Militares y policías en Bolivia
Opinión
19/11/2019
Bolivia vive
un momento más de desgarramiento social y político en su larga historia de
inestabilidad y golpismo cívico-policial-militar. Lo que le ocurre, más allá de
la tragedia que vive este pueblo heroico, tiene demasiadas paradojas como para
dejarlas pasar por alto. La primera de ellas es la hasta ahora incomprensible
aventura destructiva de un país que enfilaba al siglo XXI por la ruta inédita
de ser ella misma. Nunca como ahora el país había logrado lo que muchos otros
envidian para sí mismos: crecimiento económico sostenido, estabilidad política,
unidad nacional en construcción e inserción internacional respetable, amén de
los logros sociales y la derrota secular de las dos maldiciones del
subdesarrollo: extrema pobreza y analfabetismo.
La segunda
paradoja es sostener que hubo sucesión constitucional cuando en realidad de lo
que ocurrió fue un asalto planificado al poder. Desde la realización de
cabildos sucesivos en el país como simulación democrática hasta el motín
policial lo que hubo fue un manejo del tablero político arteramente orquestado,
desde tiempo atrás, en las entrañas del imperio con la complicidad de las
élites regionales racistas que se enfundan en una religiosidad casi macabra.
Yanine Añez, autodenominada “Presidenta Constitucional”, explica una ascensión
ilegal e ilegítima al poder que no es más que el corolario del diseño golpista
tejido finamente durante los últimos 3 o 4 años. Este remate fascista estuvo
precedido por un conjunto de operaciones encubiertas que se desplegaron
sistemáticamente y que los órganos de inteligencia fueron incapaces de advertir
o que los encubrieron.
La
terceraparadoja es el penoso papel de los medios de comunicación que cuando se
les antoja se llaman democráticos, transparentes e independientes. Hoy, apenas
son un manojo inescrupuloso y ruin de información sesgada o para decirlo
brevemente constituyen una maquinaria de manipulación vergonzosa al servicio de
los intereses empresariales monopólicos. Junto a la planoplia de la mentira
sistemática, dirigida desde la diplomacia pública norteamericana, las redes
sociales cumplieron el perverso papel de filtrar desproporcionadamente, en
contenido como en alcance, sólo la supuesta “maldad masista, incluido el fraude
descomunal”, encubriendo al mismo tiempo la brutalidad y la violencia del
paramilitarismo comiteísta cruceño, de las bandas armadas cochalas o del
sicariato paceño.
La cuarta
paradoja tiene que ver con el papel de la estructura monopólica de la violencia
legítima destinada a proteger el Estado y al ciudadano cuando en la realidad lo
que ahora produce es violencia, muerte y terror estatal para sostener un
régimen ilegítimo contra la voluntad popular mayoritaria. Nunca como ahora
policías y militares enfundados en la supuesta defensa de la democracia y el
control de la protesta callejera llevaron tan lejos sus armas represivas
comandados desde “cuartos de guerra”.
Cobijados
por el nuevo régimen violento militares y policías conviven hermanados por la
sangre y el luto de decenas de bolivianos en medio de sus odios ancestrales con
un mando político transitorio que ignora su controversial pasado.
¿Cómo
entender que militares y policías, cuyo rencor recíproco a lo largo de más de
un siglo, que marcó a fuego sus distantes historias institucionales, soporten
hoy la estructura gelatinosa de un régimen que solo ha producido muertos y
heridos?
Más allá del
surrealismo que nos envuelve, policías y militares libran en medio del golpe de
Estado una guerra silenciosa que no parece cesar a pesar de la cantidad de
muertos que lleva el sello de sus armas letales. El encono que envuelve a ambas
instituciones cuya historia no termina de despejarse en el siglo XXI tiende a
constituirse en el límite real del régimen golpista.
Los síntomas
del encono empiezan a salir a flote en medio de las turbulentas manifestaciones
sociales. Ambos frentes represivos se acusan mutuamente de haber disparado
contra civiles indefensos responsabilizándose en medio de la convulsión social.
Policías acusando a militares y militares acusando a policías es una constante
que tiende a profundizarse a medida que pasan las horas.
