Contrapunto
15-05-2018
El mundo financiero es un cúmulo de sorpresas. No
han desaparecido aún las secuelas ocasionadas por el estallido de la burbuja de
las hipotecas subprime, cuando ya se está formando una nueva burbuja
especulativa que, si tarda en explotar, tendrá efectos incluso más nocivos que
las anteriores. Pocas dudas caben de que, antes o después, la catástrofe se
cernirá sobre el mercado de los bitcoins y ese día con toda probabilidad
los que hayan invertido en esta criptomoneda perderán todos sus ahorros. Lo que
resulta realmente prodigioso es que haya alguien que pueda pensar lo contrario.
Desde el mismo instante de su creación -2009- el bitcoin
ha venido revalorizándose en porcentajes cada vez mayores y totalmente
desproporcionados. La especulación se ha hecho más evidente en los últimos
tiempos. En 2017, la cotización se ha multiplicado por veinte, alcanzando un
máximo de 19.000 dólares a mediados del mes de diciembre; sufre, no obstante,
una gran volatilidad desde el momento en que se ha comenzado a cotizar a
futuros en EE.UU. Múltiples analistas han advertido acerca de la inmensa
burbuja especulativa que se está formando y del desastre que amenaza a los
inversores. JP Morgan, el mayor banco de inversión de Estados Unidos, ha
manifestado tajantemente que el bitcoin es un fraude.
El carácter falaz de esta criptomoneda y su
vacuidad debe distinguirse de la tecnología que aplica, la llamada Blockchain,
que se ha convertido en uno de los mayores focos de interés de la industria financiera,
y de otros tantos sectores. Una nueva forma de registrar tanto transacciones
como otras interacciones digitales de manera segura y transparente. Las
posibilidades que ofrece son muchas. Las bondades de su tecnología y el hecho
de que en el futuro pueda tener múltiples utilidades diferentes a la de
soportar las operaciones de una criptomoneda no hacen, sin embargo, consistente
al bitcoin, que continúa siendo humo, un dinero que intenta serlo sin
tener nada que lo sustente.
El bitcoin nace de la pretensión un tanto
ingenua de corregir una cierta contradicción en la que se ha venido moviendo a
su pesar el liberalismo económico. Los intereses económicos que se sitúan
detrás, si bien exigen la desregulación de todos los mercados, en especial del
laboral, no están dispuestos a ceder al juego de la oferta y la demanda la
creación del dinero. A largo de la Historia las constantes quiebras y crisis de
las entidades que actuaban como bancos aconsejaban limitar la capacidad de
emisión. No obstante, aunque en esta materia desconfían del mercado, tampoco
están determinados a abandonarla en manos del Estado. La influencia que las
clases populares tienen sobre los gobernantes a través de las consultas
electorales hacía arriesgada tal cesión, y por eso pretenden que las decisiones
monetarias sean tomadas por una entidad independiente y neutral.
De este modo, las fuerzas conservadoras y el
neoliberalismo económico han logrado cuadrar el círculo en materia de política
monetaria. La autonomía de esas instituciones llamadas bancos centrales les ha
permitido hacer compatibles posiciones contradictorias en sí mismas. Han
conseguido compaginar su aversión a lo público y a los mecanismos democráticos
con la certeza de que algo tan delicado y sustancial para sus intereses como es
el dinero no se podía dejar al albur de la “mano invisible”. Se han inclinado
abiertamente por la intervención, pero no por la del poder político
democrático, sino por la de una institución que revisten de tecnicismo y
profesionalidad, autonomía e independencia, para hacerla en realidad
dependiente de los poderes económicos.
Un neoliberalismo económico consecuente debería
inclinarse por la abolición del monopolio de emisión de dinero que hoy tienen
los Estados y que han cedido a los bancos centrales. Tendrían que defender la
libre creación de moneda por todo aquel que quiera realizarla y que disponga de
suficiente credibilidad en el mercado para que el público acepte sus pasivos
como medio general de pago. Sin embargo, esta postura es minoritaria; únicamente
Friedrich Hayek ha defendido, y en época reciente (1976), la liberalización del
mercado del dinero. Su obra “La desnacionalización del dinero” es un alegato a
favor de la libre competencia en la emisión y circulación de los medios de
pago. Considera el dinero como una mercancía más que, por lo tanto y de forma
similar a cualquier otro bien, de acuerdo con su doctrina, puede ser
suministrada por el sector privado con mayor eficiencia que por un monopolio
estatal.
