«Cuando todo parece perdido, hay que poner manos a la obra comenzando desde el principio» —Antonio Gramsci.
I
LA IZQUIERDA
DESARMADA
5
de octubre.
Fuente: Nueva Revolución. Periodismo Alternativo
Ya no solo
vivimos en una época de degradación ética y de principios, sino incluso, de
penoso debilitamiento ideológico. Parece como si se hubiesen apagado las luces
que durante tanto tiempo alumbraron a una izquierda firme en sus convicciones y
con un sentido claro de la defensa de la dignidad y de la justicia.
Hay que
decirlo alto y claro. La llamada izquierda, en general y en muy distintos
grados, parece estar entrando cada vez más en la trampa tendida por el
capitalismo rampante a nivel planetario. Juega en su campo y con sus reglas,
las que ha impuesto el propio capitalismo. Y así, es imposible ganar. Y lo hace
con un árbitro comprado en ese gran estadio con lucecitas que han construido
llamado “Democracia” mediante un sistema parlamentario basado en la delegación
de voto, en el ‘pórtate bien y quédate en casa’ y ‘no me molestes más hasta
dentro de cuatro años’ que puedes volver a votar para que todo siga
prácticamente igual.
Por Txema García Paredes
La Historia de la humanidad ha
estado plagada de luchas por conseguir una sociedad más justa, un mundo mejor.
Y dentro de estas luchas, están todos los procesos revolucionarios o de
transformación social profunda que se han visto atravesados por enfrentamientos
en los que la violencia armada la han practicado todos los agentes implicados,
tanto las clases poderosas y dominantes que, con la ayuda de los aparatos del
Estado, ejercen el monopolio exclusivo del uso de la fuerza para seguir
manteniendo sus propios privilegios, como aquellos que resisten y combaten la
violencia estructural existente.
¿O es que no existe violencia
estructural y permanente hoy día, incluso más que la que conocimos en épocas
pasadas? ¿No es violencia la ejercida por las transnacionales que se sitúan por
encima de los Estados? ¿Y la del complejo militar-industrial, y la del
oligopolio energético, y la de los laboratorios, y la de las megaempresas
digitales que abanderan la era cibernética?
Pero, incluso, no hace falta que
sean procesos de lucha revolucionaria o de transformación social, para que esa
agresión armada estructural de las principales potencias y de los grupos más
poderosos aparezca en forma salvaje. A fecha de hoy existen 56 guerras activas
a nivel mundial. La gran mayoría de ellas tienen como trasfondo la codicia en
la obtención de los recursos naturales que guardan países y pueblos que, o bien
no pueden defenderse de esta agresión, o sus poblaciones son utilizadas como
carne de cañón para enfrentarse entre ellos mismos, mientras otros se llevan
las ganancias.
Así que, ¿de qué estamos hablando?
Pues, en primer lugar, de algo tan básico como que no hay arquitectura política
ni institución alguna en este planeta (las Naciones Unidas han dado ya sobradas
muestras de su irrelevancia e incapacidad) que sea capaz de encauzar y resolver
los conflictos sin el recurso a la violencia. Y, como corolario a esta
situación, de una pregunta tan básica como necesaria y que está desapareciendo
del horizonte emancipador: ¿Tiene la izquierda que rechazar a posibilidad del
recurso a la lucha armada cuando ya no queda ninguna otra posibilidad de
arreglo pacífico?
Y hay que decir que la izquierda
mundial, en general, está renunciado a que la “resistencia armada” pueda ser
utilizada como forma de defensa, incluso a “comprenderla”, so pena de ser
acusada de “connivencia” con el “terrorismo”. Y lo que está ocurriendo en Gaza
es muy ilustrativo al respecto.
Carlos Varea, profesor de la
Universidad Autónoma de Madrid y miembro destacado del Comité de Solidaridad
con la Causa Árabe (CSCA) y coordinador de la CELSI (Campaña Estatal por el
Levantamiento de las sanciones a Iraq) en la década de 1990 y hasta 2004,
considera que el panorama regional e internacional ha cambiado mucho en estas
dos últimas décadas.