El
tragicómico papel de la Fiscalía General del Estado apareciendo en escena
tratando de calmar el pánico corporativo con el argumento de que las muertes se
produjeron por “armas largas” es ya un síntoma de la crisis que se anuncia
irreversible. Por su parte, para evitar más conflicto entre ambos y para
distraer la atención de la opinión pública el sector radical del gobierno,
asesorado por agencias norteamericanas, apela al fácil expediente de culpar a
extranjeros armados como las FARC, cubanos, colombianos y venezolanos, por las
muertes que dejan a su paso las fuerzas represivas oficiales.
La disputa
perenne por preservar la cercanía al poder político desde ambas instituciones
empieza a producir sus propios cismas internos con las consecuencias de una
posible debacle del gobierno golpista y fascista sustentado en el poder de las
bayonetas, los gases y el plomo.
Los
militares por dentro
Después de
16 años de haber ejecutado una de las mayores masacres sangrientas contra el pueblo
de El Alto que supuso sanciones penales y encarcelamiento para los mandos de la
época, las FFAA retornaron a las calles vestidos con su inconfundible kaki
norteamericano con la misión de enfrentar la escalada de conflictos sociales en
todo el país. El domingo 10 de noviembre, el Comandante en Jefe de las FFAA,
Gral. Ejto Kalimán, aparentemente desconcertado y con voz trémula dispuso la
salida de las FFAA a las calles cuyo resultado trágico hasta hoy supera los 20
muertos. La mitad de las víctimas, mayoritariamente jóvenes, corresponde a la
“Masacre de Sacaba” del último fin de semana. Nada hace prever que esta
decisión conduzca a Kalimán y sus comandantes sayones al mismo lugar donde
cumplen sentencia sus antecesores responsables de la masacre sangrienta de El
Alto en octubre del 2003.
Jóvenes
masacrados en Sacaba, Cochabamba
La decisión
de Kalimán que contrastó radicalmente con la del presidente Morales constituye
una de las expresiones mayúsculas del fracaso educativo y pedagógico de las
FFAA en situaciones de crisis política. Evo Morales renunció precisamente para
evitar muertes innecesarias a contrapelo de Kalimán que dispuso la salida de
los militares con las consecuencias conocidas. ¿Quién le impuso a Kalimán la
orden para la salida de los soldados a la calle? ¿Qué motivó que esta decisión
sea modificada 24 horas después, cuando le comprometió a su Capitán General que
no movería ninguna unidad militar pretextando falta de equipo, munición y
agentes químicos?
La autonomía
política del Gral Kalimán en el momento de mayor crisis social y política que
precipita el golpe definitivo retrata de alguna manera no solo el fracaso del
mando político sobre la milicia sino la incomprensión de sus ethos profesional,
su cultura e ideología corporativa conservadora, pragmática, oportunista e
inmediatista. Ni siquiera el funcionamiento autista de la Escuela
Antiimperialista sirvió para moderar la decisión de Kalimán en circunstancias
que requerían un mínimo de fidelidad estatal.
El Alto
Mando jugó su carta más crítica apoyado en conversaciones previas con Luis
Fernando Camacho y funcionarios de la embajada de los EEUU. No hay que olvidar
que Kalimán fue agregado militar en Washington durante un par de años y que una
parte de su familia permanecía en los EEUU.
Actualmente,
el personal militar que ocupa la cadena de mandos medios se encuentra en el
dilema de salir a las calles para seguir reprimiendo a la gente o mantenerse en
sus cuarteles debido a las funestas consecuencias derivadas de su intervención
callejera. Pero la duda más fuerte surge de la responsabilidad militar o
policial una vez retorne la calma al país. Muchos de los oficiales consideran
que la Policía echará bajo los hombros de las FFAA toda la responsabilidad de
los muertos y heridos puesto que solo ellos usan armas de grueso calibre. El
cálculo postconflicto está empezando a minar la confianza de las bases en sus
mandos a los que consideran irresponsables e inoportunos.
La
valoración sobre la gestión de Evo Morales recorre los pasillos de los cuarteles.