En el sistema diseñado por Hayek la creación de
dinero sería libre. Toda aquella entidad financiera que lo desease podría crear
su propio medio de pago, pero debería cuidar de la estabilidad de su valor,
emitiendo tan solo aquella cantidad que fuese demandada por el público.
Existirían, por tanto, diferentes monedas, con denominaciones distintas, una
por cada uno de los bancos privados que quisieran emitir dinero. Toda entidad
que en un exceso de avaricia pusiese en circulación más medios de pago que
aquellos que el público deseara tener vería devaluarse su dinero con respecto a
otras monedas y perder capacidad adquisitiva, con lo que el público huiría de
esa moneda para refugiarse en otras más seguras. Es decir, cada banco o entidad
financiera que emitiese dinero debería mantener constante su valor por el
procedimiento de retirar del mercado la cantidad adecuada del mismo cuando se
devaluase, y emitir la necesaria en el caso de que se apreciase por exceso de
demanda. Abolido el principio de aceptación obligatoria -propiedad de la que
goza en este momento el dinero legal y que lógicamente no sería aplicable a los
medios de pago creados por los bancos privados- la ley de Gresham no se
cumpliría, y se daría más bien la situación contraria, que la moneda buena
desplazaría a la mala.
La postura de Hayek es, como ya hemos dicho,
consecuente, pero apenas ha encontrado eco entre sus correligionarios, y por
supuesto nadie hasta ahora había pretendido llevar a la práctica sus
conclusiones. La razón resulta bastante evidente cuando se intuyen los graves
problemas que acarrearía y los absurdos a los que nos conduciría su aplicación.
En el fondo, la teoría no es tan original como a
primera vista pudiera parecer. Si nos remontamos en la Historia, comprobaremos
que en el origen del dinero hay situaciones que guardan una gran similitud con
el sistema propuesto, y que la intervención pública -en esto como en otras
muchas situaciones económicas- surge de una necesidad. Si la acuñación de
moneda se reserva a los poderes públicos es en un principio para garantizar su
valor. De hecho, desde los primeros momentos de la actividad bancaria, las
quiebras y las insolvencias acompañaron la vida de las instituciones
financieras. En la época actual, a pesar de la especial vigilancia de los
poderes públicos y de que los bancos no gozan de la facultad de emitir dinero
primario, las crisis bancarias acaecen con mayor frecuencia de lo que sería
deseable, y su coste lo asume el erario público. ¿Podemos imaginarnos lo que
ocurriría si cada banco pudiese emitir su propio dinero, distinto del de otras
instituciones financieras? ¿Hasta dónde alcanzarían los fraudes y los timos
bancarios?
El modelo de Hayek solo puede funcionar sobre el
papel, y ni los más ardientes defensores del libre mercado han abogado por un
sistema de tales características. ¿Qué grado de complejidad tendría la realidad
económica si para cada transacción hubiera de escogerse una clase distinta de
dinero? ¿Es posible exigir a todos los ciudadanos la condición de financieros,
a efectos de disponer y saber utilizar una información tan compleja como la de
conocer cuál es el dinero más estable y cuál el que más se deprecia? Ni
siquiera las personas más expertas podrían afirmar con certeza qué moneda es la
más conveniente, al estar cada una de ellas definida por cestas diferentes de
distintos bienes.
Por otra parte, nada impediría la especulación.
¿Cómo podría un banco privado hacer frente a fuertes operaciones especulativas
realizadas contra su moneda, cuando hoy en día ni siquiera los Estados -incluso
a veces aunando sus esfuerzos- son capaces de librar a sus divisas de los
implacables ataques a los que se ven sometidas? Si ya en las actuales
coordenadas del sistema capitalista existe una inflación desmedida del mundo
financiero, en el que sus operaciones multiplican con creces las transacciones
reales, hasta el extremo de convertir los mercados en grandes casinos, ¿podemos
imaginarnos el incentivo adicional que significaría para la especulación
financiera la existencia de un número indefinido de monedas, tantas como
bancos, y la posibilidad de tomar posiciones instantáneamente en una u otra
voluta?
