domingo, 27 de octubre de 2024

DEBATES SOBRE LA ESTRATEGIA EN CONTEXTOS DE LUCHA HEGEMÓNICA



La izquierda debería recuperar el sentido original del concepto de «reformismo»: no como conjunto de reformas al capitalismo para volverlo «más humano», sino como forma de avanzar hacia el socialismo.

Javier Balsa

Más de cien años separan nuestro presente de los primeros interrogantes a propósito de la estrategia política de la izquierda en contextos de democracias representativas, iniciados por Engels y continuados por Gramsci. Pero la pregunta continúa: ¿cómo disputar, desde la izquierda, la dirección de la sociedad? Aquí van algunas ideas.

Este artículo forma parte de la serie «La izquierda ante el fin de una época», una colaboración entre Revista Jacobin y la Fundación Rosa Luxemburgo.

 

En marzo de 2024, una veintena de interesados e interesadas en la obra de Antonio Gramsci de Brasil, Chile, Colombia, Cuba, México y Argentina nos reunimos una semana en una isla del Delta del Paraná a debatir sobre distintas cuestiones teóricas presentes en sus escritos y su utilidad para dar cuenta de la compleja realidad actual, en el marco del III Taller-Escuela Latinoamericano de Estudios Gramscianos. Me tocó el desafío de hacer una breve exposición para abrir la acalorada discusión sobre cuál es el aporte de Gramsci para diseñar la estrategia política actual.

El texto de esa exposición, que además recogió algunos de los planteos que surgieron entonces, acaba de ser publicado en Cuadernos Marxistas (Balsa, 2024a). El presente artículo reproduce esencialmente esa publicación, con el agregado de algunas reflexiones adicionales que me surgieron a partir de la reciente lectura del número 10 de Jacobin, ya que varias de sus notas se centran en cuestiones muy cercanas a las tratadas en aquella exposición.

El debate sobre la estrategia política adquiere nuevas urgencias en un contexto de avance de la ultraderecha y, en particular, ante el efecto desmoralizador que puede generar en la militancia su acceso al control del Estado y la concreción de sus políticas. Se abre un escenario en el que es necesario combinar la resistencia con la disputa de la hegemonía, de modo de evitar volver a la situación de derrota de los años noventa cuando, en la mayoría de los países, toda disputa electoral se daba al interior de la hegemonía neoliberal y las acciones de resistencia no lograban articularse con propuestas que se presentaran capaces de dirigir la sociedad.

Evitar esta disociación es lo que permitirá potenciar el espíritu resistente y, a la vez, debilitar la posibilidad de que se imponga una hegemonía del proyecto ultra neoliberal autoritario. Es que, justamente, es la visualización de proyectos alternativos lo que no solo potencia las actitudes resistentes, sino que también reduce, recursivamente, la viabilidad económica del programa dominante (Balsa, 2022a). Pero para poder articular estos dos planos —resistencia y disputa de la hegemonía— precisamos recuperar la tradición de un debate franco y claro sobre la estrategia política, que permita que toda la militancia entienda qué se está procurando lograr.

El debate sobre la estrategia de la izquierda podría decirse que fue inaugurado por Marx en La lucha de clases en Francia, 1848-1850 El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Sobre todo en el segundo texto, Marx insiste en que la carencia de claridad conceptual condujo a la falta de una estrategia consciente. Cuando escribe que los hombres hacen su historia «bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y transmite el pasado», no se está refiriendo a las condiciones materiales de existencia (como, lamentablemente, muchos analistas han interpretado erróneamente y empleado en forma distorsionada).

Por el contrario, la frase se continúa con el planteo de que «la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos». Por lo tanto, cuando se disponen a hacer la revolución «conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y ese lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal» (Marx, 1852: 10). Fue este desfasaje semiótico —y, por lo tanto, conceptual— lo que impidió a los hombres hacer verdaderamente su historia. En El dieciocho Brumario se observa que Marx ha tomado conciencia de que los intereses de las clases no emergen de forma automática, ni siquiera son develados por la mera lucha política, sino que es imprescindible la lucha ideológica y la reflexión autocrítica sobre las experiencias políticas[1].

Casi todos los «clásicos» del marxismo estuvieron preocupados y ocupados en pensar, escribir y tratar de concretar las mejores estrategias, analizando los cambios en los contextos y la necesidad de rediseñarlas en consecuencia. Así estimularon el debate público sobre la estrategia, pues concibieron la emancipación como obra de los propios subalternos y subalternas, y no como un arte reservado a la dirigencia.

Sin embargo, durante el siglo XX, una serie de factores fueron reduciendo este debate hasta casi hacerlo desaparecer. Incluso los avances en la capacidad de disputar la hegemonía que se lograron durante el siglo XXI —en particular en América Latina—, carecieron de un correlato en términos de reflexión sobre la estrategia socialista. Ya en 2009 Emir Sader señalaba tempranamente este déficit y alertaba de los problemas que podía conllevar. Este artículo procura aportar algunos elementos a este necesario debate, desde una perspectiva que recupera especialmente las reflexiones de Antonio Gramsci.

De la «revolución permanente» a lucha en el marco de la democracia representativa

La recuperación del pensamiento gramsciano no es casual ni un capricho. Por el contrario, se debe a que gran parte de las reflexiones contenidas en los Cuadernos de la cárcel tienen como motivación el repensar la estrategia en el contexto de la dominación hegemónica que la burguesía había ido imponiendo desde fines del siglo XIX en Europa central y occidental. Se trata este de un tipo de dominación que hoy se ha expandido a buena parte del mundo; de allí la vigencia del aporte gramsciano.

Esta dominación se basó en la progresiva concreción de demandas «democráticas» (en general a través de «revoluciones sin revolución», tal como lo analiza Gramsci), de modo que, al menos para los países centrales, la estrategia de la «revolución permanente» quedaba desactualizada. Esta consistía en prolongar la revolución burguesa hacia una revolución socialista, tal como la habían sistematizado Marx y Engels en 1850: frente al deseo de «la democrática pequeña burguesía» de «que la revolución terminase tan pronto ha visto sus aspiraciones más o menos satisfechas», propusieron «hacer la revolución permanente, mantenerla en marcha hasta que todas las clases poseedoras y dominantes sean desprovistas de su poder, hasta que la maquinaria gubernamental sea ocupada por el proletariado». Para ello recomendaban «actuar de tal manera que la excitación revolucionaria no desaparezca inmediatamente después de la victoria», y finalizaban el texto proponiendo que el «grito de guerra debe ser: “La Revolución permanente”» (Marx y Engels, 1850).

