26/06/2018
De la riqueza a la pobreza
El economista ruso-estadounidense Simon
Kuznets, ganador del Premio Nobel de Economía en 1971, dijo alguna vez que
existen cuatro categorías de países: los desarrollados, los subdesarrollados,
Japón y Argentina. ¿Por qué estos dos últimos? El caso del país asiático,
porque constituye un verdadero “milagro”: habiendo sido prácticamente destruido
durante la Segunda Guerra Mundial –con el agregado de dos bombas atómicas sobre
su población civil– en pocos años resurgió monumentalmente, transformándose en
un par de décadas en la segunda economía mundial. El caso de Argentina, por el
contrario, es también digno de estudio (la “paradoja” argentina, pudo
llamársele): ¿cómo fue posible que una sociedad próspera, con elevados índices
de lo que hoy llamaríamos “desarrollo humano”, con abundantes tierras fértiles,
numerosos recursos hídricos, petróleo, un enorme litoral atlántico y un parque
industrial considerable, que para la primera mitad del siglo XX tenía una
pujanza mayor que Canadá, Australia o España, en unos años pudiera descender
tanto, convirtiendo a uno de cada tres de sus habitantes en pobres? ¿Cómo fue
posible eso? ¿Cómo se pudo llegar a esa patética realidad donde buena parte de
su juventud piensa que la única salida que tiene el país… es Ezeiza? (el aeropuerto
internacional).
Hacia 1913 Argentina era el décimo país
del mundo con mayores ingresos per capita. Con el proceso de
sustitución de importaciones, que en realidad empezó antes de la primera
presidencia de Juan Domingo Perón, pero que durante su mandato se acrecentó
poderosamente, la capacidad industrial argentina fue creciendo en forma
exponencial en la primera mitad del siglo pasado. El valor agregado de la
producción manufacturera superó al de la agricultura por primera vez en 1943.
Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa estaba
destrozada y comenzaba su lento proceso de recuperación con la inyección del
Plan Marshall estadounidense, Argentina rebosaba de divisas, siendo la décima
economía mundial. El desarrollismo, como teoría económico-político-social que
encontró en Raúl Prebisch su principal mentor, marcó la época, llevando la
industrialización a niveles insospechados.
A partir del empuje que recibe la
industria nacional durante el gobierno peronista, para finales de la década de
los 50 el país aportaba la mitad de todo el Producto Interno Bruto –PIB– de
Latinoamérica. Además de las tradicionales exportaciones de cereales y carne
vacuna, la industria argentina marcaba época. La producción global era el doble
de la de su vecino Brasil. Junto a ese dinamismo, la sociedad en su conjunto
tenía un nivel comparativamente muy alto con otros países de la región. Los
salarios eran los mejores de todo el sub-continente, y la clase trabajadora
–urbana y rural– estaba sindicalizada, gozando de importantes beneficios.
La pobreza nunca superaba el 10% de la
población, y la participación de los salarios de los trabajadores en la riqueza
nacional rondaba el 50%. Había considerables desarrollos, tanto
científico-técnicos como culturales en su sentido más amplio. Hacia 1950
Argentina se encontraba entre los tres países más avanzados en el
aprovechamiento del gas natural, junto con Estados Unidos y la Unión Soviética.
En 1947 se construye en el país el primer avión a reacción de toda Latinoamérica,
noveno en su tipo en todo el mundo: el Pulqui I. Para mediados de siglo
Argentina fue pionera en todo el Tercer Mundo en investigación nuclear: en 1958
entra en operaciones el primer reactor de su tipo en toda América Latina, y en
1968 se comienza a construir la primera usina atómica de la región: Atucha, que
se inaugura en 1974.
Para 1958 en Argentina se encontraba la
empresa industrial más grande de Latinoamérica: Siam, con más de 9.000
trabajadores, con una muy importante producción de manufacturas varias. En
1955, el país contaba con una reserva de 371 millones de dólares, pasando a ser
acreedor. Todo este desarrollo se traduce en un considerable bienestar general,
con servicios públicos de calidad: educación universal gratuita que termina con
el analfabetismo, y un sistema de salud pública y de seguridad social de gran
vuelo.
La producción científica y cultural
también alcanza altas cotas: tres Premios Nobel en Ciencia, una gran industria
editorial, discográfica y cinematográfica que marca rumbo en el continente,
masivo acceso a la educación (el país más lector de la región, por ejemplo).
Para la década de los 60, el 40% de la población podía considerarse de clase
media, con importantes cuotas de consumo y con indicadores socioeconómicos inhallables
en otros países latinoamericanos, más cercanos al perfil de un país europeo con
desarrollo medio.
Pero algo pasó. Todo ese nivel de
bienestar se vino abajo. Ese histórico índice de pobreza siempre bajo, hoy día
trepó a niveles exagerados. En estos momentos, año 2018, 35% de la población se
considera pobre a nivel nacional, mientras que en algunas provincias esa cifra
supera el 50%. El salario mínimo actual cubre solo el 45% de la canasta básica,
y las jubilaciones son vergonzosas, pues no permiten pasar la primera quincena.
Como cosa inédita en un país que siempre fue productor neto de alimentos (carne
vacuna y cereales en cantidad, el “país de las vacas”), actualmente la
desnutrición infantil es de más del 20%. La desocupación se ubica en el 7,6% de
la Población Económicamente Activa, y a nivel global Argentina descendió a ser
la tercera economía en Latinoamérica –detrás de Brasil, que presenta un PIB
cuatro veces mayor, y de México– habiendo caído al 26° lugar a nivel mundial.
