Traducción: Pedro Perucca
Desde el principio, los socialistas
imaginaron una sociedad libre como una sociedad de trabajo compartido. Una
parte del trabajo es necesaria, pero eso no la convierte en una mera carga. Podemos
distribuirlo para que se convierta en una expresión de nuestra capacidad humana
de cooperación libre. El trabajo necesario que compartimos no sería la única
expresión de nuestra libertad. Pero podría ser una parte inextricable de esa
libertad, si asumimos la responsabilidad consciente, directa y colectiva de la
organización de ese trabajo mediante el control democrático de la economía.
Esta forma de compartir el trabajo liberaría a todo el mundo de estar obligado
a trabajar, liberaría a cualquiera de estar condenado a trabajos forzados
durante toda su vida y permitiría que el trabajo necesario se convirtiera en
algo que cada uno pudiera hacer libremente, en el sentido de un deber
libremente aceptado en lugar de una mera necesidad o imposición externa.
Que el trabajo necesario es algo que
haríamos libremente, compartiéndolo, es un pensamiento que recorre los escritos
de todos, desde Graco Babeuf a Karl Marx, de Karl Kautsky a Rosa Luxemburgo,
de W.
E. B. Du Bois a Sylvia Pankhurst. La «igualdad de responsabilidad ante
el trabajo» es la octava reivindicación del Manifiesto Comunista. Du Bois
esperaba la «próxima socialización de la industria», en la que la existencia de
«trabajo para todos y todos trabajando» permitiera «tiempo abundante para el
ocio, el ejercicio, el estudio y las aficiones«. Luxemburg hablaba de «una exigencia general de trabajar para
todos los que puedan hacerlo» en una sociedad en la que «el trabajo mismo debe
organizarse de manera muy diferente» porque «la salud de la mano de obra y su
entusiasmo por el trabajo deben recibir la mayor consideración en el trabajo».
La reorganización del trabajo ayudaba a explicar por qué no sólo existía la
obligación de hacer una parte del trabajo, sino por qué habría una voluntad
generalizada de hacer esa parte.
En las últimas décadas, esta visión
socialista se desvaneció. No fija ningún horizonte, no proporciona ninguna
estructura a la política de izquierdas.
En su lugar, se volvió cada vez más popular
otra forma de pensar sobre el trabajo y la libertad: el trabajo es una pura
carga, que hay que reducir al máximo e, idealmente, eliminar. La cuestión
central de la emancipación pasò a ser cómo liberar a las personas del trabajo.
La expresión institucional central de este ideal no es el reparto del trabajo
sino una renta básica universal que cubra las necesidades básicas sin
condicionarlas al trabajo. Se dice que la sociedad futura es una sociedad libre
porque es post-trabajo: todos están liberados de cualquier compulsión económica
o presión ideológica para trabajar. El hecho de que alguien trabaje sería una
cuestión de indiferencia social, totalmente una cuestión de si una persona
decide hacerlo o no. Esta tradición tiene su propio linaje, que pasa por John
Stuart Mill, Marx, Paul Lafargue, Bertrand Russell, John Maynard Keynes, André
Gorz, Philippe Van Parijs, Silvia Federici, Kathi Weeks y un sinfín de figuras
contemporáneas. Esta visión del trabajo y de la libertad se convirtió en parte
del sentido común de la izquierda, estructurando el imaginario socialista.
La característica más prometedora de la
visión post-trabajo en general, y de la defensa de la renta básica universal en
particular, es la forma en que centra el pensamiento de izquierdas en la
libertad. Sin embargo, cuanto más enfocamos este ideal emancipador, más se
desmoronan sus argumentos. Los argumentos de que una renta básica universal es
emancipadora se basan en un engaño o ilusión sobre el trabajo necesario. No
podemos liberarnos del trabajo dando una renta básica universal a todos y
librándonos de la ética del trabajo. Ni siquiera podemos liberar a la gente del
trabajo dando a todos una renta básica universal (RBU) y permaneciendo
indiferentes a si cada uno de nosotros trabaja o no. Los argumentos actuales
sobre la renta y el trabajo se basan en la incapacidad de afrontar el problema
del trabajo necesario. Como resultado, los que defienden estos argumentos hacen
afirmaciones engañosas sobre la necesidad del trabajo y las posibilidades de
hacer que el trabajo sea gratuito. Los engaños en cuestión no son sólo errores
intelectuales. También son un lastre político. Dejan a quienes defienden el RBU
y están «en contra del trabajo» incapaces de entender por qué la resistencia a
sus puntos de vista es razonable y no una mera confusión ideológica. Y los
vuelve incapaces de capitalizar las opiniones generalizadas sobre por qué todo
el mundo debería estar dispuesto a hacer algún trabajo e incluso podría
encontrarle sentido a su trabajo. La tarea política a la que se enfrenta la
izquierda es a la vez más compleja y más prometedora que la de encontrar una
salida, un pasado o una superación del trabajo.
La antigua visión socialista del trabajo
compartido seguía una línea de pensamiento mejor: las únicas condiciones en las
que incluso el trabajo necesario podría ser una expresión de la libertad humana
se dan en una economía planificada democráticamente y apoyada por una ética del
trabajo socialista. Si captamos ese pensamiento, entonces la izquierda podría
estar en condiciones de ofrecer una visión popular y atractiva. Sería una en la
que todo el mundo está libre de trabajo innecesario porque todo el mundo está
dispuesto a hacer el trabajo necesario, pero el trabajo no es simplemente una
carga sino también parte de nuestra libertad social.
No puedo esbozar aquí la visión completa.
El principal objetivo de este ensayo es crítico. Se trata de crear el espacio
conceptual para el socialismo laboral compartido. A través de una crítica
interna del pensamiento contemporáneo sobre la RBU, mostraré por qué sus
defensores presuponen la misma cosa de la que afirman estar liberando a la
gente: el trabajo necesario socialmente organizado. Sin una explicación de las
instituciones y los mecanismos por los que la sociedad garantiza que el trabajo
necesario se realizará de forma regular, los argumentos a favor de los efectos
emancipadores de la RBU son engañosos o, en el mejor de los casos, incompletos.
No afrontan las condiciones materiales de la libertad socialista. Enfrentarse
directamente al problema de cómo organizar socialmente el trabajo necesario
debería ser el punto de partida de todo pensamiento de izquierdas sobre el
trabajo, el ocio y la libertad.
La imagen post-laboral de
la libertad
Cualquier crítica adecuada debe comenzar
con una apreciación. Una de las características más convincentes de los
argumentos de la izquierda a favor de la RBU es la forma en que dirige nuestra
atención a la cuestión de la libertad. «La razón principal por la que la RBU
debería formar parte de una visión normativa de izquierdas», escribe David
Calnitsky, uno de los defensores de izquierdas más enérgicos del RBU,
“es porque facilita la salida de las
relaciones de explotación y dominación. (…) Para quienes se oponen a la
naturaleza obligatoria del mercado laboral capitalista, la renta básica es
atractiva porque garantiza que las personas no sólo tienen el derecho abstracto
a la libertad, sino los recursos materiales para hacer de la libertad una
realidad vivida. Da a la gente el poder de decir no a los empleadores abusivos,
al trabajo desagradable o a la dominación patriarcal en el hogar.”
A diferencia de quienes están interesados
en poner un rostro humano al capitalismo, sosteniendo que la RBU es un camino
para mejorar la pobreza o evitar el paternalismo del Estado del bienestar, la
izquierda está interesada en la plena emancipación de la dominación típica de
las sociedades capitalistas. Como dice la influyente defensora de la RBU
post-trabajo Kathi Weeks, «la demanda de renta básica puede hacer algo más que
presentar una reforma útil; puede servir tanto para abrir una perspectiva
crítica sobre el sistema salarial como para provocar visiones de una vida no
tan dependiente de los términos y condiciones actuales del sistema». O, como
dice Peter Frase, redactor colaborador de Jacobin: «Se trata obviamente de
una propuesta radical, dado que subvierte la insistencia típica de liberales y
conservadores en que las prestaciones sociales estén vinculadas de algún modo
al trabajo».
La renta básica universal ocupa un lugar
central en el pensamiento actual de la izquierda sobre la libertad por la forma
en que promete liberar a la gente de la obligación de trabajar. Consideremos
las características básicas de esta política:
-Universal: Dado que la RBU es universal,
es incondicional. En concreto, no está condicionada a que el beneficiario
trabaje ni a la comprobación de sus recursos. A diferencia de los salarios o
las prestaciones relacionadas con la pobreza, la RBU es para todos los
miembros.
