo que es cierto para la difusión de una nueva
concepción del mundo, lo es tanto más para su elaboración. Las teorías
verdaderamente revolucionarias nacen de la educación recíproca de los
intelectuales y las masas. Los intelectuales orgánicos del proletariado solo
pueden elaborarla porque su ciencia se nutre de una comprensión de las masas,
que a su vez únicamente es posible porque sienten sus emociones y sus pasiones
más profundas /14. Se comprende entonces que la relación entre el
Partido y las masas, del mismo modo que la relación entre los dirigentes y los
militantes, no puede ser unilateral y debe hacer sitio a una dimensión de
reciprocidad, a cierta dialéctica. Además, la emancipación intelectual de las
clases subalternas no puede esperar a la victoria de la revolución proletaria,
sino que ya es invocada por la actividad cotidiana del Partido.
3. La prefiguración de la emancipación
Como demuestra la política cultural, el Partido
debe proceder ya, aquí y ahora, a la emancipación que se propone llevar a cabo
en el conjunto de la sociedad. En cierto sentido, el Partido debe ser la imagen
de la sociedad que quiere construir. Dicho de otro modo, debe desarrollar una
política prefigurativa. No es únicamente un instrumento que permite crear el
comunismo, sino que se entiende que ha de ser un “islote de comunismo” /15
realmente existente. No es únicamente el agente que permite actualizar una
posibilidad futura –la revolución proletaria–, sino también una actualización
parcial de esa posibilidad en el presente. Esto es lo que parece afirmar el
propio Gramsci en el preciso instante en que presenta su célebre analogía con
el Príncipe de Maquiavelo:
El moderno príncipe […] puede ser solamente un
organismo; un elemento de sociedad complejo en el cual ya comienza a
concretarse una voluntad colectiva reconocida y afirmada parcialmente en la
acción. Este organismo viene dado ya por el desarrollo histórico y es el
partido político, la primera célula en que se agrupan gérmenes de voluntad
colectiva que tienden a hacerse universales y totales. /16
El Partido revolucionario parece por tanto
encarnar, prefigurar, su propio objetivo, que consiste en unificar en una voluntad
colectiva voluntades parciales de las clases subalternas. Por un lado, este
objetivo es para él un medio de realizar su misión última: hace falta unir al
proletariado, e incluso a las masas populares en general bajo la hegemonía del
proletariado (el proletariado y sus aliados potenciales como el campesinado, la
pequeña burguesía, etc.), con el fin de derribar la dictadura burguesa e
instaurar el socialismo. En este sentido, el Partido es el organizador de una
voluntad colectiva nacional-popular y, al mismo tiempo, “expresión activa y
operante” /17 de esta.
Sin embargo, por otro lado, también cabe considerar
que este objetivo es el fin último del Partido, a saber, la instauración del
comunismo. En efecto, solo será posible alcanzar una voluntad colectiva total y
universal si el Estado y la ideología burguesa dejan de fragmentar a las masas
populares y si las contradicciones económicas (como las inherentes al modo de
producción capitalista) dejan de desgarrar a la humanidad. Únicamente sobre la
base de una organización económica no conflictiva, y una vez eliminados los
aparatos políticos de las clases dominantes, cabe esperar de verdad que la
humanidad se reconcilie consigo misma. Por consiguiente, decir que el Partido
constituye la primera célula de una voluntad unificada es decir que en él ya se
halla realizada –parcialmente y tan solo en su germen, desde luego– la misión
que lo define.
La solución del problema inicial parece alejarse a
medida que lo formulamos de manera más precisa. El Partido se caracteriza desde
el comienzo por su objetivo paradójico, en el sentido de que implica su propia
abolición. Su fin es en sí mismo un problema, pero este problema se complica
cuando se examinan los medios para realizarlo. Para alcanzar este resultado,
los medios más eficaces desde el punto de vista político-militar parecen estar
vinculados al refuerzo de los aspectos jerárquicos y autoritarios de la
organización: esta última corre entonces el riesgo de actuar con el único
objetivio de reproducirse, y por tanto de perpetuar la separación entre
dirigentes y dirigidos.
Desde un punto de vista cultural e ideológico, el
Partido ha de tomar iniciativas, desarrollar una concepción del mundo coherente
y difundirla de la forma más eficaz posible. Esta política tiene necesariamente
aspectos centralizados y jerárquicos y retoma en parte la división entre los
intelectuales y el resto de militantes. Ha de ser mucho más flexible que lo que
podía inferirse del modelo militar. Por tanto, hay que comprender cómo el
Partido puede caracterizarse por una dirección extremadamente firme, sin
sacrificar por ello la relación flexible y profunda que mantiene con las masas.
El problema puede formularse en un tercer nivel si
se considera que uno de los medios requeridos para alcanzar el fin propuesto es
la prefiguración de este: el Partido, en su misma forma organizativa, debe ser
el anticipo realmente existente de la posible emancipación. Cuando defendía
esta idea, Gramsci solo evocaba la unificación de las voluntades, lo que
aparentemente limitaba la dificultad de su tesis. Pero el objetivo final del
Partido no es una “unificación” de las voluntades comprendida en un sentido
fiable, a modo de alianza táctica o coincidencia accidental de opiniones. Es la
verdadera unificación del género humano mediante la resolución de las
contradicciones que lo desgarran. Ahora bien, esta unificación no es más que
otra denominación del comunismo comprendido en toda su plenitud, que implica la
abolición de la división del trabajo y un verdadero autogobierno democrático.
Parece harto difícil concebir que una organización pueda prefigurar realmente
un fin semejante, pero Gramsci nos aporta una serie de elementos para hacerlo.
Dialéctica y democracia
1. La dialéctica entre la espontaneidad y la
dirección consciente
Después de Lenin, Luxemburgo y Lukács, Gramsci
utiliza la palabra “dialéctica” para designar la relación que conviene
establecer entre la conciencia (de los intelectuales y la dirección) y
la espontaneidad (la de las masas y los militantes del Partido en
sentido estricto). Se considera que los partidos de masas modernos se
caracterizan por una adhesión orgánica a la vida más íntima
(económico-productiva) de la propia masa /18. La dirección consciente no
puede ser ajena a la clase. El Partido mismo forma parte de la clase, es una
capa de la clase, que debe seguir vinculada con todas las demás capas. Claro
que es su vanguardia, y su deber es guiar a la clase en todo momento, pero
esforzándose por mantener el contacto con ella a través de todos los cambios de
situación objetiva. El Partido debe andar “un paso por delante, pero solo un
paso” /19. Se trata de orientar al resto de la clase hacia sus intereses
históricos fundamentales, pero siempre partiendo de los envites sociopolíticos
inmediatos.