Solo para ejemplificar el fenómeno en
juego: en el corto período de cuatro años que va de 1999 a 2002, el PIB
decreció en más de 20%. Por otro lado, el ingreso per capita del
año 2004 fue aproximadamente el mismo que el de 1974. Pero –y esto es lo
importante a remarcar– el nivel de población en situación de pobreza fue mucho
mayor en el 2004, lo que refleja una creciente desigualdad en la distribución
del ingreso en el país.
Paisajes sociales impensables décadas
atrás, hoy hacen parte de la cotidianeidad argentina: población precarizada,
cinturones de pobreza (villas miserias) por doquier, ejércitos de vendedores
ambulantes informales, niños de la calle, delincuencia callejera a niveles
alarmantes y desconocidos anteriormente, consumo de drogas generalizado. Aunque
Raúl Alfonsín pregonaba a los cuatro vientos durante su campaña presidencial en
1983 que “con la democracia se come, se cura y se educa”, la obstinada
realidad enseña que el hambre, la reaparición de enfermedades endémicas otrora
superadas y la deserción escolar, hoy son una constante en Argentina. En el
“país de las vacas” no fueron pocas las veces en que la población, desesperada,
saqueó un zoológico para comer algo de carne roja.
¿Qué pasó? ¿Cómo se dio esta paradoja?
¿Cómo fue posible que, de ser un territorio libre de analfabetismo, donde un
tercio de la población tenía vivienda propia y la clase trabajadora mostraba
una organización sindical envidiable, hoy día Argentina no pueda salir de su
marasmo?
Las consecuencias de esta caída fueron
estrepitosas: el aumento en el consumo de sustancias psicoactivas es un
elocuente índice (¿por qué huir de la realidad si todo anduviera bien?). En
estos últimos años Argentina tuvo indicadores trágicos: uno de los primeros
lugares, a nivel mundial, en suicidios y en disfunción eréctil.
Definitivamente, todo se vino abajo. ¿Cómo entenderlo?
¿Qué pasó?
Dejando de lado explicaciones
superficiales (¿supuesta “vocación” al fracaso de los argentinos?), la
apelación a “los malos gobernantes” es el expediente más sencillo. Pero allí
radica un enorme peligro en términos ideológicos: además de ser una mirada
banal, se juega un prejuicio cuestionable. La marcha de las sociedades, y menos
aún hoy día en estas “democracias” capitalistas, no está fijada en modo alguno
por las administraciones de turno, por el presidente y sus ministros, ni por
las legislaturas. En último análisis, podría decirse que los equipos
gobernantes son meros administradores, meros gerentes que fijan (a medias) las
políticas públicas. Los verdaderos actores que establecen los carriles por
donde transita la humanidad son poderes mucho más omnímodos. Hoy día –y
evidenciar esto es la intención del presente escrito– esos poderes van
infinitamente mucho más allá de los Estados nacionales: la arquitectura del
mundo, cada vez más, está dada por monumentales capitales globales. Capitales
que deciden qué y cómo se consume, cuándo hay guerras, qué población sobra en
el mundo y qué debe producir cada país. ¿Por qué hoy día Argentina, de nación
autosuficiente donde no se compraba prácticamente nada en el extranjero –salvo
productos de lujo prescindibles en la economía cotidiana– pasó a ser un
monoproductor de soja transgénica, inundado de producción industrial externa,
con una población empobrecida? ¿Quién fijó eso: los presidentes de turno?
“Argentina, para los años 70,
consumía demasiado petróleo. Cada familia quería tener un automóvil… ¡y eso es
mucho!”, dijo ya entrado el siglo XXI un funcionario estadounidense de la
USAID* explicando
la “necesidad” de imponer planes de austeridad en el país. Mucho consumo de
petróleo, pero ¿para quién? Eso hace recordar aquella famosa frase de Henry
Kissinger: “Controla el petróleo y controlarás a las naciones; controla los
alimentos y controlarás a la gente”. Insistamos en la fórmula: capitales
que deciden qué y cómo se consume, cuándo hay guerras, qué población sobra en
el mundo y qué debe producir cada país.
Desde hace unas cuatro décadas, esos
mega-capitales han impuesto unas políticas específicas que se han conocido como
“neoliberalismo”. Son esas políticas, establecidas por grandes centros de poder
con capacidad de incidencia global, las que hicieron de Argentina lo que es
actualmente. Los gobernantes de turno han navegado en medio de esas
imposiciones, sin ser ellos directamente los responsables de la actual monumental
debacle.
Con la dictadura impuesta el 24 de
marzo de 1976, bajo la dirección del general Jorge Rafael Videla, el verdadero
personaje fuerte que empezó imponiendo esas políticas neoliberales fue el
entonces ministro de economía, José Alfredo Martínez de Hoz, conspicuo miembro
de la oligarquía nacional, formado en la Universidad de Cambridge, Estados
Unidos, y ligado directamente a las ideas neoliberales en boga. “Siento gran
respeto y admiración por Martínez de Hoz. Esto proviene no sólo de una larga
amistad entre nosotros, a pesar de las distancias geográficas que nos separan,
sino de la creatividad y rigor de su desempeño en el plano económico. [...] Pocos
como él tuvieron la valentía de informar en Estados Unidos que el problema de
Argentina anterior a su gestión radicaba en la promoción de una excesiva
intervención estatal en la economía y en el sobredimensionamiento de las
funciones del Estado, que indebidamente ponían sobre las espaldas del país el
costo social de la acción”, dijo el magnate estadounidense David
Rockefeller refiriéndose a su persona en 1978.
