4 septiembre
2019 |
Todo apunta
a que estamos ante una situación a la japonesa, que desde los noventa lleva
practicando sin éxito políticas de expansión monetaria. El elevado
endeudamiento que ha permitido esta expansión dificulta, a su vez, que la
respuesta a una nueva recesión sea un aumento del gasto público con más
déficit. Y, por otro lado, hasta el momento una digitalización económica ya
sostenida no ha provocado la dinamización que esperaban sus promotores. A todo
lo anterior se suma la cuestión de la crisis ambiental.
Albert Recio
Andreu
I
Mi última
entrega antes de las vacaciones la dediqué a comentar el elevado grado de
incertidumbre a la hora de pronosticar si estábamos a las puertas de una nueva
recesión global. La economía capitalista contiene muchos elementos que la
predisponen a las crisis, pero estas no se producen automáticamente. Ni tampoco
ha tenido lugar hasta ahora el tipo de derrumbe que esperaban algunos de los
principales teóricos marxistas de principios del siglo pasado. La economía
capitalista ha seguido expandiéndose en medio de altibajos y profundas
convulsiones, y hoy por hoy ha alcanzado un grado de hegemonía social mayor de
lo que posiblemente tuvo en el pasado; en parte por méritos propios y en buena
medida por deméritos de los que en algún momento trataron de desarrollar
sistemas alternativos.
La economía
capitalista está, sin embargo, lejos de representar una fórmula deseable de
gestión de la actividad económica. No sólo por su inestabilidad intrínseca,
sino sobre todo porque está lejos de garantizar niveles satisfactorios de vida
al conjunto de la humanidad. Más bien resulta evidente que constituye el
principal determinante de la crisis ambiental que asola a la sociedad y del
aumento de las desigualdades que se ha producido en muchas partes del planeta.
Su impacto es tan evidente que ambos temas, el de las desigualdades y el de la
crisis ambiental, empiezan a aparecer en las agendas de los foros oficiales,
aunque se trata casi siempre de una inclusión retórica, sin ninguna estrategia
real de cambio.
Lo que
resulta novedoso es la proliferación de malos augurios que domina el ambiente
económico en los últimos meses, algo que se ha reforzado a lo largo del verano.
Hay nerviosismo en las bolsas, en los gobiernos y en los organismos
reguladores. A esta situación contribuyen diversos factores. Muchos de origen
político, especialmente provocados por las intervenciones proteccionistas de
Trump y la amenaza del Brexit. Otros generados por los indicadores económicos,
que muestran una clara desaceleración de la actividad en Europa y Asia y la
posible entrada en recesión de algunos países. Pero, con ser importantes estos
aspectos, lo más relevante es el desconcierto de los gurús económicos.
Un desconcierto que tiene que ver con lo ocurrido tras la crisis de 2007.
II
Más allá de
las posibilidades de que se produzca una recesión, lo que preocupa a muchos
economistas ortodoxos es la conciencia de no tener políticas de respuesta
claras ante una nueva crisis. De hecho, para la inmensa mayoría de las élites
la propia crisis de 2008 constituyó una mala sorpresa inesperada. La respuesta
que se dio a la crisis fue diversa. En un primer período se adoptaron moderadas
políticas expansivas del gasto público, que generaron algunos impactos
positivos pero que al provocar un aumento de los déficits públicos dieron paso,
especialmente en Europa, a políticas de austeridad que agravaron la situación
allí donde se pusieron en práctica. Pero lo que prevaleció en conjunto fue el
papel predominante de la política monetaria por encima de cualquier otra. Una
política supuestamente en manos de personal altamente cualificado que tiene las
claves de la actividad económica. En la práctica, al final ha prevalecido una
política monetaria bastante heterodoxa, tanto por parte del Banco Central
Europeo como por la Reserva Federal, basada fundamentalmente en mantener bajos
los tipos de interés y realizar inyecciones masivas de dinero al sistema
financiero (bien a través de ayudas directas a la banca, bien mediante la
compra masiva de bonos en los mercados —muchos también de origen bancario—).
