28/04/2020
El 26 de
febrero de este año se conoció el primer caso de covid-19 en América Latina y
el Caribe. Fue en Brasil y dos días después se confirmó otro caso en México.
Para ese entonces, todavía los latinoamericanos veíamos lo del coronavirus como
algo lejano y casi exótico. Las imágenes apocalípticas que nos llegaban de
China, con la ciudad de Wuhan y la provincia de Hubei totalmente cerradas, si
bien nos sorprendían apenas nos preocupaban. Luego presenciamos las medidas
drásticas en Europa que iban del cierre de ciudades a países enteros. Así,
llegamos a marzo donde ya se multiplicaban los contagios y se informaba de las
primeras muertes a causa de la pandemia en nuestros países. A partir de ahí,
también entramos en cuarentenas y se instaló el estado de alarma y miedo
colectivo. Nos convertimos en lo mismo que la lejana Wuhan.
Mientras se
escriben estas líneas, en América Latina y el Caribe, según datos oficiales,
hay unos 118 mil contagios confirmados. No obstante, señalan expertos en
epidemiología y estadísticas, que deben ser por lo menos el doble los casos
reales. Sucede lo mismo con las muertes que, de acuerdo a cifras también
oficiales, vamos por poco más de 6,600. Sin embargo, para efectos de este
análisis, queremos colocar la discusión en cuál podría ser la traducción de
esta coyuntura para nuestra región debido a sus problemas históricos de
desigualdad y subordinación a factores geopolíticos externos. Sostenemos, en
ese marco, que pasaremos de una emergencia sanitaria a una profunda crisis
económica y social con sus consecuentes secuelas políticas y culturales.
Analicemos.
De la
emergencia sanitaria a la crisis económica y social
Como vimos,
la covid-19 va dejando miles de muertos en la región. Lo cual, no obstante, si
contrastamos con otras regiones del mundo como Europa y Estados Unidos vemos
que en nuestros países el virus, por el momento, ha tenido un impacto en
muertes y contagios significativamente menor. Actualmente, en Europa van por
casi 95 mil muertos; con países como España, Francia e Italia que ya superaron
el umbral de los 20 mil fallecidos cada uno[i].
A su vez, Estados Unidos registra sobre 56 mil muertos y poco más de un millón
de contagios oficiales. En Europa el primer contagio se registró el 25 de enero
y en suelo estadounidense se estima que tuvo lugar a mediados de enero en la
ciudad de Seattle[ii].
Es decir, en ambas regiones la pandemia llegó hace alrededor de 90 días. En
América Latina y el Caribe el virus tiene unos 31 días menos. Europa, con 741
millones de habitantes, registra en promedio ocho veces más fallecidos que la
región latinoamericana y caribeña que a su vez tiene algo más de 629 millones
de habitantes. Estados Unidos, con una población de 329 millones, registra
cuatro veces más decesos. Aun considerando que estamos rezagados en unos 31
días respecto a ambas zonas del mundo, y que nuestras cifras oficiales están
lejos de la realidad, en nuestra región el impacto de la pandemia ha sido mucho
menor. Si bien es difícil proyectar qué pasará en las siguientes semanas, dado
el conjunto de factores que en este virus todavía desconocido influyen en los
distintos escenarios.
Ahora bien,
en ciudades como Guayaquil en Ecuador, emblema mundial del desastre de la
covid-19, las imágenes y testimonios parecen propios de una película de terror.