Fueron esas políticas específicas las
que comenzaron con el terrorífico deterioro argentino. Con los planes
neoliberales que dirigió Martínez de Hoz –asentados en 30.000 desaparecidos,
campos de concentración clandestinos y picanas eléctricas a la orden del día–
Argentina vio naufragar su industria nacional. Miles de pequeñas y medianas
empresas quebraron debido a las reducciones arancelarias que permitieron una
invasión de mercadería extranjera, con la consecuente pauperización de enormes
masas de trabajadores que fueron quedando desocupados. El cinturón industrial
Rosario-San Nicolás, donde se asentaba buena parte de un muy desarrollado
parque productivo, con dos grandes acerías incluidas y una pujante industria
petroquímica, alcanzó cotas de desempleo únicas en el mundo, con más del 30% de
la PEA sin salario. Para el año 1980 la producción industrial había reducido un
10% su aporte al PIB, y en algunas ramas, como la textil, la caída había
superado el 15%.
Esas políticas de desfinanciamiento del
país en beneficio de centros de poder externo dieron como resultado un
crecimiento exponencial de la deuda externa. La misma creció de 7.875 millones
de dólares, al finalizar 1975, a 45.087 millones de dólares en 1983. Ello trajo
como resultado la sujeción inmediata de Argentina a los organismos crediticios
internacionales, hipotecando por largas décadas su futuro. La situación de los
trabajadores asalariados fue de empobrecimiento acelerado: la participación del
salario en el PIB, que para 1975 era de un 43%, en un par de años se redujo al
25%. El nivel de vida, naturalmente, cayó en forma estrepitosa. Pero la
situación deja ver el trasfondo de esas políticas: si bien los salarios pasaron
a ser miserables, tener un trabajo fijo en esas condiciones dominantes era ya
un lujo. Por tanto, la consigna para todo trabajador pasó a ser cuidar como el
bien más preciado su sacrosanto puesto de trabajo. Consecuencia obligada: “No
meterse en nada”, eufemismo por decir: olvidarse de toda actitud crítica,
no protestar, no organizarse. Las desapariciones forzadas de personas (el
temible Ford Falcon verde con varios sujetos armados a bordo) eran el siniestro
recordatorio.
Está claro que esas políticas, fijadas
desde los organismos financieros internacionales como el Banco Mundial y el
Fondo Monetario Internacional, marcan el rumbo, tanto en Argentina como en
todos los países latinoamericanos, e incluso de todo el orbe. Los presidentes
de turno, con distintas características y estilos personales, no son más que
buenos colegiales a los que se les obliga a hacer la tarea. Los presidentes de
los Bancos Centrales, por otro lado –con relación directa con esos organismos
crediticios– pasaron a tener mayores cuotas de poder que los propios
mandatarios. De hecho, hacia finales de la dictadura militar, en septiembre de
1982, el por ese entonces presidente del Banco Central, Domingo Cavallo,
seguidor a ultranza de las recetas neoliberales (formado en Harvard, Estados
Unidos), estatizó 17.000 millones de dólares de deuda externa privada,
transformándola en deuda pública. Entre otras empresas beneficiadas con esas
medidas está el Grupo Macri, de donde proviene el actual presidente. En otros
términos: se socializan las pérdidas (empobrecimiento de las mayorías
populares) mientras que se privatizan las ganancias (de grandes grupos
económicos, nacionales y extranjeros). El Estado no sirve, según la prédica
neoliberal. Pero sí sirve para salvar a la empresa privada en dificultades,
fenómeno que se dio en numerosos países, como se verá más adelante.
Está claro, entonces, que el actual
deterioro de Argentina no fue “culpa” de algún funcionario público en especial,
de la corrupción de algún político venal o de desacertadas decisiones de un
ministro de Economía, del “corralito” de Fernando de la Rúa o del malhadado
destino. Es algo estructural, y hay que leerlo en clave histórica. Las
“relaciones carnales” de Carlos Menem fueron más vergonzosas que los intentos
socialdemócratas (engañosos) de Néstor Kirchner* o
de Cristina Fernández, pero todos, indefectiblemente, se vieron constreñidos a
seguir reglas de juego que no fijaron, que les fueron impuestas. Y, preciso es
decirlo, con estos últimos dos mandatarios, si bien hubo una relativa mejoría
en la situación de la pauperizada clase trabajadora –merced a programas
asistenciales en muy buena medida– la transformación del país (de industrial en
agrícola) es un proceso que no depende de decisiones tomadas en la Casa Rosada.
Si “es mucho el petróleo que consumen los argentinos”, eso no lo decidió
ningún ciudadano argentino. La pobreza actual (1 de cada 3 argentinos es pobre)
tiene causas mucho más concretas y profundas que la “mala suerte” o que la
corruptela de algún ministro o legislador.
Las políticas neoliberales que hace
años marcan el ritmo del planeta tienen como objetivo, en definitiva, repartir
el mundo de una forma donde los habitantes del Sur no cuentan en la toma de esa
decisión. La agenda oculta pareciera ser tener postrada a la población
mayoritaria en beneficio de unos pocos, muy pocos grandes centros decisorios.
