Publicado el 8 de enero de 2024 /
Ya no se
suele hablar del “fin de la historia” por más que estemos en una fase muy
diferente a la que ocupó el “siglo corto”. El canon “totalitario· neoliberal
según el cual ya no había más que hablar, se lo está llevando por delante la
línea de desastres ecológicos y sociales que no dejan lugar para el optimismo,
más bien todo lo contrario-
Desde este
punto de mira conviene revisar la Historia del profesor Carr
cobró en su momento nuevos relieves en un momento como el presente en el que
con la reedición de la «guerra fría», la cuestión del comunismo y de la URSS ha
recobrado sus añejas connotaciones demoníacas, y en la que -como ya ocurrió en
los años cincuenta- una hornada de antiguos liberales izquierdista renegados se
citan a la hora de descalificar como «muy sospechosa» una obra como la suya en
la que se ve el perverso deseo de justificar la URSS, la actuación de un falso
demócrata y científico a la manera de los viejos «compañeros de viaje»
(categoría de la que formaron a veces la peor parte algunos de los
anticomunistas más furibundos de la época), y lo en el mejor de los casos, de
un «ingenuo optimista» ante las conquistas del sistema soviéticos. El propio
Carr en una de sus contadas declaraciones públicas ha replicado con vigor estas
acusaciones y ha subrayado su tras fondo /4.
Uno de los
méritos incuestionables de Carr es de por sí la propia obra. Se trata, sin
lugar a dudas, del trabajo más documentado y riguroso que se ha escrito hasta
el momento sobre la formación de la URSS y su publicación marca un antes y un
después en una bibliografía que por su amplitud sobrepasa a cualquier otro
acontecimiento del siglo, y dentro de la cual el capítulo de los que merecen el
olvido es muy superior a los títulos imperecederos. El mérito siguiente radica
en el equilibrio analítico del autor, tiene su capacidad para no ceder a más
presiones que las exigidas de su propia y exhaustiva investigación. Se puede
hablar en este sentido de un tour de force gigantesco no sólo
por la extrema amplitud de la empresa cuya complejidad desbordó el proyecto
inicial de ocho volúmenes, sino también del esquema mental de un hombre que
empezó su viaje como un conservador opuesto a la utopía revolucionaria y lo
concluyó dominando una concepción de la historia renovada tal como se manifiesta
en su obra teórica ¿Qué es la historia?, que «representó en su
época un valiente ataque contra las ortodoxias de la «guerra fría» y durante
dos decenios ha gozado de merecido renombre por ser la crítica más radical y
accesible de los supuestos que subyacen en la práctica histórica ortodoxa. Es
una mezcla rara de elegancia de viejo estilo y compromiso con el cambio
revolucionario»/5.
El propio
Carr estima en el prefacio de uno de sus volúmenes que todavía queda mucho por
hacer, particularmente en lo que se refiere a los problemas de la política
exterior soviética (no en vano su obra póstuma tiene como eje el VII Congreso
del Komintern), sobre la que existe una inmensa documentación dispersa en los
archivos de numerosos países (por ejemplo, todavía se está por escribir un
estudio serio sobre el papel de la URSS en la España de los años treinta),
sobre todo en los soviéticos que, como es sabido, tienen bloqueado su acceso.
Esto último ha obligado a Carr a investigar en base a un material por lo
general ya conocido, problema que en opinión de expertos como Isaac Deutscher,
Carr ha resuelto, pudiendo afirmar que ((es dudoso que los archivos, cuando
sean abiertos, obliguen al historiador a revisar fundamentalmente el cuadro que
ahora puede formar sobre la base de los materiales ya publicados /6. En otro de
sus prefacios Carr hace constar las inconveniencias pero también las ventajas
que conlleva analizar un tiempo históricamente tan próximo: en pocas
vicisitudes históricas se reflexionó tanto y tan abiertamente sobre los hechos,
y nunca una dirección revolucionaria ha poseído una conciencia histórica tan
extremadamente desarrollada como la tuvo la élite militante y dirigente del
bolchevismo y del primer comunismo internacional.