-Básica: La RBU debe ser suficiente para
satisfacer todas las necesidades básicas. La RBU no puede sustituir a otras
prestaciones en especie de bienes básicos, como la educación pública o la
atención sanitaria. Más bien sirve como complemento para que las personas
puedan satisfacer todas sus necesidades básicas.
-Ingresos: La RBU es un ingreso en el
sentido de que se distribuye en forma de dinero o de algún otro medio
polivalente para adquirir bienes básicos. Lo importante no es el valor nominal de
la renta, sino su valor real: debe ser verdadero poder adquisitivo para
adquirir bienes básicos.
Es fácil ver su atractivo inmediato y
emancipador, sobre todo porque gran parte del trabajo en el capitalismo es
aburrido, inútil, explotador o innecesariamente peligroso. La gente sólo lo
hace porque se ve obligada a ello. Necesitan un trabajo para satisfacer sus
necesidades. Encontrar la manera de evitar ese trabajo parece una de las tareas
más urgentes. ¿Por qué no liberar a los trabajadores de la «aburrida compulsión
de lo económico», como la llamaba Marx? Si todo el mundo tiene una RBU que
cubra sus necesidades básicas, nadie se verá obligado a trabajar.
La promesa del post-trabajo no es sólo
liberarse de la explotación y la dominación capitalistas, sino del trabajo
mismo. Es, por tanto, la promesa de una nueva libertad: el control sobre tu
tiempo. En el capitalismo, los que no tienen trabajo suelen ser desempleados o
pobres. Pero con una renta básica universal, tienen medios para vivir y, por
tanto, tiempo verdaderamente libre. Si algunos aún desean trabajar, pueden
hacerlo, pero ahora lo harían libremente. Los beneficiarios, según Sergi
Raventós, «tendrían la libertad de rechazar el trabajo que les esclaviza y
serían libres de aceptar otro trabajo si lo desean». La sociedad post-laboral
de la renta básica es, pues, una sociedad en la que las personas controlan su
vida porque controlan su tiempo.
Algunos se oponen a que las personas sin
discapacidad puedan consumir sin trabajar. La mera idea parece violar normas
ampliamente compartidas sobre el deber de trabajar o el valor del trabajo. Nick
Srnicek y Alex Williams escriben:
«Uno de los problemas más difíciles a la hora de implantar una RBU y construir
una sociedad post-trabajo será superar la omnipresente presión para someterse a
la ética del trabajo». Pero para sus partidarios, el carácter contranormativo
de la RBU es la clave. El horizonte utópico no reside sólo en la forma en que
la RBU nos libera de la necesidad de trabajar sino en la forma en que nos ayuda
a liberarnos de la propia ética del trabajo.
De hecho, la crítica cultural de la ética
del trabajo es la otra mitad de la visión post-trabajo, ya que en ausencia de
cualquier transformación de nuestras actitudes hacia el trabajo, una renta
básica universal no puede ser adecuadamente emancipadora. Aunque nadie se vería
obligado económicamente a trabajar, seguiría siendo condenado al ostracismo,
avergonzado o estigmatizado de alguna otra forma por no trabajar. Si siguieran
sujetos a una ética del trabajo, habríamos importado al futuro socialista esa
pieza pro-trabajo de la ideología capitalista, socavando su potencial emancipador.
La gente no sería realmente libre de utilizar su tiempo como mejor le
pareciera. La sociedad verdaderamente emancipada, la sociedad del tiempo
verdaderamente libre, debe abrazar y acelerar el aspecto contranormativo de un
derecho universal que permita a todo el mundo vivir sin trabajar.
Por tanto, una renta básica no es sólo una
política; es una forma de librar una guerra cultural en el corazón de la
economía. Como dice Weeks, proponer una RBU nos permite «plantear cuestiones
más amplias sobre el lugar del trabajo en nuestras vidas y despertar la
imaginación de una vida ya no tan subordinada a él». «Nos han dicho que se
supone que el trabajo en sí mismo nos aporta realización, placer, significado,
incluso alegría», escribe la periodista laboral contraria al trabajo Sarah
Jaffe, pero «el trabajo del amor, en resumen, es un timo». El «timo» de la
ética del trabajo es que disfraza la explotación capitalista de
autorrealización, deber social o significado personal. «La voluntad de vivir
por y para el trabajo», escribe Weeks, «convierte a los sujetos en supremamente
funcionales para los fines capitalistas». La ética del trabajo sólo ata a la
gente a su propia alienación y explotación del modo en que sólo pueden hacerlo
las creencias religiosas internas. Incluso si alguna vez pudo haber alguna base
real para la ética del trabajo, tal vez en la producción artesanal o en la
necesidad de desarrollar la capacidad productiva de la humanidad, ya no tiene
sentido. «Antaño, ir o ponerse a trabajar era una forma de descubrir y
desarrollar tus capacidades», escribe James
Livingston, otro antitrabajador defensor de la renta básica. «Ahora se ha
convertido en una forma de evitarte a ti mismo».
Esta crítica del trabajo y de la ética
laboral requiere incluso enfrentarse a sectores de la propia izquierda. «En
contraste con algunos otros tipos de marxismo que limitan su crítica del
capitalismo a la explotación y alienación del trabajo sin atender a su
sobrevaloración», escribe Weeks, la visión post-trabajo «ofrece un modelo más
expansivo de crítica que busca interrogar a la vez la producción capitalista y
el productivismo capitalista (así como el socialista)». Esta crítica de la
«sobrevaloración» del trabajo por parte de la izquierda es, en cierto sentido,
la tarea crucial, ya que la visión de la izquierda determina nuestra
comprensión de una sociedad futura y dirige nuestro sentido de la lucha que
merece la pena librar.
Aunque no están en sintonía con la opinión
pública, los pensadores antitrabajo argumentan que los obstáculos culturales
para una RBU no son tan insuperables si tenemos en cuenta que mucha gente
también odia su trabajo, desearía trabajar menos y, por lo tanto, está
dispuesta a encontrar convincente una sociedad post-trabajo. Parte del
mejor periodismo laboral reciente mostró lo extendida que
está la insatisfacción con el trabajo. Por tanto, la visión de una sociedad en
la que nadie esté obligado a trabajar se nutre de algunos de los deseos más
profundos generados por una sociedad capitalista, que sólo el socialismo puede
realizar adecuadamente. Es casi una utopía de sentido común: ¿Quién no ve el
atractivo de disfrutar simplemente de la vida, de no tener que trabajar nunca y
de trabajar sólo cuando se quiere? En cierto sentido, los argumentos post-laborales
a favor de la RBU podrían no ser tan contranormativos y, dado su potencial para
dar expresión a un descontento generalizado, ayudar a inspirar la lucha
política de masas emancipadora que tanto echó en falta la izquierda.
«Dirigiendo a la izquierda hacia un futuro post-laboral», escriben Srnicek y
Williams, «no sólo se aspirará a logros significativos… sino que se construirá
poder político en el proceso». Así que todo el atractivo reside no sólo en la
imagen de una sociedad del ocio, sino también en el potencial de esa imagen
para reanimar la lucha política.
Pero la política y la visión poslaborales
son, por desgracia, incoherentes. Como veremos, esto se debe a que presupone
aquello mismo de lo que dice emanciparnos: el trabajo. Tal incoherencia genera una
forma unilateral de pensar la relación entre trabajo y libertad y es un lastre
político. Vemos esta incoherencia más vívidamente en la versión post-trabajo
del argumento de que «En lugar de mejorar nuestra capacidad para llegar al
trabajo, la RBU proporciona los medios para evitarlo si lo necesitamos«.
A medida que avanzamos, conviene hacer una
aclaración. Mi objetivo principal es hacer una crítica interna del socialismo
post-trabajo exponiendo la forma engañosa en que habla del trabajo necesario.
Pero hay un argumento de izquierdas más deflacionario que puede confundirse con
el del socialismo post-trabajo. Algunos argumentan que una RBU es emancipadora
aquí y ahora, en el capitalismo, más que una característica de un futuro
socialista post-trabajo. Este argumento más pragmático rechaza cualquier
crítica a gran escala de la ética del trabajo. Creo que el argumento de la
izquierda pragmática se basa en un conjunto similar de errores sobre la
libertad y el trabajo necesario, pero no puedo exponer esos problemas aquí.
Considero que la visión post-trabajo es una expresión más completa, distinta y
reveladora del pensamiento de izquierdas. Dado que es menos concesiva a las
realidades capitalistas inmediatas, es también una mejor visión de los
problemas fundamentales a los que se enfrenta el pensamiento político de
izquierdas cuando se trata de la relación entre trabajo y libertad.