¿Qué es, entonces, el neoliberalismo?
Lo que hoy día conocemos como
“neoliberalismo”, siempre asociado a la idea de globalización, es una forma que
el sistema capitalista adquirió entre los años 70 y 80 del siglo pasado,
surgido como doctrina en los llamados países centrales, en el que retoma la
iniciativa económica, política, militar e ideológico-cultural que había ido
perdiendo a través de décadas de avance popular. Recuérdese que los años 60/70
marcaron un alza significativa de las luchas anti-sistémicas, con distintas
expresiones de rechazo que van desde organizaciones sindicales combativas hasta
movimientos campesinos organizados, el desarrollo de guerrillas de orientación
socialista hasta la aparición de un ala progresista de la Iglesia Católica
surgida luego del Concilio Vaticano II y su opción preferencial por los pobres,
el rechazo a la guerra de Vietnam y el movimiento hippie llamando al pacifismo
y el no-consumismo al Mayo Francés como fuente inspiradora de protestas, el
auge de los procesos de liberación nacional en África al impetuoso avance de
los movimientos feministas y de liberación sexual, la mística guevarista que va
marcando esos años así como el auge de un espíritu contestatario y rebelde que
se expande por doquier. Vale recordar que para los años 80 del siglo XX, al
menos un 25% de la población mundial vivía en sistemas que, salvando las
diferencias históricas y culturales existentes entre sí, podían ser catalogados
como socialistas (Unión Soviética y el este europeo, China, Vietnam, Corea del
Norte, Laos, Camboya, Cuba, Nicaragua, muchos países africanos de reciente
liberación, etc.).
Ante todo esto, para el sistema
capitalista dominante entendido como unidad global y monolítica, más allá de
diferencias y pujas intercapitalistas, se prendieron las luces rojas de alarma.
El llamado neoliberalismo fue la reacción a ese estado de cosas. Los Documentos
de Santa Fe* (elaborados
por los más ultraderechistas tanques de pensamiento neoconservador
estadounidenses) son el complemento político para América Latina de la
arquitectura económica que fija el neoliberalismo. De hecho, la primera
experiencia neoliberal como tal –en alguna medida: laboratorio para lo que
vendrá después– tiene lugar en el medio de una sangrienta dictadura
latinoamericana: el Chile del general Augusto Pinochet. A partir de ahí, el
modelo se expande por innumerables países del Sur, para llegar luego a las
naciones metropolitanas. Allí, Estados Unidos bajo la presidencia de Ronald
Reagan y Gran Bretaña, dirigida por Margaret Tatcher, son los países que
enarbolan el neoliberalismo como insignia triunfal, para impulsarlo a escala
planetaria. Sus mentores intelectuales: los austríacos Friedrich von Hayek,
Ludwig von Mises (la llamada Escuela de Viena) y lo que luego se conocerá como
la Escuela de Chicago, capitaneada por el estadounidense Milton Friedman y sus
acólitos Chicago Boys, reflotan y llevan a un grado sumo los
principios liberales del capitalismo inglés clásico.
En pocas palabras, este nuevo
liberalismo se emparenta directamente con el viejo liberalismo dieciochesco y
decimonónico de los padres de aquella economía política clásica burguesa,
aquellos que inspiraron a Marx en su lectura crítica del capitalismo: Adam
Smith, David Ricardo, Thomas Malthus, John Stuart Mill: el acento está puesto
en la entronización absoluta de la libertad de mercado, reduciendo
drásticamente el papel del Estado a un mero mecanismo garante que asegura la
renta de la empresa privada. El actual neoliberalismo y sus recetas de
privatización de los principales servicios estatales, desarman el Estado de
bienestar keynesiano surgido después de la Gran Depresión de 1930, teniendo
como resultado dos elementos fundamentales: 1) el enriquecimiento exponencial
de los grandes capitales en detrimento de toda la masa asalariada (trabajadores
varios y sectores medios), y 2) el descabezamiento de toda protesta popular. Es
elocuente al respecto lo expresado por la Dama de Hierro, Margaret Tatcher,
para resumir esta nueva perspectiva: “No hay alternativa”. Dicho de otro
modo: “O capitalismo ¡o capitalismo! Eso no se discute”.
El instrumento desde donde se
impulsaron esas nuevas políticas fueron los grandes organismos crediticios de
Bretton Woods: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, instancias
financieras manejadas por los grandes capitales corporativos de unos pocos
países centrales, Estados Unidos fundamentalmente. Desde ahí se fijaron las
recetas neoliberales que prácticamente la casi totalidad de países del mundo
debieron impulsar estas últimas décadas. Y por supuesto, no para beneficio de
las grandes mayorías populares sino para provecho de esos pocos capitales
transnacionales.
Las dos tareas mencionadas (acumulación
de riquezas y freno de la protesta popular) se han venido cumpliendo a la
perfección en estas últimas cuatro décadas. La acumulación de riquezas de los
más acaudalados se llevó a niveles descomunales. A partir de ello, hoy día 500
corporaciones multinacionales globales manejan prácticamente la economía
mundial, con fracturaciones que se miden por decenas o centenas de miles de
millones de dólares (una sola empresa con más renta que el PIB total de muchos
países del Sur), y el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan
los 1.000 millones de dólares –selecto grupo que cabe en un Boeing 747, en su
gran mayoría de origen estadounidense– supera el ingreso anual combinado de
naciones en las que vive el 45% de la población mundial. En otros términos: la
polarización económico-social se llevó a extremos que nunca antes había
conocido el capitalismo, surgido con los ideales (perversamente engañosos) de
“libertad, igualdad y fraternidad”. Esa acumulación fabulosa de riqueza se hizo
sobre la base de un empobrecimiento mayúsculo de las grandes mayorías.
