03/07/2019
I
Hace ya más de un siglo, en 1902, Vladimir Lenin se
preguntaba cómo enfocar la lucha revolucionaria; así, parafraseando el título
de la novela de su compatriota Nikolai Chernishevski, de 1862, igualmente se
interrogaba ¿qué hacer? La pregunta quedó como título de la que sería
una de las más connotadas obras del conductor de la revolución bolchevique.
Hoy, 117 años después, la misma pregunta sigue vigente: ¿qué hacer?
Es decir: qué hacer para cambiar el actual estado
de cosas. Si vemos el mundo desde el 20% de los que comen todos los días,
tienen seguridad social y una cierta perspectiva de futuro, las cosas no van
tan mal. Si lo miramos desde el otro lado, no el de los “ganadores” sino del
restante 80% de la población planetaria, la situación es patética. Un mundo en
el que se produce aproximadamente un 40% de comida más de la necesaria para
alimentar a toda la humanidad sigue teniendo al hambre como principal causa de
muerte; mundo en el que el negocio más redituable es la fabricación y venta de
armamentos y donde un perrito hogareño de cualquier casa de ese 20% de la
humanidad que arriba mencionábamos come más carne roja al año que un habitante
de los países del Sur. Mundo que está buscando agua en el planeta Marte
mientras la niega a la gran mayoría de la población mundial en esta Tierra.
Mundo en el que es más importante seguir acumulando dinero, aunque el planeta
se torne invivible por la contaminación ambiental que esa misma acumulación
conlleva. Mundo, entonces, que sin ningún lugar a dudas debe ser cambiado,
transformado, porque así, no va más, porque es el colmo de la irracionalidad,
de la injusticia, de la asimetría.
Entonces, una vez más surge la pregunta: ¿qué se
hace para cambiarlo? ¿Por dónde comenzar? Las propuestas que empezaron a tomar
forma desde mediados del siglo XIX con las primeras reacciones al sistema
capitalista dieron como resultado, ya en el siglo XX, algunas interesantes
experiencias socialistas. Si las miramos históricamente, fueron experiencias
balbuceantes, primeros pasos. No podemos decir que fracasaron; fueron primeros
pasos, no más que eso. Nadie dijo que la historia del socialismo quedó
sepultada. En la Rusia actual, por ejemplo, ahora que abrazó el capitalismo,
mayoritariamente la población desea retornar a la era soviética, donde las
condiciones de vida eran muy superiores. No se puede decir que ahí el
socialismo fracasó; fueron los primeros pasos, simplemente. Pasos que dieron
resultado, por cierto. “Hay 200 millones de niños de la calle en todo el
mundo. Ninguno de ellos vive en Cuba”, pudo afirmar orgulloso Fidel Castro.
Quizá habría que considerar esas experiencias del siglo XX (Rusia, China, Cuba)
como la Liga Hanseática, allá por los siglos XII y XIII en el norte de Europa,
en relación al capitalismo: primeras semillas que germinarían siglos después.
Los procesos históricos son insufriblemente lentos.
Alguna vez, en plena revolución china, se le preguntó al líder Lin Piao sobre
el significado de la Revolución Francesa, y el dirigente revolucionario
contestó que… “aún era muy prematuro para opinar”. Más allá de la
posible humorada, hay ahí una verdad: los procesos sociales van lento,
exasperantemente lentos. De la Liga Hanseática al capitalismo globalizado del
presente pasaron varias centurias; hoy, terminada la Guerra Fría, se puede
decir que el capitalismo ha ganado en todo el mundo, dando la sensación de no
tener rival. Para eso fue necesaria una acumulación de fuerzas fabulosas. Las
primeras experiencias socialistas –la rusa, la china, la cubana– son apenas
pequeños movimientos en la historia. Apenas ha pasado un siglo de la Revolución
Bolchevique, pero la semilla plantada no ha muerto. Y si hoy nos podemos
(debemos) seguir planteando ¿qué hacer? ante el capitalismo, ello significa que
la historia continúa aún. El sistema capitalista, más allá de su derroche
consumista y su continuo bombardeo ideológico-propagandístico anticomunista, no
puede solucionar problemas ancestrales de la humanidad: hambre, enfermedades
previsibles, dignidad de vida para todos, seguridad.