Este planteo fue luego retomado por León Trotsky en su formulación de la estrategia para la Rusia de comienzos de siglo: como, a pesar de ser una revolución burguesa (por «sus tareas objetivas inmediatas»), era muy probable que se instaurara el «dominio político del proletariado», este desde el poder impulsaría «su revolución socialista» (Trotsky, 1906: 44). En 1919 sistematizó aquella idea: «el proletariado, pues, llegado al poder, no debe limitarse al marco de la democracia burguesa sino que tiene que desplegar la táctica de la revolución permanente», lo cual significaba «anular los límites entre el programa mínimo y el máximo» (Trotsky, 1919: 103). Más tarde, resumió: «La revolución democrática se transforma directamente en socialista, convirtiéndose con ello en permanente» (1929: 169).

En líneas generales, los procesos revolucionarios del siglo XX desplegaron primero revoluciones antidictatoriales, democráticas o anticoloniales que empalmaron rápidamente en revoluciones que manifestaban tender al socialismo (Rusia, China, Vietnam, Cuba, Angola, Mozambique y Nicaragua, entre otros). De modo que se aproximarían a la dinámica de la «revolución permanente», más allá que predominaran enunciaciones más vinculadas con la idea leninista de la «dictadura democrática de obreros y campesinos».

Gramsci reconoce que, en el caso ruso, la corriente leninista terminó aplicando «de hecho», en forma «adaptada al tiempo y al lugar», la estrategia propuesta por Trotsky (Gramsci, 1999: tomo 5: 406 [CC19§24]). En la mayoría de las experiencias revolucionarias, la forma de acceso al poder se basó en un esquema insurreccional, con mayor presencia de masas o con papeles más activos de vanguardias armadas.

Sin embargo, esta estrategia no ha tenido ningún éxito en los países en los que se instauró una democracia representativa en los marcos de la dominación burguesa. Como destaca Martín Mosquera en el #10 de Revista Jacobin, «la idea de una insurrección armada contra el gobierno nunca logró más que un apoyo muy minoritario en la clase trabajadora, incluso en momentos de intensa agitación social». Y agrega que el problema no ha quedado reducido a los países centrales: la «progresiva “occidentalización” del mundo», apunta, volvió necesario

formular un enfoque estratégico que se corresponda con un mundo donde mayoritariamente se consolidó un Estado complejo y ramificado en la sociedad civil, en el que la burguesía tiene una fuerza social muy superior a la de los países que vivieron triunfos revolucionarios (Rusia, China, Vietnam, Cuba), en el que prevalece un contexto de legalidad para la lucha política e impera la democracia liberal como mecanismo de metabolización estatal de demandas.

Tempranamente, Engels, y luego Gramsci, reflexionaron sobre el cambio en las condiciones objetivas y subjetivas que había quitado vigencia a la «revolución permanente». Se habían satisfecho buena parte de las demandas «democráticas» —al menos las más formales— y esto dificultaba las estrategias insurreccionales. Sin embargo, se abría la posibilidad de usufructuar la contradicción que Marx había planteado entre sufragio universal y dominación burguesa (más allá de que también había descripto a la república parlamentaria como la mejor forma de organizar esta dominación).

Es que el régimen parlamentario estimula la discusión y la apelación a la opinión pública, lo cual favorecería la toma de conciencia de los sectores populares; además, el sufragio universal le «otorga la posesión del poder político a las clases cuya esclavitud social viene a eternizar: al proletariado, a los campesinos, a los pequeños burgueses. Y a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la burguesía, la priva de las garantías políticas de este poder» (Marx, 1850: 87). De todos modos, Marx también advertía sobre las derivas autoritarias a las que se podía dar lugar con el empleo de los plebiscitos, tal como luego se repitió a lo largo del siglo XX (Balsa, 2019b).

Una primera elaboración sobre estas nuevas formas de dominación y la necesidad de reformular la estrategia socialista la realizó Friedrich Engels en 1895 en su «Introducción» a La lucha de clases en Francia, 1848-1850. Juan Carlos Portantiero (1987: 24-25) afirma que este texto fue un verdadero parteaguas, la primera reflexión autocrítica sobre las expectativas revolucionarias y un examen de las modificaciones producidas por la presencia organizada de las masas, al tiempo que la conquista de la ciudadanía las interiorizaba en el Estado, que así perdía su exterioridad frente a ellas.

En este sentido, Engels planteaba que ya había pasado «la época de los ataques por sorpresa, de las revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de las masas inconscientes». Por el contrario, postulaba que para que ocurriese «una transformación completa de la organización social» tenían que «intervenir directamente las masas, tienen que haber comprendido ya por sí mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y su vida». Y para que esto ocurra era necesario un trabajo ideológico profundo, tal como se estaba haciendo, con gran éxito, en la Alemania de esos años. Y pronosticaba que, «si este avance continúa, antes de terminar el siglo habremos conquistado la mayor parte de las capas intermedias de la sociedad, tanto los pequeños burgueses como los pequeños campesinos y nos habremos convertido en la potencia decisiva del país, ante la que tendrán que inclinarse, quieran o no, todas las demás potencias».

Pero cabe advertir que no pensaba que la burguesía iba a ceder amablemente su lugar dominante. Muy probablemente respondería con «la ruptura de la Constitución, la dictadura, el retorno al absolutismo», ante lo cual, al romperse «el contrato» queda legitimado el uso de la fuerza (Engels, 1895: 35-39). Engels hacía un cuidadoso análisis sobre la no conveniencia de avanzar prematuramente en esta vía insurreccional, pues las condiciones militares habían cambiado sustancialmente en relación a mediados del siglo XIX, tanto en términos armamentísticos como ideológicos por la división del «pueblo».

Si a mediados del siglo, «el soldado […] veía detrás de [la barricada] al “pueblo”», para 1895, los uniformados veían a «rebeldes, a agitadores, a saqueadores, a partidarios del reparto, a la hez de la sociedad», por lo cual «la barricada había perdido su encanto» y también su efectividad político-militar, pues los soldados ya no se sentían inhibidos de cargar contra ellas (Engels, 1895: 29). Se observa su conciencia de las dificultades que un discurso exclusivamente centrado en la clase obrera tenía para garantizar su triunfo insurreccional: «el “pueblo” aparecerá, pues, siempre dividido, con lo cual faltará una formidable palanca, que en 1848 fue de una eficacia extrema» (Engels, 1895: 29).

Toda esta recontextualización de la estrategia política conducía a Engels a privilegiar la lucha ideológica y la capacidad de la dinámica política parlamentaria y de incidencia en la opinión pública que se le abría a la izquierda, buscando evitar entrar en provocaciones y deslizarse hacia la lucha militar. Podría interpretarse que Engels había revisado su posición sobre la democracia contenida en la carta a Bebel de 1884, o al menos sobre lo que denominaba la «democracia pura» que podía ser usada como «la tabla de salvación» de «toda la masa reaccionaria», pues, entonces pensaba que «no puede esperarse que en el momento de la crisis tengamos ya la mayoría del electorado, y, en consecuencia, toda la nación en nuestro apoyo» (Engels, 1884).