Se entiende que el Partido ha de ser una verdadera
expresión de la clase a que representa, pero esta relación de expresión es
dialéctica, en la medida en que el Partido actúa a su vez sobre la clase en que
echa sus raíces:
Si bien es cierto que los partidos no son más que
la nomenclatura de las clases, también es verdad que los partidos no son
meramente una expresión mecánica y pasiva de estas clases, sino que reaccionan
enérgicamente sobre ellas para desarrollarlas, fortalecerlas y universalizarlas
/20.
Tenemos por tanto una dialéctica entre un contenido
socioeconómico y una forma política, el Partido. Hay que añadir que el
contenido desborda a veces la forma. La acción del Partido ha de dirigir,
encuadrar y organizar a las masas, pero no debe sofocar las iniciativas populares
ni la espontaneidad de las masas. Debe darles rienda suelta para elaborarlas
políticamente un un momento posterior.
2. Centralismo democrático contra centralismo
burocrático
El tipo de dialéctica que acabamos de evocar entre
dirección y espontaneidad, entre forma y contenido, se halla en el interior
mismo del Partido, siempre que esté bien organizado. Es justamente esto lo que
contempla la fórmula centralismo democrático, que por oposición al centralismo
burocrático es el criterio de un partido realmente progresista, de una
organización capaz de llevar a cabo su misión histórica.
El centralismo democrático es un ‘centralismo’ en
movimiento, o sea, una continua adecuación de la organización al movimiento
real, un contemporizar los impulsos de abajo con el mando de arriba, una
inserción continua de los elementos que brotan de lo profundo de la masa, en el
marco sólido del aparato de dirección que asegura la continuidad y la
acumulación regular de las experiencias” /21.
El marco de dirección, que asegura la
eficacia y coherencia, conserva su importancia, pero hay que hacer todo lo
posible para evitar que “se endurezca mecánicamente en la burocracia” /22.
Supedita la lógica burocrática de la organización a la lógica de la acción y
del movimiento histórico, a fin de no apartarse de la perspectiva de
emancipación sociopolítica.
El centralismo burocrático /23, en
cambio, no se debe a impulsos de abajo, sino que viene dado por órdenes de
arriba. El Partido se separa de las masas y de su propia base militante,
postradas en un estado de pasividad total. Esto conduce entonces a un verdadero
“fetichismo organizativo” /24, pues esta última se ha convertido en su
propio fin, que vale en sí y para sí misma, al margen de sus vínculos con las
clases subalternas, sin las que, no obstante, no sería nada. En esta situación,
por muy honrados y eficaces que sean los jefes, al final de simpone la lógica
burocrática. La conservación y la fuerza del propio Partido pasan a ser los
únicos motivos de su acción, y el horizonte de la abolición de la organización
desaparece. Por esta razón, el centralismo burocrático debe considerarse
reaccionario, porque el Partido pasa a formar parte del orden vigente.
Para ser verdaderamente progresista y adecuado a su
fin, el Partido debe luchar, por tanto, contra el endurecimiento mecánico y la
cristalización burocrática. Para adecuarse al movimiento histórico y
adaptarse a la situación política del momento, no debe contar únicamente con el
discernimiento de sus jefes. Debe contar ante todo con su apertura a la
espontaneidad y las iniciativas de las masas y de su base. Esto es lo que salta
a la vista si se examinan, en sentido contrario, las causas del fetichismo
organizativo:
¿Cómo puede describirse el fetichismo? Un organismo
colectivo está constituido por individuos particulares que forman el organismo
en la medida en que se han dado y aceptan activamente una jerarquía y una
dirección determinada. Si cada componente individual concibe el organismo
colectivo como una entidad extraña a él mismo, es evidente que este organismo
de hecho ya no existe, sino que se convierte en un fantasma del espíritu, un
fetiche. /25
La actividad de los miembros del Partido y de su
base social es por tanto una necesidad si se desea evitar la esclerosis de la
organización. En este sentido, la democracia no es únicamente el objetivo final
de la lucha revolucionaria –que debería conducir a una situación de
autogobierno generalizado–, sino también uno de sus medios más eficaces. Dado
que se caracteriza por el movimiento, “el centralismo democrático ofrece una
fórmula elástica que se presta a muchas encarnaciones; vive en cuanto que es
interpretada y adaptada continuamente a las necesidades” /26. Es por
tanto imposible aportar soluciones acabadas que garanticen una sana vida
democrática de partido. No obstante, Gramsci describe a veces de modo más
concreto esta democracia partidaria y sus condiciones.
3. La dialéctica democrática realmente existente
La democracia deseada no puede definirse de una
manera puramente formal o procedimental. Por ejemplo, el voto de la militancia
sobre las cuestiones importantes es, desde luego, indispensable. Pero se trata
de una garantía insuficiente por diversos motivos: se puede manipular u
orientar; los dirigentes pueden escoger el contenido y las condiciones del
voto; finalmente, la dialéctica democrática no solo debe abarcar a los y las
militantes del Partido, sino también al conjunto de su base social; ahora bien,
esta última no puede expresarse mediante procedimientos democráticos formales,
que solamente valen en el interior del Partido.
En primer lugar, Gramsci considera que “para que el
partido viva y esté en contacto con las masas hace falta que cada miembro del
partido sea un elemento político activo, un dirigente” /27. Hay que
favorecer por tanto la participación de la militancia, casi en el sentido
contemporáneo de democracia participativa: la base debe contribuir a la
elaboración de las grandes líneas maestras, de las cuestiones importantes, y
debatir sobre ellas. Y aunque no siempre sea posible conseguirlo, conviene al
menos buscar el consenso en torno a las decisiones adoptadas. Este elemento
puede verse favorecido por la forma de organización del Partido: Gramsci
defendía así la organización basada en células de empresa –y no ya de comités
definidos territorialmente– porque las consideraba más adecuadas para favorecer
la participación y la actividad de la militancia /28. Esta concepción
estaba vinculada, por supuesto, a su experiencia de los consejos de fábrica en
la Italia de los años 1919 y 1920, donde la actividad política estaba
directamente arraigada en la esfera de la producción.
