14/09/2019
Desde las
1.200 páginas de su última obra, Piketty, destroza el debate público y
político, explorando vías para, en concreto, “superar al capitalismo”.
Pero, ¿cómo ejecutar esas propuestas radicales tratando de redefinir la noción
misma de propiedad? ¿Bastarán para destruir las bases del hiper-capitalismo
contemporáneo?
“Es más
fácil imaginar el fin del mundo que el del capitalismo”. Thomas Piketty se
compromete en su última obra a nada menos que a desmentir la famosa sentencia
del filósofo estadounidense Frederic Jameson, pretendiendo proporcionar
herramientas para “superar el capitalismo”, saliendo de una glaciación
ideológica catalizada por los fracasos del sovietismo real.
Después de “El
capital en el siglo XXI”, excavadora editorial que vendió 2,5 millones de
ejemplares en el mundo, donde documentaba la explosión de las desigualdades
patrimoniales mundiales, el economista pasa a los trabajos prácticos y
políticos. En Capital e ideología (Seuil), radicaliza su pensamiento e
investiga los medios para criticar en concreto un régimen desigual actual cuyos
efectos destructores sobre el planeta y los seres humanos no pueden proseguir.
Considerando
que su libro de 2013 era demasiado occidentalo-céntrico y trataba “las
evoluciones político-ideológicas respecto a las desigualdades y la
redistribución como una suerte de caja negra”, busca ampliar su campo de
investigación, que extiende desde la “complejidad multicultural de los jatis”
en India, a los concursos imperiales chinos, pasando por la “propuesta 2x +
y” debatida en 1977-78 en el Reino Unido…
Así Piketty
quiere forjar una “idea más exacta de lo que podría llevar a una mejor
organización política, económica y social para las diferentes sociedades del
mundo en el siglo XXI” proponiendo para ello, “elaborar el perfil de un
nuevo socialismo participativo para el siglo XXI”
Esta
grandísima (¿excesiva?) ambición implica “reconsiderar la propiedad justa,
la educación justa y las fronteras justas” mientras nos encontramos en una
fase de radicalización de las injusticias y desigualdades, a las que el
investigador consagra numerosos tramos de su obra para rehacer la génesis.
Se remonta
para ello hasta las “sociedades ternarias” en las que la población se
dividía según su función guerrera, religiosa o laboriosa, porque “la
estructura de las desigualdades en las antiguas sociedades ternarias
radicalmente está menos alejada de la hoy existente de lo que a veces
imaginamos”; y sobre todo, considerando el hecho de que “las condiciones
de la desaparición de las sociedades trifuncionales, profundamente variables
según los países, las regiones y los contextos religiosos, coloniales o
postcoloniales, han dejado rasgos profundos en el mundo contemporáneo”
Su estudio
de las sociedades coloniales y esclavistas le permite por su parte, establecer
la “continuidad entre las lógicas esclavistas, coloniales y de propietarios”.
Y mostrar la cuasi-sacralización de la propiedad que enraíza en el siglo XIX, a
partir de la crítica a las sociedades de orden, como se deriva del hecho
de que, cuando la esclavitud es abolida, no son los esclavos los indemnizados,
sino sus propietarios, Y eso pese a que esta decisión, en el caso británico, ha
gravado al presupuesto del país y sobre-explotado a los contribuyentes ordinarios.
Y en el caso francés, llevó a exigirle a Haití, bajo amenaza militar, el pago
de una deuda inicua que gravó severamente toda posibilidad de desarrollo de la
isla.
Esta
inmersión profunda en la historia y amplia en la geografía, que los
especialistas de esas épocas y países podrán sin duda criticar en detalle, le
permite subrayar la diversidad de origen de las desigualdades, ya radiquen en
la pesada herencia histórica vinculada a las discriminaciones raciales y
coloniales y a la esclavitud (sobre todo en Brasil, África del Sur y también en
Estados Unidos), bien sea en factores más “modernos” vinculados, por ejemplo, a
la hiper-concentración de las riquezas petroleras, como en Oriente Medio que
constituye actualmente la región más desigual del mundo.
Ante todo,
ello le permite establecer que las desigualdades no son en absoluto naturales,
culturales o civilizatorias; y que las trayectorias y bifurcaciones desiguales
o igualitarias, pueden ser enormemente rápidas. Uno de los casos más
sorprendentes es el de Suecia, país que pasó de una sociedad de órdenes a una “democracia
hipercensitaria”, con derechos de voto proporcionales a la fortuna en la
que un voto valía por cien, antes de convertirse en una de las sociedades más
igualitarias del mundo.