Un detalle: en 1921 Lenin (1921: 361) hará referencia a esta carta para justificar la represión a la rebelión de Kronstadt. Sin embargo, la cuestión más general de la lucha ideológica como elemento central de la estrategia política, por encima de las luchas por las reivindicaciones inmediatas y también como forma de articularlas en favor de la disputa por la dirección de la sociedad había sido destacada tempranamente en su ¿Qué hacer?

Lucha ideológica y hegemonía en Lenin

Frente a la falta de estrategia del economicismo (que pensaba en una articulación cuasi-automática entre lucha sindical y lucha revolucionaria), Lenin insistió en la necesidad de una lucha política que construya subjetividades revolucionarias. En este sentido, considero completamente equivocado el planteo de Laclau y Mouffe (1987: 62-63) de que la idea leninista de hegemonía se reducía a una mera alianza de clases que no afectaba la identidad de sus componentes.

Todo lo contrario: Lenin propuso no solo un proceso de articulación de demandas, sino que, además, sugirió que los militantes socialdemócratas se insertasen en las distintas organizaciones populares, las liderasen y concientizasen acerca de la necesidad de estas articulaciones y, sobre todo, de que sintiesen (reparar el plano del sentir, tan importante luego para Gramsci) todas las luchas como parte de una confrontación global contra la autocracia instalando «la idea de que es todo el régimen político el que es malo» (Lenin, 1902: 457-458). Su propuesta era que

el obrero más atrasado comprenderá o sentirá que el estudiante el miembro de una secta, el mujik y el escritor son vejados y atropellados por esa misma fuerza tenebrosa, que tanto lo oprime y lo sojuzga a él en cada paso de su vida, y al sentirlo así experimentará deseos incontenibles de reaccionar y entonces, sabrá organizar hoy una batahola contra los censores, mañana una manifestación ante la casa del gobernador que haya sofocado un alzamiento de campesinos, pasado mañana dará una lección a los gendarmes con sotana que desempeñan el papel de la santa inquisición, etc. (Lenin, 1902: 443-444)

Considero que aquí corresponde hacer una reflexión en torno a si las demandas son dirigidas «hacia el poder» o «contra el poder». Laclau, en su respuesta a la objeción de 2006 de Zizek sobre el hecho de que el populismo siempre está demandando algo al poder en lugar de tratar de destruir el poder (lo cual conduce a Zizek a postular la necesidad de evitar «la tentación populista»), sostiene que esas demandas, en cierta etapa, «pasaron a ser reclamos contra el orden institucional» (Laclau, 2006: 7-8).

Sin embargo, en la práctica, las lógicas políticas de los populismos realmente existentes se centraron más en articular «desde arriba» las demandas que surgían «desde abajo». Por lo tanto, aunque cuestionaban el poder de las élites económicas, tuvieron una dinámica que limitó la creatividad y la organización popular participativa. Pero más allá de esta cuestión del arriba y el abajo, un programa que se limite a la articulación de «demandas» corre el riesgo de que solo se centre en las que provengan de los grupos más activos, que son, muchas veces, minoritarios.

Esto puede dejar a sectores mayoritarios con la sensación de que «han sido olvidados» (por ejemplo, el caso de los varones blancos y heterosexuales frente a este tipo de «progresismo focalizado»), quedando en disponibilidad para la prédica de la ultraderecha (Dubet, 2020). De allí la necesidad de pensar proyectos que disputen la hegemonía con una pretensión de universalidad como horizonte pero también como elemento central de la lucha por la hegemonía.

Es por estos motivos que creo que hoy, más que la articulación de demandas, debemos promover la construcción de proyectos concretos desde abajo que den lugar a la aspiración de características distintas a las de nuestra realidad (desde el reemplazo de la subordinación a las plataformas capitalistas por formas cooperativas, hasta el control de los algoritmos de las redes por comités de usuarios, por mencionar solo dos ejemplos) y que se articulen en un deseo mayor de un nuevo tipo de sociedad. Y este, me parece, era el espíritu de la propuesta de Lenin anteriormente citada.

Si bien en el ¿Qué hacer? Lenin no empleó el término «hegemonía», sí lo hizo en escritos posteriores. Y aquí aclaró, como destaca Gianni Fresu (2016: 140), que la hegemonía no es un pacto, un «mutuo reconocimiento», sino una «lucha», donde se impone quien «lucha con mayor energía» (Lenin, 1905: 73). De hecho, en este esquema de disputas por la hegemonía, Lenin, justamente, analizó cómo las clases «educan» a las otras clases para adaptarlas a su dominación (1911-1912: 420). En esta misma línea, contrapuso una propuesta de izquierda que «excluye la idea de la “hegemonía” de la clase obrera», pues «deben limitarse a la lucha económica, dejando la lucha política a los liberales», a otra propuesta que «deliberadamente define esa misma idea» de hegemonía contra el economismo (1911-1912: 430).

La lucha por la hegemonía: «guerra de posiciones» y «guerra de movimientos»

Las elaboraciones de Gramsci acerca de la estrategia política, sobre todo las contenidas en los Cuadernos, parece ser una continuación de las reflexiones de Engels escritas en la «Introducción» de 1895; aunque nunca hizo referencias explícitas a este texto, seguramente lo leyó pues era parte central de la literatura socialista de la época. Ahora bien, Gramsci reflexionó en la cárcel sobre el fracaso de los intentos revolucionarios de posguerra, pero también sobre la neutralización de la estrategia de avance por la vía electoral o, mirado desde el lado burgués, de la capacidad del capitalismo para recomponer su dominación en el contexto de democracias representativas.

Gramsci analizó la capacidad de la burguesía para dominar a importantes instituciones de la «sociedad civil» y mantener su predominio ideológico y teórico sobre los intelectuales, incluso aquellos «de izquierda». Así, logró conservar niveles de consenso en torno a la continuidad del capitalismo. Una dominación ideológica que excede lo meramente político representacional, a la que la reduce Perry Anderson (1978). Es que, para Gramsci, la cantidad de votos que recoge cada propuesta

es la manifestación terminal de un largo proceso en el que la influencia máxima pertenece precisamente a aquellos que «dedican al Estado y a la nación sus mejores fuerzas», pues las ideas y las opiniones no «nacen» espontáneamente en el cerebro de cada individuo; han tenido un centro de formación, de irradiación, de difusión, de persuasión, un grupo de hombres o incluso un individuo aislado que las ha elaborado y presentado en la forma política de actualidad. (Gramsci, 1999, Tomo 5: 70 [CC13§30])

A partir de estos análisis, Gramsci reformuló la estrategia: no alcanza con ocupar espacios clave en la sociedad política, sino que hay que disputar integralmente la hegemonía. Para estar reflexiones retomó los aportes de Lenin sobre la articulación y la lucha por la hegemonía, y también algunas muy breves indicaciones suyas acerca de la necesidad de modificar la estrategia política en Europa central y occidental.

