lunes, 23 de diciembre de 2019

SE LLAMABA VLADIMIR ILICH





 KAOSENLARED - 11/11/ 2018
Luis Casado
22 diciembre, 2019



El torrente de infamias y de mentiras con el que sus enemigos cubrieron a Robespierre, Saint Just, Marx, Engels, Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, Lenin y otros revolucionarios, hace que la huella que dejaron en la Historia vaya atenuándose. Hoy por hoy, pocos se atreven a mencionar a Lenin. Es lo que buscan. Lamentablemente para ellos, su memoria sigue viva y su ejemplo señala el camino.

Ningún viento es favorable para quien no sabe dónde ir. (Seneca)

La cuestión está de moda. Allá y acá, por todas partes: ¿Cómo reconstruir la izquierda?

Servidor suele recordar el origen de la noción política, para evitar malos entendidos. La izquierda nació con la Revolución Francesa para designar a quienes reconocen un único e irrenunciable soberano: el pueblo. De entrada se reduce el ámbito de quienes merecen el epíteto.

Afuera quedan los advenedizos que se arrimaron a un carro al que no se identifican ni hacen suyo. Quienes pergeñan entidades constituyentes a geometría variable que gozan de un único elemento estable: su propia presencia. Quienes oscilan entre lo posible, lo razonable y lo rentable. Quienes renunciaron brutal o gradualmente al mensaje original porque vieron la luz del mercado y se rindieron ante el “cambio de paradigma”. Quienes no ven su redención (recompra) sino en la conservación de lo que hay.

De Santiago a París, de Moscú a Washington, de Berlín a Uagadugú, Brasilia o New Delhi, la cuestión, lancinante, es la misma: ¿Cómo reconstruir la izquierda?

Si uno la jugase filosófica, estimaría necesario examinar la deconstrucción de la izquierda, es decir el proceso de perversión acelerada que la degradó a tal punto que hoy no la reconoce ni la madre que la parió.

La técnica es antigua como los cuentos para niños. En el siglo XVII Charles Perrault publicó su célebre Pulgarcito, la historia de un niño abandonado en el bosque junto a sus seis hermanos. Encontrar el sendero de regreso le fue fácil visto que, previsor, Pulgarcito lo había sembrado de guijarros blancos dejando una huella imborrable. Pulgarcito se perdió solo cuando le impidieron identificar el camino recorrido.

Es el método que han utilizado la derecha y los izquierdistas de pacotilla: borrar las huellas. Ello reposa mayormente en la difamación de quienes se han puesto a la cabeza de las diferentes revoluciones que en el mundo han sido, comenzando por Robespierre y sus compañeros de la Revolución de 1792.

Lo mismo ocurrió con Lenin y la revolución rusa de 1917, con los cabecillas de la revolución alemana de 1919, sin olvidar las revoluciones de 1830, de 1848 y por cierto la Comuna de París de 1781. De esta última he tenido la ocasión de rescatar la figura inmensa de Louise Michel que, junto a Olympe de Gouges, constituyen un zócalo granítico sobre el cual edificar un feminismo digno de ese nombre.

En 1919, el asesinato de Rosa Luxemburgo y de Karl Liebknecht por la soldadesca a las órdenes del socialdemócrata Friedrich Ebert, unido a la masacre de buena parte de los líderes obreros que habían sobrevivido a la Primera Guerra Mundial, marcó la destrucción del movimiento obrero alemán y el debilitamiento de la democracia que, algo más tarde, le allanarían la llegada al poder a Adolph Hitler.

Los girondinos habían usado el mismo método durante la Revolución Francesa: enviar a los sans-culottes a la guerra para deshacerse de ellos, y poder complotar en París –y enriquecerse en negociados– a sus anchas.

El caso de Lenin es una pieza de joyería. Durante décadas las burguesías del mundo entero le cargaron todos los crímenes imaginables, sin mencionar que desde la toma del Palacio de Invierno en adelante sometieron al régimen soviético a todo tipo de agresiones militares, invasiones territoriales, brutales sanciones económicas y financieras, una campaña de difamación sin precedentes, sumada a la violenta oposición interna que desató una guerra civil con el apoyo de Francia e Inglaterra.

Sin contar que el armisticio con Alemania –la paz de Brest-Litovsk en 1918– se soldó por la pérdida de territorios occidentales que formaban parte del Imperio Ruso: Finlandia, Polonia, Estonia, Livonia, Curlandia, Lituania, Ucrania y Besarabia, que quedaron bajo el domino de los Imperios Centrales. Como si fuera poco, la Rusia soviética tuvo que cederle Ardahan, Kars y Batumi al Imperio Otomano.

El fin de la Primera Guerra Mundial, cuyo centenario conmemoramos hoy, no solo le permitió a los aliados humillar a Alemania: también sirvió para debilitar al extremo la naciente revolución conducida por Lenin. Rusia solo recuperó esos territorios, excluidos Finlandia, Ardahan, Kars y Batumi, hacia 1940, antes de que se produjera otra redistribución de influencias territoriales al término de la Segunda Guerra Mundial.