En su
concepción inicial, que tan claramente se trasluce en los tres primeros tomos
de la obra, Carr es un historiador tradicional, especialmente interesado en las
instituciones -por ejemplo, se explaya con particular interés en la
Constitución soviética y en los problemas diplomáticos, en tanto que los
grandes aspectos de las ideas revolucionarias quedan relegados a pequeños
capítulos aparte-, y asiste con cierto estupor a los grandes avatares
revolucionarios, a las impresionantes acciones de masas, y se orienta hacia los
problemas de la construcción del Estado. Esto resulta bastante más claro en los
primeros volúmenes es lo que se encuentran grandes lagunas.
Algunas de
ellas se refieren a corrientes políticas importantes como la de los partidos
que se reclamaban del socialismo, otros acontecimientos como el de Kronstadt de
1921 que «iluminaron la realidad como un relámpago la noche» (Lenin), y otras
realidades por lo general poco o nada consideradas pero de indudable
importancia como lo fueron la vida cotidiana, los intentos de emancipación de
la mujer o la integración de la cultura judía. El lector interesado en todas
estas cuestiones tendrá que buscar necesariamente lecturas complementarias /7.
Acusaciones similares se han hecho a los apartados siguientes respecto a la
importancia de la Oposición de Izquierda, pero esto resulta ya a nuestro juicio
más discutible.
Como hemos
señalado más atrás, Carr opera un auténtico tour de force para
escapar de una concepción de la historia en la que no habría margen o en la que
los márgenes serían muy estrechos. No hay duda que hay la tentación de una
explicación institucional -la revolución encontró su raison d’étre cuando
halló su raison d’ Etat-, que ha seducido a tantos historiadores.
Según esta explicación, y al igual que ocurrió con otras grandes revoluciones,
la época institucional y burocrática fue la continuación objetivamente
inevitable de la época heroica de la revolución. Dicho con otras palabras:
Stalin fue el realismo y Trotsky la utopía. Quizás sea este el problema más
complejo y difícil que se le presenta a todo el que trata de analizar el
proceso revolucionario soviético, y representa una auténtica piedra de toque a
la que buena parte de especialistas trata de eludir o de zanjar en función de
un parti pris. Carr se enfrenta con el problema con valor y
rehúye cualquier simplificación.
Desmantela
minuciosamente todas las concepciones doctrinarias que hacen concluir el ciclo
revolucionario en una fecha tópico: con Brest-Listovk (los eseristas de
izquierda), en 1920-1921, fechas de la represión del Ejército insurgente de
Ucrania de Maknó y de la insurrección de Kronstadt (definitorias para la
escuela anarquista), instauración de la NEP (para los consejistas),
fallecimiento de Lenin, expulsión de Trotsky, etc…Para Carr está claro que
existe una simultaneidad, una continuidad y una negación, pero trata más de
investigar los hechos que de sacar conclusiones. No descarta – en su famosa
entrevista para la “New Left Review” que hay un cambio cualitativo
trascendental en la década ulterior a la que comprende su estudio, pero sigue
manteniendo su ponderación subrayando las dificultades para analizar todo lo
que ocurrió.
A lo largo
de toda la Historia, Carr atenúa su inclinación hacia una historia hecha para
arriba y no para abajo. En este esquema hayal mismo tiempo un imperativo
objetivo y una opción reformada por parte del autor. No hay que olvidar que
Carr, apegado al protagonismo de la documentación, se encuentra con un material
escrito verticalmente, o sea en el que la historia es hecha por los grandes personajes.
Los soviets, por ejemplo, aparecen como núcleos activos y bulliciosos
encabezados por grandes cabezas. Luego no se hace notar su desvanecimiento y la
caída de estas grandes cabezas (en especial la de Trotsky) parece ser producto
de condiciones ajenas a la decadencia del movimiento de masas. El Estado y los
gobernantes no aparecen, a nuestro juicio, claramente vinculados a la sociedad
ya los movimientos sociales. Naturalmente» este método resulta tanto más
insuficiente cuando lo… que se está estudiando es una revolución, dicho de otra
manera, la quiebra de un Estado ante el embate de una movilización de masas
impresionante. Como dijo Lenin, una revolución social se produce cuando hasta
los sectores sociales más atrasados quieren hacer valer sus exigencias
políticas. Naturalmente, Carr no ignora esto, pero se acerca a ello con la
mentalidad de un profesor apasionado por las medidas políticas. Entiende que,
inexorablemente, la utopía tiende a convertirse en un gobierno estable.