Ese fabuloso acrecentamiento de
riquezas vino de la mano de las nuevas tecnologías de la comunicación que
convirtieron el planeta en una verdadera aldea global, eliminando distancias y
homogeneizando culturas, gustos y tendencias, aplastando tradiciones locales de
un modo impiadoso. El internet fue su ícono por antonomasia. De ahí que, en muy
buena medida como producto de una ilusión mediática que así lo presenta, esa
nueva forma de capitalismo despiadado que se erigió contra el alza de las
luchas populares de décadas anteriores, suele estar asociado a la
mundialización o planetarización, a lo que hoy se llama globalización, y
siempre de la mano de las nuevas tecnologías de la comunicación y la
información. Pero ese fenómeno no es nuevo. “La tarea específica de la
sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial (…) y
de la producción basada en ese mercado. Como el mundo es redondo, esto parece
tener ya pleno sentido [por lo que ahora estamos presenciando]”,
anunciaba Marx en 1858. En realidad, la globalización no comenzó con la caída
del Muro de Berlín en 1989, como malintencionadamente se arguye, cuando el
“mundo libre” vence a la “tiranía comunista”, sino la madrugada del 12 de
octubre de 1492, cuando Rodrigo de Triana avistó tierra desde la nave insignia
de la expedición de Cristóbal Colón.
La otra faceta del neoliberalismo: la
neutralización de todo tipo de protesta popular anti-sistémica, igualmente se
llevó a cabo de modo perfecto. En América Latina los planes neoliberales se
asentaron a partir de feroces dictaduras sangrientas que prepararon el terreno.
Fueron gobiernos civiles, llamados “democracias”, las que profundizaron las
recetas fondomonetaristas y privatistas (Carlos Menem en Argentina, por
ejemplo, o Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Carlos Salinas de Gortari en
México, Collor de Melo en Brasil, Virgilio Barco en Colombia, Álvaro Arzú en
Guatemala, etc.), sobre montañas de cadáveres y ríos de sangre que les
antecedieron. En el llamado Primer Mundo, esas políticas se impusieron también
a sangre y fuego, pero sin la necesidad de dictaduras militares previas. El
resultado fue similar en todo el mundo: los sindicatos obreros fueron
cooptados, la ideología conservadora fue imponiéndose, y toda forma de
descontento y/o contestación fue reducida a “oprobiosa rémora de un pasado
que no debía volver”. Desmoronado el bloque socialista (fenecida la
revolución en la Unión Soviética y revertida la revolución hacia un confuso
“socialismo de mercado” en la República Popular China), Cuba y Norcorea fueron
prácticamente los únicos baluartes que permanecieron fieles al ideario
socialista. Y así les fue. En Cuba, el capitalismo global le ajustó cuentas,
haciéndole sufrir el penoso “período especial”, y en Corea del Norte se le
llevó a un tremendo nivel de asfixia que forzó al gobierno coreano a emprender
su militarización nuclear como único modo de sobrevivencia. Sin ningún lugar a
dudas, estas nuevas políticas neoliberales (o capitalismo sin anestesia, para
ser más explícito, sin el colchón que había generado el Estado socialdemócrata
de las ideas keynesianas) desarmaron, desmovilizaron e hicieron retroceder toda
protesta social. Conservar el puesto de trabajo (indignamente en muchos casos)
pasó a ser lo único que se podía hacer. La protesta significa el desempleo, y
ante el nuevo paisaje que crearon estas políticas, eso es equivalente casi a la
muerte. En Latinoamérica los campos de concentración clandestinos, la
desaparición forzada de personas y las torturas pavimentaron el camino para
estos planes, de los que todos los trabajadores del mundo, Norte próspero y Sur
mísero, siguen sufriendo hoy las consecuencias. Eso explica la pobreza y la
precarización actual de Argentina (segundo país en Latinoamérica –30.000–, tras
Guatemala –45.000–, en personas desparecidas previas a los planes
neoliberales).
Estas recetas de entronización absoluta
del libre mercado se complementan necesariamente con el achicamiento /
desmantelamiento de los Estados nacionales: todas las empresas públicas son
privatizadas, la inversión social se reduce a porcentajes ínfimos y la prédica
constante, que termina por hacerse una verdad (“Una mentira repetida mil
veces termina convirtiéndose en una verdad” enseñó Joseph Goebbels,
ministro de Propaganda nazi) hace del Estado un “paquidermo inservible,
corrupto, disfuncional”. Esa ideología, esas prácticas concretas de ajuste
estructural, las vemos recorriendo todo el mundo. En Argentina, como no podía
ser de otro modo, también terminaron afianzándose, siendo la piedra angular de
todos los gobiernos. Desde la implementación de los primeros planteos
neoliberales en 1976, con Martínez de Hoz, pasando por todas las
administraciones hasta la actual de Mauricio Macri (¡todas!, sin excepción), el
neoliberalismo ha marcado el rumbo. Por eso –y no por ninguna otra cosa– el
país presenta el estado calamitoso actual, con proliferación de “cirujas” y
villas miseria, junto a ghettosultra refinados para los que “se
salvaron”.