Es en este contexto donde hay que situar el juicio
acerca del bitcoin. Las críticas vertidas sobre el sistema de Hayek son
aplicables en su totalidad a las criptomonedas, amén de otras que le son
propias. El bitcoin se inserta en el deseo de dotar de total automatismo
a la creación de dinero, prescindiendo de toda discrecionalidad y sustrayendo a
los Estados, e incluso a los bancos centrales, la política monetaria. Lo que
llaman minería, es decir, el proceso de creación de los nuevos bitcoin,
se diseña a semejanza de la extracción de metales preciosos, con lo que se
pretende dar idéntico automatismo que el que ofrecía el patrón oro. De sobra
son conocidos, y Keynes ya los anunció, los resultados negativos que algunos
países, por ejemplo, Inglaterra, cosecharon tras la Primera Guerra Mundial por
el empecinamiento de mantener la moneda anclada en el oro. Los bitcoins presentan
la misma rigidez, con el agravante de que no se identifican con ningún metal
precioso, por lo que carecen de valor intrínseco, no son nada, puro aire.
El bitcoin se define como dinero, pero está
muy lejos de cumplir todas las condiciones necesarias para ser tenido como tal.
El dinero surge como la superación de la economía de trueque, y es de
aceptación común que debe ser capaz de cumplir tres funciones básicas: unidad
de cuenta, medio de pago y, por último, depósito de valor. El bitcoin no
cumple la condición primera ya que no constituye una unidad de cuenta propia, sino
que se expresa con respecto a las otras divisas. En todo caso sería dinero
secundario al estilo de los depósitos bancarios u otros activos financieros. No
tiene, por tanto, la pretensión al menos por ahora, de desplazar y sustituir a
las divisas emitidas por los bancos centrales. En este sentido se diferencia
del dinero propuesto por Hayek, porque en su sistema los bancos centrales
desaparecerían.
Sí hay similitud, sin embargo, en los defectos que
las dos monedas presentan como medio de pago. En ambos casos la volatilidad, la
falta de concreción y la dificultad en la instrumentación los invalidan para
este objetivo. En el caso del bitcoin lo paradójico es que en un
principio se diseñó principalmente con esta finalidad para hacer más fáciles
las transacciones, y reducir su coste eliminando intermediarios, pero lo cierto
es que la tercera función, la de depósito de valor se ha desarrollado de tal
forma y ha creado tal ola especulativa que hace imposibles las otras dos
funciones. Si hoy tuviéramos que definirlo, más que de dinero tendríamos que
hablar de activo financiero, pero con el agravante de que no se corresponde con
ningún pasivo, no hay deudor al que reclamar nuestro derecho. Tampoco
constituye una cosa (oro, obra de arte, etc.) con un valor intrínseco
independientemente del precio del mercado. No es nada. Pura especulación. Mera
expectativa de que un segundo inversor pague más dinero que el primero por la
expectativa a su vez de que un tercero pague más que el segundo. La hecatombe
se produce cuando la tendencia se invierte y sin saber muy bien por qué la
fiebre de vender se apodera del mercado.
Buscando comparaciones, quizás el caso más similar
sería el de los tulipanes de Holanda del siglo XVII. Hace ya bastantes años que
John Kenneth Galbraith escribió un librito realmente sugerente, “Breve historia
de la euforia financiera”. Narra diversos acontecimientos en los que la
estulticia humana ha creado burbujas especulativas difícilmente explicables. La
primera que cita es la de la tulipanmanía. Cuesta creer que pudiera
pagarse por un bulbo de tulipán cifras astronómicas y que su precio pudiera
subir ininterrumpidamente hasta poder intercambiarse en algunos casos por una
mansión de lujo. El final de este sinsentido llegó en 1637 cuando los más
inquietos comenzaron a abandonar el mercado, y de forma rápida se generó la
estampida. Muchos de los inversores perdieron todos sus ahorros, pero el coste
no recayó exclusivamente sobre ellos, sino sobre toda la sociedad holandesa que
entró en lo que llamaríamos hoy una depresión económica. Hay que temer que la
historia se repita y pase lo mismo con los bitcoins, si los Estados no
adoptan ahora las medidas adecuadas.
Fuente: https://www.republica.com/contrapunto/2018/01/04/el-bitcoin-hayek-y-la-privatizacion-de-la-moneda/#
No hay comentarios:
Publicar un comentario