El investigador
subraya en esta ocasión que son “únicamente las movilizaciones populares
notablemente eficaces, las estrategias políticas concretas, y las instituciones
sociales y fiscales muy precisas, las que han permitido a Suecia el cambio de
trayectoria”. En sentido inverso, los Estados Unidos, que se sitúan hoy en
cabeza de la profundización del vértigo de la desigualdad, fueron, a partir de
los años 30 hasta los 70, adelantados en el despliegue de impuestos progresivos
masivos y de políticas de redistribución ad hoc.
A pesar de
estos ejemplos históricos de la rápida erosión de los sistemas igualitarios o
desiguales, a partir de comprobar donde la concentración de patrimonios no ha
cesado de ser enormemente fuerte, ya sea en el siglo XIX, el XX o al inicio del
XXI, ¿pueden las cosas realmente cambiar? En Francia la parte detentada por el
50% de los más pobres ha sido siempre extremadamente débil: en torno al 2% del
total de patrimonios en el siglo XIX, apenas algo más del 5% hoy…
El período
de reducción importante de las desigualdades mundiales en cualquier caso
respecto a las clases medias, entre 1914 y 1970, señala a la vez que es posible
una evolución masiva; pero esta reducción solo podrá hacerse en favor de las
clases populares a condición de cambiar simultáneamente la escala y la
naturaleza de la lucha por la igualdad. Para ello Piketty apunta una propuesta
radical: un cambio profunda de las relaciones de propiedad, que no sea una
extensión infinita y autoritaria del dominio de la propiedad pública tal como se
hizo bajo el socialismo real.
Propiedad
temporal y herencia para todos
Más allá de
propuestas interesantes y en ocasiones ya formuladas, de reforzar la
progresividad del impuesto sobre rentas y sucesiones; de desplegar una renta
básica integradas en un dispositivo global sin sustituir la política social; de
reinserción de los mercados en la línea de Karl Polanyi; o incluso de
ampliación y profundización de la propiedad social de las empresas relacionada
con la cogestión nórdica o alemana, el núcleo de la tesis pikettiana radica en
la implantación de un impuesto anual y altamente progresivo “sobre la
propiedad, para permitir financiar la dotación de capital para cada joven
adulto y desplegar una forma de propiedad temporal y de circulación permanente
de los patrimonios” Esta imposición anual de los patrimonios importantes
permitiría una “difusión patrimonial”, que constituye hoy
simultáneamente, el ángulo muerto y el callejón sin salida de toda la política
contemporánea.
Esta
herramienta fiscal tendría la ventaja de aplicarse a todos los activos,
incluyendo los financieros, contrariamente al impuesto inmobiliario, y
adaptarse con mayor rapidez a la evolución de la riqueza. Permitiría así no “esperar
a que Mark Zuckerberg o Jeff Bezos cumplan 90 años para transmitir su fortuna y
comenzar a hacerles pagar impuestos”. Si queremos que el 50% de lo más
pobres detenten finalmente una porción no despreciable de las riquezas
nacionales, necesitaremos para eso “generalizar la noción de reforma agraria
transformándola en un proceso permanente incluyendo al conjunto del capital
privado”.
Thomas
Piketty llega incluso a establecer un esquema exhaustivo de esta evolución
fiscal y mental. El impuesto anual sobre la propiedad y el impuesto sobre
sucesiones, aportarían en total en torno al 5% de la renta nacional; cantidad
que se emplearía totalmente en financiar una dotación en capital dedicada a los
jóvenes adultos, por ejemplo de 25 años, en forma de “herencia para todos”;
mientras que, el 50% de los más pobres hoy no reciben casi nada. Esto
permitiría también un rejuvenecimiento de los patrimonios “lo que permite
pensar que sería algo excelente para el dinamismo social y económico”
Este
impuesto no sustituiría al impuesto progresivo sobre la renta, en el que el
investigador incluye las cotizaciones sociales y una tasa progresiva sobre las
emisiones de carbono, permitiendo alcanzar casi el 45% de la renta nacional
pudiéndose con ello financiar la totalidad del gasto público, en concreto la
renta básica y sobre todo el Estado social: salud, educación, jubilaciones,…
Este sistema
designado con los términos de “socialismo participativo”, se basa en una
propiedad social ampliada y en la invención de una propiedad temporal, según
Piketty, no tiene “ya gran cosa que ver con el capitalismo privado tal y
como lo conocemos actualmente”. Constituye en su opinión “una superación
real del capitalismo” que permite trazar otra ruta, que no sea, ni el
endurecimiento de la ideología del propietario, ni la retirada nativista.
“Alguna
de las conclusiones obtenidas pueden parecer radicales”, escribe el
investigador, Y así sin duda las recibirán los socialdemócratas a quienes la
obra parece en principio destinada, si hemos de creer el masivo plan de
comunicación de la obra imponiendo un embargo al 12 de setiembre, excepción
hecha de los principales medios de la socialdemocracia; a saber, Le Monde,
Obs y France Inter.