Recordemos que, en 1920, Lenin había precisado que «lanzar sola a la vanguardia a la batalla decisiva, cuando toda la clase, cuando las grandes masas no han adoptado aún una posición de apoyo directo a esta vanguardia o, al menos, de neutralidad benévola con respecto a ella y no son incapaces por completo de apoyar al adversario, sería no sólo una estupidez, sino, además, un crimen». Y sostuvo que para modificar esto «se precisa [estimular] la propia experiencia política de las masas» (Lenin, 1920: 222-223). Este análisis desembocará en la propuesta de los «frentes únicos». Gramsci conceptualizó estas modificaciones en la estrategia en términos de un cambio de la «guerra de maniobras» a la de «posiciones»:

Me parece que Ilich [Lenin] comprendió que era preciso un cambio de la guerra de maniobras, aplicada victoriosamente en Oriente en el 17, a la guerra de posiciones que era la única posible en Occidente […] Esto es lo que creo que significa la fórmula del «frente único» […] Solo que Ilich no tuvo tiempo de profundizar su fórmula, aun teniendo en cuenta que podía profundizarla solo teóricamente, mientras que la misión fundamental era nacional, o sea que exigía un reconocimiento del terreno y una fijación de los elementos de trinchera y de fortaleza representados por los elementos de la sociedad civil, etcétera.

Y, justo a continuación de esta frase, agregaba una distinción fundamental:

En Oriente el Estado lo era todo, la sociedad civil era primitiva y gelatinosa; en Occidente, entre Estado y sociedad civil había una justa relación y en el temblor del Estado se discernía de inmediato una robusta estructura de la sociedad civil. El Estado era solo una trinchera avanzada, tras la cual se hallaba la robusta cadena de fortalezas y de casamatas; en mayor o menor medida de un Estado a otro, se comprende, pero precisamente esto exigía un cuidadoso reconocimiento de carácter nacional. (Gramsci, 1999, tomo 3: 157, [CC7§16])

En relación a esta diferencia, Gramsci también hizo explícita la influencia del planteo de Trotsky en el IV Congreso de la Internacional Comunista, cuando «hizo una comparación entre el frente oriental y el occidental», recogiendo que la diferencia «se trataría de si la sociedad civil resiste antes o después del asalto» (Gramsci, 1999, tomo 5: 63 [CC13§24]).

Además, es probable que también influyera en la teorización gramsciana sobre la hegemonía (con su insistencia en la cuestión de ser «dirigentes» de las clases aliadas), la reflexión de Lenin acerca de la necesidad de revisar la relación política con el campesinado que condujo a promover la NEP: el «proletariado, como clase dominante» debe «llevar a la práctica las medidas que son necesarias para dirigir al campesinado, establecer una firme alianza con él» (Lenin, 1921: 356)[2].

La base de la reflexión gramsciana no se reduce a una cuestión coyuntural de los años veinte, sino que se ubica en un cambio del tipo de dominación burguesa, que desde 1870 pasó a basarse en la hegemonía, lo que dejó desactualizada la estrategia de la «revolución permanente», propia de un período en el cual «no existían todavía los grandes partidos políticos de masas ni los grandes sindicatos económicos y la sociedad estaba aún, por así decirlo, en un estado de fluidez en muchos aspectos», se encontraba el «aparato estatal relativamente poco desarrollado» y había una «mayor autonomía de la sociedad civil respecto a la actividad estatal».

Por eso ahora cobraba vigencia la nueva «fórmula de la “hegemonía civil”», por lo cual hay que disputar las «organizaciones estatales» y el «complejo de asociaciones en la vida civil», propias de «la estructura masiva de las democracias modernas», que se convierten «para el arte político lo que las “trincheras” y las fortificaciones permanentes del frente en la guerra de posiciones: hacen solamente “parcial” el elemento del movimiento que antes era “toda” la guerra, etcétera» (Gramsci, 1999, tomo 5: 22, [CC13§7]).

Además, en el marco de esta dominación hegemónica, la construcción de subjetividades mucho más integradas reduce para Gramsci el efecto de las crisis económicas y también de la «espontaneidad». Por lo cual, sin dejar de reconocer el valor de los aportes de Rosa Luxembug —de allí que escribiera que «El “librito de Rosa” [Huelga de masas, partidos y sindicatos], más allá del descuido de los elementos “voluntarios” y organizativos, es uno de los documentos más significativos de la teorización de la guerra de maniobras aplicada al arte político» (Gramsci, 1999, tomo 5: 60-61 [CC13§24])—, destacó Gramsci la persistencia de la «superestructuras de la sociedad civil» frente a lo que parecen crisis catastróficas (a las que Luxemburg, pero también las posiciones de la Tercera Internacional frente a la crisis desatada en 1929, consideraban claves para generar una situación revolucionaria):

al menos por lo que respecta a los Estados más avanzados, donde la «sociedad civil» se ha vuelto una estructura muy compleja y resistente a las «irrupciones» catastróficas del elemento económico inmediato (crisis, depresiones, etcétera); las superestructuras de la sociedad civil son como el sistema de trincheras en la guerra moderna. Así como en esta sucedía que un encarnizado ataque de artillería parecía haber destruido todo el sistema defensivo adversario pero por el contrario sólo había destruido la superficie externa, y en el momento del ataque los asaltantes se encontraban frente a una línea defensiva todavía eficaz; ni las tropas asaltantes, por efecto de la crisis, se organizan fulminantemente en el tiempo y en el espacio, ni mucho menos adquieren un espíritu agresivo; a su vez los asaltados no se desmoralizan ni abandonan las defensas, aunque se encuentren entre ruinas, ni pierden la confianza en su propia fuerza y en su futuro. (Gramsci, 1999, tomo 5: 62 [CC13§24])

Para Gramsci resultaba central la batalla ideológica, y propuso una estrategia muy diferente de la que, unos años más tarde, plantearía Trotsky en su Programa de transición. Aquí el eje estaba centrado en la caracterización de que las iniciativas revolucionarias eran bloqueadas por los aparatos burocráticos de la dirección proletaria, por «cobardes» o «traidores». Repárese que Gramsci evitó centrarse en la idea de «traición», lo cual tiene la ventaja de que le permitió eludir la consiguiente necesaria explicación de porqué las masas continuaran siguiendo a los «traidores», como planteó Adam Przeworski (1990: 13).

En cambio, para Trotsky, «solo la lucha, con independencia de sus resultados concretos inmediatos, puede hacer que los trabajadores lleguen a comprender la necesidad de liquidar la esclavitud capitalista» (Trotsky, 1938: 18). Es decir, el eje no estaría centrado en la disputa ideológica, sino en impulsar la lucha, de forma de estimular la percepción de la incapacidad de concretar una serie de demandas existentes («un conjunto de reivindicaciones transitorias, basadas en las condiciones y en la conciencia actual de amplios sectores de la clase obrera») y lograr así, por la propia incapacidad de concretarlas, la toma de conciencia de la necesidad del socialismo para poder hacerlo.