El neoliberalismo, digámoslo
claramente, es una expresión determinada del sistema capitalista, de ese modo
de producción en un momento de su desarrollo histórico, con capitales
monopolistas y transnacionalizados en su actual fase de imperialismo
guerrerista. Ese sistema –nunca está de más recordarlo– se fundamenta en la
explotación del trabajador a partir de la propiedad privada de los medios de
producción, no importando la forma que ese trabajo asuma: proletariado
industrial urbano, proletariado agrícola –incluso si se trata de trabajadores
estacionales–, productores intelectuales, trabajo hogareño no remunerado,
habitualmente desarrollado por mujeres amas de casa. El corazón del problema
está en la plusvalía, el trabajo no remunerado apropiado por los dueños de los
medios de producción bajo la forma de renta, de ganancia, sean ellos
industriales, terratenientes o banqueros. Ese es el verdadero problema a
enfrentar.
Todo esto remite a la pregunta sobre
cómo se estructura verdaderamente el sistema capitalista actual. Está claro que
quien manda, quien pone las condiciones y fija las líneas a largo plazo, son
estos capitales globales, financieros en muy buena medida, que establecen las
vías por donde habrá de circular la población del planeta. Esos megacapitales
realmente no tienen patria. Los Estados nacionales modernos conformados con el
triunfo de la sociedad burguesa sobre el feudalismo medieval en Europa, y luego
replicados en todas partes del orbe, ya no les son funcionales ni necesarios.
El capitalismo globalizado actual no se maneja desde las casas de gobierno. La
Casa Blanca, representación por antonomasia del poder mundial (con acceso a uno
de los dos botones nucleares más poderosos del planeta) no es la que realmente
decide por dónde van las estrategias. Extremando las cosas, el presidente de la
primera potencia mundial es un operador de esos grandes capitales, donde el
complejo militar-industrial juega un papel de primera importancia, así como las
compañías petroleras. Si ese presidente de turno no le quiere escuchar a esas
megaempresas, puede terminar con un balazo en la cabeza, como le pasó a John
Kennedy. ¿A quién pertenece, por ejemplo, la empresa automotriz más grande del
orbe actualmente, el gigante Daimler-Chrysler? A los accionistas, que pueden
ser tanto estadounidenses como alemanes…, o de cualquier parte del mundo
(¿quién sabe realmente la composición de esos capitales? ¿Podrán tener ahí acciones
el Vaticano, o algún cartel de la droga? ¿Por qué no?) Los dueños del capital
no tienen color de bandera: su único himno nacional es el billete de banco, que
se tiñe de rojo (sangre) cuando alguien se les opone. El Plan Marshall
posterior a la Segunda Guerra Mundial buscó justamente eso: internacionalizar
los capitales para evitar nuevas confrontaciones bélicas entre los países
centrales.
Hay tantas armas y tantas guerras en el
mundo, en casi todos los casos impulsadas desde Washington, porque ese entramado
industrial necesita realizar su plusvalía, no descender su tasa de ganancia.
¿Quién decide las guerras entonces: los gobiernos, o los poderes que le hablan
al oído (dándole órdenes)? ¿Por qué el gobierno argentino compró recientemente
con Macri en la presidencia 64 helicópteros de alta tecnología militar, 182
tanquetas y 36 aviones de guerra a proveedores estadounidenses, incluso modelos
de cazas similares a los que ya se producen en el país? ¿Quién decide eso? ¿Se
tomará la decisión en Buenos Aires? No parece posible.
Del mismo modo: existe una cantidad
insufrible de vehículos automotores circulando por el globo impulsados por
motores de combustión interna que necesitan derivados del petróleo; sabido es
que a) se podrían reemplazar tantos vehículos particulares por transporte
público de pasajeros para hacer más amigable la circulación y,
fundamentalmente, b) se podría prescindir de los motores alimentados por
sub-productos del oro negro reemplazándolos por otros menos contaminantes:
agua, energía solar, electricidad. Todo ello, sin embargo, no pasa. ¿Quién lo
decide: los gobiernos o las megaempresas productoras de petróleo y/o de
vehículos? (que le hablan al oído y les dan órdenes a esas administraciones).
Los ejemplos podrían multiplicarse bastante abundantemente. La salud de la
población mundial se beneficiaría infinitamente más con atención primaria que
con la profusión monumental de medicamentos que llegan al mercado; los
ministros de salud lo saben. ¿Quién decide que eso así suceda: los gobiernos o
las mega-empresas farmacéuticas? Con la producción de transgénicos se podría
acabar con el hambre en el mundo; cualquier gobierno lo sabe, pero ello no
sucede. ¿Quién decide eso? Y ni qué decir del capital financiero global: ¿son
necesarios esos paraísos fiscales donde, a velocidad de la luz, se mueven
cifras astronómicas de dinero virtual? ¿A quién beneficia eso? Obviamente, no a
la población. Pero cuando quiebran esos gigantes, son los Estados (con fondos
públicos, obviamente) los que los socorren, cosa que no sucede cuando los
trabajadores pierden su empleo, por ejemplo.
