Revolución
rusa
07/04/2017
| Tariq Alí
¿Qué estuvo pensando Vladímir Lenin en su largo
viaje con destino a la estación de Finlandia de Petrogrado en 1917? Como a todo
el mundo, a él también le cogió por sorpresa la rapidez con que había triunfado
la Revolución de Febrero. Mientras viajaba desde Zúrich cruzando Europa hasta
Rusia, a bordo de un tren blindado cedido por el káiser alemán, tuvo que haber
pensado que esa era una oportunidad que no había que dejar pasar.
Que los débiles partidos liberales dominaran el
nuevo gobierno era de esperar. Lo que le preocupaba eran los informes que había
recibido de que sus propios correligionarios bolcheviques dudaban sobre el
rumbo a tomar. La teoría los ataba, junto con la mayor parte de la izquierda, a
la ortodoxia marxista que decía que, en esta fase, la revolución en Rusia solo
podía ser democrático-burguesa. El socialismo solo era posible en economías
avanzadas como Alemania, Francia o incluso EE UU, pero no en la Rusia
campesina. (León Trotsky y su grupo de intelectuales figuraban entre los pocos
que disentían de este punto de vista.) Puesto que el curso de la revolución
venía así predeterminado, todo lo que podían hacer los socialistas era prestar
apoyo al gobierno provisional mientras llevara a cabo la primera fase de la
revolución y desarrollara una sociedad capitalista con todos sus atributos. Una
vez completada esta fase, podían agitar a favor de una revolución más radical.
Esta combinación de dogmatismo y pasividad
enfurecían a Lenin. El levantamiento de febrero le hizo repensar antiguos
dogmas. Para seguir adelante, razonaba ahora, tenía que haber una revolución
socialista. No había otra solución posible. Era necesario destruir el Estado
zarista, de arriba abajo. Eso es lo que dijo al bajar del tren en Petrogrado:
no era posible ningún compromiso con un gobierno que no quería poner fin a la
guerra ni con los partidos que apoyaban a ese gobierno. La consigna bolchevique
que recogía este planteamiento táctico era “paz, tierra y pan”. En cuanto a la
revolución, su argumento ahora esa que la cadena capitalista internacional se
rompería por su eslabón más débil. Convencer a los obreros y campesinos rusos
de la necesidad de construir un nuevo Estado socialista allanaría el camino a
una insurrección en Alemania y otros países. Sin esto, señaló, sería difícil
crear una forma viable de socialismo en Rusia.
Lenin concretó este nuevo enfoque en sus Tesis
de abril, pero tuvo que batallar a fondo para convencer al partido
bolchevique. Acusado por algunos de dar la espalda a la doctrina marxista
consagrada, citó a Mefistófeles del Fausto de Goethe: “Gris es toda
teoría, amigo mío, y verde el árbol brillante de la vida”. Una de las primeras
personas en apoyarle fue la feminista Alexandra Kollontai, quien también
rechazó el compromiso porque consideraba que era imposible. Entre febrero y
octubre, lógicamente el periodo más abierto de la historia de Rusia, Lenin
convenció a su partido, hizo frente común con Trotsky y se preparó para una
nueva revolución. El gobierno provisional de Alexander Kerensky se negó a poner
fin a la guerra. Los agitadores bolcheviques entre las tropas del frente
atacaron sus vacilaciones. Se produjeron motines generalizados y deserciones.
En el seno de los consejos de obreros y soldados,
los sóviets, la estrategia de Lenin empezó a adquirir sentido para un gran
número de trabajadores. Los bolcheviques obtuvieron mayorías en los sóviets de
Petrogrado y Moscú y el partido fue implantándose rápidamente en otros lugares.
Esta confluencia de las ideas políticas de Lenin con la creciente conciencia de
clase entre los trabajadores generó la fórmula de octubre. Lejos de ser una
conspiración, y mucho menos un golpe, la Revolución de Octubre fue tal vez el
levantamiento más planeado públicamente de la historia. Dos de los más
veteranos camaradas de Lenin en el comité central del partido seguían
oponiéndose a una revolución inmediata y dieron a conocer públicamente la fecha
prevista. Aunque lógicamente los detalles definitivos no se publicitaron previamente,
la toma del poder fue una operación rápida y sin apenas violencia.
Todo esto cambió con la guerra civil subsiguiente,
en la que los enemigos del nuevo Estado soviético contaban con el respaldo de
los antiguos aliados occidentales del zar. Pese al caos resultante y los
millones de bajas, al final prevalecieron los bolcheviques, aunque a un coste
político y moral terrible, incluida la práctica extinción de la clase obrera
que había protagonizado originalmente la revolución.