Reaparece, por detrás de esta línea argumental, una cierta desvalorización de la lucha ideológica, que también estaba en su Historia de la revolución rusa, donde planteaba que «el rezagamiento crónico en que se hallan las ideas y relaciones humanas con respecto a las nuevas condiciones objetivas, hasta el momento mismo en que éstas se desploman catastróficamente, por decirlo así, sobre los hombres, es lo que en los períodos revolucionarios engendra ese movimiento exaltado de las ideas y las pasiones» (Trotsky, 1932, tomo I: 26). Por lo cual la clave, como lo retoma Matías Maiello, sería que existieran, «llegado el momento de aquellos grandes choques históricos», «partidos revolucionarios con la suficiente fortaleza para aprovechar políticamente esas situaciones y evitar que la energía desplegada por las masas se disipe en torno a variantes reformistas o caiga en la impotencia frente a los golpes de la reacción» (Maiello, 2022: 26).

La idea implícita es que los partidos revolucionarios poco aportarían hasta ese momento. Como critica Rolando Astarita (1999: 9): la estrategia se basa en «la idea de que la movilización de masas tiende a superar todos los obstáculos los políticos e ideológicos». Maiello, en su valioso libro de 2022 dedicado a recuperar el debate sobre la estrategia, ha realizado un interesante esfuerzo por retomar la perspectiva elaborada por Trotsky en su Programa de transición. Una de sus sistematizaciones más importantes es la de destacar la necesidad de las formas democráticas soviéticas, ya que serían estas formas de organización política participativas las que permitirían ir procesando colectivamente las vicisitudes de los intentos de implementación de las consignas transicionales. Sin embargo, su texto de 2024 podría leerse como cierta corrección a algunos de los planteos contenidos en su libro, porque destaca la importancia de la lucha ideológica.

En la actualidad, frente a una profunda crisis subjetiva de la clase trabajadora asistimos, tal como apunta Henrique Canary en el #10 de Revista Jacobin, a un cierto «mesianismo ultraizquierdista», consistente en reemplazar este factor subjetivo por la «simple existencia de un núcleo revolucionario activo», con la idea errada de que las masas tarde o temprano sabrán reconocer su mérito. Esta posición «se distribuye democráticamente entre todas las corrientes del marxismo, incluyendo diversas aglomeraciones estalinistas que actúan precisamente sobre la base del principio de la “crisis de dirección”», y genera, como su reverso, el apoyo acrítico a «cualquier proceso de lucha o levantamiento, independientemente de su dirección, programa, sentido y estrategia. Todo se justifica porque la entrada en escena de las masas sería el único factor determinante».

En Gramsci, en contraste con Trotsky, el trabajo ideológico de masas es insoslayable. Cabe aclarar que no se reduce a una batalla meramente cultural, desplegada independientemente de la lucha política y de un sentido de transformación social más profunda. Es que, sin estos dos elementos, todo avance progresista-cultural puede terminar siendo fagocitado por la dinámica mercantilizadora del capitalismo. Resulta imprescindible pasar del momento defensivo de los intereses corporativo-económicos, al momento en disputar la hegemonía, lo que implica que «se alcanza la conciencia de que los propios intereses corporativos […] pueden y deben convertirse en intereses de otros grupos subordinados». Así, «las ideologías» «se convierten en “partido”», «situando todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha no en el plano corporativo sino en un plano “universal”, y creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados» (Gramsci, 1999, Tomo 5: 36-37 [CC13§17]). Resulta clave, aunque problemática, la cuestión de la «universalización», pues es lo que tiende a invisibilizar el componente clasista de todo proyecto hegemónico, cuestión que hemos abordado en otro trabajo (Balsa, 2022a).

Partidos, participación y pluralismo

Obsérvese que Gramsci, en su formulación del pasaje a la lucha por la hegemonía, ha debido incluir al «partido» en su argumentación (ausente en la redacción original de este párrafo contenida en el Cuaderno 4§38). Un partido que es pensado como un «nuevo príncipe» y que constituye el «intelectual orgánico» del proletariado. Jodi Dean (2022) ha actualizado esta cuestión a partir del auge de las «multitudes» que ha tenido lugar en las últimas décadas, al tiempo que señala que cierta izquierda, crítica de la forma-partido y con una idealización del individuo, ha obstaculizado que estas movilizaciones masivas se transformaran en un pueblo politizado. De allí que, para Dean, solo el partido puede ofrecer una estructura organizativa y, también, afectiva que rompa la captura del sujeto en las redes del capitalismo comunicativo, ofreciendo la posibilidad de la construcción de un futuro colectivo y popular.

En el caso de América Latina hemos podido observar dos interesantes fenómenos en este sentido. Por un lado, los ciclos de movilizaciones populares masivas han logrado traducirse, directa o indirectamente, en fuerzas políticas que disputaron la hegemonía a las fuerzas neoliberales. La resistencia al neoliberalismo de los años noventa del siglo pasado no quedó en una mera agitación multitudinaria, sino que partidos o frentes políticos (que retomaban, en varios sentidos, los reclamos) se propusieron para disputar la dirección del Estado y de la sociedad y lograron triunfos electorales que les permitieron acceder al poder ejecutivo.

Sin embargo, por otro lado, en la mayoría de los casos, no canalizaron el despliegue de una participación popular que se organizara en la forma de partidos democráticos de masas. De modo que no se estructuró una organización de militantes capaces de decidir los rumbos (en particular dando más profundidad y persistencia los procesos de cambio), ni capaz de defender eficazmente a los gobiernos cuando fueron golpeados por las derechas (aunque, en la mayoría de los casos, lograron reaccionar y retornar al poder estatal)[3].

Borriello y Jager también destacan el «hiperliderazgo» al que la izquierda populista se habría rendido y los problemas que esto trajo a estas mismas fuerzas políticas, con la sustitución de la mediación y la consiguiente «desintermediación» contribuyendo al proceso iniciado en los noventa de la instauración de un sistema de partidos cada vez más fluidos y con disciplinas internas muy débiles. Para estos autores, la actual crisis de la mayoría de estos partidos populistas de izquierda marcaría los límites de estas propuestas que no solo se encontraron con techos electorales inquebrantables y limitaciones para llevar adelante un programa diferenciado del de los partidos socialdemócratas con quienes finalmente se aliaron, sino con generalizadas crisis internas y una escasa capacidad para resolver las mismas. Pero este fenómeno de rupturas y dispersiones no es solo patrimonio de la izquierda populista: como señala Gloria Trogo —también en el último número de Jacobin— esta es una problemática que recorre también a la izquierda anticapitalista de la mayoría de los países, a la que le ha faltado «construir acuerdos programáticos y sólidos sobre el modo de saldar las eventuales diferencias».