El engaño esencial: ¿Quién
fabricaría lo que nosotros compraríamos?
Los problemas con la forma post-trabajo del
socialismo surgen en el momento en que nos preguntamos cómo funciona realmente
una RBU como derecho universal. Una RBU sólo proporciona una opción de salida
del trabajo si implica verdadero poder adquisitivo, no sólo ingresos nominales.
El dinero sólo es poder adquisitivo si hay bienes que comprar con esos
ingresos. En el caso de un subsidio de desempleo, no puede tratarse de
cualquier bien. Tienen que ser bienes específicos, los bienes básicos que la
gente necesita. No puede tratarse simplemente de que haya relojes, pelotas de
tenis o teléfonos inteligentes a la venta. Tiene que haber alimentos, ropa,
energía, vivienda, coches, subterráneos, camiones, sanidad, educación y todas
las materias primas e industriales —como electricidad, hierro, acero, plástico,
madera, agua y fertilizantes— que se utilizan para producir esos bienes y
servicios. Además, estos bienes específicos deben producirse en cantidades
suficientes para que sean asequibles para todas y cada una de las personas que
viven con una renta básica universal. También debe haber una producción
suficiente de futuras materias primas, nuevas máquinas y reparaciones
existentes para garantizar que los bienes básicos estén disponibles de forma
segura en el futuro.
Si una sociedad produce cantidades insuficientes
de bienes básicos o cantidades insuficientes para la producción futura, el
precio de esos bienes subirá. Imaginemos que una sociedad de mil millones de
personas sólo produce de forma constante alimentos, vivienda, atención médica y
ropa suficientes para ochocientos millones. Cualquier escasez persistente de
bienes básicos, independientemente de cómo se definan, inflaría el valor real
de la RBU. Los beneficiarios ya no podrían adquirir todos sus bienes básicos
con sus ingresos garantizados. Algunos se verían obligados a trabajar para
compensar la diferencia entre lo que necesitan y lo que pueden comprar con su
RBU. En caso de escasez, sólo cuando aumentara la producción habría suficiente
cantidad de todos los bienes básicos para comprar con la RBU. Pero si una RBU
sólo puede ser tal si ya hay una gran cantidad de bienes y servicios básicos
disponibles para comprar, entonces una RBU presupone que ya se está realizando
una gran cantidad de trabajo. Debe haber suficientes personas trabajando en los
sectores pertinentes de la agricultura, la minería, la construcción, el
transporte, la industria básica y los servicios para que esos bienes básicos
estén disponibles.
La afirmación de que una RBU libera a las
personas de la necesidad de trabajar es, por tanto, engañosa. Presenta una
imagen de la sociedad en la que el trabajo es puramente opcional. Sin embargo,
el trabajo sólo es opcional si algunos realizan el trabajo necesario para
producir los bienes que la gente compra. Dicho de otro modo, una renta básica incondicional
puede extenderse a cada individuo a condición de que algunos trabajen. Una
renta básica incondicional puede ser individualmente incondicional, pero es
colectivamente condicional. Esto no es sólo un punto lógico; habla de la
prioridad de las tareas sociales. No podemos proponer una renta básica
universal y permanecer indiferentes, desde un punto de vista colectivo, sobre
si se está trabajando, qué tipo de trabajo y en qué medida. Deben existir
garantías firmes y sociales de que se realiza el trabajo necesario antes de
poder hacer afirmaciones estables sobre qué distribución de esos bienes es
posible y cuáles serán los efectos de una política de rentas. Estas garantías
firmes y sociales deben satisfacer, como mínimo, dos condiciones. Dado un conjunto
de necesidades socialmente definidas, las instituciones socioeconómicas deben
garantizar (a) que existe una coordinación pública adecuada de mano de obra y
materias primas para producir de forma fiable bienes básicos y (b) que se
suministra suficiente mano de obra para producir esos bienes. Podemos llamar a
esto el problema básico de la mano de obra necesaria.
En ausencia de un programa claro para
asignar la mano de obra necesaria, no habría forma de saber si los bienes
estarían disponibles de forma fiable, durante cuánto tiempo, ni a qué nivel
fijar la renta. Lo que significaría que no podríamos hacer afirmaciones fiables
sobre el efecto emancipador de una renta básica universal en una utopía
post-trabajo. En el mejor de los casos, tales afirmaciones serían engañosas.
La prioridad de la
producción: No podemos liberarnos del trabajo redistribuyendo sus productos
Una forma de pensar sobre el tema en
cuestión es que pone el carro de la distribución por delante del caballo de la
producción. Las «relaciones de distribución» deben ser compatibles con las
«relaciones de producción». Estas últimas determinan y limitan las
posibilidades de las primeras. Cualquier afirmación sobre el efecto de las
medidas distributivas, como una RBU, en la organización de la producción (por
ejemplo, el trabajo) debe ser coherente con la forma básica en que la sociedad
organiza esa producción. Por ejemplo, una sociedad en la que la compulsión
económica es el medio principal para garantizar la oferta de mano de obra no
puede distribuir los bienes de forma que se elimine dicha compulsión porque, en
poco tiempo, no se producirían suficientes bienes. Esto es un reto para una RBU
completa en una sociedad capitalista, pero ¿qué ocurre en una sociedad en la
que se eliminó la compulsión económica? En una sociedad sin trabajo, en la que
ni siquiera existe una presión cultural para trabajar, la distribución
incondicional de bienes —mediante una renta básica o de otro tipo— sería
contraproducente. No se produciría una cantidad suficiente de los bienes
necesarios, lo que socavaría el valor emancipador de esa misma medida
distributiva.
Ninguna política distributiva importante
puede permanecer indiferente a cómo afectaría la oferta y organización del
trabajo, o a como las presupone. Sin embargo, los teóricos del post-trabajo
presentan su utopía como indiferente precisamente a esta cuestión. Hablan
engañosamente como si primero se pudiera distribuir una RBU y luego ya veríamos
qué trabajo se hace, si es que se hace alguno. Para ellos, el hecho de que se
realice o no trabajo, y cuál, es una cuestión puramente de elección individual,
en lugar de una cuestión fundamental de política social en la que todos tienen
interés. Incluso insisten en esta característica voluntarista de una utopía
socialista post-trabajo para enfatizar el sentido en el que esa sociedad es
libre. «Pocos de nosotros tenemos la capacidad de no elegir ningún trabajo. Una
renta básica cambia esta condición», escriben Srnicek y Williams. «Los
trabajadores, en otras palabras, tienen la opción de elegir si aceptan un
trabajo o no… haciendo que el trabajo sea verdaderamente voluntario». Pero,
¿qué ocurre si, por la razón que sea, no hay suficientes personas en su
sociedad poslaboral que quieran realizar trabajos agrícolas, de transporte o mineros,
cuidar niños o trabajar en escuelas y hospitales?
Irónicamente, los defensores de la RBU
afirman que su visión de la sociedad hace menos necesario el control social
sobre la producción, cuando requeriría más control social —en el sentido de una
organización más consciente y centralizada de la producción— que el
capitalismo. En el capitalismo, lo que se produce y en qué cantidad depende de
lo que es rentable producir, que a su vez viene determinado por la demanda
efectiva y los costos de la oferta. Esta es una de las razones por las que
acabamos teniendo demasiadas casas de lujo y alquileres de Airbnb, pero no
suficientes viviendas asequibles. En un mundo post-trabajo de la RBU, las
decisiones sociales sobre qué y cuánto producir tendrían que ser menos arbitrarias,
menos dependientes de elecciones individuales descoordinadas. Esto se debe a
que, como mínimo, tendríamos que garantizar no sólo que el trabajo se haga,
sino que se haga el trabajo correcto. Y tendría que haber algún proceso
democrático y político para decidir qué se considera trabajo correcto. En lugar
de la arbitrariedad de la demanda efectiva, tendría que haber una determinación
política de la necesidad, para determinar lo que cuenta como trabajo necesario,
un plan acordado para garantizar que el trabajo se haga, y un acuerdo para
ejecutar el plan.
El retorno de lo reprimido
en una utopía post-laboral
El problema no es sólo que el imaginario
post-trabajo presuponga la necesidad de organizar socialmente la producción y
garantizar un suministro adecuado del tipo correcto de mano de obra. Los
pensadores del post-trabajo también nos dan fuertes razones para pensar que el
trabajo necesario no se haría. Incluso si articularan un mecanismo
para identificar qué trabajo es necesario y en qué cantidades, no nos dan
ninguna razón para pensar que habría un suministro adecuado de personas para
hacer ese trabajo.