II
El mundo, como decíamos, para la amplia mayoría no
sólo no va bien sino que resulta agobiante. Pero el sistema global tiene
demasiado poder, demasiada experiencia, demasiada riqueza acumulada, y hacerle
mella es muy difícil. La prueba está con lo que acaba de suceder estas últimas
décadas: caída la experiencia de socialismo soviético y revertida
(¿apaciguada?) la revolución china con su tránsito al capitalismo (o socialismo
de mercado), los referentes para una transformación de las sociedades faltan,
se han esfumado. ¿Es acaso China el modelo a seguir? Ese país puede
experimentar esa rara combinación: mercado capitalista y planificación
socialista, con un Partido Comunista férreo que ya tiene planes para el siglo
XXII, haciendo que las cosas le marchen viento en popa. Pero China tiene 1,500
millones de habitantes y 4,000 años de historia. ¿Podrá un país como Cuba, por
ejemplo, seguir ese modelo? La pregunta está abierta y es parte del debate en
torno a ese ¿qué hacer?
Movimientos armados que levantaban banderas de
lucha y cambios drásticos algunos años atrás ahora se han amansado, y la
participación en comicios “democráticos” pareciera todo a cuanto se puede
aspirar. Lo “políticamente correcto” vino a invadir el espacio cultural y la
idea de lucha de clases fue reemplazándose por nuevos idearios “no violentos”.
La idea de transformación radical, de revolución político-social, no pareciera
estar entre los conceptos actuales. Pero las condiciones reales de vida no
mejoran para las grandes mayorías; aunque cada vez hay más ingenios
tecnológicos pululando por el mundo, las relaciones sociales se tornan más
dificultosas, más agresivas. Las guerras, contrariamente a lo que podía parecer
cuando terminó la Guerra Fría, siguen siendo el pan nuestro de cada día desde
la lógica de los grandes poderes que manejan el mundo. La miseria, en vez de
disminuir, crece. No está de más agregar que las guerras pasaron a constituir
uno de los más redituables negocios del sistema capitalista. De hecho, la
inversión en armamentos es el rubro comercial más desarrollado y que más
ganancias otorga en este momento (se gastan 35,000 dólares por segundo en la
industria bélica, lo cual favorece solo a un minúsculo grupo. Las mayorías
siguen postergadas, hambrientas… ¡y muriendo en esas guerras!).
Una vez más entonces: ¿qué hacer? Hoy, después de
la brutal paliza recibida por el campo popular con la caída del muro de Berlín
y el retroceso sufrido en las condiciones laborales (pérdidas de conquistas
históricas, desaparición de los sindicatos como arma reivindicativa,
condiciones cada vez más leoninas, sobre-explotación disfrazada de
cuentapropismo) las grandes mayorías, en vez de reaccionar, siguen
anestesiadas. Una vez más también: el sistema capitalista es sabio, muy
poderoso, dispone de infinitos recursos. Varios siglos de acumulación no se
revierten tan fácilmente. Las ideas de transformación que surgen a partir del
pensamiento labrado por Marx y Engels, puntales infaltable en el pensamiento
revolucionario, hoy día parecieran “fuera de moda”. Por supuesto que no lo son,
pero la ideología dominante así lo presenta.
Hoy es más fácil movilizar a grandes masas por un
telepredicador o por un partido de fútbol que por reivindicaciones sociales.
¡Pero no todo está perdido! Los mil y un elementos que el sistema tiene para
mantener el statu quo no son infalibles. Continuamente surgen
reacciones, protestas, movimientos contestatarios. Lo que sí pareciera faltar
es una línea conductora, un referente que pueda aglutinar toda esa
disconformidad y concentrarla en una fuerza que efectivamente impacte
certeramente en el sistema. ¿Por dónde golpear a ese gran monstruo que es el
capitalismo? ¿Cómo lograr desbalancearlo, ponerlo en jaque, ya no digamos
colapsarlo? Los caminos de la transformación se ven cerrados. Quizá el presente
es un período de búsqueda, de revisiones, de acumulación de fuerzas. Hoy por
hoy, no se ve nada que ponga realmente en peligro la globalidad del
sistema-mundo capitalista. Las luchas siguen, sin dudas, y el planeta está
atravesado de cabo a rabo por diversas expresiones de protesta social. Lo que
no se percibe es la posibilidad real de un colapso del capitalismo a partir de
fuerzas que lo adversen, que lo acorralen. El proletariado industrial urbano,
que se creyó el germen transformador por excelencia –de acuerdo a la
apreciación absolutamente lógica de mediados del siglo XIX cuando el auge de la
revolución industrial– hoy está en retirada (la robotización lo va supliendo).
Los nuevos sujetos contestatarios –movimientos sociales varios, campesinos,
etnias, reivindicaciones puntuales por aquí y por allá– no terminan de hacer
mella en el sistema. Y las guerrillas de corte socialista parecen hoy piezas de
museo. ¿Quién levantaría la lucha armada en la actualidad como vía para el
cambio social?