La centralidad del partido en la disputa por la hegemonía condujo a Gramsci a formular algunas advertencias acerca del peligro de una deriva hacia un «centralismo burocrático». Una primera manifestación de esta preocupación la encontramos en la carta que enviara a Togliatti para ser entregada al Partido Comunista de la URSS (PCUS). Gramsci señalaba que estaba más cerca de la posición mayoritaria, en particular porque presentaba una perspectiva hegemónica capaz de integrar al campesinado, cuestión que ya le parecía central: «el proletariado no puede llegar a ser clase dominante si no supera esa contradicción con el sacrificio de sus intereses corporativos, no puede mantener la hegemonía y su dictadura si no sacrifica, incluso cuando ya es dominante, esos intereses inmediatos a los intereses generales y permanentes de la clase», y para ello debía incluir a los nepman, campesinos «con todos los bienes de la tierra a su disposición» (Gramsci, 1926: 206).

Sin embargo, Gramsci no dejaba de mencionar que «los camaradas Zinoviev, Trotski y Kamenev […] han sido nuestros maestros» y que «creemos estar seguros de que la mayoría del Comité Central de la URSS no desea supervencer en esa lucha, sino que está dispuesta a evitar las medidas excesivas» (1926: 205-206). Para Manuel Sacristán, «frases como esta motivaron probablemente las reservas de Togliatti respecto de esta carta» y, por lo tanto, nunca la entregó al PCUS. Los Cuadernos advertían, en términos generales, de los peligros de la fetichización de la forma partido que anulaba toda la relación dialéctica entre intelectuales-masa:

si cada uno de los componentes individuales piensa el organismo colectivo como una entidad extraña a sí mismo, es evidente que este organismo no existe ya de hecho, sino que se convierte en un fantasma del intelecto, en un fetiche […] este modo de pensar […] es común para una serie de organismos, desde el Estado a la Nación, los Partidos políticos, etcétera. Es natural que suceda con la Iglesia […] anular todo rastro de democracia interna […] Lo que causa asombro, y es característico, es que el fetichismo de esta especie se reproduce por organismos «voluntarios», de tipo no «público» o estatal, como los partidos y sindicatos [produciendo] una actitud crítica exterior del individuo con respecto al organismo (si la actitud no es de una admiración entusiasta acrítica). En todo caso una relación fetichista. (Gramsci, 1999, Tomo 5: 190-191 [CC15§13])

Esta cuestión de la real participación del conjunto en la dinámica democrática del partido no es solo planteada por cuestiones éticas, sino también porque es la única manera de que surja una línea correcta. Así, en el Cuaderno 16, responde a la pregunta de «quién deberá decidir que una determinada conciencia moral es la que más corresponde a una determinada etapa de desarrollo de las fuerzas productivas», planteando que «nacerán del mismo choque de los pareceres discordes, sin “convencionalidad” y “artificio” sino “naturalmente”», pues «ciertamente no se puede hablar de crear un “papa” especial o una oficina competente» que resuelva la línea correcta (Gramsci, 1999, Tomo 5: 278 [CC16§12]). El juego entre la intelectualidad-dirigente y la base partidaria resultará clave para el éxito de una dinámica emancipatoria[4].

Este mismo razonamiento de la necesidad de la pluralidad de posiciones para poder desplegar una dinámica crítica tendiente al socialismo había sido esgrimido por Rosa Luxemburg en un texto publicado póstumamente: «el presupuesto implícito de la dictadura en el sentido leninista-trotskista es que la transformación socialista es una cuestión para la cual el partido revolucionario tiene siempre preparada en la bolsa una receta, y que sólo se necesita aplicarla enérgicamente». Pero no es así, pues «en nuestro programa apenas poseemos unas pocas observaciones generales…». Sin embargo, «esto no es una carencia, sino justamente un signo de superioridad del socialismo científico sobre el utópico. El sistema socialista será, indefectiblemente, un producto histórico, nacido del aprendizaje de la experiencia» (Luxemburg, 1918: 37). Por lo tanto, «el socialismo, por su propia esencia, no puede ser objeto de autorización ni puede ser introducido por úkase».

Toda la masa popular debe participar. De otra manera, el socialismo es decidido por decreto y aprobado desde la mesa por una docena de intelectuales […] La única vía que conduce al renacimiento es la escuela misma de la vida pública, de la más extensa e irrestricta democracia, de la opinión pública. Lo que desmoraliza es justamente el terror. (Luxemburg, 1918: 37-38)

Resulta increíble la claridad con que Luxemburg vaticinó la deriva autoritaria a la que llevaba la «supresión de la vida política», más allá de la representación a través de los soviets:

Lenin y Trotsky han instituido los soviets como la única representación auténtica de los trabajadores. Pero con la supresión de la vida política en todo el país, los mismos soviets no podrían evitar sufrir una parálisis cada vez más extendida. Sin elecciones generales, sin libertad de prensa y de reunión irrestrictas, sin el libre enfrentamiento de opiniones, y en toda institución pública, la vida se agota, se vuelve aparente y lo único que permanece activo es la burocracia. La vida política se adormece poco a poco: algunas docenas de jefes del partido, de inagotables energías y animados por un infinito idealismo, conducen y gobiernan; entre estos, unos pocos cerebros superiores constituyen la guía efectiva; y una élite de obreros es congregada de vez en cuando para aplaudir los discursos de los jefes y votar con unanimidad disposiciones fabricadas de antemano: es, en el fondo, el predominio de una pandilla. Una dictadura, es verdad, pero no la dictadura del proletariado sino la de un manojo de políticos, es decir, la dictadura en sentido burgués, en el sentido del dominio jacobino. (Luxemburg, 1918: 39)

Obviamente, Luxemburg reconoce las situaciones adversas generadas por la acción de los contrarrevolucionarios y los países imperialistas, sin embargo, advierte que «el riesgo comienza cuando, haciendo de la necesidad una virtud, plasman en la teoría la táctica a la que se vieron empujados por estas dramáticas circunstancias y pretenden recetarla como modelo a emular por el proletariado, como paradigma de la táctica socialista» (Luxemburg, 1918: 42).

Con un siglo de distancia puede comprobarse la necesidad de preservar una institucionalidad democrática participativa y plural. Cuestión que no se resuelve simplemente ni con la autorización a que existan líneas internas dentro del Partido Comunista (que siempre dependerán de la buena voluntad del liderazgo o de la mayoría de esta fuerza política), o a una libertad de acción de «partidos soviéticos» o «revolucionarios», como propuso Trotsky (1938: 52), ya que la determinación de cuáles son los partidos «verdaderamente revolucionarios» y, por lo tanto, «autorizados» también dependerá de los liderazgos o mayorías políticas circunstanciales.