Consideremos los mecanismos estándar que
inducen a la gente a trabajar: (a) fuerza, (b) cultura o motivación espontánea,
o (c) incentivos. En una sociedad capitalista, una enorme cantidad de mano de
obra se suministra por la fuerza: suele haber un exceso de oferta de
trabajadores en relación con la capacidad del mercado para emplearlos a cambio
de una remuneración. Ese es el tipo de forzamiento económico que se supone que
eliminaría la RBU en una utopía post-laboral. El ideal post-trabajo también
milita contra cualquier otro forzamiento institucionalizado alternativo, como
el servicio laboral nacional coercitivo en sectores necesarios.
La principal alternativa a la fuerza y la
coerción son las normas y la cultura: una disposición espontánea generalizada a
trabajar basada en algún tipo de ethos público. Las normas culturales
que promueven el valor del trabajo o algún tipo de ética laboral son formas de
garantizar institucionalmente un suministro constante de mano de obra. La
cultura induce el esfuerzo laboral generando motivaciones internas para
trabajar entre aquellos para los que es normativo y presionando a trabajar a
aquellos para los que no es normativo mediante el uso de estigmas sociales.
Pero dado que los socialistas post-trabajo también quieren utilizar la RBU para
socavar la ética del trabajo y las creencias relacionadas con cualquier deber
de trabajar, este mecanismo cultural tampoco estaría disponible. En algunas
versiones del ideal post-trabajo, uno puede incluso imaginar que habría hostilidad cultural
hacia aquellos que tienen demasiadas ganas de trabajar.
Si la fuerza y la cultura no están
disponibles, el único otro mecanismo institucional serían los incentivos, como
una paga extra por hacer el trabajo necesario. En teoría, se podría imaginar
una sociedad socialista post-trabajo en la que se tomaran decisiones colectivas
para inducir a un número suficiente de personas a trabajar en las áreas
necesarias. Esto requeriría, como mínimo, alguna forma centralizada para
decidir qué se considera trabajo necesario, de modo que los incentivos
políticos estuvieran vinculados a los tipos de trabajo adecuados y no a
cualquier actividad. Ningún proponente de la RBU post-trabajo propuso nunca un
conjunto de instituciones de este tipo de forma plausible, y mucho menos reconoció
por qué podría ser necesario contar con tales instituciones. Hacerlo ya sería
reconocer el sentido en el que la RBU post-trabajo presupone el trabajo del que
dice prescindir. También es difícil imaginar cómo encajaría una estructura de
incentivos planificada con el proyecto cultural post-laboral de eliminar el
estigma de no trabajar. Y hay pocas razones para pensar que, habiendo eliminado
la fuerza y socavado la ética del trabajo, las respuestas individuales a los
incentivos generarían de forma fiable suficiente oferta de mano de obra del
tipo adecuado. Como mínimo, los incentivos necesarios para atraer la mano de
obra necesaria serían extremadamente costosos desde el punto de vista social.
Si nadie se sintiera obligado a hacer su parte de lo que hay que hacer, sólo
unos salarios extremadamente altos atraerían el suficiente esfuerzo constante.
Y la distribución de quién haría entonces ese trabajo necesario sería
arbitraria: quienquiera que desee más los beneficios.
Pero lo más importante es que todo esto
es ad hoc. Los incentivos podrían inducir a un número suficiente
de personas a trabajar, pero de forma autoengañosa e inestable. Esta posición
engaña a todo el mundo sobre la necesidad de que algunos trabajen lo suficiente
para producir lo que se necesita, porque lo presenta como una cuestión de
preferencia personal sobre el ocio y el trabajo. Los que trabajan lo hacen
porque la utilidad personal de los rendimientos supera la utilidad personal de
no trabajar, lo que se parece mucho a cómo la economía neoclásica modela las
elecciones de los trabajadores en el mercado laboral. Esto es inestable porque
el rendimiento continuo de ese trabajo necesario depende de las impredecibles
consecuencias agregadas de las cambiantes preferencias personales de la gente. Las
únicas influencias normativas o culturales estabilizadoras sobre esas
preferencias serían el antagonismo post-laboral hacia el trabajo como algo
necesario u obligatorio.
Al carecer de garantías institucionales
firmes de que se realizaría suficiente trabajo necesario, la utopía del
post-trabajo se vería obligada a dar marcha atrás. Tendría que recurrir a una
intensa campaña ideológica a favor del trabajo o al despliegue de algún tipo de
fuerza institucionalizada. O bien, reconociendo que no habría suficientes
personas para hacer el trabajo necesario produciendo los bienes básicos para
que la gente compre, habría que abandonar una RBU totalmente financiada. Sin
embargo, esto significaría que el trabajo volvería sólo como una especie de
necesidad impuesta externamente, una pesadilla que se inmiscuye en el sueño
post-trabajo, en lugar de como algo libremente organizado por una sociedad que
se enfrentó al reto de organizar la producción de forma directa y consciente.
Por lo tanto, la utopía de la RBU post-trabajo
se autodestruye sin reconocer este hecho. Liberar a la gente de la compulsión
económica y de la ética del trabajo significa vaciar los mecanismos disponibles
que inducen a la gente a trabajar, al tiempo que se niega a reconocer el grado
en que la libertad social presupone el trabajo humano. Cuanto más eficaz sea el
proyecto post-trabajo, menos eficazmente emancipará a todos del trabajo.
El problema no es sólo que el imaginario
post-trabajo presuponga la necesidad de organizar socialmente la producción y
garantizar un suministro adecuado del tipo correcto de mano de obra. Los
pensadores del post-trabajo también nos dan fuertes razones para pensar que el
trabajo necesario no se haría. Incluso si articularan un mecanismo
para identificar qué trabajo es necesario y en qué cantidades, no nos dan
ninguna razón para pensar que habría un suministro adecuado de personas para
hacer ese trabajo.
Ampliar las necesidades
humanas significa ampliar el trabajo necesario
Una vez que reconocemos que el trabajo
necesario debe organizarse institucionalmente, descubrimos otro problema para
la utopía del post-trabajo: el aumento del trabajo necesario. El trabajo
necesario se define en relación con alguna concepción de las necesidades
humanas. En su teoría no hay una concepción bien elaborada de las necesidades.
Una afirmación implícita de muchos argumentos post-laborales es que la RBU es
suficiente porque las necesidades humanas se limitan a las «necesidades
vitales», como la vivienda, la alimentación y el vestido, o a un nivel de vida
«decente». Desde este punto de vista, las necesidades son fijas y están
limitadas por un nivel de subsistencia aceptable. Sin embargo, un pensamiento
estándar de la izquierda es que una sociedad futura vería una expansión de las
necesidades humanas. Ello forma parte de su carácter emancipado. A diferencia
de las sociedades capitalistas, que tienden a reducir las necesidades humanas a
los «medios de subsistencia», o lo que se necesita para subsistir y tener un
acceso tolerable a la cultura, las sociedades socialistas suelen imaginarse
ofreciendo a todos oportunidades para el pleno desarrollo humano. Una sociedad
emancipada libera las necesidades humanas de las limitaciones de la acumulación
de capital. Quizá la expresión más famosa de este ideal expansivo fue la
afirmación de Marx de que, en una sociedad comunista, el trabajo pasaría de ser
un «medio de vida a ser el principal deseo de la vida». Pero cualquier versión
de la misma implica que las personas adquieran necesidades de autodesarrollo y de
contribución significativa de sus capacidades.
Estas necesidades se desarrollan cuando los
trabajadores recuperan el control sobre los medios de producción. Como parte de
ese control, pueden eliminarse muchos trabajos sin futuro o sin sentido,
mientras que el trabajo difícil se comparte, de modo que nadie tenga que pasar
toda su vida haciendo un trabajo rutinario, peligroso o pesado. Por lo tanto,
todo el mundo disfrutará de algo de tiempo libre. Si desean emplear su tiempo
libre para jugar y divertirse, nadie se lo impedirá, puesto que ya han hecho su
parte de lo necesario. Pero la mayoría, se cree, desarrollará la necesidad de
un uso más activo y creativo de sus poderes y habilidades. Querrán dedicarse a
la investigación científica, la exploración de la naturaleza, el diseño y
rediseño de ciudades, la atención y educación de alta calidad, nuevas formas de
música y arte, y muchas otras actividades productivas. El desarrollo y el uso
creativo de alguna habilidad para hacer una contribución social será una necesidad
interior, porque el trabajo en sí mismo se habrá humanizado. El trabajo ya no
será sólo un medio para vivir la vida real en el tiempo fuera del trabajo. Por
el contrario, gran parte del trabajo se convertirá en algo regido no por fines
ajenos sino humanos y realizado en condiciones en las que no estemos
enfrentados unos con otros.
