01/11/2017
| Miguel Romero
Quemaron la carta. La mayoría del Comité Central
del Partido Bolchevique tomó la extraordinaria decisión de quemar la carta que
Lenin les había enviado desde su refugio, en la obligada clandestinidad que
siguió al fracaso de las jornadas de julio. No querían que quedara ni rastro de
aquella locura: Lenin les proponía lanzar a todo el partido a la organización
de la insurrección, sin esperar siquiera a que una decisión de esa
transcendencia fuera adoptada por el Congreso de los Soviets. ¿Era éste el
mismo Lenin que les había enseñado a distinguir radicalmente entre una
revolución y un complot, entre marxismo y “blanquismo”?
Era el mismo. La idea central de toda su vida era
la lucha por el poder. En esa voluntad de hierro estaba la fuerza fundamental
del partido que dirigía. Esa era su identidad ante el pueblo. Por eso su
influencia había sufrido altibajos dramáticos desde febrero, homogéneos con los
ascensos y descensos del movimiento popular revolucionario. Y ese era el fin,
el centro de gravedad que había permitido restablecer la unidad en un partido
extraordinariamente democrático, atravesado por durísimos debates cada vez que
un nuevo giro de la situación le colocaba ante problemas imprevistos que hacían
tambalearse las tácticas de la etapa anterior.
La enfermedad
“La revolución es una enfermedad. Tarde o temprano
las potencias extranjeras tendrán que intervenir en nuestros asuntos como
intervienen los médicos para curar a un niño enfermo y ponerlo en pie”. John
Reed, autor de ese formidable reportaje de la revolución que se llama Diez
días que estremecieron al mundo, recoge estas palabras del señor Stepan
Gueorguievich Lianozov, un gran capitalista y miembro del partido kadete,
al que llama el Rockefeller ruso; le podemos considerar un personaje
representativo de esa “revolución democrática” que según todos los manuales,
incluso algunos manuales marxistas, era la única que tenía sentido, que estaba
“madura” en la Rusia de 1917. Lianozov añade: “Por lo que a los bolcheviques se
refiere, habrá que deshacerse de ellos por uno de estos dos métodos. El
gobierno puede evacuar Petrogrado, declarando entonces el estado de sitio y el
comandante de la circunscripción meterá en cintura a estos sectores
prescindiendo de formalidades legales… O si por ejemplo, la Asamblea
Constituyente manifestase tendencias utópicas, podría ser disuelta por la
fuerza de las armas”.
Con esta brutal franqueza, Lianozov expresaba las
opiniones dominantes en el gobierno provisional. Quienes habían sido aupados al
poder por la Revolución de febrero estaban ahora en posiciones decididamente
contrarrevolucionarias, aun al precio de una derrota frente al ejército alemán.
Es interesante que pensaran en pagar este precio: demostraba que querían la
contrarrevolución, pero que no confiaban en disponer de fuerzas para
realizarla.
Y es que la derrota del golpe de Kornilov había
cambiado por completo las relaciones de fuerzas en el país. Los bolcheviques,
que eran entonces un partido ilegal, perseguido, con sus principales dirigentes
en la cárcel o en la clandestinidad habían conquistado la mayoría en los
soviets de las dos capitales, Moscú y Petrogrado. Una ola de adhesiones al
partido recorría los regimientos y las guarniciones de la flota. Los soldados
hartos de la guerra desertaban y volvían a sus pueblos; a la indignación por la
paz prometida desde febrero y nunca realizada se añadía ahora comprobar que la
tierra seguía en las mismas manos de siempre. Los saqueos e incendios de las
grandes propiedades se extendieron por el inmenso mundo rural. El
comportamiento del mujik era decisivo para la suerte de la revolución, su
confianza se dirigió hacia el partido bolchevique, el único que se mostraba
dispuesto a luchar por la conquista de la paz y la tierra.
En las ciudades prosperaban los especuladores,
mientras la gente se moría de hambre. Estallaban conflictos nacionales en
Polonia, Finlandia, Ucrania. Era el derrumbe de la vieja Rusia imperial.
El gobierno provisional carecía de toda autoridad
en el país y los socialistas que formaban parte de él habían perdido su
autoridad en el pueblo. Uno de ellos, Miliukov, definió bien el papel que les
correspondió: “Los socialistas moderados tomaron bajo su protección el
principio de la democracia burguesa que había dejado caer de sus manos la
burguesía”. El problema fue que ese “principio” no tuvo ninguna continuidad en
la realización de las aspiraciones populares básicas.
Y los socialistas aferrados a tal principio se
hundieron con él. En cambio, crecía la autoridad de los soviets que aparecían
ante la gente como los órganos naturales de poder, carentes de legalidad, pero
dotados de toda la legitimidad que había perdido el gobierno. Así se había
encontrado la respuesta a una pregunta clave de los meses anteriores: si se
derrocaba al gobierno provisional, ¿qué “aparato” podría reemplazarlo entonces?
Los soviets era la respuesta, no sólo teórica, sino realizada ya en la vida
cotidiana de trabajadores, soldados y campesinos. Pero los soviets no tenían
aún todo el poder. Este es el problema principal que tenía que resolver la
insurrección.
La mayoría
Trotski, al que hay que reconocer autoridad en la
materia, decía que la función de la insurrección era “romper los obstáculos que
no se pueden eliminar por la política”. La propuesta insurreccional de Lenin
que había sido tan mal recibida en la dirección de su propio partido puede
comprenderse bien desde ese punto de vista.