En medio de esa nebulosa, sin embargo, siguen
surgiendo protestas, voces críticas. La historia no ha terminado,
definitivamente. Si eso quiso anunciar el grito victorioso apenas caído el muro
de Berlín con aquellas famosas frases pomposas de “fin de la historia” y “fin
de las ideologías”, el estado actual del mundo nos recuerda que no es así.
Ahora bien: ¿qué hacer para que colapse este sistema y pueda surgir algo
alternativo, más justo, menos pernicioso?
III
Es más fácil decir qué no hacer que proponer
cuestiones concretas. En otros términos: es más fácil destruir que construir.
Pero sabido eso, y asumiendo que no resulta nada fácil marcar un camino seguro
(por el contrario ¡es tremendamente difícil!) se puede señalar, en todo caso,
por dónde no ir. Eso, al menos, ya nos recorta un poco el panorama, y nos dice
lo que no debemos hacer. Luego, quizá, surja la hoy día ausente propuesta
concreta de qué hacer, por dónde ir.
Hoy, dada las circunstancias históricas, de ningún
modo es posible:
Impulsar la lucha armada. Las condiciones nacionales de
ningún país, e incluso la coyuntura internacional, tornan imposible levantar
esa propuesta en este momento. El agotamiento de esta opción, la respuesta
absolutamente desmedida de que fueron objeto por parte del Estado con su
estrategia contrainsurgente los distintos sitios donde aparecieron focos
guerrilleros, el descrédito y el miedo que dejaron estas luchas en el grueso de
la población, hacen imposible, en la actual coyuntura, volver a levantar esa
iniciativa. La cuestión técnica, es decir: la enorme diferencia de poderío que
se ha establecido entre las fuerzas regulares de cualquier Estado y las fuerzas
insurgentes, no es el principal obstáculo para proponer esta salida. Los
ideales, está probado, pueden ser más efectivos que el más impresionante
dispositivo técnico. De todos modos, llegado el caso, esa diferencia de
potencial bélico hoy es tan grande que habría que replantear formas de lucha.
Por ejemplo: ¿puede llegar a plantearse seriamente como una opción que
desestabilice al sistema una “guerrilla informática”, los hackers? Quizá eso no
serviría como propuesta de transformación, y debería pensarse en otras
opciones, como guerra popular prolongada con una vanguardia armada. Lo cierto
es que hoy, dado la reciente historia, ésta no se vislumbra como una vía
posible.
Participar como partido político buscando la
presidencia en elecciones generales para, desde allí, generar cambios. Sin descartar completamente la
opción de la vía electoral, la opción transformadora no pasa por ocupar la
administración del Estado capitalista. La experiencia lo ha demostrado
infinidad de veces, a veces de manera trágica, que tomar el gobierno no es, en
modo alguno, tomar el poder. Los factores de poder pueden admitir, a lo sumo,
que un gobierno con tinte socialdemócrata realice algunos cambios no
sustanciales en la estructura; si se quiere ir más allá, al no contarse con
todo el poder real (las fuerzas armadas, el aparato de Estado en su conjunto,
la movilización popular efectiva que representa un movimiento de masas siendo
quien en verdad insufla la energía transformadora), al no haberse producido un
cambio en las correlaciones de fuerzas reales en la sociedad, las posibilidades
de cambio son nulas. Quizá pueda ser útil, sólo como un momento de la lucha
revolucionaria, optar por ocupar poderes locales (alcaldías por ejemplo) o
algunas bancas en el Poder Legislativo, para hacer oposición, para organizar,
para constituirse en un referente alternativo. Pero en todo caso no hay que
olvidar nunca jamás que esas instancias de la institucionalidad capitalista son
muy limitadas: no están hechas para la democracia genuina, de base,
revolucionaria. Son, en definitiva, instrumentos de dominación de clase, por
eso no puede apuntarse a trabajar en ellas con la “ingenuidad” de creer poder
transformar algo con instrumentos destinados a no cambiar.
____________
Sin tener claro por dónde, podemos ver algunos
elementos interesantes, que deben llamar al análisis pormenorizado. En ese
sentido, lo que sí se van dibujando como alternativas antisistémicas, rebeldes,
contestatarias, son los grupos (en general movimientos campesinos e indígenas)
que luchan y reivindican sus territorios ancestrales.
Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en
sentido estricto (al menos como la concibió el marxismo clásico), estos
movimientos constituyen una clara afrenta a los intereses del gran capital
transnacional y a los sectores hegemónicos locales. En ese sentido, funcionan
como una alternativa, una llama que se sigue levantando, y arde, y que
eventualmente puede crecer y encender más llamas. De hecho, en el informe
“Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro global”, del consejo
Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los
escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede
leerse: “A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la
mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente
y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…) Esos
grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y
grupos antiglobalización (…) que podrán poner en causa las políticas
económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. (…) Las
tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del
Amazonas”.1
Para enfrentar esa presunta amenaza que afectaría la gobernabilidad de la
región poniendo en entredicho la hegemonía continental de Washington y
afectando sus intereses, el gobierno estadounidense tiene ya establecida la
correspondiente estrategia contrainsurgente, la “Guerra de Red Social” (guerra
de cuarta generación, guerra mediático-psicológica donde el enemigo no es un
ejército combatiente sino la totalidad de la población civil), tal como décadas
atrás lo hiciera contra la Teología de la Liberación y los movimientos
insurgentes que se expandieron por toda Latinoamérica.
Hoy, como dijo algún tiempo atrás el portugués
Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano en particular, pero
aplicable al contexto latinoamericano en general, “la verdadera amenaza no
son las FARC. Son las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos
indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica de
Estados Unidos, para el capitalismo como sistema] proviene de aquellos que
invocan derechos ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos
recursos [biodiversidad, agua dulce, petróleo, riquezas minerales], o
sea, de los pueblos indígenas”.2
Anida allí, entonces, una cuota de esperanza. ¿Quién dijo que todo está
perdido?
IV
No hay dudas que la contradicción fundamental del
sistema sigue siendo el choque irreconciliable de las contradicciones de clase,
de trabajadores y capitalistas (empresarios industriales, terratenientes,
banqueros), más allá que ahora se hayan “puesto de moda” los Métodos
Alternativos de Resolución de Conflictos: MARC’s. Es decir: Marc’s en vez de
Marx. Esa contradicción –que no ha terminado, que sigue siendo el motor de la
historia, amén de otras contradicciones paralelas sin dudas muy importantes:
asimetrías de género, discriminación étnica, adultocentrismo, homofobia, etc.–
pone como actores principales del escenario revolucionario a los trabajadores,
en cualquiera de sus formas: proletariado industrial urbano, proletariado
agrícola, trabajadores clase-media de la esfera de servicios, amas de casa,
intelectuales, personal calificado y gerencial de la iniciativa privada,
subocupados varios, campesinos. Lo cierto es que, con la derrota histórica de
este round de la lucha y el retroceso que, como trabajadores, hemos sufrido a
nivel mundial con el capitalismo salvaje de estos años, eufemísticamente
llamado “neoliberalismo” (precarización de las condiciones generales de
trabajo, pérdida de conquistas históricas, retroceso en la organización
sindical, tercerización, etc., etc.), los trabajadores estamos desorganizados,
vencidos, quizá desmoralizados.
De ahí que estos movimientos campesinos-indígenas
que reivindican sus territorios son una fuente de vitalidad revolucionaria
sumamente importante.
La pregunta era: ¿por dónde ir? Sin dudas, la
organización popular sigue siendo vital. Ningún cambio puede darse si no es con
poblaciones organizadas, conscientes de su realidad, dispuestas a cambiar las
cosas. Las élites esclarecidas no sirven para modificar una sociedad; más allá
de su lucidez, la verdadera mecha del cambio está en la fuerza de la gente, no
en el trabajo intelectual de una vanguardia (sin desmerecer lo intelectual en
lo más mínimo, por supuesto). Evidentemente la potencialidad de este
descontento que en muchos países latinoamericanos se expresa en toda la
movilización popular anti industria extractivista (minería, hidroeléctricas,
monocultivos destinados a la agroexportación) puede marcar un camino. Hoy día,
en que pareciera que no hay ninguna claridad respecto a las sendas a transitar
para lograr cambios reales, profundos y sostenibles, hoy día en que el sistema
global parece tan monolítico y sin ningún resquicio por donde atacarlo, tal vez
sea oportuno recordar al poeta (¿y quién dijo que el arte no puede ser
infinitamente revolucionario?): “Caminante, no hay camino. Se hace camino al
andar”.
1 En Yepe, R. “Los informes del Consejo Nacional de
Inteligencia”. Versión digital disponible en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=140463
2 Boaventura Sousa, S. “Estrategia continental”.
Versión digital disponible en https://www.uclouvain.be/en-369088.html
https://www.alainet.org/es/articulo/200773
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