Un objetivo fundamental es evitar la
burocratización. Cuando se analiza un partido, hay que distinguir “el grupo
social; la masa del partido; la burocracia y el estado mayor del partido”.
Ahora bien, para Gramsci, la burocracia es la fuerza consuetudinaria y
conservadora más peligrosa; si esta acaba constituyendo un cuerpo solidario que
se apoya en sí mismo y se siente independiente de la masa, el partido acaba por
volverse anacrónico, y en los momentos de crisis aguda, queda vacío de su
contenido social y queda como colgado en el aire /29.
Para salvar este escollo, como afirmna Jean-Marc
Piotte, uno de los primeros comentaristas franceses de Gramsci, un elemento de
solución consiste en “sumergir la burocracia en una amplia capa intermedia
de cuadros dinámicos” /30. Además, es preferible que estos cuadros
surjan de las masas, en particular del proletariado. En efecto, cuando la
separación entre dirigentes y dirigidos coincide con una separación de clases,
la organización jerárquica del Partido corre más riesgo de esclerotizarse y de
caer en una lógica burocrática. Esta era según Gramsci justamente la situación
del Partido Socialista italiano: los cuadros del PSI eran casi todos
pequeñoburgueses, lo que agravó la ruptura entre la dirección y la base, y
entre el partido y el proletariado. A su modo de ver, esta es una de las
razones de la pasividad del PSI durante las luchas de los consejos de fábrica.
Esta experiencia crucial del revolucionario sardo
constituye en su opinión el caso paradigmático de una situación en que la
dirección del Partido no ha sabido relacionarse con la espontaneidad de las
luchas populares, pues la dialéctica entre partido y movimiento se había vuelto
imposible. Otra razón de esta imposibilidad –que establece por tanto en
negativo una condición adicional para que sea posible una vida democrática
partidaria adecuada– debe buscarse en los vínculos extraños y demasiado
estrechos que mantenía el PSI con la burocracia dirigente de la Confederación
General del Trabajo (CGL) por un lado, y con su propio grupo parlamentario, que
en gran medida se había independizado, por otro. Para Gramsci, este doble
“sistema de relaciones hizo que concretamente el Partido no existía como
organismo independiente, sino tan solo como elementos constitutivo de un
organismo más complejo, que tenía todos los rasgos de un partido del trabajo,
descentralizado, carente de voluntad unitaria, etc.” /31. La
fragmentación organizativa y la falta de coherencia en la acción del partido no
es ni mucho menos una garantía de funcionamiento democrático: al contrario,
permite que se expresen directamente los intereses corporativos y los
oportunismos de toda clase.
Además de las dimensiones sociológicas y
organizativas que acabamos de señalar, otro elemento importante ha de inspirar
la vida del Partido: la educación. Como ya se ha dicho, esta última no debe ser
unilateral. No existe ninguna doctrina establecida que quepa enseñar a base de
lecciones magistrales; el propio marxismo, piedra angular de la educación
política, es para Gramsci una filosofía de la praxis, viva y abierta. Se
trata por tanto de establecer también a este nivel una dialéctica: el Partido
solo puede dirigir la reforma cultural y moral de las masas populares porque
expresa los sentimientos populares y sus dirigentes los han hecho revivir en
ellos y los han hecho suyos. Una relación de este tipo puede establecerse
particularmente en la lucha: militando en la base, un cuadro puede educarse y
educar a los demás.
Para retomar las expresiones de André Tosel, es
preciso establecer un “círculo pedagógico” /32 virtuoso entre los
intelectuales y las masas: únicamente mediante el contacto con las masas pueden
aprender los intelectuales, en especial aprender a enseñarles; este aprendizaje
no tiene a su vez por objeto más que difundirse entre las masas e incrementar
de este modo el grado de coherencia y realismo de su concepción del mundo; esto
permite un nuevo aprendizaje por parte de los intelectuales en un nivel
superior de elaboración intelectual (un “sentido común” renovado), etc.
Un último elemento que permite precisar el sentido
que otorga Gramsci al centralismo democrático es su concepción de la disciplina
militante. Por un lado, recuerda que "todo miembro del Partido, cualquiera
que sea la posición o el cargo que ocupe, sigue siendo un miembro del Partido y
está subordinado a la dirección de este /33.
Sin embargo, también afirma que la disciplina no
debe ser “externa o coercitiva”:
¿Cómo debe entenderse la disciplina, si como tal se
entiende una relación continua y permanente entre gobernantes y gobernados que
realiza una unidad colectiva? Sin duda no como una recepción pasiva y servil de
órdenes, como la ejecución mecánica de una consigna (lo que sin embargo puede
ser necesario en determinadas circunstancias, como por ejemplo en el caso de
una acción ya decidida e iniciada), sino como una asimilación consciente y lúcida
de la directriz a llevar a cabo. La disciplina no anula, por tanto, la
personalidad en el sentido orgánico, sino que limita únicamente la
arbitrariedad y el impulso irresponsable, sin hablar ya de la vana fatuidad de
ilustrarse/34.
Así, la base puede aceptar que no tenga derecho a
dar el visto bueno a la táctica porque comprende las exigencias impuestas por
la estrategia, en cuya elaboración ha participado. Más en general, esta clase
de disciplina se basa en la interiorización de una nueva cultura, de objetivos
políticos generales y grandes principios de acción forjados en común. Y conduce
a una acción decidida que se deriva de un análisis concreto de las necesidades
de la situación. Dicho de otra manera, es un conformismo activo que se opone a
la arbitrariedad, no para negar la libertad del individuo, sino, por el
contrario, para realizar y poner en práctica una verdadera libertad. Así,
Gramsci escribe que en los partidos, la necesidad ya se ha convertido
en libertad y de ahí nace el enorme valor político […] de la disciplina interna
de un partido y por tanto el valor de criterio de esta disciplina para evaluar
la fuerza de expansión de los diferentes partidos /35.