Sostienen que Evo los mantuvo fuera de todo conflicto social durante 13 años,
situación que permitió que se incrementara su legitimidad institucional ante la
opinión pública frente al descrédito de la Policía por sus evidentes actos de
corrupción e indisciplina. Los oficiales admiten que su nivel salarial y su
calidad de vida cambió sustantivamente con el “proceso de cambio” al mismo
tiempo que su incursión en tareas sociales permitió ser considerados por el
gobierno como“soldados de la patria”. El pago del bono “Juancito Pinto” o de la
“Renta Dignidad” o su papel en la gestión de los desastres naturales
encomendada a las FFAA permitió un acercamiento sensible a la sociedad. Además
de lo anterior la valoración acerca del incremento del presupuesto de defensa,
compra de activos y mejoramiento de la calidad de vida del soldado forma parte
de su memoria inmediata.
Empero hoy,
y a menos de una semana, un régimen de facto, comandado por un grupo político
radical y dirigentes religiosos fanáticos está conduciendo a las FFAA a
enfrentar el desprecio mayúsculo de la sociedad y la condena internacional
cuyos efectos difícilmente será superados en las próximas décadas.
Al grito
colectivo de ¡militares asesinos¡ en las calles los mandos medios
temen sufrir consecuencias como las siguientes: 1) deserción de soldados en
medio del conflicto, lo que significa una derrota moral sin precedentes, 2)
Pérdida de poder en espacios que Evo Morales había logrado construir para
garantizar su fidelidad como es el caso de la Seguridad Presidencial (USDE),
acceso a cargos públicos de alto nivel (gerentes de empresas estatales) e
inclusive a cargos diplomáticos, 3) Desprestigio institucional que derivaría en
la disminución dramática de conscriptos para el servicio militar obligatorio
que en realidad es la que justifica su existencia institucional, 4) Repudio
popular permanente en las calles, 5) Procesos penales.
La desazón
militar frente a los acontecimientos y el elevado número de víctimas fatales
producto de la represión está conduciendo al cuestionamiento de sus altos
mandos y a un nivel de desconfianza interna sin precedentes. En un radiograma
enviado a las unidades militares de la 8va División del Ejército desde el
Comando en Jefe de las FFAA del 14 de noviembre del 2019 se dispone que el
cuerpo de oficiales “vigile la conducta de los cadetes, alumnos y soldados
originarios de la región del Chapare dentro de todas las actividades que se
desarrollen en las unidades”. Disposición de esta naturaleza solo expresa un
temor casi visceral sobre sus propios soldados ratificando una vez más su
condición de fuerza civilizatoria y de ocupación colonial.
Este
radiograma expresa el miedo atroz al mundo indígena pero a su vez el desprecio
y la desconfianza que le genera su presencia en las FFAA. Una verdadera
aberración cultural y corporativa después de más de 35 años de democracia y 13
años de una aparente inclusión indígena en las FFAA. Este es el mejor ejemplo
del fracaso de la presunta democratización militar y de la convivencia
plurinacional e intercultural en el mundo uniformado.
Muchos
oficiales sensibles al conflicto histórico con la Policía cuestionan la
decisión desacertada e inoportuna de Kaliman porque habría “salvado” a la
Policía en un momento clave de su crisis operativa. La quema de la whipala por
efectivos de la Policía y el retiro de ese símbolo de su uniforme produjeron un
profundo malestar social que motivó ataques contra sus instalaciones
obligándolas a clamar apoyo militar para ser salvados de la ira popular. El
agravio contra la bandera reconocida constitucionalmente produjo un quiebre
entre Policía y población rural e indígena.
Lo cierto es
que el odio proverbial entre militares y policías no deja de fluir en medio de
un golpe grotesco que se sostiene en el uso irracional de la fuerza y en la
conducta racista del gobierno que tiene mucho parecido a las añejas dictaduras
militares guiadas por consignas ultramontanas extranjeras.
El golpe de
Estado contra el proceso democrático liderado por Evo Morales tiene el sello
inconfundible de las FFAA como actor protagónico aunque fue la Policía Nacional
quien encabezó el golpe desde la ciudad de Cochabamba el día viernes 8 de
noviembre. Al parecer, el domingo 10 de noviembre del 2019 pasará a la historia
como uno de esos días tragicómicos en el que un general mediocre y oportunista
como Kalimán, con un Estado Mayor pusilánime y envilecido, decidieron
resignarse a servir los intereses de una Policía éticamente descompuesta,
moralmente destruida y patéticamente circense que usó la biblia como escudo
religioso para legitimar su sobrevivencia.