Como toda obra maestra, la de Carr es susceptible de muy diversas lecturas y su
esquema va asumiendo mayor grado de matización y de complejidad en la medida en
que avanza. Esto resulta perceptible en el capítulo de los personajes
protagonistas, quizás porque en el retrato que ofrece planean la influencia de
las famosas biografías de Stalin y Trotsky que escribió Deutscher y que para
Carr son lo más capacitado que se ha escrito sobre la historia de la URSS.
Se ha dicho con cierta insistencia que hay un culto en Carr hacia Lenin -alguien
dijo que ocupaba en la obra un papel análogo al que juega Julio César en la
Historia de Roma de Mommsen-, y que tiende a justificar al propio Stalin.
Esto es un
disparate» a menos que se contemple con ojos como los de David Shub o de Robert
Conquest (al que Martin Amis lee de rodillas ante el gozo de los expertos
mediáticos tipo Antonio Elorza), para los que Lenin fue ante todo el antecesor
de Stalin y éste último la simple encarnación del mal. También en este apartado
hay mucho que decir y serían necesarias más reflexiones para comprender la
posición de Carr. Conocido es el debate (indirecto) que Deutscher desarrolla
con Trotsky sobre e carácter imprescindible de Lenin, que para el historiador
anglopolaco viene a ser una subestimación del propio Trotsky y una concesión de
éste al culto leninista. Carr no entra en la polémica, sin embargo en la obra
la figura de Lenin predomina el escenario de la revolución y el Estado, y
parece que es esta acción la que justifica su actuación previa a la revolución.
Su Lenin es ante todo un gran hombre de Estado y mucho menos un revolucionario,
un gran negador, Es esta tendencia de Carr la que ha hecho que su descripción
de Stalin hayal aparecido como suave (si no positiva) paral muchos
comentaristas, aunque está claro que no esconde ninguna de las deformaciones,
barbaridades y traiciones del «teórico» del «socialismo en un sólo país», una
idea que por lo demás, es plenamente deudora de la fase más moderada de Nikolai
Bujarin.
También
puede aparecer que hay una cierta tendencia en ver las huellas de éste en el
período leninista.
Esta
orientación se hace más nítida a la hora de juzgar actuaciones políticas como
el tratado de Rapallo, la revolución internacional o actitudes como la de
Trotsky que renuncia a emplear su autoridad en el Ejército Rojo para desplazar
del poder a unos adversarios que no se caracterizaban precisamente por su
limpieza política. Las tremendas dificultades con que se encontró el proceso
revolucionario -la guerra civil, las malas cosechas, el descoyuntamiento de la
clase obrera, etc- , llevó a la dirección bolchevique un poco a quemar todo lo
que antes adoraban y adorar lo que antes quemaban. En este contexto hay que
situar actuaciones como la de Kronstadt, la prohibición de las tendencias
organizadas y la búsqueda de salidas internacionales. Deutscher ve un marcado
pesimismo en la incomprensión en Carr; éste plantea que también puede ocurrir
un poco lo contrario: que Deutscher fuera excesivamente optimista. La cuestión
es compleja, y el hecho es que Carr nunca fuerza los datos a favor de una
argumentación apriorística. Lo mismo se puede decir de su actitud ante el drama
de la revolución mundial. Su estudio revela la grave incorrespondencia
existente entre el planteamiento revolucionario y la realidad objetiva.