La política había resuelto efectivamente entre
septiembre y octubre problemas decisivos y sobre todo el fundamental de ellos:
la conquista de la mayoría. Cuando en estos días increpaban a Lenin diciéndole
que los bolcheviques, en el caso de conquistar el poder, no podrían mantenerse
en él “ni tres días”, él respondería afirmando que la identificación de las
masas con el programa bolchevique –la paz, la tierra y el poder de los soviets-
le hacía invencible. La insurrección no era un complot de una vanguardia
iluminada, sino el instrumento que esa mayoría necesitaba para conseguir lo que
quería: el poder.
Pero si verdaderamente lo quería, ¿por qué no
esperar la aprobación del inminente Congreso de los soviets y contar así con la
legitimidad plena para una tarea tan decisiva? Aquí estalló otra dura batalla
interna en la dirección bolchevique.
Lenin se mantuvo en ella fiel a sí mismo: firme en
lo que consideraba decisivo, flexible en la práctica en aquellas cuestiones que
no le apartaban de lo fundamental. Lo fundamental era resolver el problema del
poder antes del Congreso; el día de su apertura, los bolcheviques debían poder
decir a los congresistas: “Ahí está el poder. ¿Qué vais a hacer con él?”.
Kamenev insistía en que la aprobación por el
Congreso era la condición para lanzar la insurrección. Trotski trataba de
encontrar alguna forma de coordinación entre el papel del partido y el de los
soviets en la insurrección. No estaba en juego una cuestión formal, ni
simplemente técnica. Ni siquiera podía considerarse como el problema central de
la polémica el grave obstáculo para el proceso revolucionario que suponía que
el control de los máximos órganos de dirección soviéticos seguía en manos de
los socialistas “conciliadores”, que ponían todos los obstáculos posibles a la
convocatoria del Congreso. Para Lenin, una vez conquistada la mayoría política
popular, lo fundamental era aprovechar “el recodo de la historia”: era la
responsabilidad de la vanguardia, del partido, organizar e incluso decidir el
día de la insurrección; lo demás eran formalismos que amenazaban con encerrar
las tareas insurreccionales en “juegos constitucionales”. No está muy claro en
qué medida le preocupaba que la insurrección necesitaba también su propia
legitimidad y ésta debía venir, por uno u otro camino, de los soviets. La
práctica resolvió el problema: fue el Comité Militar Revolucionario elegido por
el soviet de Petrogrado y dirigido por los bolcheviques la autoridad reconocida
y el Estado Mayor de la insurrección.
El farol rojo
El hecho simbólico por excelencia de la
insurrección y en general de la Revolución de octubre es la toma del Palacio de
Invierno. Es verdad que este hecho desempeñó un papel decisivo durante algún
tiempo: once horas, dice Trotski, las que pasaron entre el asedio y la
rendición, parece un tanto abusivo reducir una revolución a un acto de estas
dimensiones. Aunque debe reconocerse que en esta revolución, como en cualquier
otra, la caída del último reducto y el símbolo del antiguo poder tuvo un efecto
político inmenso: era el signo de la victoria. Bueno es recordarlo siempre que
la visión de la bandera en la cima no haga olvidar la escalada.
La historia del farol rojo es un buen ejemplo de
cómo se hicieron las cosas: el plan era que, una vez cercado el Palacio, se
alzaría un farol rojo en el mástil de la fortaleza de Pedro y Pablo. Al
aparecer esa señal, el crucero Aurora haría un disparo sin balam para
intimidar. En caso de que los sitiados se obstinar, la fortaleza abriría fuego
contra el Palacio con sus cañones ligeros. Si no se conseguía la rendición, el
Aurora abriría fuego de artillería pesada. Se trataba de reducir al mínimo el
número de víctimas y realmente no las hubo. Pero a la hora de la verdad no se
encontró un farol rojo, ni estaba claro dónde podía colocarse, ni los cañones
de la fortaleza estaban en condiciones de disparar, ni… En realidad, se buscó
por todos los medios conseguir la rendición con el empleo mínimo de medios
militares. Y se logró. Pero es que esto era una operación de “mate en dos
jugadas”. La propia descomposición del régimen provocó que su residencia fuera
finalmente el punto más débil. En otras ciudades, Moscú, la lucha sería mucho
más dura y prolongada.
El día 26 de octubre, Lenin no tuvo necesidad de
preguntar al II Congreso de los soviets “¿Qué vais a hacer con el poder?”. Él
mismo inició su discurso diciendo: “Damos comienzo a la tarea de construir la
sociedad socialista”.
La primera resolución sometida a consideración del
Congreso fue el decreto sobre la paz. El documento terminaba con un llamamiento
a los obreros de Francia, Inglaterra y Alemania, en el que les exhortaba a
consagrarse a la causa de la paz y de la emancipación de los trabajadores. En
esos obreros estaba la esperanza de la Rusia revolucionaria. La confianza en
ellos había sido una de las principales fuerzas motrices de la revolución.
El decreto fue aprobado por unanimidad. Cuando
terminó la votación, alguien entonó la “Internacional” y todos cantaron.
Miguel Romero (1945-2014) fue editor fundador de viento
sur.
Nota. Este artículo fue publicado en el capítulo 5 de
la colección en fascículos Historia del comunismo, editada por el diario
El Mundo en los años 1990-1992
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