Muertos en las calles y familias que pasaron hasta seis días con cadáveres en
sus casas porque las autoridades eran incapaces de recogerlos ante la avalancha
de fallecimientos. En esta ciudad ecuatoriana, no obstante, más que el virus en
sí, sostenemos que dicha debacle se debe a un modelo de sociedad que en efecto
es el principal responsable de esas muertes. Una combinación de desigualdad y
décadas de neoliberalismo instalado, tanto como modelo de gestión económica
como lógica-sentido común, ha dejado a los pobres de guayaquileños a la deriva
frente a una emergencia sanitaria de estas características. El neoliberalismo
ecuatoriano, exacerbado por el mediocre y siniestro Lenin Moreno, que traicionó
el proyecto político que lo llevó al poder para lanzarse en brazos de lo más
rancio y decadente de la derecha local, dejó al país -y sobre todo a Guayaquil-
a expensas de intereses de élites que nunca en la historia se han preocupado
por los de abajo. Asimismo, cabe señalar que en Guayaquil fueron personas de su
clasista y racista clase media alta las que importaron el virus luego de viajes
a Europa. Y que, haciendo gala de una absoluta negligencia y desprecio por la
vida de los humildes, lo transmitieron a los que limpiaban y cocinaban en sus
mansiones. Que no son otros que esos “nadie” que murieron por miles en las
calles[iii] y
que todavía no se sabe dónde están muchos de sus cadáveres. Guayaquil, por
tanto, constituye un paradigma de lo que esta pandemia puede causar en nuestras
sociedades desiguales e inscritas en lógicas que han debilitado lo público en
aras del ideal neoliberal del “progreso” y el “crecimiento”.
América
Latina enfrenta una amenaza que probablemente sea muchísimo más destructiva que
el virus en sí. Estamos hablando de la crisis económica y social que dejará
instalada el coronavirus en nuestros países. Según la Comisión Económica para
América Latina y el Caribe (CEPAL), en su informe sobre los efectos de la
covid-19 en las economías regionales, el PIB latinoamericano caerá alrededor de
5.3% este año[iv].
Para conocer de otra caída tan estrepitosa del producto regional, hay que
remontarse a 1930 donde en el marco de la Gran Depresión cayó 5%. Es decir, es
un derrumbe económico histórico y casi sin precedentes. Lo que, sin dudas, acarreará
pobreza, desempleo y sufrimiento sobre todo en los mayoritarios sectores de
clase media baja y pobres. En ese sentido, la CEPAL alerta que la covid-19
dejaría 29 millones de latinoamericanos en la pobreza y otros 17,7 millones
desempleados; aumentos considerables respecto a cifras actuales en ambos
rubros: del 4,4% y 3,4% respectivamente[v].
Factores como la reducción de los precios y de la demanda externa de los
productos de exportación de nuestras economías a China, Europa y Estados
Unidos, así como la fuga de capitales sin regulación y la
desinstitucionalización de nuestras sociedades, explican en gran medida
aquello.
Tras la
pandemia nos espera una región con mucho más pobres y desempleados, así como la
generalización de empleos precarios e informales. Esto es, un continente cuyas
condiciones estructurales de exclusión y precariedad se verán ostensiblemente
fortalecidas. Con lo cual, los avances que dimos, sobre todo en la década de
mayoría de gobiernos progresistas entre 1998 a 2013, en términos de reducción
de pobreza y ampliación de servicios públicos de calidad enfocados en las
poblaciones vulnerables, retrocederán considerablemente. Así, la covid-19, en
este continente que es el más desigual del planeta, recrudecerá dicha iniquidad
con sus nefastas secuelas para los más humildes. Debemos esperar, a partir de
la pandemia, una profundización de problemáticas como desnutrición infantil,
0indigencia y criminalidad; las cuales se asocian directamente con pobreza y
exclusión. De ahí nuestro enunciado de que, si bien la covid-19 dejará muchos
muertos lo que siempre es muy lamentable, su impacto más brutal radicará en las
condiciones de debacle económica y social que instalará.
Ausencia de
liderazgos adecuados en la región
El contexto
político-ideológico en que la covid-19 encontró nuestra región peor no podía
ser. Cuando miramos los líderes que encabezan la mayoría de gobiernos
latinoamericanos nos encontramos con personajes del nivel de Duque en Colombia,
Piñera en Chile, Moreno en Ecuador, Añez en Bolivia, Lacalle Pou en Uruguay y
el psicópata Bolsonaro en Brasil. Una constelación de neoliberales mediocres e
ideológicamente subordinados a lo peor de la clase dirigente estadounidense que
encarnan Trump y sus halcones neoconservadores. En nuestro análisis publicado
en enero pasado (aquí el enlace:https://www.alainet.org/es/articulo/204280)
reflexionábamos sobre las bases ideológicas de estas derechas que actualmente
gobiernan la amplia mayoría de países regionales. Son unas derechas que, a
diferencia de los conservadores anteriores al periodo progresista de 1998-2003,
decidieron abandonar el juego democrático formal para optar por la persecución
y anulación judicial de líderes de izquierda. El lawfare regional, que implica
una articulación manejada desde intereses instalados en Washington, mediante el
cual muchos de estos personajes llegaron al poder, así como esos discursos
beligerantes en claves de guerra fría donde todo lo de izquierda es “malo”
porque sí, constituyen los cimientos sobre los que se sostiene esta mayoría
conservadora.