El objetivo
esperado de esta política era que la inyección masiva de dinero provocaría
tanto una reactivación de la demanda agregada como un repunte de la inflación
que permitiera aliviar la situación de personas y empresas con deudas. Lo que
ahora se plantea es que, a pesar de este masivo estímulo monetario, ni se ha
fortalecido la demanda global ni se ha dado el pronosticado repunte de la
inflación. Todo apunta a que estamos ante una situación a la japonesa.
Japón vivió una profunda crisis de deuda en la década de los noventa y, desde
entonces, lleva practicando sin éxito políticas de expansión monetaria. Lo que
más preocupa ahora es la inexistencia, por parte de la economía convencional,
de respuestas alternativas ante una nueva recesión. De hecho, si de algo ha
servido la política de expansión cuantitativa es para mantener bajos los tipos
de interés de la deuda, lo que ha permitido a muchos países (como es el caso de
España) mantener altos niveles de endeudamiento a un coste soportable. Pero
este elevado endeudamiento dificulta, a su vez, que la respuesta a una nueva
recesión sea un aumento del gasto público con más déficit. Esta política ha
sido también para salvar a los grandes bancos, pero, al mismo tiempo, los bajos
tipos de interés afectan negativamente a la rentabilidad de los mismos. En
suma, las medidas adoptadas como respuesta a la crisis no han funcionado como
sus promotores pensaban, y ahora cunde un clima de confusión y de no saber qué
respuestas dar a los nuevos retos.
El problema
de fondo es de concepción intelectual de las políticas y de configuración de
estas últimas. La contrarrevolución neoliberal orientada a limitar la capacidad
de intervención del sector público (y de la democracia) sobre la economía, a
ampliar el poder del capital privado, y a abrir numerosas posibilidades al enriquecimiento
especulativo, es lo que nos ha conducido hasta aquí. En el plano de la política
económica, dejó toda la iniciativa a la política monetaria gestionada por
instituciones “independientes”. (Una política monetaria sustentada en teorías
que en muchos aspectos se han mostrado falaces e incapaz de entender que, en un
sistema con una maraña tan inmensa de mecanismos financieros, la inyección de
más dinero en el sistema puede canalizarse por vías completamente diferentes de
las previstas en los modelos teóricos más simplistas.) Y, al mismo tiempo,
destruyó gran parte de los mecanismos de acción pública y colectiva que en gran
medida condicionaban el funcionamiento del capitalismo real. (Lo que se llamó
“capitalismo keynesiano” no fue solo la introducción de una política
presupuestaria expansiva para paliar las recesiones, sino además la
introducción de numerosas reglas e instituciones —nacionalización de servicios
básicos, regulaciones restrictivas del sector financiero, leyes de protección a
la acción sindical, introducción de algunas medidas de planificación, etc.— que
limitaban los impulsos más destructivos del capitalismo.) Cuando todo esto ha
quedado fuera de la política real (y no ha sido sustituido por nuevos
mecanismos de regulación eficaces), poner el juego de la política monetaria en
manos de mentes expertas resulta una quimera.
III
Hay un
segundo elemento de desconcierto, quizá menos extendido pero palpable, que
tiene que ver con la llamada “nueva revolución tecnológica”. Hasta ahora gran
parte del pensamiento económico, incluido buena parte del alternativo, ha
pensado que los grandes ciclos expansivos están asociados a la introducción de
un nuevo paquete de tecnologías que generan un nuevo flujo de innovaciones,
productos que favorecen la expansión de la actividad económica, el empleo, el
bienestar… Esto es lo que se piensa de las “revoluciones industriales
precedentes”. Y, en cambio, no se percibe que el último período de innovaciones
basadas en lo digital haya tenido ese impacto. Es posible que en esta
evaluación pese un punto de vista escorado en los países centrales y no se
tenga en cuenta la poderosa expansión de economías como la china o la india.