Pero para realizar estas actividades
productivas, todo el mundo necesitará acceder no a medios de consumo sino a
medios de producción. Para empezar, necesitarán recursos que les permitan
descubrir y desarrollar sus habilidades: laboratorios, productos químicos,
metales, materiales de construcción, naves espaciales, instrumentos musicales,
electrónica. Para empezar, imaginemos lo que requerirían unas clases de
ciencias en el instituto con los recursos adecuados si todo el mundo, no sólo
quienes viven en barrios ricos o asisten a colegios privados, recibiera una
educación adecuada, para que pudieran tener una oportunidad real de desarrollar
y ejercitar alguna habilidad compleja. Ahora añadamos todos los medios de
producción que necesitarán los adultos. Los equipos de planificación urbana que
remodelen los sistemas de transporte de masas, los agricultores que
experimenten con nuevos tipos de fertilizantes e irrigación, los ingenieros que
traten de mejorar la capacidad de las máquinas para repararse a sí mismas, los
músicos que organicen conciertos multitudinarios… todos necesitarán amplios
recursos físicos. Añádase a esto el hecho de que la nueva necesidad de
actividad creativa se considerará una necesidad verdaderamente universal en el
sentido de que se aplicará a toda la humanidad en todo el planeta. La
oportunidad material de dedicarse a una actividad compleja y enriquecedora ya
no podría ser el coto especial de una clase selecta de personas con tiempo,
dinero y acceso a recursos escasos. En lugar de ello, todo el mundo tendría que
disfrutar de alguna oportunidad no competitiva para dedicarse a esa
actividad. Y esas oportunidades sólo pueden existir si la sociedad organizó la
producción para dotarla adecuadamente de recursos. La provisión global de tales
recursos requeriría aumentos masivos de la riqueza de los países pobres, y muy
probablemente un aumento considerable del trabajo necesario por parte de los
del Norte para elevar la riqueza material del resto hasta su nivel.
Si las nuevas necesidades para el
autodesarrollo y la actividad contributiva requieren nuevos recursos, y los
nuevos recursos tienen que ser producidos por el trabajo humano, entonces el
trabajo que produce esos recursos es trabajo necesario. Ese trabajo es
necesario para las vidas ampliadas de una sociedad socialista liberada de las
restricciones artificiales a las aspiraciones y al desarrollo humano que impone
el capitalismo. Es necesario para que las personas sean plenamente libres.
Mientras que los socialistas pos-trabajo observaron que gran parte del trabajo
remunerado en el capitalismo es despilfarrador e inútil y que, por lo tanto,
sería eliminado, sacan la conclusión inexacta de que esto significa que el
trabajo o el tiempo total de trabajo humano disminuiría inequívocamente. Como
mínimo, la expansión de las necesidades humanas significa que tenemos razones
para creer que todavía habrá bastante trabajo necesario en una sociedad futura,
incluso si esa sociedad futura es mucho más sofisticada tecnológicamente que la
nuestra.
Muchos teóricos de la RBU post-trabajo
afirman que la gente querrá ser productiva en su tiempo libre, pero no
reconocen la fuerza de esa observación. Por ejemplo, Erik Olin Wright sostiene que una RBU es valiosa para «permitir a la
gente optar por una vida centrada en la actividad creativa en lugar de en los
ingresos generados por el mercado». Weeks, citando a William Morris, dice que
«puede haber para todos los seres vivos “un placer en el ejercicio de sus
energías”», lo que Weeks interpreta como que «también es posible ser creativo
fuera de los límites del trabajo». Tales afirmaciones parecen reconocer el
sentido en que las personas valorarán profundamente la actividad creativa. Pero
no reconocen explícitamente que, desde un punto de vista social, estas
actividades deben considerarse necesidades que requieren recursos. O esos
teóricos están reduciendo ilícita e injustificadamente lo que cuenta como
actividad creativa a una estrecha clase de ocupaciones artísticas o puramente
sociales que requieren pocos recursos físicos, una cuestión a la que volveremos
en breve. Por ahora, la cuestión es que afirmar que la actividad creativa es
una necesidad significa que una sociedad socialista debe garantizar que todo el
mundo disfrute de alguna oportunidad no competitiva de participar en esas
actividades. La mano de obra socialmente organizada para ofrecer todas esas
oportunidades, con los recursos adecuados, tendría que ser tratada como mano de
obra necesaria.
La incapacidad de reconocer la actividad
creativa como una necesidad es una característica de la concepción extrañamente
reductora u orientada al consumo de la necesidad que traquetea en torno al
argumento de la RBU poslaboral. Tanto si estos defensores definen la RBU
mínimamente como la cobertura de la subsistencia básica como si lo definen más
ampliamente como la cobertura de un cierto nivel de confort, su idea central es
que la RBU cubre las necesidades de las personas garantizando un cierto nivel
de consumo. En la utopía post-laboral, no existe ninguna otra obligación social
de garantizar a las personas ningún otro recurso para dedicarse a actividades
productivas.
Pero desde el punto de vista socialista,
eso debe considerarse una concepción ilegítima y extrañamente consumista de las
necesidades humanas. Cualquier sociedad que no produzca suficientes recursos
para que todo el mundo pueda desarrollar alguna capacidad compleja habría
fracasado a la hora de satisfacer las necesidades de las personas, limitando
indebidamente su libertad. En la medida en que los utopistas del
post-trabajo están dispuestos a reconocer la actividad creativa y
contributiva como una necesidad, deben explicar cómo garantizarían
institucionalmente el trabajo adicional necesario que produce los medios de
producción que cada persona necesita, lo que no pueden hacer.
¿Qué queda de la libertad
en la utopía post-laboral? No obligados a trabajar contra tiempo libre para
hacer cosas
Una razón para insistir en este punto sobre
el trabajo necesario y la expansión de las necesidades es que hay una tendencia
a hablar de forma ambigua e indeterminada sobre el tiempo libre en una utopía
post-laboral. Consideremos la siguiente afirmación, bastante típica. El valor
de una RBU es que:
“tal política (…) hace posible un aumento
del tiempo libre. Nos proporciona la capacidad de elegir nuestras vidas:
podemos experimentar y construir vidas no convencionales, eligiendo fomentar
nuestras sensibilidades culturales, intelectuales y físicas en lugar de
trabajar ciegamente para sobrevivir.”
Esta afirmación elude una distinción
crucial: el periodo de tiempo en el que uno no está obligado a trabajar para
sobrevivir no es lo mismo que el periodo de tiempo en el que uno es
efectivamente libre para dedicarse a la actividad creativa. Los teóricos del
post-trabajo presentan el tiempo libre como algo esencialmente negativo. Es el
periodo de tiempo en el que no estás obligado a hacer nada. Sin embargo, hablar
de una política que «nos proporciona la capacidad» de dedicarnos a la actividad
creativa ya no es describir el tiempo libre meramente de forma negativa, sino
también de forma positiva, como presencia de la oportunidad material de
desarrollar y realizar las capacidades creativas. Una RBU no puede comprar los
recursos materiales para construir «vidas no convencionales» o «elegir fomentar
nuestras sensibilidades culturales, intelectuales y físicas». Sólo garantiza a
las personas sus necesidades básicas de consumo. Incluso en sus propios
términos, es como mucho negativamente liberador porque elimina la compulsión
económica. Ningún proponente sugirió nunca que la RBU pueda ampliarse para
incluir la capacidad de adquirir medios de producción adecuados para
actividades científicas, artísticas u otras actividades creativas, ni tampoco
podrían proponerlo razonablemente.