Cuando se compromete en un partido, un individuo
determinado por su situación social toma conciencia de esta última y la asume
voluntariamente: esto le permite trascender sus intereses inmediatos y defender
conscientemente, y por tanto libremente, los intereses históricos fundamentales
de su clase. Sin embargo, en el fondo tan solo el Partido de las clases
subalternas tiene realmente necesidad de una disciplina interna de este tipo,
que condiciona la posibilidad de su fuerza expansiva entre las masas y de la
coherencia de sus actos. Y también es el único que puede poseerla de verdad. En
efecto, solo si los miembros del Partido se sienten empujados por un interés
histórico emancipatorio puede prefigurarse realmente la ibertad en la necesidad
actual. Para cualquier otro partido, en cambio, la disciplina se verá
rápidamente socavada por los intereses inmediatos y particulares, disolviendo
toda firmeza en la acción en un oportunismio cortoplacista.
Estas pocas especificaciones de las nociones de
“dialéctica entre espontaneidad y dirección consciente” y de “centralismo
democrático” ofrecen algunos indicios de la manera en que Gramsci pensaba
resolver la tensión entre la lógica de la emancipación (que apunta a la
abolición de toda estructura de dominación, ya sea de la sociedad de clases,
del Estado o del Partido) y la lógica de la organización (que requiere un
partido jerarquizado, centralizado, dirigista y que asegure su propia
perpetuación). Desde el punto de vista del propio Gramsci, estos elementos
forman parte de una tarea infinita, pues la construcción del Partido
revolucionario no concluirá realmente hasta que no se haya realizado su obra y
por tanto haya desaparecido: por consiguiente, no son más que parciales. Sobre
todo, de conformidad con el “historicismo absoluto” preconizado en los Cuadernos,
pueden ser objeto de realizaciones disferentes en el curso del tiempo. Así que,
para concluir, quisiera evaluar la pertinencia de las soluciones gramscianas al
problema del Partido, particularmente a la luz de la situación actual.
Los problemas de la solución gramsciana
1. El Partido en sentido amplio y en sentido formal
Se ha dicho que André Tosel considera que una
verdadera educación política establece un círculo pedagógico entre los
intelectuales y las masas, entre el pensamiento crítico –y tendente a la
coherencia– de los primeros y el sentido común pasional de las segundas. Añade,
más en general, que toda actividad política emancipatoria debe inscribirse en
un “círculo victuoso que pasa por varios puntos y los une: son las masas
subalternas de los simples, su sentido común […], la filosofía coherente y su
crítica, el partido /36 y el Estado traductor de esta crítica en acción /37,
y el sentido común renovado” /38.
En definitiva, el Príncipe moderno no consiste
tanto en una organización delimitada formalmente, sino en este círculo
virtuoso, en este proceso dinámico que refuerza la autoactividad y el
autogobierno de las clases subalternas. Este círculo consiste, por decirlo de
otra manera, en las dialécticas imbricadas que hemos analizado: entre la
dirección y la militancia; entre la organización y la clase; eventualmente
entre la clase subalterna que tiende a construir su hegemonía y las clases
aliadas, etc. Es evidente que este proceso dinámico es sumamente frágil y que
incluso si se logra crearlo, puede “agarrotarse” en cualquier momento.
Gramsci afirmó expresamente que la noción de
Partido, bien entendida, supera los límites estrechos que comúnmente le fijan:
“el partido político no es solo la organización técnica del partido mismo, sino
todo el bloque social activo del cual el partido es la guía, porque es la
expresión necesaria” /39. El Partido es por tanto menos un tipo de
organización determinado que el medio más eficaz para dar una expresión
homogénea y coherente a las clases a las que está vinculado. En este sentido
puede decir Gramsci que “en Italia, debido a la ausencia de partidos
organizados y centralizados, no se puede hacer abstracción de los periódicos:
son estos los que, reagrupados por series, constituyen los verdaderos partidos”
/40.
Ello no quita que en los momentos decisivos, en las
situaciones críticas, los intereses de determinadas clases solo pueden
defenderse mediante una organización. Para las clases dominantes, los partidos
en sentido estricto son casi superfluos, toda vez que el propio Estado puede
cumplir esta funcdión. Para las clases dominadas no ocurre lo mismo, y la
confianza en un partido “empírico” /41, un partido-clase /42 o,
retomando los términos ya citados de Gramsci, un “partido del trabajo,
descentralizado, sin voluntad unitaria, etc.”, si lleva a considerar superflua
una organización estructurada y dotada de objetivos claros, puede llevar a la
catástrofe. Este fue el caso durante la secuencia de la posguerra italiana,
donde en el espacio de dos años se pasó de una situación casi revolucionaria a
un régimen fascista. Hay que recordar que “los partidos nacen y se constituyen
en organizaciones para dirigir la situación en momentos históricamente vitales
para su clase” /43.
Por consiguiente, el término partido puede
interpretarse en un sentido amplio o en un sentido formal /44. Podemos
afirmar que el partido en sentido formal, la organización estrictamente
delimitada, es la forma cuyo contenido no es otro que la propia clase, forma y
contenido que mantienen una relación dialéctica, con todas las complejidades
que hemos examinado. Entonces aparece la principal limitación de la concepción
que elabora Gramsci del Partido: su ideal es una adecuación perfecta del
contenido y de la forma. Desea que el partido amplio se acerque al máximo
posible al partido formal, lo que implica defender –al menos mientras se crea
una “nueva cultura”– una versión progresista de la “política totalitaria” /45,
de la que el fascismo era la versión reaccionaria. Esta política tiende precisamente a 1) lograr que los miembros de
un determinado partido encuentren en este partido todas las satisfacciones que
antes encontraban en una gran variedad de organizaciones, es decir, romper
todos los vínculos que ataban a estos miembros a organismos culturales ajenos
al partido; 2) destruir todas las demás organizaciones o incorporarlas a un
sistema del que el partido es el regulador único /46.
2. Los anacronismos de Gramsci
Incluso si diferenciamos rigurosamente el sentido
de este término del que tiene para nosotros, la defensa de esta “política
totalitaria” es a todas luces difícil de admitir. Más profundamente, parece
estar en contradicción con la concepción dinámica y dialéctica del Partido que
hemos esbozado: la de un partido cuya vida democrática interna solo es posible
si está abierto a las masas subalternas y al movimiento histórico de su
emancipación. Ahora bien, una organización verdaderamente “totalitaria” que
exigiera a sus miembros romper sus vínculos con cualquier otra organización
parece del todo incapaz de realizar el “círculo virtuoso” requerido para evitar
la esclerosis burocrática.