Sin embargo,
la obra de Piketty, también obligará a posicionarse a la izquierda radical, y
sobre todo a responder a la afirmación del autor, según la cual ciertas formas
de organizar las relaciones de propiedad en el siglo XIX, “pueden suponer
una superación del capitalismo mucho más real que la vía consistente en
prometer su destrucción sin preocuparse de su sustituto”.
No obstante,
antes de que llegue a ser lo que pretende, a saber: un “antídoto a la vez
contra el conservadurismo elitista y la esperanza revolucionaria de la gran
noche” la obra del autor enfrenta el deber de superar dos tipos de límites:
la definición estricta que propone a la vez del capital y de la ideología; y la
política adecuada a desplegar para lograr que tal edificio revolucionario en
términos fiscales e ideológicos, no se convierta en una fábrica de gas de
papel.
En efecto,
la ambición de Piketty es tan loable como rara, dado que incluso los partidos
de la izquierda radical apenas han producido, al margen de algunas consignas,
auténticos proyectos para salir del capitalismo real. En tanto se trata de la
condición sine qua non para acabar con el desastre climático, social y
político contemporáneo, subsiste una duda sobre los medios teóricos y prácticos
que el autor ofrece realmente al final de 1.200 páginas que pretenden,
precisamente, ofrecer soluciones concretas para el análisis de situaciones
concretas, parafraseando a Lenin.
La lógica de
acumulación permanece intacta
El primer
interrogante se refiere a la definición de los términos que dan título al
libro,”capital” e “ideología”, y la dialéctica posible entre ambas nociones. Si
la aportación principal de la obra lleva a una redefinición de la noción misma
de propiedad, reduce muy a menudo, la noción de capital a la de patrimonio.
Arriesgándose a privarse de los medios de “superar al capitalismo”, como
trata de proponer. El capitalismo se apoya en una lógica de acumulación y una
explotación del trabajo para el beneficio y en la obra estas no se ponen
claramente en entredicho.
Desde luego,
la extensión de la propiedad social, reforzando la democracia en las empresas,
reduce la autonomía del uso de la plusvalía realizada, en tanto que la
invención de una propiedad temporal debilita la acumulación de capital. Pero
esto no permite erosionar esos dos pilares del capitalismo, sin que
paralelamente, la necesidad de acumulación del capital se reduzca por el
despliegue de un modo alternativo de respuesta a las necesidades de la
sociedad.
Ahora bien,
Thomas Piketty, estima que la cuestión de las desigualdades es la clave
universal para resolver la cuestión social, la ecológica y para superar al
capitalismo. Así pues, si la necesidad de acumulación no desaparece; dicho de
otra forma, si el funcionamiento de la economía sigue dependiendo de
esta acumulación para producir valor, entonces el hermoso edificio del autor
corre el peligro de tambalearse. En efecto, nada garantiza que el despliegue de
un impuesto anual sobre el patrimonio que permita su circulación baste para
acabar con la necesidad de acumulación de capital, ni con los efectos de
alienación y dominación propios del capitalismo.
Si la
sociedad continúa funcionando con el modo actual, incluso con menos
desigualdades, la necesidad de acumulación para financiar el empleo, la
inversión o la innovación, solo podrá, in fine, llevar a ejercer una
presión sobre la fiscalidad del capital. Sobre todo, la presión ejercida por
los capitalistas sobre el empleo, llevará necesariamente a reequilibrar la
política a su favor.
No es cierto
que el armazón de Piketty permita, incluso dando más peso a los asalariados en
las empresas, modificar la dialéctica entre trabajo y capital susceptible de
trastocar el hipercapitalismo actual. Un elemento de la obra apunta esta
inquietud: la superación del capitalismo solo debe lograrse con mesura en las
PME. En las pequeñas empresas, Thomas Piquetty defiende un poder sólido del
capital, en nombre de los “sueños” del patrón que aporta su capital, mientras
que el asalariado, podría irse “de un día para otro”. Extraño cuadro que
constituye precisamente la justificación actual del poder del capital sobre el
trabajo, pero que mantiene su lógica en la medida en que el capitalismo siga
funcionando como antes, mediante extracción de plusvalía, circulación y
acumulación.
La otra
perplejidad concierne al segundo término del título elegido por Thomas Piketty.
Juntar así “capital” e “ideología”, cuando su libro precedente solo incluía en
su portada el primer término, es una forma para el economista de formación como
es, en insistir, como lo hace en todo el contenido del libro, en la idea
central de que la ciencia económica no puede existir fuera de las ciencias
sociales. Nada de lo económico puede entenderse sin estudiar los subyacentes
sociológico, político e histórico.