Sin duda es justo calificar de emancipación
el tiempo en que uno no se ve obligado a trabajar. Pero es falso llamar a esa
condición negativa libertad socialista plena, y es engañoso llamarla tiempo
libre. Las concepciones post-laborales del tiempo libre se centran en un tipo
de imposición de los mercados laborales capitalistas —la compulsión de las
necesidades básicas— mientras que evitan otra restricción igualmente
problemática: la falta de acceso a los medios de producción. Desde un punto de
vista socialista, el tiempo libre tiene un contenido positivo. Es el periodo de
tiempo en el que tenemos la oportunidad real, con todos los recursos, de
desarrollar un talento y hacer una contribución. Retomando una frase de Martin Hägglund, el término adecuado no es «tiempo libre»
sino «tiempo libre socialmente disponible». Es decir, tiempo libre en el
contexto de instituciones que ofrezcan una gama de prácticas sociales en las
que las actividades creativas tengan sentido y que produzcan y distribuyan
suficientes recursos para que todos puedan utilizarlos. Si el socialismo
«consiste en liberar a las personas para que puedan dedicarse a actividades que
no pueden describirse simplemente como trabajo u ocio», como sostiene Aaron Benanav, entonces no podemos evitar la
pregunta: «¿Cómo accedería la gente a los recursos que necesita para dedicarse
a sus pasiones?». La visión post-trabajo apenas reconoce la forma de la
pregunta y nos da pocas razones para pensar que puede dar una respuesta
convincente.
Una vez que abrazamos la idea de que el
«tiempo libre socialmente disponible» es una condición positiva del acceso a
los recursos, volvemos al reto que una vida ampliada plantea a nuestro
pensamiento sobre el trabajo. Sin acceso a los medios de producción, las
personas no pueden satisfacer todas sus necesidades. Sólo el trabajo adicional
necesario para producir esos medios de producción puede garantizar a todos un
tiempo verdaderamente libre. Una sociedad de libertad socialista es una
sociedad con cantidades significativas de trabajo necesario.
Una forma en la que algunos defensores de
la RBU podrían intentar sortear este problema es reconociendo la actividad
creativa como una necesidad, pero concibiendo las actividades relevantes como
no intensivas en recursos. Ese enfoque romántico concibe toda la creatividad
por analogía con la poesía o las artes de la conversación y excluiría enormes
franjas de la vida humana, desde las ciencias naturales a la exploración, la
construcción, la planificación urbana y el deporte, incluso algunos tipos de
música y arte intensivo en medios de comunicación. Hay una tradición de
pensamiento liberal que se remonta al menos a Mill,
para quien el «estado estacionario» ideal era aquel en el que la actividad
productiva se reducía al mínimo y el resto del tiempo se dedicaba a desarrollar
virtudes artísticas e intelectuales. Russell y Keynes repitieron
alguna versión de esta idea, y aparece de diversas formas entre algunos
teóricos de la posguerra. Por ejemplo, Frase contrapone la «necesidad de
trabajar por un salario» a la libertad de «explorar lo que significa cuidar de
nosotros mismos y de los demás». Algunos tipos de trabajo significativo o
creativo —la crianza de los hijos, el cuidado de ancianos o enfermos, la
enseñanza, la música— parecen ser fundamentalmente interpersonales o sociales
y, por tanto, no requieren recursos. Pero incluso el trabajo asistencial
requiere bienes físicos, no sólo medicinas o libros, sino juguetes,
suministros, instrumentos y juegos que lo convierten en el tipo de trabajo
contributivo y gratificante que la gente necesita. Por no mencionar que no
podemos restringir razonablemente la definición de trabajo significativo y
contributivo a aquellas actividades que requieren pocos o ningún recurso. Toda
la gama de actividades humanas debería estar socialmente disponible.
Una de las virtudes de la especulación
socialista sobre la abolición del trabajo asalariado debería ser que aclara las
condiciones reales de nuestra existencia. Es una ilusión de la sociedad capitalista
que las opciones laborales puedan ser puramente individuales y voluntarias. El
análisis socialista debería permitir afrontar directa y colectivamente la
cuestión de cómo garantizar el esfuerzo necesario para que todas las
necesidades humanas estén cubiertas y cada uno pueda vivir libremente. Por
ello, la categoría de trabajo necesario puede y debe formar parte del
pensamiento socialista, diferenciándose de la forma históricamente específica
de trabajo asalariado que adopta el trabajo necesario en el capitalismo. Sin
embargo, a pesar de toda la discusión sobre cómo el trabajo asalariado hace que
los trabajos basura parezcan necesarios, ocultando al mismo tiempo la necesidad
de mucho trabajo no remunerado, los socialistas post-trabajo evitan dar el paso
clarificador final de separar el concepto de trabajo necesario de otros
conceptos como trabajo remunerado, trabajo y mano de obra. Abolir el trabajo
asalariado o incluso la forma de valor no significa que también podamos abolir
el problema de cómo organizar y asegurar las contribuciones laborales de tipos
específicos (todas las implicaciones en sentido contrario son engañosas).
Contraargumentos:
Automatización, globalización y la clase arbitraria de ociosos
¿Y si pudiéramos evitar por completo el
problema de la mano de obra necesaria automatizando la producción? ¿No pueden
las máquinas sustituir a los seres humanos? Si estamos siendo verdaderamente
utópicos, entonces deberíamos considerar la realización más atractiva y pura de
los ideales socialistas de libertad. ¿Por qué no pensar que las máquinas harán
prácticamente todo el trabajo duro de producir bienes básicos que la gente
compra o simplemente consume a demanda? Las recientes mejoras tecnológicas en
áreas como la robótica y la informatización parecen ofrecer la perspectiva de
la automatización total, es decir, no sólo la automatización de tal o cual
sector, sino la sustitución completa del trabajo humano por máquinas. En
principio, algo así como un comunismo de lujo totalmente automatizado parece el
horizonte de la libertad humana.
Aunque no cabe duda de que las máquinas
permitieron aumentar enormemente la productividad del trabajo y de que tienen
el potencial de eliminar gran parte de las tareas penosas sin reducir el nivel
de vida, no podemos automatizar el problema del trabajo necesario. No puedo
explicar aquí por qué creo que la automatización total no es posible ni
siquiera en principio y, si lo fuera, por qué sería indeseable. De momento,
merece la pena señalar que la automatización no puede resolver el problema del
trabajo necesario porque (a) algunos tipos de trabajo necesario, como la
educación, la sanidad y el cuidado de los niños, no pueden automatizarse por
completo; (b) algunos tipos de trabajo necesario, desde la construcción a la
agricultura, podrían en principio automatizarse por completo, pero no en un
futuro próximo o incluso a una distancia moderada; (c) muchos tipos de
automatización eliminan algunas tareas pero crean otras nuevas que requieren
seres humanos; y (d) las máquinas tienen que supervisarse y repararse, por lo
que incluso cuando las máquinas sustituyen por completo a los seres humanos, el
trabajo necesario de mantenimiento sigue existiendo. Por no hablar de que no
podemos automatizar la automatización. Automatizar nuestra salida del trabajo
sigue presuponiendo cierta capacidad colectiva para participar en las
decisiones sociales pertinentes sobre qué automatizar. La automatización será
una característica valiosa pero subordinada y sólo parcial de una sociedad
emancipada
Separar producción y
consumo: Globalización y desindustrialización
Si la automatización no elimina el trabajo
necesario, los defensores de la RBU post-trabajo podrían apelar a otra
solución: separar la comunidad de consumidores de la comunidad de productores.
Si los que reciben la RBU no son idénticos a los que trabajan, entonces sería
cierto que todos los que reciben la RBU no estarían obligados a
trabajar (pero sólo porque otros están haciendo el trabajo necesario para
producir los bienes que la gente compra con la RBU). La RBU casi siempre se
presenta como un programa nacional de derechos. Es concebible que todos los
miembros de una misma nación puedan emanciparse de las presiones del mercado
laboral si reciben una RBU y luego compran bienes básicos que ninguno de ellos
se vio obligado a producir porque se produjeron fuera de esa nación-estado. La
liberación del trabajo de los beneficiarios de la RBU presupone aquí el trabajo
de un proletariado global.
El «post-trabajo en un solo país» no es una
visión emancipadora para la izquierda socialista. Es difícil creer que algún
partidario de la RBU acepte esta solución, ya que es tan incompatible con el
igualitarismo y el internacionalismo de la izquierda. Pero sí creo que la
división global del trabajo desempeño un papel tácito a la hora de disimular el
engaño económico sobre si y de qué manera una RBU presupone el trabajo del que
supuestamente nos emancipa. La globalización creó una especie de base material
para mistificar la relación entre consumo y producción, porque gran parte de lo
que compran los consumidores nacionales se produce fuera de su Estado-nación.