La defensa de esta política por parte de Gramsci no
es una incoherencia pasajera, debida tan solo a la voluntad de subvertir una de
las palabras clave del régimen fascista. Se ampara en varios supuestos: la
tendencia a pensar que el partido es la única forma política adecuada para la
expresión del contenido social; la idea implícita de que el partido-clase solo
puede realizarse en un único partido-organización; el postulado de que cada
partido representa esencialmente a una sola clase. Claro que cada uno de estos
supuestos es discutible y puede considerarse, en cierta medida, anacrónico.
No se trata de criticar la importancia que otorga
Gramsci a la forma partido. Sin embargo, parece incontestable que existen otros
medios de expresión del contenido socioeconómico. Puesto que tratamos de la
concepción del comunista italiano, hablaremos únicamente de la lucha de clases
y dejaremos de lado las demás reivindicaciones progresistas –feministas,
antirracistas, antiimperialistas, ecologistas, etc.– y los distintos tipos de
movimientos, colectivos, asociaciones, etc., que llevan emparejadas. Incluso
para la lucha de clases concebida de un modo tradicional, por tanto, es
innegable que los sindicatos, los consejos de fábrica o las asambleas generales
constituyen otras formas políticas. Conviene por tanto pensar sus
articulaciones complejas con el Partido, que no pueden reducirse a una
jerarquía unilateral, en la que la iniciativa y la prelación corresponden
exclusivamente al Partido.
Esto por cierto lo que hacía el joven Gramsci. En
1919 y 1920, el embrión de Estado proletario no era para él el Partido, sino
los consejos de fábrica. Para comprender esto, diferenciaba entre el agente y
la forma del proceso revolucionario:
Los organismos de lucha del proletariado son los
“agentes de este colosal movimiento de masas; el Partido Socialista es sin
duda el principal ‘agente’ de este proceso de desagregación y de
reestructuración, pero no es […] la forma misma de este proceso. La
socialdemocracia germana […] ha realizado la paradoja de plegar por la
violencia el proceso de la revolución proletaria alemana a las formas de su
organización, y ha creído dominar de este modo la historia. Ha creado “sus”
consejos, autoritariamente, con una mayoría segura, elegida entre sus hombres:
ha puesto trabas a la revolución, la ha domesticado /47.
Por consiguiente, hay que concebir que los consejos
son relativamente autónomos con respecto al Partido y que son una forma mucho
más adaptada al desarrollo del movimiento de masas. Esto no significa, claro
está, que el (o los) partido(s) deban abstenerse de intervenir en estos
consejos o asambleas generales y plantear en ellas sus consignas o sus
programas. Y menos aún que deban abandonar la creación de estos consejos o
asambleas a la pura espontaneidad. Al contrario, deben hacer todo lo posible
para que aparezcan cuando se den las condiciones, como hizo el propio Gramsci
cuando trató de transformar los órganos técnicos que eran los consejos de
fábrica en instrumentos de organización y de lucha del proletariado. No
obstante, este activismo de los miembros del Partido solo se comprende si se
juzga correctamente la importancia de los consejos. Ahora bien, los Cuadernos
parecen haber dejado de lado esta pluralidad de formas políticas de expresión
de la clase proletaria en lucha.
El segundo supuesto implícito en Gramsci es el
rechazo del pluralismo de partidos. En su época ya había varios
partidos-organizaciones que reivindicaban la representación del partido-clase:
el PSI y el PCI, así como otros grupos socialistas. No obstante, su objetivo
seguía siendo que “se forme un lazo estrecho entre la gran masa, el partido, el
grupo dirigente” y que “todo el complejo, bien articulado, pueda moverse como
un ‘hombre colectivo’” /48. Hoy en día, esta unión entre el
proletariado y un único partido parece impensable a corto o incluso a medio
plazo.
Además, nos resulta difícil saber qué criterios
utilizar para distinguir a los partidos obreros de los demás, pues la
composición sociológica del electorado y/o de la militancia ya no lo permite /49.
La situación actual es, en este sentido, radicalmente diferente de la de la
década de 1970, cuando –al margen de cómo se podía juzgar su línea política– el
PCF era sin duda un partido obrero por la composición sociológica de su
electorado y de su base militante. De ahí que el criterio de “partido obrero”
les resulte mucho más difícil de discernir a las fuerzas políticas que se
reivindican del marxismo a la hora de escoger sus alianzas políticas. ¿Hay que
aceptar a todos los partidos antiliberales y antiausteritarios o limitarse a
los partidos revolucionarios anticapitalistas /50?
Sea como fuere, y al margen de la respuesta que se
decida dar a esta pregunta, ninguno de estos partidos parece poder pretender
que es el único que representa al partido-clase. E incluso es probable que, si
se prevé que un partido pueda hacerlo a la larga, habrá experimentado tales
mutaciones (escisiones, acercamientos, cambios de forma, etc.) al pasar de ser
una organización de varios miles de miembros a otra que cuente con varios
centenares de miles, por no decir varios millones, que será difícil asemejarlo
a lo que es actualmente. Por consiguiente, toda estrategia política debe
aceptar el pluralismo de organizaciones como único horizonte realista.
Esta conclusión completa la anterior, que se
refería a la pluralidad de formas políticas. En efecto, cada partido
antiliberal y/o anticapitalista está obligado a aceptar la existencia de los
demás y a actuar junto con ellos en el marco de las distintas formas de
expresión política de los partidos, que permita cuajar un frente único /51
(colectivos antiausteridad, asambleas generales, etc.) /52, máxime si se
trata de órganos de autoorganización propios de un movimiento social o de una lucha,
y no cárteles de organizaciones preexistentes. Sin embargo, no por el hecho de
que ningún partido pueda esperar formar por sí solo un “hombre-colectivo” con
las “masas” “estandarizando los sentimientos populares” hay que abandonar la
actitud que Gramsci asocia con este objetivo: mantener lazos de
“coparticipación activa y consciente”, de “compasionalidad” con las clases
subalternas. Y sigue siendo necesario impulsar una política cultural y social
activa en relación con diferentes asociaciones, organizaciones culturales,
medios de comunicación independientes, revistas e intelectuales comprometidos,
etc.