Los bolcheviques que se enfrentaron ante la gigantesca tarea de una
Internacional para la revolución aquí y ahora, se dieron de bruces con una
situación infinitamente más compleja que la de 1917 y el sustituismo
involuntario de primera hora evidenciaba las carencias de los grupos
revolucionarios locales. Aquí el bosque es particularmente espeso, y asombra la
capacidad de Carr para al menos no perderse en sus vericuetos más inesperados
aunque mantiene una notable sensación de desbordamiento seguramente inevitable
ante una tarea imposible de abarcar en el actual estadio de la documentación y
de investigaciones realizadas. También es comprensible la sensación de que la
trascendencia y la importancia política de la Oposición de Izquierda, que
desfallece ante la inclinación institucionalista del autor.
Sin
embargo, hay que considerar que Carr se atiene a los años veinte y que los
pesos y medidas no pueden los mismos que los que tendrían que comprender una
extensión de la historia hacia la década siguiente en la que el dilema entre la
instauración del «socialismo en un sólo país» y la “revolución permanente»
apareció con mayor nitidez, sobre todo con el ascenso resistible del nazismo y
los desastres de los frentes populares. El balance que se desprende del conjunto
de la obra es una visión detallada y concienzuda de una revolución que planteó
la actualidad del socialismo, pero que no lo pudo resolver. Detalles de mayor o
menor importancia podrán ser cuestionados en su tratamiento, pero difícilmente
alguien podrá hablar de falsificación, deformación o amputación. Se pueden
encontrar lagunas y errores en los enfoques, pero no se podrá subestimar el
hecho de que la obra de Carr sea la primera auténtica visión de conjunto de la
formación del Estado soviético, la primera que trata de abarcar tanto los
hechos revolucionarios y antirrevolucionarios, de las instituciones -incluidas
las menos favorecidas habitualmente por la mirada del historiador- y las
personas, de las organizaciones y las ideas…
Cuando se
ha cumplido cerca de siete décadas desde aquel 1917 que todavía conmueve al
mundo, del acontecimiento más trascendente y subversivo del siglo, el querer
aproximarse con el máximo rigor y honestidad a su verdad, a su rico y complejo
significado -el primero de los cuales es que la revolución socialista es
posible y necesaria-, viene a ser tan difícil como lo pudo ser en la época el
hacerlo sobre revoluciones que, como la inglesa de Cromwell y los puritanos o
la francesa de 1789, señalaron el comienzo de una nueva era, No podemos por
menos que considerar como un síntoma de su vigencia “subversiva» el hecho casi
inaudito de que, después de todo el tiempo transcurrido, no se haya producido
en el país en donde ocurrió -y por extensión en todo el «‘campo socialista»- ni
una sola aportación histórica digna de mención, y que los personajes que se
opusieron rotundamente a Stalin sigan siendo un «tabú».
También
resulta ilustrativo que sea desde la disidencia interna donde hayan surgido las
primeras aportaciones de gran valor /8.
Tampoco
resulta mucho más relevante la bibliografía producida por los adversarios del
bolchevismo, Se pueden encontrar diversos testimonios importantes en la
derecha, así como entre los mencheviques y los anarquistas /9, pero en ningún
caso una obra decisiva. Tampoco es diferente el caso de la historiografía
occidental, que si bien no ha pecado de omisiones sí lo ha hecho por una
continúa labor de amputación tendente a descalificar la obra revolucionaria.
Incluso en los casos más notorios de esta última escuela se trata de títulos
que no han soportado nunca la prueba del tiempo. Efectivamente, nadie se
acuerda actualmente de los producidos durante la primera guerra fría y no se
dan en estos momentos aportaciones para que sean recordadas en el porvenir,
Este carácter perecedero ha resultado especialmente breve en el caso de los
diversos revisionismos» post-estalinianos. La más estricta versión kruschoviana
duró exactamente una década, y las rectificaciones ulteriores siguen
manteniendo lo esencial del viejo manual de Stalin–Jdanov con la particularidad
de que Stalin, aunque pasa a un segundo plano sigue ostentando la
representación del «leninismo» /10, Tampoco ha sido muy diferente el destino
del maoísmo europeo, sobre todo del notable esfuerzo que desarrolló especialmente
Charles Bettelheim, todo un andamiaje que le permitieran encontrar las fórmulas
metodológicas puras y «‘correctas» para producir una versión en la que el
«marxismo leninismo» de Mao apareciera como la “superación” de un balance
global en el que el saldo de Stalin resultaba obligatoriamente positivo. Tras
la muerte de Mao, el propio Bettelheim operaría un notable giro antiestalinista
que ponía por tierra su propia obra sobre la URSS, y denuncio el estalinismo
sin piedad /11.