En este sentido, Hugo Chávez, cuando intentó relanzar la idea del socialismo a comienzos del siglo XXI, era claramente consciente de la «mochila» que cargaba esta propuesta por su deriva autoritaria y por eso, en el mismo momento que planteó la necesidad de construir un «poder comunal» en Venezuela, releyó en su alocución presidencial las críticas que Kropotkin le formulara en su carta al propio Lenin en 1920:

Pareció que los soviets iban a servir precisamente para cumplir esta función de crear una organización desde abajo […] Pero […] la influencia dirigente del «Partido» […] ha destruido ya la influencia y energía constructiva que tenían los soviets, esa promisoria institución. En el momento actual, son los comités del «Partido», y no los soviets, quienes llevan la dirección en Rusia, y su organización sufre los defectos de toda organización burocrática. (Kropotkin, citado por Chávez Frías, 2009: 7)

La estrategia de la disputa de la hegemonía y la transición al socialismo

De modo que proyecto político, partido democrático, y dinámica plural y participativa son centrales en la estrategia de lucha por la hegemonía. Estrategia que debe recostarse sobre todo en el despliegue de una «guerra de posiciones», desarrollando un «asedio» al poder burgués (que, de todos modos, será «recíproco») y reservar a un papel más acotado para la «guerra de movimientos». Al respecto, Dal Maso rescata el concepto de «guerra de asedio» «como componente “ofensivo” de la guerra de posición» (2016: 108). Sin embargo, considero que en los Cuadernos de la cárcel toda guerra de posiciones implica un aspecto ofensivo, y de «asedio recíproco» y permanente.

Ahora bien, esta centralidad de la «guerra de posiciones» no excluye que existan momentos claves en los que opere la «guerra de movimientos», ya que es la que permite acceder a los puestos claves del dominio del aparato estatal. En principio, estos accesos podrían darse tanto por la vía insurreccional, como por la vía electoral. Aunque esta última tiende a articularse mejor con la lucha por la hegemonía, estallidos sociales pueden aportar elementos insurreccionales, que sobre todo le brinden más potencia a los avances electorales, en última instancia ineludibles si se quiere instituir un socialismo de base democrática.

Ambas tácticas requerirán de una máxima concentración de fuerzas y de su empleo decidido para alcanzar el objetivo político. Este acceso al poder gubernamental será más fácil y sólido cuánto más se haya avanzado antes en la «guerra de posiciones» ideológica y en las instituciones de la sociedad civil. Pero, además, la consolidación en el control del Estado también dependerá de la capacidad de conseguir el apoyo o, al menos, la neutralidad del aparato militar, es decir, el respeto a las decisiones populares. Este es un plano que no es solo técnico-militar, sino también político-militar, pues los cuadros militares son también sujetos cuya conducta dependerá de sus apreciaciones político-ideológicas[5].

La vía de avances electorales abre la siempre compleja cuestión de la participación en gobiernos de coalición con fuerzas centristas o que no promueven una transición al socialismo. Estos gobiernos de coalición, normalmente centroizquierdistas, generan oportunidades y frustraciones para las izquierdas. Por un lado, tienden a construir un clima político-cultural que permite notorios avances no solo en los niveles de vida de los sectores populares (sobre todo en comparación con el que generan los gobiernos neoliberales), sino también en las capacidades de organización política y sindical y la consiguiente posibilidad de desarrollar la formación política.

No apoyar a estos gobiernos de centroizquierda tiende a alejar a la izquierda de los sectores populares que, además, perciben que la izquierda se desentiende de sus necesidades concretas. Pero, por otro lado, en especial en momentos de crisis económica, estos gobiernos tienden a genera una gran frustración que puede ser capitalizada por la derecha.

Considero que el mayor riesgo para una izquierda que confluya en estos gobiernos de coalición es el de perder independencia ideológica, dejar de pregonar la necesidad de avanzar hacia una sociedad socialista. Por ello creo que es central no abandonar la identidad socialista. Si se retoma la idea de que existirá cierto proceso de transición al socialismo y no una implantación necesariamente rápida del mismo, queda abierta la cuestión de cómo podrían combinarse las medidas de esta etapa con el acceso democrático al poder estatal y la participación en gobiernos de coalición. Pienso que las izquierdas que formen parte de coaliciones populares no deben «descansar» en la denuncia de «traición» o «tibieza» de los sectores moderados de la misma, sino que deberían abordar seriamente las dos cuestiones centrales de esta tensión: el recrear cierto ideal de sociedad socialista al que las masas puedan anhelar llegar, y pensar formas en las que pueda operarse, a partir de estos gobiernos de coalición, la transición al socialismo.

Para ello, la izquierda debería recuperar el sentido original del concepto de «reformismo», habitualmente negativizado por demás en la tradición izquierdista e, incluso, desvirtuado y confundido con posiciones no-reformistas, sino meramente favorables a un «capitalismo humanizado».  Es que la derrota ideológica del reformismo comenzó cuando dejó de ser tal. Creo que existe cierta confusión conceptual con el término «reformismo» que ha tendido a incluir tanto a estrategias de realizar reformas al capitalismo para que sea «más humano», como a la idea original reformista de ir avanzando hacia el socialismo a través de reformas.

El progresivo abandono de este objetivo de trascender el capitalismo por parte de los partidos socialdemócratas (y también de varios de los populismos de izquierda) ha contribuido a que la idea del «reformismo» mute hacia la primera conceptualización. Pero esta no era su acepción original. Como señala Przeworski, el reformismo murió cuando abandonó el programa de nacionalizaciones masivas, adhirió a la propuesta de «libremercado siempre que es posible y la propiedad pública cuando es necesario», y en particular a «la convicción de que el mercado puede dirigirse, y el Estado puede ir transformando a los capitalistas en funcionarios privados de lo público sin alterar la condición judicial de la propiedad privada» (Przeworski, 1990: 53).

Es que, como señalaba Rosa Luxemburg, el problema de las propuestas reformistas que se postularon como una vía hacia al socialismo es que escondían un desvío en el objetivo final que ya no era el fin del capitalismo: «quienes se pronuncian a favor del camino de las reformas legislativas en lugar de —y en contraposición a— la conquista del poder político y de la revolución social, no están realmente eligiendo un camino más calmo, seguro y lento hacia la misma meta, sino una meta distinta» (Luxemburg, 1899: 71). Personalmente, no creo que este desvío sea inherente a la idea de una vía reformista al socialismo. Ahora bien, esto no debe hacernos olvidar las dificultades que sí son inherentes a esta vía, por lo que deberemos trazar estrategias claras que las eviten.

En este sentido, una vez alcanzado el control del aparato estatal (o de porciones clave del mismo) resulta fundamental eludir el estancamiento del proceso de cambio social manteniendo una lógica agonal en la dinámica política (Balsa, 2021). De allí la importancia del ejemplo de Hugo Chávez, que recupera Steve Ellner en Jacobin, con su permanente preocupación por mantener el impulso del «proceso». Considero que el control de este aparato debería ser empleado para profundizar tres líneas de acción de modo que no se limite a una mera victoria electoral: la modificación del sistema político-institucional, la democratización de la dinámica de instituciones claves de la «sociedad civil» y la articulación de diferentes formas de producción sobre la base de la idea de un control democrático de la economía.