Aunque poco
específico en sus referencias, Thomas Piketty se inscribe en la tradición
heterodoxa que insiste en la importancia de las instituciones y se opone al
carácter “natural” de la economía. Contrastar esta “naturalidad” con la
prueba de la historia le permite acabar con tal mito y es la principal virtud
de la larga, y en ocasiones laboriosa, serie de descripciones históricas de la
obra. Siempre es útil recordar esta sana verdad de que el régimen económico
presente no es fruto de un destino ineluctable, orgánico y metafísico, sino de
opciones humanas, susceptibles de modificarse.
Esta
inquietud ¿bastaría para entender lo que es una ideología, considerando que el
autor apenas se somete a discusiones con los filósofos que han dilucidado esta
cuestión? Thomas Piketty afirma que “las desigualdades son de origen
ideológico y político”, insistiendo sobre “la autonomía” de esta
esfera del relato en su acción sobre lo real. Invierte y “reformula” así
el texto del Manifiesto del Partido Comunista pretendiendo que en
adelante “la historia de toda sociedad hasta nuestros días solo ha sido una
lucha de las ideologías y de la búsqueda de la justicia”. Así pues, una
búsqueda intelectual.
También
afirma en varias ocasiones que “toda la historia de los regímenes desiguales
muestra que lo son ante cualquier movilización social y política y los
experimentos concretos que permitan el cambio histórico”. Dicho de otro
modo: son más bien las condiciones reales de existencia las que implican
reacciones y hacen progresar la historia.
Esta tensión
se vincula al bloqueo del paradigma fordista de los años 1930-70 que Thomas
Piketty rechaza todo el tiempo. Sin embargo, si este período acabó, ante todo
fue porque no respondía ya a su función primaria que había llevado a su
creación en los años 30: precisamente la de salvar al capitalismo de sus
excesos. El autor lo confiesa: desearía recuperar el hilo de la historia en los
70, en el momento del frenazo del progreso socialdemócrata. No obstante, este
paro no es un accidente de la historia. Es el resultado del fracaso de la
visión socialdemócrata “evolucionista” del capitalismo hacia una superación
pacífica y gradual, fracaso tan evidente como el derrumbe de la economía
soviética.
Si el libro
de Piketty sufre con la dialéctica capital ideología en toda la amplitud de
ambos términos, es porque está atrapado por un espectro, el de Marx, que rehusa
tomar plenamente en serio incluso cuando el pensador de Tréveris plantea
cuestiones ineludibles para su objetivo y esenciales para sus proposiciones, a
partir del momento en que denomina a su obra Capital e ideología…
Así, ¿podemos considerar que la cuestión de las desigualdades puede
resolverse independientemente de los conceptos de alienación y explotación?
Mientras el trabajo efectivamente pierde el control sobre su producto en
beneficio del capital, las propuestas de Thomas Piketty se debilitan. A menos
que este último espere a que simplemente pueda “comprar” de algún modo la
adhesión de los asalariados a esta alienación mediante menos desigualdades.
Pero la historia, en particular la de los años 1960 y 70, muestra precisamente
lo contrario.
Finalmente,
es el gran pesar que deja su lectura: la falta de una teoría del valor y sin
duda también una teoría monetaria, a la altura de la ambición del libro. Es
lástima que no haya tenido un auténtico diálogo con Marx, como con los teóricos
neoliberales o post keynesianos. Esta falta es lamentable porque las
desigualdades como bien muestra Piketty, son un medio poderoso para destacar y
articular la necesaria superación del capitalismo. A condición de ir más allá
de la cuestión de la propiedad, como por otra parte lo hacen algunos teóricos,
sobre todo más allá del Atlántico, y sin olvidarse de las formas concretas de
salida del capitalismo experimentadas a escala local.
“Coalición
igualitaria” e “izquierda brahmánica”
Aunque
deseables respecto a lo existente, la eficacia y la radicalidad de las
soluciones de Piketty corren el riesgo de mostrarse más limitadas de lo
esperado, cuando se las compara con el conjunto de lectura más crítica de los
fundamentos últimos del capitalismo. Y este límite teórico a la ambición de la
obra se acentúa con una interrogación política sobre las formas de desplegar
tales medidas.
El autor en
la última parte de la obra, reflexiona sobre las condiciones necesarias para
que una nueva “alianza igualitaria” recuperando de cero el programa
malogrado de la socialdemocracia, y realice la revolución fiscal que se
propone. Lo que supone, en primer término, recuperar a las clases populares
desarraigadas de los partidos de izquierda.
En efecto
Piketty recuerda hasta que punto la izquierda electoral, en otra etapa
sobrerrepresentada entre los ciudadanos menos provistos en patrimonio, ingresos
y titulaciones, obtiene ahora sus mejores resultados entre los más instruidos.