Algunos
sectores de las FFAA consideraban que el asedio popular contra la Policía
constituía el mejor momento para saldar cuentas por los hechos ocurridos en
febrero del 2003. En aquella ocasión policías francotiradores, entrenados por
los EEUU, asesinaron cobardemente a varios soldados del Regimiento Escolta
Presidencial cuando una muchedumbre pretendía ingresar al Palacio de Gobierno
en reacción a una medida económica antipopular. Según muchos oficiales, Kalimán
se convirtió en un héroe proverbial de las vergonzosas jornadas golpistas
policiales, un hecho jamás imaginado por las FFAA.
Triste papel
político el de los militares que tuvieron que salvarle la vida a su histórico
enemigo acérrimo cuando éste estaba al límite de su colapso represivo. El
Comandante Departamental de la Policía de La Paz imploraba con lágrimas en los
ojos ayuda a las FFAA para sostener el asedio de los movimientos sociales que
pugnaban por la destitución de la presidenta autonombrada.
El apoyo
militar a una policía languideciente en un escenario de disputa política fue un
episodio excepcional. En 1952 el Ejército había sido derrotado por el movimiento
obrero que dio lugar a que la Policía se montara en la espuma revolucionaria
para vengarse del mal trato que los militares otorgaban a los carabineros de la
época.
Normalmente
la Policía Nacional se alineaba a los golpes militares en condición de furgón
de cola y con el rabo entre las piernas en procura de lograr algún festín
burocrático. El 10 de noviembre ocurrió todo lo contrario.
La Policía
por dentro
El golpe de
Estado promovido por las fuerzas policiales desde la ciudad de Cochabamba
contra el gobierno de Evo Morales era un secreto a voces que fue maliciosamente
ignorado por el Ministro de Gobierno, hábilmente manejado por el Comandante
General de la Policía y eficientemente articulado por las fuerzas opositoras de
derecha que sabían desde años previos que la Policía Nacional constituía un
aliado formidable para sus planes desestabilizadores. La oposición, asesorada
por agentes externos, hizo trabajo de relojería dentro de la Policía mientras
el gobierno las ignoraba o solamente apelaba a ellas en casos de conflictividad
social
No cabe duda
que en la cadena geográfica de control y mando de la estructura policial el
departamento de Santa Cruz y en particular la ciudad de Santa Cruz constituía
el eslabón más débil en el que se construyó una suerte de pacto de complicidad
entre Ministerio de Gobierno y fuerzas policiales comandadas por mandos
vinculados a la constelación delictiva regional. Paradójicamente, el lugar en
el que el delito había adquirido dimensiones transnacionales y transfronterizas
era precisamente en el que se construyó una arquitectura de regulación policial
del delito como en el caso de la cárcel de Palmasola. De igual manera, esta red
de complicidad político-policial alcanzaba a circuitos mafiosos del
narcotráfico, tráfico de armas, casas de juego o tráfico de tierras en favor de
extranjeros cuyo funcionamiento era operado por policías patrocinados
políticamente.
Santa Cruz
constituía una suerte de territorio autónomo policial que fue hábilmente usado
por las fuerzas de oposición que vieron en sus márgenes de autonomía estatal
las mejores condiciones para la conspiración sediciosa armada.
Durante los
13 años del gobierno de Evo Morales no se tuvo la capacidad de generar una
política de institucionalización, modernización ni disciplinamiento profesional
de las fuerzas policiales. Contrariamente, los mandos policiales, favorecidos
por las rotaciones continuas, se beneficiaron de privilegios inimaginables a lo
que se sumó una cultura de corrupción escandalosa, torpe o deliberadamente
desatendida.
Solo al
final del mandato de Morales la Policía fue beneficiada por un moderno sistema
de control territorial en el marco de la seguridad ciudadana denominada BOL 110
que en buenas cuentas sólo incrementaba la capacidad de producción de
información para fines informales. El soporte tecnológico sirvió como una
concesión graciosa y electoralista que la Policía lo recibió sin el entusiasmo
esperado.