Esos megacapitales, que cuando tienen
traspiés son asistidos por ese mismo Estado que tanto critican desde su visión
neoliberal (por ejemplo, el fabricante de vehículos General Motors, o la gran
banca, como sucedió con el Bank of America, o el Citigroup, o el JP Morgan,
todos en Estados Unidos, o el Lloyds Bank en Gran Bretaña, o el Deutsche Bank
en Alemania), son los que conducen finalmente las políticas mundiales.
Obviamente la humanidad no necesita ni tantas armas ni guerras, ni tantos
medicamentos ni tantos automotores circulando, ni la infinita variedad de
productos prescindibles que deben reciclarse de continuo; si eso se da
generando el cambio climático –eufemismo moderado por no decir catástrofe
medioambiental por la sobreexplotación de recursos–, y gobiernos como los de
Washington o los de la Unión Europea lo avalan, es porque el complejo de
mega-empresas globales lo imponen.
En esta nueva fase del capitalismo
iniciada entre los 70 y 80 del siglo pasado, la globalización neoliberal
encontró que es más fácil producir fuera de los países del Norte, trasladando
su parque industrial al Sur, pues allí la mano de obra es mucho más barata y
desorganizada, se pueden evitar impuestos y las regulaciones medioambientales
son mucho más laxas o inexistentes. Es por eso que llegan call centers a
la Argentina, no por otra cosa. Esa globalización de la producción para un
mercado igualmente global (lo que ya entreveía Marx a mediados del siglo XIX),
que tomó su forma acabada desde fines del siglo XX con tecnologías que eliminan
distancias, llegó para quedarse. Sin dudas, a lo interno de los países
metropolitanos (Estados Unidos, Unión Europea, Japón), esa nueva recomposición
del capital provocó severos daños a la clase trabajadora, aumentando en forma
creciente su desocupación, lo que permitió recortar el precio de la mano de
obra –congelamiento de salarios y de beneficios varios–. Eso es lo que produjo
hace un par de años el notorio descontento de británicos y estadounidenses, que
ante una elección determinada (el referéndum para ver si el Reino Unido de Gran
Bretaña permanecía o no en la Unión Europea, la última elección presidencial en
Estados Unidos ganada por Donald Trump) dijeron no a esas políticas. Pero eso
en modo alguno significa que el neoliberalismo está en vías de extinción, como
más de alguno triunfal (o irresponsablemente) ha anunciado o pretendido ver.
Neoliberalismo y lucha de clases
Las actuales políticas neoliberales
impulsadas por los organismos crediticios internacionales y puestas en práctica
mansamente por los distintos gobiernos nacionales (en Argentina también: todos
los gobiernos, sin excepción, aunque en la era Kirchner se manipuló la ilusión
que el país se desentendía de la deuda con los bancos mundiales), son
responsables del empobrecimiento acelerado de la clase trabajadora y de la
nueva arquitectura global que reduce Argentina a proveedor de materias primas.
Dichas políticas, entonces, deben entenderse como una nueva expresión,
corregida y aumentada, de la nunca jamás terminada lucha de clases, un elemento
que intenta domesticar a la clase oprimida, doblegarla, ponerla de rodillas, en
beneficio de la clase burguesa global, de esos megacapitales que manejan el
mundo.
Si el discurso triunfal de la derecha
intentó hacernos creer estos años que la lucha de clases había sido superada
(¿?), el neoliberalismo mismo es una forma de negar eso, sin saberlo
explícitamente. De Marx (con x) se nos dijo que pasábamos
a marc’s: métodos alternativos de resolución de conflictos. ¿Qué
“método alternativo” existe para “superar” la explotación? ¿La negociación?
¿Nos lo podremos creer? Se negocia algo, superficial, tolerable por el sistema
(un aguinaldo, o dos, o cuatro), pero si el reclamo sube de tono (expropiación,
reforma agraria), ahí están los campos de concentración, las picanas eléctricas,
las fosas clandestinas. ¡No olvidarlo nunca! Quienes a veces lo olvidamos somos
los que pertenecemos al campo popular, pues nos lo hacen olvidar con sobredosis
de fútbol, o con las nuevas iglesias neopentecostales que invadieron
Latinoamérica, y también Argentina. Pero la clase dominante no lo olvida ni por
un instante. La lucha de clases sigue tan al rojo vivo como siempre. Si alguien
tiene memoria histórica, es la clase dirigente (porque tiene mucho que perder.
En el campo popular, perderemos nuestras cadenas. Y eso de vivir encadenados,
mejor ni saberlo, según la ideología dominante).
Esta nueva cara del capitalismo, que
dejó atrás de una vez el keynesianismo con su Estado benefactor, ahora polariza
de un modo patético las diferencias sociales. Pero no solo acumula de un modo
grotesco: sirve, además, para mantener el sistema de un modo más eficaz que con
las peores armas, con la tortura o con la desaparición forzada de personas. El
neoliberalismo golpea en el corazón mismo de la relación capital-trabajo,
haciendo del trabajador un ser absolutamente indemne, precario, mucho más que
en los albores del capitalismo, cuando la lucha sindical aún era verdadera y
honesta. Se precarizaron las condiciones de trabajo a tal nivel de humillación
que eso sirve mucho más que cualquier arma para maniatar a la clase
trabajadora. Y los sindicatos pasaron a ser algo absolutamente inservible para
la clase trabajadora, total –y vergonzosamente– cooptados por la ideología
conservadora, transformándolos en entes burocráticos y desmovilizadores.