“El problema
en concreto de Palestina, de Gaza, es que hay unos referentes de lucha armada
que han cambiado el perfil de la militancia clásica y, quizás, esa es la razón
por la que la izquierda no se identifica con referencias determinadas, que
ahora son corrientes predominantemente islamistas. Más allá de eso también creo
que hay otra valoración vinculada a la absolutamente desproporcionada respuesta
israelí frente a la acción de Hamas de octubre, en la que ponen en marcha este
proceso de ataque genocida contra Gaza que hace que no se contemple la
consideración de que la respuesta armada siempre va a tener una réplica por
parte de Israel abrumadoramente desoladora para la población palestina. Yo no
tengo clara la actuación de Hamas en octubre, para mi esta organización no es
un referente de resistencia político, quizá porque pertenezco a otra generación
pero, en cualquier caso, lo que no se puede erradicar del debate es el derecho
a la resistencia armada. Otra cuestión es valorar si la respuesta de Israel al
ataque de Hamas estaba medida. Y a mi lo que me preocupa fundamentalmente no es
el derecho del pueblo palestino a resistir sino la capacidad que puedan tener
las organizaciones, en este caso armadas o político-militares como Hamas, de
gestionar la avalancha militar y genocida que está sufriendo la población, es
decir, la gestión de la crisis posterior. Eso es lo que me preocupa, no
cuestionar el derecho a la resistencia armada sino valorar si son capaces las
organizaciones armadas palestinas de proteger a su propia población”.
¿Va a ser quizás el genocidio en
Gaza un punto de inflexión que determine en la práctica una claudicación de la
izquierda en principios fundamentales, como es el del legítimo derecho a la
defensa y a la resistencia armada?
“Yo creo que
no se debe renunciar porque forma parte de la lucha anticolonial, esto es algo
que se inscribe en el marco de una herencia todavía vigente de dominación
colonial. De ahí venimos. Siempre es muy cómodo hablar desde el sillón de
nuestras casas de lo que deben hacer o no los palestinos, pero el principio del
derecho a la resistencia armada es inviolable, en ese sentido está reconocido
como legítimo por organismos internacionales, incluso por las propias Naciones
Unidas. Lo que ocurre es que el pueblo palestino ha ensayado muchas fórmulas de
resistencia militares, pero también de carácter más pacífico, como fueron las
Intifadas, un ensayo de sustituir a la resistencia armada tradicional que había
fracasado, que había sido derrotado por movilizaciones populares y realmente y
ahora, lo que nos encontramos, visto desde fuera, es que estamos en un terrible
callejón sin salida, porque cualquier acción militar, que suelen ser muy
simbólicas como el lanzamiento de cohetes que apenas provocan daños materiales,
a veces simbólicos, pues obtiene una respuesta muy desmesurada, que no deja
margen de maniobra alguno, sobre todo si la comparamos con las terribles
acciones que viene cometiendo regularmente tanto el ejército israelí como los
colonos contra una población palestina indefensa”.
Para Varea,
buena parte de la izquierda organizada “está haciendo un uso
instrumental de la cuestión palestina, de lo que pasa en Gaza. Y se utiliza
como un ladrillo que se lanzan a la cabeza unas y otras formaciones para
reivindicar o para utilizar el sufrimiento del pueblo palestino. Está habiendo
mucho sectarismo con esto entre las organizaciones políticas, algo que
contrasta con el hecho de que la inmensa mayoría de la población en el Estado
español es pro palestina y que, a poco que se le anime a manifestarse bajo
lemas sencillos y directos, lo va a hacer. Insisto, creo que el problema de la
izquierda, en general, es que está haciendo un uso partidista de este drama del
genocidio en Gaza y que no se está movilizando la población. En Madrid, por
ejemplo, se han convocado manifestaciones distintas en fines de semanas
consecutivos y la gente yo sigo pensando que no se moviliza por un lema
concreto o por la letra pequeña de un comunicado sino por lo que está viendo en
la tele, que es tan espantoso, que podría concitar movilizaciones masivas. Mira
Londres o EEUU que están dando una lección de convocatorias unitarias…”.
Luego está
la gran hipocresía que se vive a diario. Mientras Ucrania tiene derecho a
defenderse frente a la agresión armada de Rusia, el pueblo palestino, en
cambio, no lo tiene con respecto a la agresión israelí. ¿Por qué razón? ¿No son
estas dos varas de medir bien distintas? Es más, si lo hace la resistencia
armada palestina, son directamente “terroristas”. Pero si lo hace el Ejército
israelí, por orden de su Gobierno sionista, se considera “legítima
defensa”. “Es evidente. Yo, por mi tradición personal y política no soy
nada filoruso, ni mucho menos a favor de Putin; todo lo contrario. Y creo que a
parte de nuestra izquierda enseguida se le ve el plumero de un viejo
imperialismo soviético estaliniano que hereda Putin y luego también está ese
alineamiento de algunos con Irán que, para mí, no es un referente en absoluto.