La relación
entre gobierno y policía en más de una década adoleció de fallas estructurales
pero la peor de ellas fue encomendar a un funcionario de alto nivel una
responsabilidad central cuando sus prioridades fueron conducir equipos de
fútbol.
Morales
enfrentó varios episodios de insubordinación, motines y sedición policial que
fueron aplacados después de negociaciones complejas pero que nunca lograron
resolverse de manera estructural. Las raíces del descontento policial fueron
retroalimentadas internamente manteniéndose este clima invariable y acumulativo a
lo largo del tiempo. Simultáneamente, las descomunales prácticas de corrupción
policial no recibieron el tratamiento adecuado ni proporcional desde el
gobierno.
Los
privilegios policiales, las prácticas de corrupción así como los amplios
márgenes delictivos de naturaleza corporativa solo operaban y funcionaban en
los niveles de mando dejando a los subalternos apenas las migajas o “mordidas”,
situación que potenció el malestar policial subalterno cuya responsabilidad
apuntaba al gobierno nacional.
Por otra
parte, la privilegiada relación político-militar generó profundo resentimiento
en la Policía Nacional. Los policías se veían como ciudadanos de segunda frente
al trato considerado del gobierno a los militares tratados como ciudadanos de
primera. La presencia del Presidente Evo Morales en los aniversarios militares,
los discursos solícitos valorando el trabajo militar así como los privilegios y
prerrogativas concedidas periódicamente constituyeron “golpes sistemáticos
ofensivos” contra una Policía que operaba cotidianamente en condiciones
deplorables.
El
tratamiento inequitativo del gobierno nacional en favor de las FFAA
-construcción de edificios, campos deportivos, compra de equipo y material
militar, inversiones costosas en tecnología como radares etc. - alimentó un
fuerte rencor antimilitar y antigubernamental dentro de las fuerzas policiales.
La parcialización explícita del gobierno de Morales en favor de las FFAA fue
asumida como una humillación persistente que fue traducida en una narrativa
antigubernamental por el cuerpo de oficiales sobre sus subalternos desamparados
de información.
Además de la
displicente relación entre Evo Morales y la Policía el gobierno nacional llevó
a cabo una política de cercenamiento de sus principales fuentes institucionales
de recaudación. Aunque las decisiones fueron correctas, dirigidas a eliminar la
corrupción, ésta fueron interpretadas de modo distinto por la Policía en su
afán de preservar nichos de privilegio burocrático.
Morales fue
mucho más lejos respecto al recorte de las prerrogativas policiales al asignar
a las FFAA la tarea de lucha contra el contrabando. Las unidades policiales
especializadas de lucha contra el contrabando fueron disueltas y reemplazadas
por unidades militares. Los militares ocuparon la frontera logrando romper
redes de ilegalidad y control territorial que significó una doble amputación:
para los grupos delictivos civiles que vivían del fecundo negocio del
contrabando y para los policías que vivían de la protección de las redes de
ilegalidad a las que otorgaban protección e impunidad.
Fue ésta la
Policía sediciosa la que se enfrentó al gobierno de Evo Morales y la que
produjo directa o indirectamente su renuncia. Nunca antes la Policía había
logrado derrocar un gobierno democrático como lo hizo esta corporación
indisciplinada y políticamente enferma.
El golpe
cívico-policial no sólo tuvo un componente político sino también de naturaleza
reivindicativa alimentada por una memoria de oprobio, privaciones y maltrato.
Los motines
policiales reflejaron un odio atroz contra el gobierno que estaba contenido y
que estalló en sucesivas olas corporativas apoyadas por una clase media que se
expresó en las calles dejando fluir su profundo malestar y desprecio contra un
gobierno en plena retirada.
El golpe policial
apoyado e impulsado en las calles por las protestas clasemedieras dejó entrever
su finalidad multifacética.
En primer
lugar sirvió como la mejor oportunidad para vengarse del gobierno por el
conjunto de maltratos y desplazamientos institucionales, una suerte de catarsis
corporativa inflamada en una retórica de odio y religiosidad que estalló sin
que nadie se percatara de su potencial efecto.