A su vez,
detrás están los intereses de las élites financieras y vejas oligarquías
latinoamericanas que, ante todo, apuestan por evitar a cualquier costo el
regreso de opciones políticas de corte izquierdista que no se les subordinen.
Esa plebe no blanca y de abajo que irrumpió en lo simbólico durante el periodo
progresista de 1998 a 2013, que en Ecuador llaman “borregos”, en México
“chairos” y en la Argentina de Macri “vagos”, asumen nuestras élites no puede
regresar a enunciar y pararse de frente a los dueños de todo. Quienes por
“designios divinos” y a raíz de su sacrosanta blancura deben mandar siempre. La
estructuración narrativa anti progresista, que vincula izquierda con
“corrupción”, “autoritarismo” y “despilfarro”, y que repiten día y noche los
medios hegemónicos de Quito a Buenos Aires, consiste en formatear mentalidades para
instalar un sentido común desfavorable a los discursos y modos simbólicos de
los progresismos.
En la
mayoría de nuestros países esto último se logró; y de ahí la llegada a las
presidencias de personajes totalmente descalificados como Bolsonaro y la
permanencia de inoperantes como Lenin Moreno. Todo esto, en el contexto
de la covid-19 y lo que se viene después, dejará a nuestras mayorías humildes
completamente desamparadas. Y cabe recordar que justamente, para crisis como
esta emergencia sanitaria, fue que fundamentalmente se creó la UNASUR por
ejemplo. Con la finalidad de que los latinoamericanos tuviéramos un organismo
oficial donde afrontar desafíos de envergadura regional y mundial. Y que,
asimismo, nos permitiese articular respuestas y proyectos regionales en claves
soberanas y de emancipación frente a los intereses geopolíticos del norte que históricamente
nos han dominado. Los cuales precisamente requieren una América Latina divida y
débil para avanzar sus agendas de dominación.
En ese
contexto, no fue casualidad que una de las primeras cosas que hicieron los
Duque, Moreno y Piñera fuese golpear la UNASUR hasta dejarla inoperante.
Proceso que justificaron con la narrativa anti izquierdista consabida de que
era una estructura “chavista” al servicio de “dictadores”. Washington les dio
la orden y el discurso y, como buenos subordinados, ejecutaron a cabalidad.
Mentiras que se repitieron en medios muchas veces hasta convertir “en
verdades”. Pero lo cierto es que dejaron a la región sin ningún instrumento
para enfrentar una crisis tan compleja como la covid-19. Que, fundamentalmente,
exige respuestas regionalmente articuladas tanto en lo técnico (para por
ejemplo evitar que un país supere el virus, pero luego recaiga porque le llega
gente infectada desde sus vecinos) como en lo político.
Tras esta
pandemia el mundo no será igual. Sobre todo, cambiará el pilar de la
globalización de los últimos 30 años que radicaba en las cadenas de producción
y generación de valor mundiales. Ese eslabonamiento global, que tenía en China
su centro de producción, se modificará en vista de que, ante una crisis como esta
que paralizó el mundo (y que no será la última), el que un país dependa para su
producción y estabilidad macroeconómica de dichas cadenas representa un riesgo
importante. Los propios actores económicos, muy seguramente, optarán por otros
mecanismos enfocados en factores internos o cercanos geográficamente que puedan
controlar mejor. En ese contexto, surgirá una discusión sobre la pertinencia de
la integración económica regional. De cara a articular encadenamientos de
producción que propendan a la autosostenibilidad económica regional. Ese debate
se dará de región en región en el mundo, y probablemente, también tendrá una
traducción hacia la búsqueda de economías sustentadas en el cuidado de la gente
y no tanto en el objetivo del crecimiento. Empero, dicho escenario de
reordenamientos mundiales encontrará una América Latina con mayoría de
gobiernos de derecha empantanados en sus mediocridades y en los proyectitos de
acumulación de sus decadentes élites locales. Estarán, así las cosas, ausentes
la visión estratégica y claridad geopolítica necesarias para impulsar las
transformaciones que el nuevo contexto mundial post coronavirus exigirá.