Asocia esta “vuelta” al surgimiento de un “sistema de élites
multiples”, en el que los “ganadores del sistema educativo” votarán
a la izquierda (lo que designa con los términos de “izquierda brahmánica”),
mientras que la derecha electoral, bautizada como “derecha mercantil”,
seguirá atrayendo “las más elevadas rentas patrimoniales”.
En este
esquema, las capas populares han quedado huérfanas de representación política.
Si algunas fracciones, de hecho más a la derecha, han podido verse atraídas por
las sirenas “nativistas” que abonan el rechazo a la inmigración
postcolonial, otras han salido simplemente del juego electoral engrosando las
filas de los abstencionistas. Las propuestas de Thomas Piketty ¿pueden
constituir la base de una coalición igualitaria que recupere un voto popular
liberado de la explotación identitaria fijada férreamente, sobre todo en el
ámbito étnico-racial y religioso? Ahí todavía, la ambición del investigador
corre el riesgo de topar con ciertos límites.
En efecto,
el economista dialoga más bien poco con la producción contemporánea en ciencia
política, aunque se fije el objetivo, en la última parte de su obra, de “rehacer
las dimensiones del conflicto político”. En este asunto, como
diplomáticamente subraya la electoralista Nonna Mayer, hay ya disponibles una
plétora de trabajos, de los que Mediapart, se ha hecho eco en ocasiones.
Comportándose como un catalizador más que como un continuador o un polemista crítico,
Piketty se ahorra matices y discusiones que hubieran podido haber enriquecido
su aportación.
Por ejemplo,
algunos trabajos han mostrado que el alejamiento de los obreros respecto a la
izquierda, ha precedido a la experiencia del poder, lo que Piketty
considera que constituye un momento de transición provocando un sentimiento de
abandono. En el caso francés, Florent Gougou sitúa el inicio de esta dinámica
en las elecciones legislativas de 1978, cuando el PS y el PCF se situaban en
plataformas radicales y aún no habían tenido tiempo para decepcionarles. El
investigador pone en evidencia que el motor del cambio fue ante todo
generacional: las nuevas cohortes de obreros se socializaron en contextos
materiales e ideológicos diferentes de sus ancestros y de ahí los
comportamientos electorales diferentes.
Tener in
mente la cronología del alejamiento permite medir la amplitud del desafío
planteado a la izquierda en su relación con las capas populares, en la medida
en que la simple restauración de un discurso pro-redistribución, no bastará
probablemente para convencer a las capas sociales que han sufrido tres decenios
de crisis económica. Ha ocurrido una evolución estructural que supera con
creces los efectos de los ciclos de gobierno. Piketty destaca claramente el
carácter gradual de esta pérdida de audiencia de la izquierda, y de la
tendencia contraria al acercamiento a la misma de los más titulados. Más bien
es para sacar la conclusión de que “la izquierda electoral ha pasado del
partido de los trabajadores al partido de los titulados sin realmente haberlo
deseado y sin que nadie haya estado en posición de decidirlo”
Para un
lector francés que haya vivido los debates respecto a la nota de Terra Nova en
2011, la afirmación puede sorprenderle. Incluso puede remontarse hasta los años
60 para encontrar en Jean Poperen, futuro nº 2 del PS, una alerta contra la
tentación “social-tecnócrata”. Señalando el ascenso de una “burguesía
técnica” amenazando con reproducir la subordinación de los trabajadores
ordinarios, temía “el encadenamiento” de estos últimos “al carro de
los organizadores, managers oficiales capitalismo”. Resulta
difícil defender el efecto sorpresa…
La categoría
de “izquierda brahmánica” tampoco parece convincente del todo. El economista
ciertamente pretende señalar el riesgo de elitismo que acecha este campo, y
llama a remediarlo mediante una agenda socio-económica capaz de reunir a las
clases medias y populares contra las rentistas. Sin duda se juntarán más en
este plano donde pueden construirse alianzas, que en el de las cuestiones
culturales (leer la entrevista con Line Rennwald).
Pero el
hecho de importar un vocabulario de castas indias para analizar la estructura
sociopolítica occidental parece arriesgado, tanto, que más allá de la metáfora,
las categorías titulados así mostradas no implican una élite a situar en el
mismo plano que la de los propietarios, a excepción de en términos numéricos.
Habiendo aumentado claramente en el conjunto de la sociedad el nivel de
formación, era indispensable para la izquierda hacerse también la
representante de capas socio-demográficas con mayor peso electoral al contrario
de los más ricos detentadores de capitales. Además, los graduados son también
trabajadores, lo que no hace menos indispensable una alianza con el asalariado
ejecutor.