Pero hasta el momento una digitalización económica ya sostenida no ha provocado
la dinamización que esperaban sus promotores. Lo que quizá tenga que ver con la
diferente naturaleza de las nuevas tecnologías, que en muchos casos no
introducen nuevos productos sino que se limitan a sustituir a los viejos o a
cambiar las formas de producirlos. Mientras que el ciclo expansivo de los años
cincuenta y sesenta se basaba en la introducción de nuevos productos que
ampliaban la cesta de consumo de la gente (coches, electrodomésticos), ahora
muchas de las nuevas tecnologías únicamente sustituyen unos productos por otros
(algo muy evidente en los bienes destinados al ocio). Frente a la idea de que
todo cambio tecnológico ha de introducir una modificación de las viejas
estructuras, lo que parece hacer el actual es acentuar algunos de efectos ya
conocidos (por ejemplo, en relación con su impacto visible sobre el sistema del
comercio de proximidad, aunque aquí no solo intervenga una cuestión
tecnológica).
Todo esto se
produce, además, en un contexto en que los salarios de la mayoría de la
población están estancados o a la baja, lo que supone que cualquier nuevo
consumo sustituirá a otro precedente, y por tanto no dará lugar a un
crecimiento del gasto que incentive a la postre un aumento de la actividad.
Todo el
debate sobre la nueva revolución tecnológica está lleno de confusión (hay por
todas partes apologistas y detractores a ultranza) y se echa en falta una
evaluación de los contextos sociales en los que se introducen los nuevos
productos. Hoy por hoy, el cambio parece avanzar más en las actividades
especulativas y de manipulación de las conciencias que no en ofrecer un
horizonte de bienestar humano generalizado.
IV
A todo lo
anterior se suma la cuestión de la crisis ambiental. Tras años de olvido (y
negacionismo) por parte del pensamiento económico dominante, la percepción de
estar ante una crisis ecológica de insospechadas repercusiones se está abriendo
paso. Y esto genera una enorme dificultad en muchos campos. En el del análisis
teórico es difícil introducir los problemas ambientales en el marco de los
esquemas habituales (no sólo los de la economía neoclásica; también para muchos
economistas marxistas se plantea la misma dificultad). Para el pensamiento
ecológico, en gran parte alimentado por científicos naturales, la dificultad es
otra: la de entender y diseñar adecuadamente los efectos sociales de las
políticas ambientales. Pero las dificultades se multiplican cuando se pasa de
la teoría a la implementación. La opción de descarbonizar la actividad
económica choca, por ejemplo, con los intereses y las opciones de los países y
los sectores que han basado su economía en el petróleo, tiene un impacto social
y geoestratégico de gran alcance y puede generar enormes convulsiones por los
movimientos reactivos de los aún poderosos intereses de la vieja economía. Todo
ajuste hacia una economía verde implica cambios en formas de vida, en
organización social, que a menudo son difíciles de concebir y de poner en
práctica sin resistencias paralizantes. Y, hasta el momento, tampoco el
pensamiento alternativo ha conseguido elaborar una hoja de ruta mínimamente
coherente y orientadora.
V
La
perplejidad de la economía convencional sería mero motivo jocoso si de verdad
tuviéramos propuestas sólidas. Pero a corto plazo podemos estar ante una
situación verdaderamente complicada, con repuntes del desempleo, con políticas
incoherentes e ineficaces. Entramos en un período de enorme confusión, donde
los augures de diverso signo proliferarán. Precisamente cuando hace más falta
que nunca claridad en el diagnóstico y propuestas acertadas. Al menos ahora
sabemos lo que no funciona, sabemos que el crecimiento sostenido es inviable e
indeseable. Pero puede resultar insuficiente ante la proliferación de demagogos
y reaccionarios que propicia la situación. Por eso, más que nunca, nos hace
falta un buen trabajo intelectual y una intervención social responsable y en
continua autoevaluación.
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