Después de todo, es difícil atribuir a las
tecnologías de mejora de la productividad el mérito de que una sociedad del
ocio posterior al trabajo parezca factible. Como señaló Benanav, en las últimas
décadas se produjo un descenso de las tasas de crecimiento de la productividad
junto con una persistente escasez de demanda de mano de obra. Se produjo un
inmenso crecimiento de la oferta mundial de mano de obra y una mayor
circulación de productos básicos producidos en el extranjero. En el contexto de
la desindustrialización de los países centrales y de la globalización de la
división del trabajo, para algunos se hizo posible imaginar un mundo en el que
«nosotros» podemos consumir bienes que no tenemos que producir, ya que la
nación de los consumidores está separada del mundo de los productores. La
nación de consumidores de los países ricos produce mucho menos a nivel
nacional, con una mano de obra nacional mucho más reducida y eficiente. Y una
parte cada vez mayor del trabajo realizado en el país parece estrictamente
innecesario, como un floreciente sector de servicios que atiende las
necesidades exageradas de los ricos. La composición cambiante de la mano de
obra nacional en los países ricos, unida a la expansión de la producción de
bienes básicos en el Sur Global, fue el trasfondo tácito más que el primer
plano explícito de los debates sobre la RBU. Pero eso significa que una de las
cosas que hace aparecer como factible una utopía socialista post-trabajo es que
implica ampliar y radicalizar la actual división global del trabajo.
La clase arbitraria de los
ociosos
La separación de la nación de los
consumidores del mundo de los productores es sólo la versión más desconcertante
de una preocupación general que uno podría tener sobre el pos-trabajo: en la
práctica, la RBU resuelve el problema del trabajo necesario mediante la
creación de una clase arbitraria de holgazanes junto a una clase igualmente
arbitraria de trabajadores. Los que viven de su RBU sin trabajar sólo podrían
hacerlo porque otros fabrican los bienes que compran los no trabajadores.
Aunque algunos defensores de la RBU estuvieron dispuestos a defender la
proposición de que en su mundo ideal algunos trabajarían y otros no, nunca
presentaron esto como una solución a cómo asignar la mano de obra necesaria.
En su lugar, lo presentan como una libre elección entre diferentes estilos de
vida, preferencias o visiones de la buena vida. El «Vago» puede hacer surf y el
«Loco» puede trabajar —por utilizar la famosa terminología de Philipe Van
Parijs— pero, según se dice, cada uno elige libremente cómo emplear su tiempo.
Sin embargo, tanto el «Loco» como el «Perezoso» podrían haber optado
por no trabajar y seguir teniendo acceso a los bienes básicos si en algún lugar
del trasfondo no reconocido alguien más —nebuloso— estuviera haciendo o
estuviera dispuesto a hacer el trabajo necesario.
De nuevo, la cuestión no es que los
pensadores anti-trabajo aceptarían la creación de una clase arbitraria de
holgazanes a escala nacional o global si se enfrentaran directamente al problema
del trabajo necesario. Más bien, en primer lugar, no reconocen el alcance y la
naturaleza del problema. No integran en su pensamiento la forma en que la RBU
presupone una cantidad significativa de trabajo necesario, no dan cuenta de
quién hará ese trabajo ni por qué, y en su lugar presentan a la RBU como una
emancipación de la necesidad de trabajar. Sin una respuesta creíble a cómo se
llevará a cabo el trabajo necesario, son vulnerables a la crítica de que una
RBU sólo podría mantenerse mediante la creación de una clase arbitraria de
holgazanes mantenidos por una clase igualmente arbitraria de trabajadores
Conclusión: ¿Qué queda de
la libertad?
En un pasaje revelador, Frase escribe que
imaginar una sociedad de automatización pura en la que «pueda eliminarse toda necesidad
de trabajo humano en el proceso de producción» es una heurística útil porque
deja de lado cuestiones importantes pero secundarias. «Asumo que todo el
trabajo humano desaparece para evitar enredarme en un debate que atormentó a la
izquierda desde la Revolución Industrial: cómo gestionaría la sociedad
postcapitalista el trabajo y la producción, en ausencia de jefes capitalistas
con control sobre los medios de producción». Frase es más honesto que la
mayoría sobre el hecho de que deja de lado esta cuestión, pero es un problema
que acosa a todos los argumentos que imaginan una sociedad futura en la que la
gente se libera del trabajo entregándoles una RBU. Gran parte de la izquierda
sueña con una sociedad en la que la necesidad de trabajar pueda desaparecer o,
al menos, con una sociedad en la que desaparezca toda presión para trabajar.
Demos un paso atrás y recapitulemos las
formas en que la imagen post-trabajo de una sociedad liberada no puede evitar
el problema del trabajo necesario. Recordemos el primer punto básico de que
para que una RBU sea emancipadora, debe presuponer el mismo trabajo del que
pretende emanciparnos: ¿Quién produciría los bienes que compramos con nuestros
ingresos incondicionales? Se trata de un complejo problema institucional que
habría que resolver antes de cualquier política distributiva. Pero la visión
post-trabajo no incluye tales instituciones y parece incompatible con ellas.
Además, no hay razón para pensar que suficientes personas estarían dispuestas a
hacer el trabajo necesario, porque todas las fuentes de oferta de trabajo
—fuerza, necesidad económica, obligación cultural— habrán sido eliminadas. Peor
aún, la ampliación de las necesidades humanas, de medios de producción y no
sólo de consumo, aumentaría la cantidad de producción necesaria para la plena
libertad social. Para que las personas disfruten de tiempo libre, necesitarán
algo más que la ausencia de la obligación de trabajar. Necesitan los recursos
para hacer uso de ese tiempo. El trabajo necesario, como hecho, como cuestión
política y como problema cultural, reaparece continuamente.
Estos no son meros problemas teóricos; son
políticamente perjudiciales para la izquierda. Los socialistas post-trabajo
tienden a ver la resistencia mayoritaria a una RBU como una confusión cultural
o ideología capitalista, en lugar de como una respuesta razonable por parte de
aquellos que piensan que no podemos simplemente imaginar cuestiones sobre cómo
organizar y distribuir el trabajo. Incluso en sus versiones de derechas, la idea
de que nada es realmente gratis no es del todo irracional: todo lo que
obtenemos gratis, alguien tuvo que producirlo. La derecha distorsiona el hecho
de que sería inaceptable que nadie trabajara para argumentar que la coacción
clasista del capitalismo es aceptable y buena. Esa distorsión de la derecha
puede parecer más atractiva, o al menos más fundamentada, cuando la izquierda
rechaza de plano las ideas totalmente razonables de que todo el mundo debería
hacer alguna parte del trabajo y de que podemos encontrar sentido en el
trabajo. La izquierda sólo puede parecer obtusa y desconectada cuando no da
cuenta de por qué el trabajo necesario se haría mientras afirma liberar a todo
el mundo de cualquier presión para trabajar.
Pero si la visión post-trabajo del trabajo
y la libertad se basa en un engaño, todavía podría capturar un hecho importante
sobre el trabajo. Tal vez el trabajo no sea más que una pura necesidad, un
límite objetivo y natural a nuestra libertad. Desde ese punto de vista, quizá
siga siendo mejor decir que no hay razón para glorificar, admirar, obligar o
crear de cualquier otro modo una ética en torno al trabajo. Tal vez debamos
seguir concediendo a los post-trabajistas que la ética del trabajo es un
dispositivo ideológico para atar a los trabajadores a su explotación.
Pero que algo sea necesario no significa
que no sea libre. Lo necesario también es indeterminado. Es cierto que hay que
trabajar. ¿Pero qué trabajo, por quién y en qué condiciones? Las respuestas a
esas preguntas son normativas y políticas, no naturales o determinadas
externamente para nosotros. Las preferencias, deseos y aspiraciones que cuentan
como necesidades son objeto de debate. Incluso algo tan básico como el hambre,
a pesar de ser una necesidad impuesta por nuestra naturaleza, es indeterminado.
¿Qué alimentos, producidos por qué personas, deberían estar disponibles para
satisfacer nuestras necesidades físicas? ¿Y por qué limitar nuestras
necesidades a la supervivencia física? Como hemos visto, ese nunca fue el punto
de vista de la izquierda. Necesitamos vidas humanas plenas, y podemos decidir
organizar nuestra sociedad para hacer posible el desarrollo y la realización de
nuestras capacidades distintivamente humanas. La naturaleza no nos obliga a
tomar esa decisión: tenemos que tomarla nosotros, colectiva y políticamente.