Los motines
encarnaban la tarea de recuperar sus privilegios corporativos que habían sido
cercenados por razones políticas y cedidos a las FFAA por el gobierno nacional.
El primer objetivo que logró recuperar la Policía por sus efectos simbólicos
fue la Unidad de Seguridad Presidencial (USDE) de manos del Ejército. Consumada
la renuncia de Evo Morales la Policía Nacional no tardó ni un minuto en hacerse
cargo del dispositivo de seguridad de la Casa Grande del Pueblo obligando al
cuerpo de seguridad presidencial a su desalojo inmediato de dicho edificio. Los
más de 70 miembros de este equipo especial que protegieron a Morales durante
más de una década tuvieron que replegarse casi de manera humillante al Estado
Mayor de las FFAA a recibir sus nuevos destinos.
De igual
manera y por asalto, la Policía Nacional restableció el control de los
edificios del servicio de identificación personal (SEGIP) que había sido
institucionalizado por el gobierno de Morales para cortar de raíz una de las
mayores fuentes de corrupción policial.
La retoma
policial de instituciones, espacios y prerrogativas formó parte de las promesas
del caudillo cruceño Luis Fernando Camacho para precipitarlas al golpe,
objetivo que se cumplió casi quirúrgicamente. En unos de los cabildos
realizados en Santa Cruz Camacho se comprometió a devolverles todas las
instituciones “arrebatadas injustamente por el gobierno nacional” y otorgarles
un tratamiento salarial y beneficios de jubilación similares a los de las FFAA,
un incentivo sin duda irrefutable.
Más allá de
los complejos problemas que enfrenta el nuevo mando policial los efectivos
están experimentando signos de un peligroso agotamiento físico después de más
de 20 días de trabajo callejero y prácticas represivas. Empero, la
autonomización policial en este contexto de crisis se traduce en una peligrosa
actuación de pequeños grupos que operan con independencia del mando central.
Este clima incierto, con un gobierno que apela al discurso recalcitrante y un
ministro de gobierno impulsado por odios atroces contra funcionarios de
gobierno está promoviendo la constitución de grupos policiales armados junto a
bandas de paramilitares que trabajan bajo una lógica sicarial y vengativa.
En medio del
desconcierto político ha surgido un nuevo factor de malestar policial generado
por la otorgación de 34 millones de bolivianos a las FFAA para cubrir los costos
de la logística represiva. Los miembros de la Policía Nacional sospechan que
estos recursos servirían para favorecer a los mandos militares traducidos en
“bonos de lealtad”. Al mismo tiempo el malestar se agrava contra el gobierno
golpista y contra las FFAA al haberse aprobado el DS 4078 cuyo objetivo es
autorizar el uso de la fuerza militar, equipos y armas, otorgándoles para el
efecto la inmunidad respectiva, condición de la que no goza el cuerpo policial.
Conclusiones
Está claro
que militares y policías constituyen las cornisas en las que se asienta el
poder del gobierno golpista. También parece claro que estas cornisas sostienen
disputas históricamente irresueltas e irreconciliables que con el paso de los
días ofrecerán escenarios de mayor fractura y polarización. Más allá de su
carácter provisorio, un gobierno con sentido común debiera empezar a conocer
aunque palmariamente las profundas fracturas corporativas para evitar ser
derrotados por sus consecuencias. Afortunadamente, el gobierno golpista sólo
mira la sombra y no el hueso y por ello su tiempo es tan breve como el
estallido convulso de ambos cuerpos que empiezan a retorcerse para anularse o
destruirse mutuamente.
Que la
sangre llegue al río no depende de los golpistas, depende en todo caso de las
profundas heridas que han vuelto a ser abiertas bajo un mando político
ignorante, arrogante, rabioso y suicida. El golpismo tiene sus límites
paradójicamente en el uso de la fuerza policial y militar y dependerá de cómo
se resuelve este duelo histórico en las entrañas del poder fascistoide.
Con una
Policía Nacional enajenada por sus múltiples contradicciones internas y unas
FFAA desconcertadas por la dimensión del conflicto y sus futuras
responsabilidades política, jurídicas e institucionales los bolivianos viven un
panorama desolador.
La Paz, 18
de noviembre del 2019
https://www.alainet.org/es/articulo/203374
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