Por otro
lado, una parte creciente de los “brahmanes” no convierten tampoco su nivel de
diploma en comodidad, estabilidad y poder de decisión. Así pues, es justamente
en reacción a un sistema capitalista cuya crisis afecta ahora a capas enteras
de las clases medias, cuando estas últimas proporcionan batallones de una nueva
izquierda ofensiva con la que Piketty se solaza en su libro y que encarnan las
figuras de Podemos o de los Demócratas socialistas como Ocasio-Cortez.
Arriesgadas
propuestas fiscales, o incluso de igualación de los gastos de enseñanza per
cápita, ¿estarán a la altura de tal época? Todo depende de la interpretación
hecha del recorrido respectivo de la democracia y del capitalismo a lo largo de
los ciento cincuenta últimos años. Ahí, todavía merecería hacerse una discusión
más profunda.
En efecto,
Piketty estima que sus propuestas se inscriben en la corriente de un “movimiento
hacia el socialismo democrático que transcurre desde fines del XIX”,
interrumpido por la revolución conservadora de los años 80 y la caída del
comunismo. Algunos politólogos, como el malogrado Peter Mair, consideran por
ello que el auténtico paréntesis fue el de los tres decenios de postguerra,
denominados los “treinta gloriosos” en Francia. Un período durante el cual las
democracias liberal-representativas, fueron particularmente estables e
inclusivas, gracias a los compromisos facilitados por niveles de crecimiento
históricamente excepcionales (lo que el propio Piketty mostraba en su obra
precedente.
Bajo este
prisma, el endurecimiento neoliberal demostrará más bien la vuelta a un juego
político de suma cero entre intereses sociales antagónicos. Los intentos de
justicia fiscal podrían por tanto toparse con resistencias acérrimas que
necesitarían, para ser superadas, un grado de conflicto muy alejado de las
aspiraciones del autor a un cambio pacífico y progresivo.
son periodistas de Mediapart, Francia.
Fuente:
https://www.mediapart.fr/journal/culture-idees/110919/capital-et-ideologie-de-thomas-piketty-la-propriete-c-est-le-mal?onglet=full
Traducción:
Ramón Sánchez Tabarés
THOMAS PIKETTY ATACA DE NUEVO
22
septiembre 2019 |
Thomas
Piketti publica un nuevo libro en el que hace un repaso de las desigualdades y
las vincula con la ideología dominante, que como el neliberalismo pretende
estar inrínseco en la naturaleza humana, y da algunas propuestas para corregir
esas desiguadades.
Eduardo Febbro
nuso.org
nuso.org
Thomas
Piketty vuelve sobre el capital y la desigualdad, ahora poniendo el acento en
la ideología y las retóricas dominantes y proponiendo algunas alternativas al
capitalismo contemporáneo.
«Todos los
hombres nacen y permanecen libres e iguales», enuncia la Declaración Universal
de los Derechos Humanos y del Ciudadano firmada de 1789 y ratificada por la
Organización de las Naciones Unidas en 1948. El economista francés Thomas
Piketty, autor del famosísimo El Capital en el Siglo XXI (dos
millones y medio de ejemplares vendidos en todo el mundo) entrega una minuciosa
y demoledora exploración sobre esa ilusión igualitaria en el último libro que
acaba de publicar en Francia: Capital et idéologie [Capital e
ideología].
Como la precedente,
esta obra consta de 1.200 páginas, se apoya en la historia del mundo y en una
forma renovada de emplear las estadísticas para ofrecer un vertiginoso
recorrido desde el presente hasta los orígenes de las desigualdades. Allí donde
se mire, sea cual fuere la época y el régimen político, la desigualdad es una
constante a lo largo de la historia de la humanidad cuyo principio o
justificación responde, según Thomas Piketty, a una «ideología». Ese es la
esfera central en torno a la cual se mueve toda la reflexión del libro: «la
desigualdad es ideológica y política». En ningún caso es una cuestión
«económica o tecnológica», y, menos aún, como lo alega desde hace décadas la
derecha liberal, sus causas son «naturales».
Ya se trate
del modelo chino de desarrollo, de las castas en la India, del New Deal de
Roosevelt, divisiones como nobleza, pueblo o clérigo, clase obrera o burguesía,
todas las desigualdades están organizadas. Piketty escribe: «cada régimen
desigual reposa, en el fondo, sobre una teoría de la justicia. Las
desigualdades deben estar justificadas y apoyarse sobre una visión plausible y
coherente de la organización social y política ideales». La desigualdad es, en
este contexto, un instrumento de la gestión de las sociedades que las
ideologías convierten en necesarias. «Cada sociedad humana debe justificar sus
desigualdades –apunta Piketty–: hay que encontrarles razones sin las cuales
todo el edificio político y social amenaza con derrumbarse. Cada época produce
así un conjunto de discursos e ideologías contradictorias que apuntan a
legitimar la desigualdad».