Un caso
muy diferente ha sido el de la escuela «trotskista», en la que no solamente
sobresalen Trotsky y Deutscher sino también un buen número de escritores
políticos e historiadores de gran valor.
En este
cuadro, la Historia de la Rusia soviética de Carr tiene una primacía apenas
compartida, Se mantendrá al cabo del tiempo como un hito incuestionable a pesar
de las iras de la nueva derecha. Todos los que quieren conocer lo que ocurrió
en Rusia entre 1917 y 1929, todos los historiadores honestos, se verán
obligados a volver sobre ella /12. De muy pocas empresas similares se puede
decir lo mismo. La pena es que esta titánico esfuerzo resultó sepultado por la
ola conservadora de los años ochenta, y en la cual emerge –desde Francia,
“faro” del pensamiento neoliberal- una historiografía que se afirma a partir de
Alexander Soljenitsin, y cuya máxima expresión será El pasado de una ilusión,
de François Furet, que como Robert Service y otros tantos aupados desde los
medias anclados en el canon anticomunista, siguen el camino inverso al de Carr.
Comunista (estalinista) que se convierte a las ideas dominantes, y que aboga
por desplazar la izquierda desde el antifascismo hacia el anticomunismo.
NOTAS:
/1 La obra
está dividida en cuatro partes con un total de 14 tomos que Alianza Universal empezó
a publicar en 1972. La primera parte, La revolución bolchevique (1917-1923)
consta de tres volúmenes. Le sigue El interregno ( 1923¬1924), en uno solo,
Prosigue con El socialismo en un sólo país ( 1924-1926) con cuatro. La última
parte es la más amplia con siete tomos bajo el título común de Bases para una
economía planificada (1926-1929), en los que también ha trabajado R, W, Davies,
director del Centro de Estudios para Rusia y Europa Oriental de la Universidad
de Birmingham.
/2 E. H.
Carr ( 1892-1982), fue educado en Trinity College, de Cambridge donde hizo una
brillante carrera académica. En 1916 ingresó en el servicio diplomático
británico y ocupó puestos de responsabilidad en París y Riga (Letonia). Al
terminar la I Guerra Mundial tomó parte en el Congreso de Paz de Versalles
junto con Arnold Toynbee. Ulteriormente fue nombrado asesor de la Sociedad de
Naciones, cargo que le impulsó a una dura crítica del utopismo de la política
británica desde 1919. Abandonó el cargo en 1936 para ocupar la cátedra Woodrow
Wilson de Relaciones Internacionales de la Universidad de Cardiff (Gales).
Influenciado por Reinhold Niebuhr (que crearía tras la II Guerra Mundial una
escuela de pensamiento basado en el análisis del poder en el sentido de que la
política es, en un sentido, siempre política de poder». Carr criticó a los
metafísicos de la Sociedad de Naciones y apoyó los acuerdos de Munich de 1938.
Un breve paréntesis en su vida académica tuvo lugar desde 1941 a 1946, ocupando
el cargo de subdirector del «The Times». Desde este prestigioso diario
conservador Carr reconoció los nuevos cambios en el reparto de los poderes en
Europa y en el mundo y criticó la fe idealista de los norteamericanos en las
Naciones Unidas. Aunque muy a su manera, Carr fue siempre un conservador
adversario de las utopías. Por esta razón fue subestimado por quienes, como los
discípulos de Bettelheim, lo consideraron ideológicamente incapacitado para
ofrecer una visión “correcta» de la URSS.
/3 En
Herejes y renegados (Ed. Ariel, Barcelona, 1970, p, 110). El libro está
prologado por Carr que se referirá a Deutscher en otros trabajos suyos (por
ejemplo en 1917: Antes y después) y al que se refiere constantemente tanto en
la revisión de parte de su Historia como en bastante de las notas de la obra,
Durante las campañas de criticas contra su obra, Carr ha sido comparado con
Deutscher. El hubiera considerado esto como un gran homenaje.