Si nuestras necesidades son indeterminadas,
también lo es la forma en que organizamos y distribuimos el trabajo. Sí,
alguien tiene que producir alimentos y proporcionar educación. Pero, de nuevo,
eso no nos dice nada sobre quién o cómo realizar esa actividad productiva. Si
el trabajo fuera una mera necesidad impuesta por la naturaleza, totalmente
incompatible con nuestra libertad, entonces ni siquiera existiría una historia
del trabajo, o realmente una historia humana. No tendríamos diferentes modos de
producción, ni podríamos ver la historia como un proceso de autoemancipación
humana de la coacción económica. Que exista esa historia es sólo el primer
recordatorio de que podemos elegir. Pero algunas opciones sobre la organización
del trabajo honran nuestra libertad más que otras. La elección de organizar el
trabajo de una manera que honre esa capacidad de elegir nos llevaría a un modo
específico de producción. Sería una sociedad que hiciera público y explícito el
hecho de que hay que elegir cómo organizar el trabajo. Sería una sociedad en la
que todo el mundo tendría voz y voto en la toma de decisiones sobre la
producción y en la que todo el mundo compartiría libremente el trabajo que hay
que hacer. Todos estos son pensamientos de fondo que siempre conformaron
variedades del socialismo del trabajo compartido, en cuanto a por qué el
trabajo puede ser libre. Puede ser libre cuando aceptamos su necesidad. No nos
hacemos libres escapando de la necesidad sino asumiendo su responsabilidad.
Aceptar esa necesidad implica aceptar no sólo que hay que trabajar sino que
debemos elegir cómo hacerlo. Esa elección, ese enfrentamiento de nuestra
libertad colectiva y de nuestra responsabilidad de elegir, es tan necesaria
como el trabajo mismo. Sólo las sociedades capitalistas han presentado alguna
vez el ideal ilusorio de una sociedad que no requiere tal coordinación, en la
que todo el trabajo es voluntario y nos es socialmente indiferente quién hace
qué o por qué.
La cuestión no es si el trabajo puede ser
una expresión de nuestra libertad, sino cuándo. No puedo exponer aquí todas las
condiciones en las que podemos ser libres no sólo del trabajo sino a través del
trabajo. Pero merece la pena hacer unas últimas observaciones sobre los tipos
de libertad social que posibilita un régimen de trabajo compartido. Uno de
ellos es que podemos recuperar una parte de la visión post-trabajo no atacando
la ética del trabajo sino reconceptualizándola. En una sociedad en la que todo
el mundo está dispuesto a hacer su parte del trabajo necesario, nadie está
obligado a trabajar. Si alguien dejara de hacer lo que tiene que hacer, otros
lo harían, lo que significa que todo el trabajo necesario seguiría haciéndose.
Además, en una sociedad en la que todo el mundo está preparado y dispuesto a
hacer su parte por una cuestión de motivación interna, nadie tendría que hacer
tanto. La jornada de ocho horas podría convertirse en la jornada de cuatro
horas. Ese es el núcleo de la conexión tradicional entre compartir el trabajo y
el ocio en una sociedad socialista. Compartir el trabajo es el camino para
evitar tener que obligar a la gente a trabajar y asegurar el tiempo libre para
todos.
Pero compartir el trabajo no sería slo un
medio para liberar tiempo o evitar forzarlo. Una sociedad organizada
institucionalmente para compartir el trabajo de forma justa cambiaría el
significado del propio trabajo. Permitiría que el trabajo se convirtiera en una
expresión de nuestra solidaridad en lugar de una actividad utilizada contra
nosotros. La parte del trabajo que corresponde a cada persona contribuiría
realmente a proporcionar a todos no sólo alimentos y ropa, sino también las
condiciones en las que cada uno tuviera una oportunidad no competitiva de
desarrollar y aportar sus talentos. Cada acto de trabajo sería una contribución
directa a la libertad de los demás. Eso pondría a cada persona en condiciones
de hacer algo que realmente debería hacer. Y convertir en una obligación social
general que cada uno haga su parte no expresaría una actitud depredadora y
alienante hacia una clase particular, sino que sería una actitud adecuada hacia
cada individuo como persona libre que puede entender por qué debe hacer su
parte. Sólo esperamos que las personas cumplan con sus obligaciones si son
seres libres y racionales que pueden entender qué y por qué pueden tener un
«deber contributivo» en el contexto de instituciones que reparten ese deber de
forma justa. La otra cara de que todo el mundo comparta por igual el trabajo
necesario es que aprovechar nuestras oportunidades de autodesarrollo se
convertiría en algo distinto de lo que es hoy. Hoy en día, esas oportunidades
son escasas y se basan en la explotación de quienes nunca tendrán la parte que
les corresponde. Nos guste o no, cada vez que uno de nosotros aprovecha una de
esas limitadas oportunidades, participa en el cierre de la puerta a los demás.
No somos libres de desarrollar nuestras propias capacidades sin presuponer la
estructura de clases y la dominación de nuestra sociedad. Pero en una sociedad
que genera oportunidades a través del trabajo libremente compartido, adquirimos
una nueva libertad: la libertad de que cada uno se desarrolle a sí mismo sin
impedir que nadie más tenga la libertad de hacer lo mismo.
Si unimos estas ideas, podemos ver que la
libertad que se ofrece es un complejo integrado de diferentes libertades. Un
régimen organizado en torno al reparto de las tareas necesarias ofrece a las
personas libertad para no tener que hacer demasiado, libertad para trabajar
cuando se debe y no sólo por obligación, libertad para que el trabajo sea una
verdadera expresión de nuestra sociabilidad y libertad para desarrollarse
juntos y no a costa de los demás. Se trata de una libertad social tanto porque
sólo se puede conseguir en circunstancias sociales específicas como porque
algunas de estas libertades son libertades para expresar nuestra naturaleza
social.
Pero nada de esto es posible si
consideramos al trabajo como una pura carga. Un error que comete la posición
post-laboral es pensar que la ética del trabajo es ideológica por su propia
naturaleza. La ideología rara vez funciona así. En el caso del trabajo, la
ideología capitalista se apodera de algo verdadero sobre nosotros y lo
distorsiona. La gente tiene buenas razones para pensar que, en principio,
debería estar dispuesta a trabajar, y también tiene razones para pensar que
podría encontrar sentido e incluso creatividad en el trabajo. Pero en el
capitalismo, la única forma de satisfacer ese sentido de finalidad y
solidaridad es encontrar trabajo en condiciones capitalistas. El capitalismo se
apodera del sentido razonable, latentemente socialista, de que debemos hacer
nuestra parte y de que podemos obtener algo del trabajo y lo distorsiona
convirtiéndolo en participación voluntaria en la explotación. El capitalismo
genera incluso la respuesta razonable de que deberíamos simplemente negarnos a
trabajar o retirarnos del trabajo, aunque la resistencia colectiva sea inútil.
Ese es, en cierto sentido, el estado de ánimo general de nuestro tiempo,
marcado más por la gran resignación individualizada que por la militancia
obrera del pasado. Pero ese repliegue está tan cargado ideológicamente como la
ética del trabajo capitalista. Es una concesión a una realidad impuesta por el
capitalismo: que el trabajo sólo puede ser como es aquí y ahora; que la
resistencia es inútil. Las contradicciones de nuestra sociedad hacen que la
ética antitrabajo contemporánea sea tan ideológica como la ética del trabajo.
Si la izquierda quiere tener futuro, no
puede renunciar al trabajo. No es que debamos hacer una concesión a actitudes
muy extendidas sobre conseguir un trabajo, encontrar un estatus en el empleo o
tener que ganarse el pan. Tampoco debemos celebrar ciegamente el trabajo,
insensibles a su forma realmente existente bajo el capitalismo. Más bien, el
punto al que debemos aferrarnos es que la ética del trabajo expresa, de forma
distorsionada, un conjunto de principios razonables que sólo podrían encontrar
su existencia real en una sociedad socialista. Un caso de principios para el
socialismo del trabajo compartido puede y debe hacerse de una manera que se
base en y articule estas actitudes populares razonables. Puede hacerlo no
rechazando sino reformulando la ética del trabajo. Una ética del trabajo
socialista basada en hacer una parte justa de lo que hay que hacer, en querer
compartir las decisiones sobre la organización de ese trabajo y en aprovechar
las oportunidades de autodesarrollo, apoyaría y estabilizaría un conjunto de
instituciones que garantizaran a todos las libertades de las que deberían
disfrutar. Entonces las actitudes subjetivas y las instituciones objetivas se
alinearían. Cuando asumimos la responsabilidad colectiva e individual de la
organización del trabajo necesario, las posibilidades de libertad humana no se
reducen sino que aumentan. Incluso el trabajo necesario, cuando se organiza
adecuadamente, puede ser algo que se haga libremente.
Fuente: https://jacobinlat.com/2024/04/07/el-socialismo-post-laboral-es-una-ilusion-tentadora/
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