En primer lugar, se debería impulsar una reforma de la estructura estatal de modo de ir generando un sistema político-institucional cada vez más participativo. Formas políticas de democracia directa, como el poder comunal o los consejos obreros, pueden combinarse con consultas populares que permitan la toma de decisiones en forma directa (aprovechando las capacidades que la comunicación digital ha abierto). Sin embargo, deben también articularse con la permanencia de instancias representativas, que permitan la presencia de diversidad de perspectivas, aunque sean minoritarias en el conjunto de la ciudadanía. Esta representación no está garantizada en el sistema soviético, pues el delegado es el de la posición mayoritaria.

La existencia de un pluralismo de partidos y de posiciones permitiría que los debates en las bases se asemejen o reproduzcan las discusiones en los parlamentos, permitiendo que se coordinen nacionalmente las posiciones al interior de cada forma participativa de base, de modo de evitar que la posición mayoritaria en el Estado se imponga como única perspectiva en el debate en las bases y terminen reduciendo las discusiones en los órganos comunales a cuestiones locales o meras formalidades. En este sentido, acordamos con que «la columna vertebral debe estar constituida por los soviets, pero también por la Asamblea Constituyente y el sufragio universal» (Luxemburg, 1918: 35).

En segundo lugar, el control del aparato estatal debe ayudar a democratizar las instituciones de la «sociedad civil», en particular los medios de comunicación y las redes sociales, hoy fuertemente oligopolizados o directamente monopolizados. Hay que usar los avances en el Estado para modificar los términos legales e institucionales que regulan a la sociedad civil e inciden en la correlación de fuerzas dentro de ella. Es falso que la no regulación genere «espontáneamente» el pluralismo.

Como señala Guido Liguori (2004: 222), Gramsci no tenía una visión idealizada de la sociedad civil como arena libre, basada en el mero diálogo, pues siempre «existe la lucha por el monopolio de los órganos de la opinión pública» (Gramsci, 1999: Tomo 3: 196-197 [CC7§83]). De modo que «el Estado, que actúa para crear el “conformismo” [operando sobre la opinión pública], no deja a la sociedad civil ninguna espontaneidad» (Liguori, 2006: 25). Garantizar que exista un espacio relativamente unificado de opinión pública (algo que es erosionado por la fragmentación promovida por la oligopolización de los medios y las redes) es clave para que se pueda avanzar en el debate colectivo en un proceso emancipatorio.

Y, en tercer lugar, el poder estatal debe ser usado para impulsar transformaciones en la economía que promuevan su democratización. No podemos prefigurar cómo deberá ser la mejor articulación entre planificación y mercado, entre formas estatales, cooperativas o privadas de producción, etc. Considero que la clave será lograr que las masas deseen autogobernarse y regular democráticamente la dinámica de la sociedad, incluyendo dentro de ella las relaciones de producción.

Esto nos coloca frente a la grave cuestión de cómo lidiar con el poder de veto que tiene la burguesía sobre cualquier programa de reformas demasiado radical. Veto que, como señala Birch (2024), se basa en su capacidad de detener el flujo de inversiones, pues todo Estado, para su supervivencia en los marcos del capitalismo, posee una fuerte dependencia del proceso de acumulación de capital. En este mismo sentido subraya Octavio Colombo la peligrosa deriva política que se genera en contextos de gobiernos progresistas que se encuentran ante crisis de acumulación:

como la clase obrera experimenta la crisis capitalista como una crisis de sus propias condiciones de reproducción y de vida, cuando la parálisis se prolonga se instala la idea de que la única salida es la reconstitución de la acumulación de capital, incluso a expensas de las condiciones laborales y de los derechos adquiridos por la clase trabajadora [y así] las salidas más reaccionarias pasan a tener consenso social por la propia dinámica de la crisis.

Por eso Colombo señala la necesidad de «un quiebre definitivo de ese poder coactivo del capital sobre el conjunto de la sociedad». Ahora bien, considero que debemos profundizar más nuestro conocimiento de los límites de este poder coactivo o la capacidad, que destaca Birch, de la burguesía, más allá de su propia conciencia de clase, para disciplinar a los gobiernos reformistas. En particular, habría que estudiar la posibilidad de revertir el sentido de estas coacciones en los casos en que el poder estatal cuente con una gran fuerza política, como pareciera que sucede en el caso chino.

Existe una difícil tensión entre evitar «imponer un programa revolucionario de ruptura a los reformistas», pues estos son hoy mayoritarios dentro del movimiento de masas, y esto lo único que lograría es eliminar la posibilidad de la unidad (Canary, 2024: 20-21), pero, al mismo tiempo, mantener el proyecto socialista. El arte de una política de izquierda requerirá desarrollar políticas de unidad en esta dirección, tal vez observando cómo la burguesía ha sido mucho más exitosa en evitar, en las coyunturas claves, las divisiones entre quienes sostenían posiciones ultraderechistas y posiciones centristas.

Tendremos que aprender a converger, al menos en los momentos decisivos, entre reformistas y radicales, aunque sin perder el horizonte comunista. Es que para quebrar este poder coactivo de la burguesía y, su reverso, potenciar la capacidad de los sectores populares para dirigir democráticamente la economía, resulta imprescindible reconstruir estos horizontes como algo posible y deseable (incluso una propuesta reformista, para que lo sea realmente, apunta a otro modelo de sociedad). Para ello debemos recrear la utopía, no como mera idealización fantástica, sino como posibilidad de cambiar las valencias de algunos de los procesos contemporáneos (Jameson, 2013: 481 y 494).

En este sentido, la concentración económica, las redes sociales, la robotización y el desarrollo de la inteligencia artificial podrían modificar su significación en la medida en que las decisiones acerca de su implementación estén en manos de la ciudadanía y no de los mega-multimillonarios. Para conseguir reinstalar este deseo de avanzar hacia una sociedad socialista considero que deberíamos profundizar las características de la propuesta. Y para fundar más sólidamente el diseño de la misma, resulta clave desarrollar un proceso investigativo y autocrítico de lo realizado en los intentos de transición al socialismo a lo largo del siglo XX, a fin de diseñar una estrategia que explique cómo evitaremos caer, nuevamente, en el autoritarismo político, la parálisis cultural y el estancamiento económico. De otro modo, nunca lograremos recrear en las masas el deseo del socialismo.

 

Notas

[1] Ver más detalles en Frosini, 2009 y en Balsa, 2019a.

[2] Más detalles en Thomas, 2009: 232-239.

[3] En Balsa (2024b: capítulo 2) pueden consultarse las tensiones que generó en estos procesos su carácter relativamente «jacobino», en tanto el grupo dirigente tendió a ser acotado y con cierta independencia de las representaciones de las clases.

[4] Más detalles sobre esta tensión en Balsa, 2022b.

[5] Véase Gramsci, 1999: tomo 5: 38 [CC13§17].

 

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Fuente: https://jacobinlat.com/2024/10/debates-sobre-la-estrategia-en-contextos-de-lucha-hegemonica/

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