Entre 1917 y 1923, atacado en todos los frentes, con el este del país invadido por Japón, con una guerra civil financiada y apoyada desde el exterior, con millones de pérdidas humanas en el curso de la Primera Guerra Mundial, Lenin logró estabilizar el poder soviético y hacer aprobar medidas democráticas que los países occidentales no lograron sino muchos años más tarde, cuando lo lograron. Démosle una mirada:

La nacionalización de la banca, por ejemplo, que Charles de Gaulle impuso al fin de la Segunda Guerra Mundial en Francia (1945).
La separación de la Iglesia y el Estado que –para dar un ejemplo– aún le ocasiona problemas a Chile en donde las iglesias se inmiscuyen en los asuntos civiles, impiden o estorban la aplicación de la Ley civil en diferentes materias, y el presidente de la República jura por Dios y declara su fe día por medio.
La supresión de la enseñanza religiosa obligatoria en la escuela, y la prohibición de los castigos corporales a los alumnos.
La jornada de trabajo de 8 horas, que hasta ese momento era de 12 – 14 horas no solo en el campo sino también en la industria.
La instauración de dos semanas de vacaciones pagadas anuales para todos los asalariados.
La creación de la Inspección del Trabajo, y la prohibición del trabajo nocturno para las mujeres, – que la unión Europea le impondrá a Francia solo… ¡en el año 2001! –, así como para los menores de 16 años.
La prohibición de trabajos subterráneos (minería) y de horas suplementarias para los menores de 18 años, y la supresión de la discriminación entre obreros rusos y obreros extranjeros (que la Unión Europea aún no resuelve del todo en el año 2018…).
La instauración del matrimonio civil, y la creación de un estado civil.
La instauración de una Licencia de Maternidad de ocho semanas antes y después del parto (16 semanas en total).
La abrogación del Código Penal zarista que condenaba a trabajos forzados a los homosexuales masculinos, despenalizando así la homosexualidad, abrogación que la muy monárquica Inglaterra no hará sino en el año 1967, y la rígida Alemania Federal en el año 1969.
El divorcio por consentimiento mutuo, y el derecho al aborto (“la más triste de las libertades” comentaba Trotsky…), derecho que la Francia laica y democrática no aprobará sino en el año 1975, y que sigue siendo negado en países dizque democráticos entre los cuales Chile (las famosas “tres causales”, limitadas por la “objeción de consciencia”, no son sino una tapadera vergonzosa).

Todo eso entre 1919 y 1923, en un país que salía devastado de la Primera Guerra Mundial, que soportaba una guerra civil, cuyos hospitales estaban o destruidos o saturados, sin el equipamiento necesario en razón del bloqueo franco-inglés, amenazado por la hambruna, el tifus y el cólera…

Si Lenin concitó el odio de las burguesías planetarias se debe a que afirmó muy tempranamente que el capitalismo es irreformable, y que la única solución consiste en borrarlo del mapa.

¿Qué? ¿Terminar con el capitalismo? Sí, precisamente. Terminar con el capitalismo. Ese fue su objetivo, el que le granjeó la enemistad de los poderosos.

En el verano europeo de 1898, mientras Lenin estaba relegado por el zarismo en el lejano pueblito de Chouchenskoïe (Krasnoiarsk), a más de 4.300 km de Moscú y a 8.000 km de las capitales en que tenía lugar el debate, Edouard Bernstein, ejecutor testamentario de Friedrich Engels, publicó una serie de artículos dando a entender que la revolución como agente de cambio político y social estaba obsoleta, y que el socialismo sería el producto de una serie ininterrumpida de pequeñas reformas sociales.

Había nacido (o más bien resucitado) la ciénaga del reformismo, del parlamentarismo, de la colaboración con el enemigo. En ese momento, Karl Kautsky (el futuro “renegado”), Gueorgui Plekhanov (que terminaría abogando por la colaboración con la burguesía) y Rosa Luxemburgo, asesinada más tarde por los “progresistas”, salieron al paso de Bernstein, criticándole.

Lenin se consiguió los textos, que leyó con un profundo desprecio, prometiéndose dedicar toda su actividad política a la organización del movimiento obrero y a la revolución que le pusiese fin al capitalismo en Rusia y Europa. Corría el año 1898… Diecinueve años más tarde Lenin llegaría al poder para hacer realidad su proyecto político. Al lado de los Soviets, la «democracia participativa» pasa por lo que es: una consigna para incautos. La paz para todos y la tierra para los campesinos fueron las dos primeras promesas que cumplió Lenin.

Como sabemos, con dos balas en el cuerpo recibidas en un atentado en 1918, enfermo al final de su vida, en el año 1923 Lenin perdió el control del partido bolchevique. Más tarde la nomenklatura, después de haberlo endiosado y momificado, arrojó su memoria a las hienas, al tiempo que dislocaba y saqueaba la propiedad del Estado soviético.

Un cierto Anatoly Latychev, ex profesor de la Escuela Superior del Partido Comunista de Moscú y del Instituto Superior Político-social del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, tocado por la gracia de la economía de mercado escribió un libro titulado “Lenin al descubierto” (Moscú 1996). Allí dice: “Lenin, desde el inicio de la revolución de octubre, planificó la exterminación de más de la mitad de la población de Rusia (¡o sea más de 70 millones de habitantes!), exterminó capas enteras de la sociedad rusa: los empresarios y los agricultores ricos, la elite intelectual y los servidores del culto” (sic).

No fue el único. Dmitri Volkogonov, ex jefe adjunto de la dirección política de las fuerzas armadas soviéticas, declaró: “Vladimir Ulianov (Lenin) desencadenó el Anticristo en los espacios de Rusia” (Moscú. Novosti. 1994).

Nada nuevo bajo el sol. Otros antes que Lenin fueron sepultados bajo toneladas de infamias. Pero, curiosamente, la investigación histórica, el acceso a una masa de archivos hasta hace poco restringidos, el trabajo de profesionales que ni siquiera simpatizan con el socialismo, restablecen poco a poco la verdad histórica.



De ese modo, como Pulgarcito, piedra a piedra, podemos encontrar el sendero en el que nos perdimos, o nos perdieron. Y retomar el camino que conduce a la eliminación del capitalismo que hoy amenaza hasta la supervivencia de la especie humana en la Tierra.

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