Pero es evidente que hay dos varas de medir, sin duda alguna”.
El pasado parece borrado de un
plumazo. ¿Quién resistió el embate del fascismo en Europa durante la II Guerra
Mundial? ¿No fueron milicianos con las armas en la mano? ¿Vamos a borrar de un
plumazo todo lo que significaron las luchas de milicianos, maquis, resistentes,
guerrilleros…?
A la izquierda le están cambiando
los papeles históricos que la caracterizaban y todo indica que lo va aceptando.
Todo en nombre de la “Democracia”. De esas “Democracias” que siguen vendiendo
(o comprando) armas a Israel o comerciando con ese Estado para que siga
perpetrando contra el pueblo palestino un holocausto incluso televisado.
Las preguntas son simples pero nos
interpelan en múltiples direcciones: ¿Dónde queda el derecho a defenderse
cuando te están masacrando? ¿Quién otorga los títulos de víctimas y
victimarios? ¿Permitimos que las reglas de juego en este nuevo orden mundial
las marquen los poderosos o los explotados? ¿En qué situación quedan entonces
las luchas de muchos pueblos o sectores de la población que se ven
absolutamente avasallados por quienes ejercen de manera autoritaria el
monopolio de la fuerza para enfrentar reclamaciones y reivindicaciones
legítimas? ¿Qué consecuencias va a tener esta deriva ideológica, este abandono
de esta referencia de la necesidad de defensa legítima ante las agresiones
armadas?
Carlos Varea
apunta en esta línea que “hay ensayos de resistencia armada en
Cisjordania no alineados con las organizaciones tradicionales palestinas ni con
la autoridad palestina, ni con Hamas ni con los islamistas, y que son limitadas,
pero muy interesantes de seguir. Y todo ello en un momento en que la
desestructuración social y los niveles de agresión social hacen que los límites
de la supervivencia para estos pueblos sean cada vez más estrechos y que su
capacidad de responder o de afrontar lo que está ocurriendo ante la agresión
israelí se reduzca prácticamente a mantenerse como pueblo en el sentido de
identificarse como palestinos”.
Con unas Naciones Unidas totalmente
inoperantes, con unos tribunales internacionales de justicia con nula capacidad
de actuación efectiva, con las principales potencias del Primer Mundo a favor
del agresor israelí, con unos países árabes que han abandonado al pueblo
palestino más allá de cierto postureo político interesado… ¿qué espera la
izquierda mundial que hagan los palestinos? ¿no defenderse?, ¿rendirse?,
¿dejarse masacrar?, ¿contemplar estoicos su propio final?
“La
esperanza yo creo que proviene no de buscar interlocutores políticos en
Palestina o donde sea sino de recuperar la conciencia de que es la capacidad de
resistencia de la población, cuando se pueda recuperar o se pueda normalizar
mínimamente la situación, la que nos dará de nuevo un referente para apoyar y
solidarizarnos con ellos. Y creo también que en la izquierda, como ha ocurrido
en muchos otros procesos, pecamos de una especie de aleccionar a los palestinos
como tienen que afrontar la situación… A mí ya no me queda la capacidad de
valorarlo políticamente…”.
De tanto ceder en la práctica la
izquierda mundial lleva camino de claudicar no solo en conceptos sino en
principios fundamentales. Y esto es el comienzo de una derrota política e
ideológica total. Se ha tragado el sapo de una paz, cuyo sentido es bien
distinto según quien tenga agarrada la sartén por el mango, es decir, la
tecnología militar suficiente para machacar al adversario.
Todo esto no tiene sólo que ver con
un problema que alcanza su máximo expresión ahora en ese campo de concentración
en que ha encerrado a la población palestina en Gaza y Cisjordania. No, es algo
mucho más global. Tiene que ver con una disposición ideológica que, en aras de
un pretendido pacifismo, ha acabado por desarmar hasta el discurso de la propia
izquierda mundial. Igual es que hay que comenzar a cambiar la historia de David
y Goliat porque hemos condenado al primero a la indefensión total.