Por ello
decimos que la pandemia, así como los efectos que dejará, nos encuentran en el
peor momento. Donde nos gobierna lo peor de lo peor posible. Para muestra un
botón: miremos el caso de un país de la envergadura de Brasil donde Bolsonaro,
un personaje descalificado intelectual y emocionalmente para semejante
posición, se dedica a destituir ministros y jugar a la politiquería mientras
mueren más de 300 brasileños al día por el virus. No tenemos conducción
regional. Lo que nos deja a expensas de la suerte o de que otras opciones
políticas comiencen a surgir en el futuro inmediato. Así las cosas, se va a
requerir organización y concientización de la gente porque, tras la pandemia,
se viene una disputa histórica en nuestros países periféricos. Que si dejamos
pasar quedaremos atrapados en estructuras y esquemas de relaciones de poder
internas y mundiales que condicionarán las vidas de nuestras mayorías durante
décadas.
La disputa
post coronavirus en América Latina
Lo que
generó la mayoría de muertes y calamidades en el marco de la covid-19 en
nuestros países, al igual que en el norte global, no es tanto el virus en sí
sino el neoliberalismo. El neoliberalismo hegemónico desde los años 80 que, en
tanto lógica y sentido común, convenció a millones de latinoamericanos de que
mediante la reducción de lo público y la primacía del modelo empresarial nos
acercábamos al “desarrollo”. Y que, de la mano de millonarios como Macri y
Piñera, paradigmas del político-empresario del siglo XXI, podíamos superar “el
populismo” que nos “atrasaba”. Todo lo cual se impulsó desde una estructuración
discursiva, dirigida a la cooptación mental de las mayorías, que reproduce una
visión de la realidad basada en ideales individualistas y meritocráticos. Según
los cuales, el pobre lo es porque “no se esfuerza” y cada quien debe salvarse a
sí mismo como pueda. Así, se anula el horizonte de la solidaridad donde el otro
es importante y el mundo lo hacemos entre todos. Se instala pues el sálvese
quien pueda.
Las élites
avanzaron mucho hegemonizando por medio de ese sentido común. Sin eso nunca
hubiesen podido colocar mayorías en contra de proyectos progresistas que
sacaron millones de la pobreza, dignificaron servicios públicos y lograron que
por primera vez en la historia de nuestros países negros, indígenas y pobres en
general pudieran entrar en universidades en igualdad de condiciones. Así fue
como, en Brasil, por ejemplo, hicieron que aquellos a quienes los gobiernos de
Lula dignificaron terminaran aplaudiendo la condena judicial y encarcelamiento
sin pruebas del líder petista. Y que, en Ecuador, hace que jóvenes de familias
humildes que con becas públicas estudiaron en Europa y Estados Unidos durante
el gobierno anterior, se pasen todo el día diciendo que Correa “es corrupto”.
También, es la mentalidad que descalificaba como “vagos” a los médicos y
enfermeros que salían a luchar por sueldos y condiciones de trabajo justas.
Pero que ahora, cuando todos estamos amenazados por una pandemia, las clases
medias meritocráticas e individualistas aplauden y llaman “héroes”.