Capital e
ideología desmonta uno tras otro las narrativas que la
derecha liberal instaló en casi todo el planeta. No existen, alega Piketty,
«leyes fundamentales», menos aún raíces «naturales» de la desigualdad, ni
tampoco se trata de «injusticias necesarias» para que el sistema funcione. El
gran relato liberal se armó desde el Siglo XIX con la idea de las famosas
«meritocracia» y su más moderna versión: «la igualdad de oportunidades». Ese relato
es falso y es preciso, anota el autor,” reescribir un relato alternativo”.
Piketty
define ese relato dominante como «propietarista, empresarial y meritocrático»,
cuyo hilo conductor consiste en afirmar que «la desigualdad moderna es justa
porque esta se desprende de un proceso elegido libremente en el cual cada uno
tiene las mismas posibilidades de acceder al mercado y a la propiedad, donde
cada uno se beneficia espontáneamente de las acumulaciones de los más ricos,
quienes también son los más emprendedores, los que más merecen y los más
útiles». El economista francés demuestra la fragilidad galopante de ese gran
relato liberal, así como sus abismales contradicciones, tanto más cuanto que
ese principio de la desigualdad necesaria ya no se puede «justificar más en
nombre del interés general». Piketty explica que la meritocracia que se
expandió como modelo exclusivo desde los años 80 equivale a una suerte de carta
mágica que les permite a sus promotores «justificar cualquier nivel de
desigualdad sin tener que examinarla y, de paso, estigmatizar a los perdedores
por su falta de mérito, de virtud y de diligencia». La modernidad económica se
caracteriza así por «culpabilizar a los pobres» y, también, por un «conjunto de
prácticas discriminatorias y desigualdades de estatuto y etno-religiosas».
Piketty
sitúa el inicio del ciclo más poderoso de la desigualdad a finales de la
Primera Guerra Mundial (1914-1918), cuando se destruyó y se redefinió «la muy
desigual globalización comercial y financiera que estaba en curso en la Belle
Époque». Desde entonces hasta nuestro Siglo XXI queda un tendal de destrucción
social, que es la amenaza que preside todos los trastornos. El economista
advierte: «si no se transforma profundamente el sistema económico actual para
tornarlo menos desigual, más equitativo y más duradero, tanto entre los países
como dentro de ellos, entonces el ‘populismo’ xenófobo y sus posibles éxitos
electorales por venir podrían rápidamente entablar el movimiento de destrucción
de la globalización híper-capitalista y digital de los años 1990-2020».
Esta obra
frondosa y en nada pesimista se inscribe en una cultura de la reconstrucción y
la reformulación y no en un mero catálogo de calamidades o diagnósticos sobre
la nocividad del liberalismo. Está muy alejada de esa producción vestida de
progresista y empeñada en describir el mal sin que haya otra alternativa que
aceptarlo o sucumbir. Piketty diseña varios horizontes. No es un libro no de
ruptura sino de replanteamientos. No se propone la destrucción del sistema sino
su comprensión histórica, su replanteamiento y, sobre todo, la desconstrucción
de la retórica liberal que ha justificado hasta ahora todas las desigualdades
en nombre de imaginarios «fundamentos naturales y objetivos».
Piketty no
solo afirma que hay muchas vidas fuera del sistema, sino que, también, cada vez
que se intentó modificarlo la existencia humana mejoró. En el prólogo del
libro, Piketty resalta: «de este análisis histórico emerge una conclusión
importante: fue el combate por la igualdad y la educación el que permitió el
desarrollo económico y el progreso humano, y no la sacralización de la
propiedad, de la estabilidad y de la desigualdad». Los procesos de impugnación
de la desigualdad por parte de la sociedad civil han sido en este sentido decisivos
para cambiar el rumbo: «en su conjunto, las diversas rupturas y procesos
revolucionarios y políticos que permitieron reducir y transformar las
desigualdades del pasado fueron un inmenso éxito, al tiempo que desembocaron en
la creación de nuestras instituciones más valiosas, aquellas que, precisamente,
permitieron que la idea de progreso humano se volviera una realidad».
No hay, de
hecho, ningún determinismo, es decir, ninguna condena a la cadena perpetua de
la desigualdad. Existen y existirán alternativas. «En todos los niveles de
desarrollo, existen múltiples maneras de estructurar un sistema económico,
social y político, de definir las relaciones de propiedad, organizar un régimen
fiscal o educativo, tratar un problema de deuda pública o privada, de regular
las relaciones entre las distintas comunidades humanas (…) Existen varios
caminos posibles capaces de organizar una sociedad y las relaciones de poder y
de propiedad dentro de ella». Esas posibilidades latentes están más abiertas en
nuestra época, «donde algunos caminos pueden constituir una superación del
capitalismo mucho más real que la vía que promete su destrucción sin
preocuparse por lo que seguirá».