Fuente: https://info.nodo50.org/La-izquierda-desarmada.html
II
ANTAGONISMO Y REFORMISMO
Este
artículo forma parte de la serie «La izquierda ante el fin de una época», una
colaboración entre Revista Jacobin y la Fundación
Rosa Luxemburgo.
En tiempos de derechización generalizada, los socialistas debemos
convivir. Pero para que la consigna sea algo más que una frase bonita es
necesario que hasta las estrategias más históricamente escindidas aprendan a
entrelazarse: reforma y revolución.
«Cuando
todo parece perdido, hay que poner manos a la obra comenzando desde el
principio» —Antonio Gramsci.
Siguen
vigentes, mutatis
mutandi, las cuestiones de fondo que subyacen a la disyuntiva y la
combinación entre reforma o revolución que han inquietado a tantos socialistas
y fueron problematizadas de manera ejemplar por Rosa Luxemburgo. En nuestros
aciagos días latinoamericanos, atravesados por la derechización y por la crisis
del progresismo y de la izquierda anticapitalista, podemos formular y
problematizar una antinomia solo parcialmente diferente —surgida justamente de
las experiencias políticas de la región en las últimas décadas— entre
reformismo y antagonismo.
Asumir
esta bifurcación evita caer en dos distorsiones generadas por el análisis
centrado en el dualismo populismo-movimientismo. La primera distorsión, de
carácter político, es que asumiendo, sin conceder, que son equivalentes en
tanto tienen vicios en el plano táctico-estratégico, no se puede no reparar en
sus diferencias a nivel ético e ideológico ya que no comparten las mismas
responsabilidades políticas —en términos de impacto— y porque, en todo caso, no
es lo mismo errar de un lado que del otro de la frontera de clase.
La
segunda distorsión, de carácter lógico, es que este dualismo ampara la idea de
una posible y necesaria vía socialista unitaria, la línea correcta que combina
de forma adecuada reformas y revolución y que resuelve el pasaje de la mera
protesta a una política socialista que, apoyándose en la organización y la
lucha social, se realice plenamente en el momento institucional y electoral.
En
contraste con esta postura, creo que la tensión entre reformismo y antagonismo
atraviesa el debate y configura un campo socialista irreductiblemente plural,
ilustrando una incompatibilidad de fondo que tenemos que reconocer y aceptar si
queremos vislumbrar, acorde con los tiempos y los retos que tenemos enfrente,
la posibilidad o la necesidad de una convivencia en lugar de una lucha
fratricida o, mejor dicho, compañericida.
Reformistas y antagonistas
Me permito
simplificar, por necesidad, las coordenadas de la antinomia de las principales
perspectivas socialistas actuales, tipos ideales a través de los cuales agrupo
una serie de expresiones concretas similares, que no idénticas (omito todas las
variantes y las razones de su contraste). A grandes rasgos, los socialistas reformistas apoyan
—más o menos críticamente— a líderes, partidos y gobiernos progresistas, buscan
modificar a la formación socioeconómica capitalista en la medida de lo posible,
se orientan por una noción de hegemonía entendida como ampliación del consenso
y de construcción de un sujeto popular con rasgos clasistas a través de la
combinación de participación electoral y organización social y, cuando es
conveniente, de tácticas de lucha social.
En
contraste, los socialistas que propongo llamar antagonistas son críticos y opositores de los
progresismos, asumen a la lucha social como estrategia y no como táctica,
apuestan a la movilización permanente (subordinando las eventuales incursiones
electorales, cuando son posibles), se oponen radicalmente al modo de producción
capitalista —aunque sin desdeñar la posibilidad de conquistas parciales en su
interior— y pretenden impulsar la autonomía de sujetos clasistas a partir de la
organización desde abajo como base de la construcción de un contrapoder que
dispute la hegemonía existente.
Ambas
corrientes comparten un arsenal teórico marxista —amén de sus interpretaciones
y ramificaciones— y un mismo objetivo de largo plazo. Incluso comparten una
lógica gradualista de acumulación de fuerzas, impuesta por las circunstancias
desfavorables a corrientes que otrora se nutrían de optimismo revolucionario.
Los socialistas se oponen a todas las derechas (no solo a las fascistizantes,
como ocurre con sectores populistas y liberales) pero se separan en la
selección de métodos y trincheras, es decir, en las concepciones de la acción y
de organización política, así como del Estado.