Pero tal vez no sea su doble rechazo de la
pluralidad de formas políticas y de partidos el que más contribuya a que la
concepción de Gramsci sea anarcónica. Como se ha dicho, a su juicio un único
partido representa fundamentalmente a una sola clase. En tiempos “normales”, es
decir, cuando se ha estabilizado la hegemonía dominante, puede haber varios
partidos por clase. Pero en tiempos de crisis, los antagonismos se clarifican:
“La verdad que estipula que cada clase tenga un único partido se demuestra, en
los momentos decisivos, por el hecho de que grupos diferentes, que se
presentaban como partidos ‘independientes’, se unen y conforman un bloque
unitario” /53. Este postulado gramsciano es tal vez el más
alejado de nuestra realidad actual: a pesar de los diversos momentos decisivos
que hemos conocido desde la década de 1980, parece que la estructura del
espacio político de partidos se ha disociado progresivamente de las condiciones
socioeconómicas.
El carácter anacrónico de esta afirmación no
invalida las demás: incluso es tanto más urgente trabajar sin cesar por elevar intelectualmente a
capas populares cada vez más amplias, es decir, por dotar de personalidad al
elemento de masa amorfa, lo que significa trabajar por suscitar una élite de
intelectuales de nuevo tipo que salgan directamente de la masa, permaneciendo
en contacto con esta para convertirtse en las “ballenas” del corsé. Esta
segunda necesidad, si se satisface, es la que modifica realmente el “panorama
ideológico” de una época /54.
Dicho de otro modo, es necesario trabajar por dotar
de unidad y coherencia a las clases subalternas, que hoy están tan fragmentadas
políticamente y desorientadas ideológicamente como explotadas económicamente.
Precisamente porque la pretensión de cualquier partido de representar a una
sola clase es vana, esta tarea conserva toda su actualidad.
A su modelo de construcción totalitaria de
un hombre-colectivo, basada en una profunda comprensión de las masas,
Gramsci oponía una lógica diferente. Entendía que esta había marcado la época
precedente y que había sido superada por la suya, a saber, la época de la
política y de los partidos de masas. Esta práctica política anacrónica la
calificaba de “carismática” y consiste, para un pequeño número de “jefes”, en
diagnosticar los sentimientos de las masas por intuición o por “la
identificación de leyes estadísticas, y en traducirlas en ‘ideas fuerza’, en
consignas” con el fin de obtener el apoyo de las “masas” /55. La crisis
actual de los partidos de masas pone en tela de juicio, como ya hemos dicho,
algunos elementos de la concepción gramsciana. Pero volver a una política
demagógica y personalista de este tipo, que consiste principalmente en
zigzaguear entre las corrientes de opinión, sería para las fuerzas políticas
progresistas un anacronismo todavía más grave que una aplicación acrítica de
las concepciones gramscianas. Adoptar una actitud cortoplacista y sin una perspectiva
de elaboración colectiva, aduciendo el carácter “amorfo” de las clases
subalternas, sería una auténtica dimisión en un momento en que más que nunca
están en el orden del día profundas luchas ideológicas para contestar la
hegemonía dominante.
La obra de Ernesto Laclau y de Chantal Mouffe, que
se inspiran en gran medida en Gramsci, parece acreditar una tendencia de esta
índole. Su posmarxismo, que también podríamos calificar de posgramscismo, parte
del rechazo de todo esencialismo y se niega por tanto a presuponer identidades
preexistentes –particularmente la de la clase obrera– sobre cuya base sería
posible edificar una estrategia y un programa político /56. Para ellos,
las identidades y los actores sociopolíticos se definen por las relaciones de
antagonismo que mantienen con otros determinados actores y por las relaciones
de alianza con otros más. La cuestión clave consiste entonces en determinar
bajo qué bandera reunir a una gran variedad de actores con demandas
heterogéneas, a fin de movilizarlos contra un adversario común. Para Laclau /57
y Mouffe, son las individualidades carismáticas las que están en mejores
condiciones de reunir a estos sujetos colectivos con identidades parciales en
perpetua redefinición.
A partir de una utilización de Gramsci que no
respeta ni la letra ni el espíritu de sus escritos, nuestros autores llegan así
a defender una concepción populista, basada en el papel de individuos
excepcionales, con los que se supone que se identificarán las masas. A su modo
de ver, el programa y no es fundamental e incluso puede resultar imposible de
realizar, en la medida en que la política populista implica articular demandas
divergentes y, en algunos casos, incompatibles entre sí. La distinción entre
revolución y reforma ya no tiene razón de ser, porque una línea política ya no
se considerará buena o mala en función de sus objetivos y de la estrategia que
propone para alcanzarlos, sino más bien en función de su capacidad de movilizar
y unificar subjetivamente a un pueblo. Esta capacidad reside ante todo en la
persona y el peso simbólico del líder. El papel de las organizaciones sociales
y políticas se torna entonces secundario, y la forma partido aparece demasiado
rígida y anticuada. La teoría de Laclau y Mouffe da a entender que esta forma
política postula la existencia de un grupo socioeconómico preconstituido al que
el partido debe representar en la esfera política o cuya conciencia social
oscura debería clarificar.
Las críticas que expresan contra la concepción
marxista de las clases y del partido no son de recibo en la medida en que van
en contra del pensamiento de Gramsci: lo expuesto en este artículo lo
demuestra. Para este último, el partido no mantiene una relación de
exterioridad con la clase, ya sea porque la represente o porque le aporte la
verdad sobre ella misma. Al contrario, el partido debe ser una parte /58
de la clase: no puede actuar de modo eficaz si no mantiene con ella una
relación de inmanencia. Esto significa a su vez que la clase no está
preconstituida, porque el partido actúa en ella para estructurarla como agente
colectivo y darle una mayor coherencia y pertinencia con las concepciones del
mundo que preconiza. En una palabra, el partido constituye la clase en la misma
medida en que logra convertirse en su expresión. Es esta identidad dialéctica,
y no la identificación inmediata e irracional entre un líder y su pueblo, la
que debe promover una política emancipatoria.
06/03/2017
Traducción: viento sur
Notas:
1/ C13, §21. Citamos los Cuadernos de la cárcel
en la edición Gallimard (París, 1978-1996). De acuerdo con las normas de
citación vigentes, indicamos el número del cuaderno detrás de la letra C,
seguido del número de la nota (precedida del signo §). [N. d. T.: La traducción
de las citas en castellano está tomada de la coedición de Ediciones Era y la
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (México), con traducción de Ana María
Palos.]