Comprender
la historia conjunta del capital y la ideología/desigualdad equivale a
«elaborar un relato más equilibrado y a trazar los contornos de un socialismo
participativo para el Siglo XXI; es decir, imaginar un nuevo horizonte
igualitario de alcance universal, una nueva ideología de la igualdad, de la
propiedad social, de la educación y del reparto de los saberes y de los
poderes, más optimista ante la naturaleza humana».
Esta
amplísima lectura de la historia invita a reescribirla en los hechos. Por
ejemplo, con esa idea de un «socialismo participativo», Piketty presenta una
serie de ideas y propuestas con el objetivo de refutar la tendencia congelada:
«las desigualdades actuales y las instituciones del presente no son las únicas
posibles, pese a lo que puedan pensar los conservadores: ambas están también
llamadas a transformarse y a reinventarse permanentemente». Así como no hay
ningún «determinismo» o causa «natural» de la desigualdad tampoco cabe pensar
que su erradicación es automática. «El progreso humano no es lineal –escribe
Piketty–. Sería un error partir de la hipótesis según la cual todo siempre irá
mejor, que la libre competencia de las potencias estatales y de los actores
económicos basta para conducirnos como por milagro a la harmonía social y
universal». «El progreso humano existe, pero es un combate», recalca. Este debe
«apoyarse sobre un análisis razonado de las evoluciones históricas, con lo que
comportan de positivo y de negativo».
Piketty
desata nudos, desarma narrativas, corre el telón de los cinismos incrustados en
la ideología del Wall Street Journal, desmonta pieza por pieza la
criminalización de la protesta social y deslegitima la impostura del
sometimiento en nombre del equilibrio social. Allí donde los pueblos se
levantan para exigir equidad y justicia social, la ideología de la desigualdad
vocifera que toda revuelta significa el desorden, el cual desembocará en
dirigirse «derecho hacia la inestabilidad política y el caos permanente, lo que
terminará por darse vuelta contra los más modestos». Piketty llama a esa
contraofensiva del miedo «la respuesta propietarista intransigente», cuyo
principio de acción «consiste en que no hay que correr ese riesgo, que esa caja
de Pandora de la redistribución de la propiedad nunca se debe abrir».
Capital e
ideología propone abrir la caja, empezando por un
trabajo que incita a volver a pensar necesariamente las distintas formas de la
propiedad, de la dominación y la emancipación. La relectura histórica de las
convenciones de la desigualdad se propone también despejar pistas para
emanciparse de un régimen que degrada la condición humana. El catadrático y
economista francés adelanta un flujo de ideas o pistas que incluyen «la
propiedad social» y la «cogestión de las empresas» (los empleados tendrían el
50% en el seno de los consejos de administración), «la propiedad temporal»
(impuesto progresivo aplicado al patrimonio), «la herencia para todos» (contar
a los 25 años con un capital universal), «justicia educativa» (equilibrio de
los gastos en educación en beneficio de las zonas desfavorecidas), «impuesto al
carbono individual» (gravamen ecológico basado en el consumo propio),
«financiación de la vida política» (los ciudadanos recibirían del Estado bonos
para la «igualdad democrática» que luego entregarían al partido de su
preferencia), «inserción de objetivos fiscales y ecológicos obligatorios en los
acuerdos comerciales y los tratados internacionales», «creación de un catastro
financiero internacional» (para que las administraciones sepan quién detenta
qué).
Críticos
habrá muchos, tanto del campo de la izquierda como del liberal. Los primeros
impugnarán Capital et idéologie porque su propuesta no es una
revolución, los segundos lo destruirán porque sus 1.200 páginas son un alegato
inobjetable sobre los mecanismos que edificaron la depredación de las
sociedades humanas. La ideología «propietarista» preside en este momento de
nuestra historia todas las retóricas dominantes, con la consiguiente sensación
de asfixia globalizada, la casi certeza de que, sin este modelo desigual, no
existe vida humana posible. A su manera voluminosa, exhaustiva y original, el
ensayo del economista francés abre horizontes, respira y prueba que no existe
un solo relato, sino que, mirando con prolijidad, hay otros, que lo que nos
presentan como más moderno no es más que una línea narrativa tan viciada como
anclada en el pasado. Esa es su meta confesa: «convencer al lector de que
podemos apoyarnos en las lecciones de la historia para definir una norma de
justicia y de igualdad exigentes en materia de regulación y reparto de la
propiedad más allá de la simple sacralización del pasado».
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