No
hay que perder de vista que, a diferencia del autonomismo, el socialismo
antagonista defiende el valor de la organización partidaria y problematiza,
pero no niega, el lugar y el papel del Estado como ámbito de disputa. Aunque
—hay que reconocerlo— se trata de dos puntos controvertidos que generan
variaciones estratégicas que se suman a las dificultades prácticas por levantar
una alternativa anticapitalista eficaz y atractiva. Por ello el socialismo
antagonista tiende a ser un espacio político-ideológico plural y disperso que
en pocos lugares logra estructurarse y articularse. Un reto de asentamiento
político en tiempos adversos que, con aristas parcialmente diferentes,
enfrentan los socialistas reformistas que optan por convertirse en el ala
izquierda (interna o externa) del progresismo.
Horizontes compartidos y límites de compatibilidad
Socialistas
reformistas y antagonistas comparten un álbum de familia, una historia —con las
distorsiones de la memoria y los rencores acumulados— y, en particular, el peso
de la derrota de los años 70 y de la crisis que le siguió. Comparten también
las esperanzas provocadas en América Latina por el ciclo de luchas
antineoliberales y los gobiernos progresistas de los años 90-2000, que
cambiaron temporalmente la dirección del viento aunque sin modificar el mar de
fondo, la inercia y el sentido del oleaje.
El
«fin de ciclo de la izquierda socialista», si así lo podemos llamar, es un
proceso de mediana duración, al interior del cual vivimos una coyuntura
particularmente difícil, marcada por un endurecimiento de la derechización
política y cultural. En este contexto, a diferencia de épocas de ascenso, los
márgenes de síntesis teórico-práctica entre opciones estratégicas se
desvanecen, mientras que las posibilidades de una convivencia pacífica y,
eventualmente, de una división del trabajo, van aumentando.
Pero
existe —lo hemos constatado a nuestras expensas— una contradicción de fondo,
una incompatibilidad irreductible entre la perspectiva reformista y la
antagonista. Hay que aceptarlo: no hay condiciones ni disposiciones para que
una sola estrategia socialista equilibrada o, si me permiten, ecuménica, se
vuelva hegemónica. Se agotó el margen hipotético para imaginar una estrategia
poulantziana o, al estilo del eurocomunismo, del «partido de lucha y de
gobierno» o del reformismo revolucionario de la Unidad Popular en Chile. De la
misma manera, no se puede pensar que la revolución brotará, tarde o temprano,
espontánea o atizada, y que el socialismo surgirá simplemente desde abajo, sin
eficaces mediaciones políticas, del seno de las contradicciones del capitalismo
y de la disposición de los trabajadores a comportarse como clase
anticapitalista.
Lo
que está en crisis es la posibilidad misma de la cuadratura teórico-práctica
del círculo revolucionario: la estrategia correcta que combine y sintetice
tácticas desde abajo y hacia arriba. Por atinado que pueda sonar en términos
lógicos, el planteamiento ecuménico implosiona a la hora de su puesta en práctica.
Los límites del reformismo
En tiempos de
ofensiva capitalista, para la perspectiva antagonista (a la cual adscribo) no
hay reformismo posible, por revolucionario que pretenda ser, que no implique 1)
adoptar una postura defensiva (conservadora) que deja espacio a la derecha; 2)
capitular sobre cuestiones fundamentales en términos de políticas públicas y de
cultura política; 3) instalar modalidades conciliadoras, pasivizadoras y
transformistas que atentan contra la dinámica del conflicto de clase, principio
antagonista sin el cual no hay izquierda anticapitalista y socialista posible.
La
experiencia latinoamericana ha mostrado de sobra cómo los progresismos o
populismos de izquierda, detrás de la ilusión de retomar la ofensiva en clave
anti y posneoliberal, introyectaban una serie de principios y de reglas del
juego capitalista aun cuando buscaban (y, en buena medida, lograban) introducir
reformas no irrelevantes ni indiferentes en el plano concreto de las
condiciones materiales de existencia de las clases subalternas en términos de
salida de la pobreza, aumento de su capacidad de consumo y menor represión de
la protesta.