2/ “Destacamento especial de hombres armados”,
como dice Lenin en El Estado y la revolución”.
3/ “Mantener el Estado”, cf. El Príncipe,
capítulo XVIII.
4/ “Un nuevo libro de Vandervelde sobre el Estado”
http://bitacoramarxistaleninista.blogspot.com.es/2014/01/anexo-ii-un-nuevo-libro-de-vandervelde.html
5/ Cf. El Estado y la revolución.
6/ Lo que significa que cada partido corresponde, en
última instancia, a una sola clase.
7/ C15, §4.
8/ Fue en 1924 cuando Stalin (en particular en su
conferencia publicada después bajo el título de Los principios del leninismo)
y Zinóviev (que era presidente de la Internacional Comunista en la época de su
V Congreso) comenzaron a resumir el “leninismo” oficial en unas cuantas
fórmulas dogmáticas.
9/ Este espíritu de iniciativa y esta firmeza en la
acción se echaron cruelmente en falta durante el movimiento de los Consejos de
Fábrica (1919-1920) en Italia, un movimiento que no contó con el apoyo del
Partido Socialista Italiano (PSI), salvo el pequeño grupo organizado en torno a
Gramsci y a la redacción del semanario Ordine Nuovo. Esta dejación o
incluso traición por parte del PSI fue una de las razones que llevaron a
Gramsci a promover la escisión con los socialistas y a participar en la
fundación del PCI en el Congreso de Livorno de 1921, a fin de forjar una
organización realmente revolucionaria.
10/ C14, §70.
11/ C12, §1.
12/ Esta expresión, que no aparece literalmente en los
textos de Gramsci, es obra de Palmiro Togliatti, aunque respeta sin duda el
espíritu del revolucionario sardo.
13/ C24, §3.
14/ C11, §67.
15/ Tomamos prestada esta expresión de un texto tardío
de Louis Althusser, que nos parece que aclara la concepción gramsciana:
“El comunismo no es solamente una tendencia
objetiva de la lucha de clases que ya está inscrita en la historia actual, sino
que ya existe en el mundo de los islotes de comunismo: allí donde ya no imperan
relaciones mercantiles, por ejemplo en las asociaciones libres (siempre que
sean efectivamente libres, es decir, democráticas, pues la supresión de las
relaciones mercantiles no es más que una condición negativa), los partidos
comunistas o los sindicatos obreros, o incluso en otras comunidades, por
ejemplo religiosas, cuando participan en la lucha de clases. Sin duda se podrá
objetar que el comunismo solo existe en la deología, y parcialmente en la
política, y que está aislado en estas esferas, pues no ha ganado todavía la
esfera de la producción; pero también existe algún comunismo, aunque sea en una
forma dominada por la relación de explotación capitalista, en determinadas
cooperativas de producción, islotes aislados en el mar del capitalismo, es
cierto, pero que al menos son la prueba de que existe al menos otra posibilidad
que no sea la relación de producción capitalista. No, el comunismo no es una
utopía, sino una realidad sumamente frágil que ya existe en nuestra sociedad.”
(Louis Althusser, Les Vaches noires, París, PUF, 2016, pp. 264-5).
16/ C13, §1.
17/ C13, §1.
18/ C11, §25.
19/ G. Lukács, Lenin: la coherencia de su
pensamiento.
20/ C3, §119.
21/ C13, §36.
22/ Idem.
23/ Este término, bajo la pluma de Gramsci, parece
referirse a la concepción dirigista y sectaria de su rival y predecesor a la
cabeza del PCI, Amadeo Bordiga. Sin embargo, las reflexiones de Gramsci van más
allá y pueden leerse como una crítica del estalinismo. Incluso cabe pensar que
comportan una dimensión autocrítica: Gramsci fue, en efecto, uno de los
artífices de la “bolchevización” del PCI, llevada a cabo después del V Congreso
de la Internacional Comunista bajo el impulso de Zinóviev. Para Peter Thomas,
la aparición del mismo concepto de Príncipe moderno “forma parte de una
autocrítica implícita de Gramsci sobre su papel en el proceso de
Wbolchevización” del partido italiano”.
24/ Los términos “fetichismo organizativo”,
“fetichismo de organización” o “de la organización” se emplean a menudo en las polémicas
internas del movimiento obrero internacional. A menudo sirven para denunciar
fenómenos de burocratización o de autoritarismo en una organización proletaria
que amenazan con disociarla del movimiento de masas y con hacerle olvidar que
no es más que un instrumento de emancipación al servbicio de estas masas. Según
Henri Weber (Marxisme et conscience de classe, Union Générale
d’Éditions, 1975, pp. 226 y siguientes), Rosa Luxemburgo está en el origen, si
no de la expresión exacta, al menos del concepto. Lo empleó en particular en el
contexto de su crítica de las derivas oportunistas del SPD, señalando “la
tendencia a sobreestimar la organización que, poco a poco, pasa de ser un medio
para un fin a convertirse en un fin en sí misma, en un bien supremo al que
deben subordinarse todos los intereses de la lucha” (Huelga de masas,
partido y sindicatos [1906]). Sea como fuere, Trotsky utiliza la misma
expresión en Nuestras tareas políticas en 1904, texto plémico escrito en
respuesta a ¿Qué hacer? Expresión que seguirá presente en toda su obra a
pesar de los cambios de su línea política. Posteriormente, aparece a menudo en
textos de corrientes de izquierda –en particular las consejistas– del
movimiento comunista internacional, tanto frente a los socialdemócratas como
contra los bolcheviques. En Gramsci no apunta contra el leninismo, sino contra
el bordiguismo. Es por ejemplo en las Tesis de Lyon (texto oficialmente
titulado “La situación italiana y los objetivos del PCI”), adoptadas por
el III congreso del PCI y que sancionaron la victoria de la línea de Gramsci
sobre la de Bordiga, donde figura la expresión “fetichismo” a propósito del
frente único antifascista que deben construir los comunistas: “Hay que
considerar la cuestión sin privilegiar de modo fetichista una forma determinada
de organización, recordando que nuestro objetivo fundamental es el de llegar a
una movilización y una unidad orgánica de fuerzas cada vez más vastas.”
25/ C15, §13.
26/ C13, §36.