Por consiguiente, la alternativa que se planteó
después de la Revolución de Octubre de 1917 no era o Lenin o la democracia
liberal, sino que la elección real iba a venir determinada por una lucha brutal
por el poder entre el Ejército Rojo y el Ejército Blanco, este último dirigido por
generales zaristas que declaraban abiertamente que si ganaban, exterminarían
tanto a los bolcheviques como a los judíos. Los pogromos organizados por los
Blancos acabaron con poblados judíos enteros. La mayoría de los judíos rusos se
enfrentaron a los Blancos, bien enrolándose en el Ejército Rojo, bien creando
sus propias unidades de partisanos. Tampoco deberíamos olvidar que pocos
decenios después fue el Ejército Rojo –creado originalmente en la guerra civil
por Trotsky, Mijaíl Tujachevsky y Mijaíl Frunze (los dos primeros asesinados
más tarde por Stalin)– el que quebró el poderío militar del Tercer Reich en las
batallas épicas de Kursk y Stalingrado. Por entonces, Lenin ya había muerto
casi dos décadas atrás.
Debilitado por un ictus durante los dos últimos
años antes de su muerte en 1924, Lenin tuvo tiempo para reflexionar sobre los
logros de la Revolución de Octubre. No estaba satisfecho. Se dio cuenta de que
el Estado zarista y sus prácticas, lejos de haber desaparecido, habían
contaminado el bolchevismo. El chovinismo gran-ruso campaba a sus anchas y
había que erradicarlo, observó. El nivel cultural del partido era lamentable
tras las pérdidas humanas de la guerra civil. “Nuestro aparato de Estado es tan
deplorable, por no decir espantoso”, escribió en Pravda. “Lo más
perjudicial sería que confiáramos en el supuesto de que por lo menos sabemos
algo. “No”, concluyó, “somos ridículamente deficientes”. Creía que la
Revolución debía admitir sus errores y renovarse; de lo contrario, fracasaría.
Sin embargo, nadie se tomó en serio esta lección después de su muerte. Sus
escritos cayeron en gran medida en el olvido o fueron tergiversados
deliberadamente. No surgió ningún líder soviético posterior que tuviera la
visión de Lenin.
“Su mente era un instrumento notable”, escribió
Winston Churchill, que no era admirador del bolchevismo. “Cuando brillaba su
luz, iluminaba el mundo entero, su historia, sus penas, sus farsas y, sobre
todo, sus injusticias.” Entre sus sucesores, ninguno de los reformadores
destacados –Nikita Jrushchov en las décadas de 1950 y 1960 y Mijaíl Gorbachov
en la de 1980– fue capaz de transformar el país. La implosión de la Unión
Soviética se debió casi tanto a su cultura política degradada –y, en ocasiones,
a la ridícula deficiencia de la elite burocrática– como al estancamiento
económico y la dependencia de recursos a partir de la década de 1970.
Obsesionados con imitar los avances tecnológicos de EE UU, sus líderes acabaron
con sus propias bases de desarrollo. En el último y triste capítulo de la
revolución, no pocos burócratas se convirtieron en millonarios y oligarcas,
algo que Trotsky ya había predicho desde el exilio en 1936.
“La política es una expresión concentrada de la
economía”, dijo Lenin una vez. Cuando el capitalismo tropieza, sus políticos
y los oligarcas que hay detrás encuentran a votantes que desertan de sus
partidos a raudales. El desplazamiento a la derecha en el mapa político
occidental es una revuelta contra las coaliciones neoliberales que han
gobernado desde el colapso de la Unión Soviética. Sin embargo, ahora los
políticos no pueden echar la culpa al socialismo como hacían antes, pues no
existe. En la Rusia nacional-conservadora de Vladímir V. Putin, su presidente,
este año no hay celebraciones en conmemoración de la Revolución de Febrero ni
de la de Octubre. “No están en nuestro calendario”, le dijo el año pasado a un
periodista indio a quien conozco.
“Después de su muerte”, escribió Lenin sobre los
revolucionarios, “se intenta convertirlos en iconos inofensivos, para
canonizarlos, por así decirlo, y para santificar sus nombres hasta cierto punto
con el fin de ‘consolar’ a las clases oprimidas y engañar a estas últimas.”
Después de su muerte, y en contra de las protestas de su viuda y sus hermanas,
el cadáver de Lenin fue momificado, expuesto en público y tratado como un santo
bizantino. Lenin había predicho su propio destino.
03/04/2017
Tariq Ali es escritor y miembro del comité
editorial de New Left Review. Su último libro se titula “The Dilemmas
of Lenin: Terrorism, War, Empire, Love, Revolution.”
Traducción: VIENTO SUR
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