Pero
los subalternos no dejaron de ser tales, no dieron pasos ni saltos subjetivos
autónomos que los empoderaran. Y esta es una cuestión eminentemente estratégica
que una perspectiva socialista y anticapitalista no puede obviar, siempre y
cuando sigamos pensando que la emancipación de los trabajadores será obra de
ellos mismos. La tendencia espontánea de las clases subalternas hacia el conformismo
y conservadurismo es un dato que no elude la cuestión de las responsabilidades
políticas de contener el conflicto y desmontar la acumulación de fuerzas desde
abajo.
Aquí
es donde se inserta un peligroso dualismo analítico: el que opone crisis de dirección
y crisis subjetiva de las masas. La culpa es atribuida a unos u otros según
convenga, argumental y circunstancialmente. En la óptica presente, sin embargo
—y a diferencia de lo que se sostiene desde aquellas lógicas socialistas que
tienden al reformismo— no se puede limitar una estrategia socialista a la
defensa consecuente de las conquistas democráticas y sociales: las tareas
defensivas no pueden ser solamente conservativas, porque tal cosa atrofia e
inhabilita la capacidad para sostener proyectos y horizontes emancipatorios en
coyunturas más favorables.
Convivencia socialista
Dicho
esto, sin eludir la confrontación franca y abierta (pero sana y constructiva)
entre perspectivas socialistas necesariamente distintas y separadas, y
particularmente a la luz de derechización en curso, habría que poder establecer
criterios de convivencia o de compatibilidad circunstancial. Ya que, con todas
sus diferencias, compartimos un pasado y un destino común, así como ciclos de
ascenso y descenso generalmente paralelos. Paradójicamente, no solo debería ser
aceptable sino bienvenida la realpolitik «minimalista»
del mal menor electoral que adoptan muchos socialistas antagonistas en países
(como México) donde no existen opciones electorales de izquierda radical (como
en Argentina) en lugar de optar por un «espléndido aislamiento».
Por
otra parte, los brotes «espontáneos» de luchas e inclusive de estallidos y
rebeliones, a pesar de sus inobjetables límites políticos y organizativos,
deberían ser vistos, festejados y acompañados por socialistas reformistas como
demostraciones disruptivas de fuerza popular que rompen equilibrios
conservadores y abren posibilidades acumulación política y electoral (que
suelen ocurrir como consecuencia de protestas masivas).
Obviamente,
es más fácil pensar en cierta convergencia natural en coyunturas en las que el
progresismo está en la oposición a gobiernos de derechas, cuando afloran
reflejos del tipo frente popular o frente único, según los casos. Cuando el
progresismo se vuelve gobierno, la brecha se agiganta y parece insuperable. Y,
sin embargo, requerimos instalar en la duración dinámicas y formas de
competencia y confrontación que no sean a suma cero, que no impliquen la
negación y aniquilación política del otro, el socialista de al lado. Formas de
coexistencia que deben asentarse en vínculos personales de respeto y
compañerismo, como pasó durante el breve tiempo de la experiencia de la Unidad
Popular alrededor de Allende, que permitan el doble movimiento que requerimos impulsar:
reformas y revolución.
¿Cómo
pensamos calentar las aguas heladas del cálculo egoísta de la sociedad
capitalista si no lo logramos entibiar las relaciones entre nosotros, si no
somos capaces de poner en marcha un sano ejercicio prefigurativo al interior
del movimiento socialista en la óptica de una sociedad sin opresores ni
oprimidos? Lamentablemente, el sectarismo es un mal endémico en la izquierda,
tanto en tiempos de ascenso (en la disputa por quién tendrá el control del
proceso y del movimiento) como en tiempos de reflujo (cuando se rapiñan de
forma igualmente mezquina los reducidos espacios de sobrevivencia), y con
frecuencia se expresa bajo la forma de repliegue identitario en periodos de
reflujo o de autosuficiencia en etapas expansivas.
Pero
si compartimos la idea de que la crisis de la dirección es algo importante pero
no decisivo —sin por ello cargar toda la culpa a las masas—, es posible bajar
el nivel de enfrentamiento entre compañeros y asumir el diálogo crítico como un
principio de educación y de cultura socialista. La esperanza es que, algún día,
no solo respetando sino aprovechando nuestras
diferencias, logremos articular una sola estrategia socialista eficaz a partir
de la división política del trabajo revolucionario: de cada quien según sus
capacidades.
Fuente: https://jacobinlat.com/2024/10/antagonismo-y-reformismo/
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