27/ “Para que el partido viva y esté en contacto con las
masas hace falta que cada miembro del partido sea un elemento político activo,
un dirigente. Precisamente por el hecho de que el partido está fuertemente
centralizado, hace falta una amplia labor de propaganda y agitación en sus
filas y es necesario que el partido, desde el punto de vista organizativo,
eduque a sus miembros y eleve su nivel ideológico. Centralizar quiere decir
justamente hacer posible que, cualquiera que sea la situación, incluso en un
estado de sitio agravado, cuando los comités dirigentes no pueden funcionar
durante un tiempo o no están en condiciones de poder reunirse con sus
subordinados, todos los miembros del partido, cada uno en su entorno, estén en
condiciones de orientarse, de saber extraer de la realidad los elementos con
los que fijar un rumbo, a fin de que la clase obrera no se sienta abatida, sino
que tenga la sensación de estar guiada y se vea todavía capaz de luchar. La
preparación ideológica de masas es por tanto una necesidad de la lucha
revolucionaria; es una de las condiciones indispensables de la victoria.” (Necesidad
de una preparación ideológica de masas [mayo de 1925, publicado por primera
vez en Lo Stato operaio en marzo-abril de 1931], en Scritti politici,
Roma, Editori Riuniti, 1967, p. 603 [traducción propia]).
28/ Este elemento es muy ambiguo. En efecto, la
organización en células de empresa la preconizó la Internacional Comunista en
el contexto de la bolchevización de los partidos comunistas de fuera de la
URSS. Parece por tanto que no favoreció ni mucho menos la democracia interna.
Según Robert Paris, su principal efecto fue el de “cuadricular el partido y
reforzar su homogeineidad” (Introduction aux Écrits politiques (1923-1926),
vol. 3, París, Gallimard, p. 21).
29/ C13, §23.
30/ Jean-Marc Piotte, La pensée politique de
Gramsci, Montréal, Lux, 2010, p. 94.
31/ C3, §42.
32/ André Tosel, Étudier Gramsci, París, Kimé,
2015, p. 285.
33/ C3, §42.
34/ C14, §48.
35/ C7, §90.
36/ Que podríamos diferenciar a su vez entre su
dirección y la base militante, como hemos visto.
37/ Se trata evidentemente del Estado proletario
posrevolucionario, es decir, de la dictadura del proletariado, aunque Gramsci
no utiliza esta expresión en los Cuadernos de la cárcel.
38/ Tosel, Étudier Gramsci, op.cit., p. 203.
39/ C15, §55.
40/ C1, §116.
41/ Véase Henri Weber, Marxisme et conscience de
classe, op.cit., p. 71.
42/ En el sentido en que Marx y Engels utilizaban el
término “partido” en el Manifiesto del partido comunista: el proletariado mismo
tomado en su movimiento de emancipación y que lucha por sus intereses
históricos más radicales.
43/ C13, §23.
44/ C6, §136.
45/ Término que tiene evidentemente un sentido
radicalmente distinto que tendrá después de la segunda guerra mundial, cuando
pasó a designar, bajo la pluma de Hannah Arendt o de Raymond Aron, la supresión
de toda individualidad bajo la totalidad social que se considera que
caracteriza tanto el poder nazi como los regímenes soviéticos.
46/ C6, §136.
47/ “El partido y la revolución”, en Ordine nuovo,
1ª serie, n° 31, 27 de diciembre de 1919.
48/ C11, §25.
49/ El porcentaje de obreros –o siquiera de miembros
de las categorías populares en su conjunto– en el electorado del Front National
o de Les Républicains no es inferior al de los distintos componentes del
antiguo Frente de Izquierda.
50/ El hecho de que el Nouveau Parti Anticapitaliste
sea el único partido que presenta a un candidato obrero a la elección
presidencial, o que Lutte Ouvrière y el Parti Ouvrier Internationaliste sean
los únicos que ostentan la palabra “obrero” en el nombre de sus respectivas
organizaciones no son probablemente criterios suficientes para calificarlos de
partidos obreros, si ello implica denegar este título a otras organizaciones…
51/ Dejamos de lado en este artículo la cuestión del
“frente único” en Gramsci. Es innegable que la concepción del “frente único”
defendido por el IV Congreso de la Internacional Comunista (1922) influyó mucho
en la línea política de Gramsci y constituyó una de las principales divisorias
entre la línea sectaria de Bordiga y la suya. Sin embargo, cabría preguntarse
hasta qué punto esta estrategia influyó en las reflexiones plasmadas en los Cuadernos
de la cárcel (donde el término aparece muy pocas veces) y en qué medida la
noción de hegemonía solapa la idea del frente único.
52/ Recordemos que aquí comentamos las tesis de
Gramsci; dejamos de lado las luchas –y las formas asociadas a las mismas– que
no corresponden estrictamente a la lucha de clases anticapitalista.
53/ C15, §6.
54/ C11, §12.
55/ C11, §25.
56/ Laclau E. y Mouffe C., Hegemonía y estrategia
socialista, Madrid, Siglo XXI, 1988.
57/ Laclau E., La razón populista, México,
Fondo de Cultura Económica, 2004.
58/ Uno de los múltiples aspectos del debate entre
Gramsci y Bordiga en torno a 1924 se refería precisamente a esta cuestión. Para
el segundo, que era muy escéptico con respecto a la capacidad de las masas
populares de autoorganizarse, el partido no debía ser una p arte, sino un órgano
de la clase, que servía a sus intereses históricos, pero dentro de una relación
de separación organizativa con ella y actuando de manera autónoma. En el fondo,
de acuerdo con su perspectiva, las masas solo se unen al partido cuando se
produce una situación revolucionaria, y entonces el partido puede ponerse al
frente de ellas y guiarlas hacia la victoria gracias a su experiencia militante
y su preparación teórica. Esta concepción, mezcla inestable de espontaneísmo
–en lo que se refiere a la movilización de las masas en el momento de la crisis
revolucionaria– y sectarismo –en lo concerniente al papel y el funcionamiento
de la organización–, se opone radicalmente a la visión dialéctica expuesta por
Gramsci. Véase en particular la carta escrita desde Viena por Gramsci el 9 de
febrero de 1924 y dirigida a Togliatti, Terracini y otros camaradas próximos (Escritos
políticos II. 1917-1933, Madrid, Siglo XXI, 1981).
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