Sobre ese
sentido común individualista e insolidario instalado se tratarán de montar las
élites de siempre, y sus portavoces mediáticos y políticos, para conducir la
crisis post coronavirus en función de sus intereses. De tal forma que, en medio
de un contexto donde casi todo hay que cambiarlo o cuando menos repensarlo, lo
fundamental no cambie. Y, para estas élites, lo fundamental son sus proyectos
de acumulación y privilegios materiales y simbólicos. La disputa de fondo
estará ahí precisamente: en disputar ese sentido común como el causante
principal de las muertes del virus y la debacle económico-social que le
sobrevendrá. Los que destruyeron y debilitaron lo público, bajo la falsa
promesa del “crecimiento”, son enemigos de la gente. Ellos y sus lógicas que,
hablando “en nombre del pueblo”, nunca responden a los intereses de las
mayorías.
Y en un
escenario de caídas económicas históricas, con países endeudados sin aparente
capacidad de financiar la recuperación, nos tratarán de convencer de que
necesitamos endeudarnos para “salvar” las economías. La deuda, en nuestros
países periféricos, es una trampa geopolítica que nos condena a la dependencia
y encierra en lógicas donde siempre intereses externos nos rigen. El FMI y el
Banco Mundial son instrumentos de poder geopolítico que, tras la segunda Guerra
Mundial, diseñaron los dueños del mundo del norte global para proyectar y
ejercer hegemonía. La narrativa liberal de nuestras élites mediocres, que
enuncia desde una falsa “neutralidad técnica”, presenta estos organismos o bien
como algo necesario -porque “así funciona el mundo”- o como males menores
inevitables. Para que al final, nos metamos en ciclos de deuda de nunca acabar
que no hacen sino intensificar nuestra condición periférica y subordinada en el
tablero geopolítico mundial. Necesitamos salir de la trampa de la deuda que,
como vimos, antes que económica es geopolítica.
¿Cómo
hacerlo? Como casi todo lo importante en la política, tiene mucho que ver con
sentidos comunes. Debemos romper esos imaginarios que siempre nos colocan en
las ausencias. Repitiendo, por ejemplo, ahora con la crisis económica post
coronavirus que asoma, “que no hay plata”. Pero resulta que dinero sí hay y ahí
está el casi 30% del patrimonio latinoamericano que descansa en paraísos
fiscales[vi].
Las grandes fortunas regionales quieren que la conversación pase por la
narrativa de que “no hay” y, por consiguiente, debemos buscar recursos afuera.
Que prácticamente es lo mismo que decir en el FMI (deuda) y Banco Mundial
(fondos para el “desarrollo”). Y en un marco de discusión de ese tipo, no se
tocan los intereses y obscenas riquezas de esas minorías superricas. Riquezas
que mayormente esconden en recovecos fiscales al margen de la legalidad y
fiscalidad de nuestros estados.
Esta crisis
debe servir, por otro lado, para que abandonemos el bochornoso primer lugar
entras las regiones más desiguales del planeta. Aquellas sociedades que
disminuyen sus asimetrías sociales internas son las que verdaderamente avanzan
en la solución de sus desafíos fundamentales. Lo cual pasa, en lo estructural,
por alterar esquemas de relaciones de poder, y en lo económico, por construir
mecanismos fiscales que hagan aportar a todos en función de lo que tienen. Esta
coyuntura que nos demuestra que el mundo como estaba no puede seguir, porque si
no es por una pandemia será por el cambio climático la próxima debacle (que
indican científicos será mucho peor), es el momento para derrumbar esas
barreras de la desigualdad latinoamericana. Desigualdad que causó la mayoría de
muertes de la covid-19, y que, en lo que viene, si no disputamos, intensificará
un modelo y un sentido común que mata a los humildes y condena a las mayorías a
condiciones sociales adversas.
La disputa
central post coronavirus en América Latina y el Caribe, será contra la
desigualdad y un modelo que geopolíticamente nos subordina a intereses
externos. Y que rompe lazos de solidaridad. Porque pone la ganancia por encima
de la vida. Si embargo, en estas horas críticas de pandemia hemos visto que
ningún empresario millonario ni la aclamada meritocracia individualista salvó
vidas. Fue lo público lo que protegió a la gente. Y tenemos, pues, que salir a
dar esa disputa contra la desigualdad asesina y a favor de lo más importante:
la vida.
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