/4 Véase
al respecto la entrevista aparecida en la «New Left Review» de septiembre de
1977 y que aparece al final de la recopilación De Napoleón a Stalin publicada
por Crítica.
/5)
Raphael Samuel en Historia popular y teoría socialista (Ed. Crítica, Barcelona,
1984, p, 65)
/6
Deutscher, Ibidem, p.
/7 La
bibliografía sobre la mayoría de estos capítulos parciales es inmensa, aunque
sé que en los casos mencionados no parece ser así, Son pocas las obras que
enfocan la vida cotidiana (quizás la más interesante sea la de Anatole Kopp,
Arquitectura y urbanismo soviéticos en los años 20 (Lumen, Barcelona, 1974), o
la cuestión judía (para la que hay que leer la Historia del antisemitismo, de
León Poliakov que editó Muchnick… Aunque no haya sido analizado a fondo no significa
que tengan poca importancia, por ejemplo, el «desencanto» hebreo de la
revolución tal como la encauzó un Stalin antisemita fue decisivo para que el
sionismo se impusiera entre la importante izquierda judía.
/8 En
concreto la obra de Roy A, Medevev, No es ajeno a ello el hecho de que para
éste la verdad sobre la historia de la URSS es un elemento para regenerar el
socialismo y no para derrocarlo.
/9 Entre
los primeros sobresalen las Notas sobre la revolución de Nicolai Sujanov (hay
una edición abreviada en Luis de Caralt), miembro del ala martoviana, y entre
los segundos los escritos de Volin (La revolución desconocida) y de Pietr
Archinoff (Historia del movimiento macknovista), pero en tanto que Sujanov sólo
pretende ofrecer un retrato periodístico fiel, los anarquistas tratan de
establecer un balance entre el bien y el mal siguiendo una línea que separa el
autoritarismo del antiautoritarismo. Pero el gran historiador de la causa
anarquista rusa es Paul Avrich: Los anarquistas rusos (Alianza, Madrid, 1967),
Kronstadt 1921 (recientemente reeditada por Utopía Libertaria, Madrid, 2006)
/10 Para
una critica sobre estos revisionismos ver Ernest Mandel, 30 preguntas y 30
respuestas sobre la historia de la URSS, incluido en la recopilación Sobre la
historia del movimiento obrero, Ed. Fontamara, Barcelona, 1980).
/11 Sobre
la pretenciosidad de la obra de Bettelheim el lector puede consultar el número
extra de la antigua revista El Cárabo, ligada a la ORT y dirigida por Joaquín
Estefanía que con el título de Tiempo de Stalin, y que puede considerarse como
el canto del cisne de la tentativa de rehabilitar el estalinismo
historiográfico. Los discípulos del estructuralista galo dividen la
historiografía en tres campos fundamentales: el burgués, el trotskista y el
marxista-leninista, o sea el correcto que ellos representan. Carr es reconocido
como un investigador incapacitado de «comprender» y Deutscher como un autor
aplaudido por los universitarios anticomunistas. Bettelheim revisó
drásticamente toda su obra “soviética” a raíz de la caída de la “banda de los
cuatro” que había sucedido a Mao.
/12
Actualmente lo más asequible es sin duda el magistral breviario que hizo el
propio Carr con el título de La revolución rusa, 1917-1929, De Lenin a Stalin,
reeditada por la colección de kioscos de Alianza, y luego por diversas
colecciones de libros de kioscos. Como nota curiosa se puede decir que la
primera influencia de Carr en una obra escrita en castellano fue en la de Juan
García Diez, URSS, 1917-1929: de la revolución a la planificación, Guadiana
Publicaciones; Madrid, 1969, García Díez, posteriormente ministro de UCD, había
sido militante del FLP. La obra es una buena síntesis escrita desde una
posición prerrevolucionaria.
Fuente: https://kaosenlared.net/el-debate-sobre-octubre-y-la-urss-no-acabara-nunca/
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