En ese sentido pueden entenderse las
actuales políticas privatistas e hiper liberales (transformando al mercado en
un nuevo dios) como el más eficiente antídoto contra la organización de los
trabajadores. Ahora no se les reprime con cachiporras o con balas: se les niega
la posibilidad de trabajar, se fragilizan y empobrecen sus condiciones de
contratación. Eso desarma, desarticula e inmoviliza mucho más que un ejército
de ocupación con armas de alta tecnología. Tan efectivo para acallar la
protesta como el Ford Falcon verde es la precarización laboral.
Si a mediados del siglo XIX el fantasma
que recorría Europa (atemorizando a la clase propietaria) era el comunismo,
hoy, con las políticas ultraconservadoras inspiradas en Milton Friedman y
Friedrich von Hayeck, ese fantasma aterroriza a la clase trabajadora, y es la
desocupación.
De acuerdo a datos proporcionados a
fines del 2016 por la Organización Internacional del Trabajo –OIT–, nada
sospechosa de marxista precisamente, 2.000 millones de personas en el mundo (es
decir: dos tercios del total de trabajadores de todo el planeta) carecen de
contrato laboral, no tienen ninguna ley de protección social, no se les permite
estar sindicalizados y trabajan en las más terribles condiciones laborales,
sujetos a todo tipo de vejámenes. Eso, valga aclararlo, rige para una cantidad
enorme de trabajadores y trabajadoras, desde un obrero agrícola estacional
hasta un profesor universitario (aunque se le llame “Licenciado” o “Doctor”),
desde el personal doméstico a un consultor de la Organización de Naciones
Unidas. La precariedad laboral barre el planeta. Argentina, por cierto, no
escapa a las generales de la ley. Tener un título universitario no es garantía
de absolutamente nada (por eso, patéticamente, para muchos jóvenes la única
salida del país sigue siendo Ezeiza…).
Junto a lo anterior, 200 millones de
personas a lo largo del mundo no tienen trabajo, siendo los jóvenes los más
golpeados en esto. Para muy buena cantidad de desocupados, jóvenes en
particular, marchar hacia el “sueño dorado” de algún presunto paraíso (Estados
Unidos para los latinoamericanos, Europa para los africanos, Japón o Australia
para muchos asiáticos o provenientes de Oceanía) es la única salida, que muchas
veces termina transformándose en una trampa mortal.
La precarización que permitieron las
políticas neoliberales fue haciendo de la seguridad social un vago recuerdo del
pasado. De ahí que 75% de los trabajadores de todo el planeta tiene una escasa
o mala cobertura en leyes laborales (seguros de salud, fondo de pensión,
servicios de maternidad, seguro por incapacidad o desempleo.), y un 50% carece
absolutamente de ella. Muchos (quizá la mayoría) de quienes estén leyendo este
texto, seguramente sufrirán todo esto en carne propia. En Argentina, como en
cualquier parte del globo, todo esto es hoy una cruda realidad, quizá con el
agravante (psicológico en muy buena medida) de sentirse derrotada, pues
habiendo tenido cotas de alto desarrollo socio-económico, la población sufre
hoy lo que no había conocido nunca, siendo algo común desde siempre en los
países vecinos de América Latina. Caer desde las alturas es, en todos los
casos, más traumático que haber vivido siempre en el llano*.
Si se tiene un trabajo, la lógica
dominante impone cuidarlo como el bien más preciado: no discutir, soportar
cualquier condición por más ultrajante que sea, aguantar… Si uno pasa a la
lista de desocupados, sobreviene el drama.
Complementando estas infames lacras que
han posibilitado los planes neoliberales, desarmando sindicatos y
desmovilizando la protesta, informa también la OIT que 168 millones de niños
trabajan, mientras que alrededor de 30 millones de personas en el mundo (niños
y adultos) laboran en condiciones de franca y abierta esclavitud (¡la que se
abolió con la democracia moderna!, según nos enseñaron…). Argentina no tenía
décadas atrás niños de la calle; hoy sí (mientras sigue siendo Cuba el único
país en Latinoamérica que no los tiene. ¿Fracaso del socialismo?).
La situación de las mujeres trabadoras
(cualquiera de ellas: rurales, urbanas, manufactureras, campesinas,
profesionales, sexuales, etc.) es peor aún que la de los varones, porque además
de sufrir todas estas injusticias se ven condenadas, cultura
machista-patriarcal mediante, a desarrollar el trabajo doméstico, no remunerado
y sin ninguna prestación social, faena que, en general, no realizan los varones.
Trabajo no pagado que es fundamental para el mantenimiento del sistema en su
conjunto, por lo que la explotación de las mujeres que trabajan fuera de su
casa devengando salario, es doble: en el espacio público y en el doméstico.
“Este retrato desolador de la
situación laboral mundial muestra cuan inmenso es el déficit de trabajo decente”,
manifiesta la OIT, exigiendo entonces una apuesta “decidida e innovadora”
a los diferentes gobiernos para hacer poder llegar a cumplir los llamados
“Objetivos de Desarrollo Sostenible” impulsados por el Sistema de
Naciones Unidas para el período 2015-2030.
Lamentablemente, más allá de las buenas
intenciones de una agencia de la ONU, los cambios no vendrán por “decididos
e innovadores” gobiernos que se apeguen a bienintencionadas
recomendaciones. Eso muestra que la lucha de clases, que sigue siendo el
imperecedero motor de la historia, continúa tan al rojo vivo como siempre. Que
el neoliberalismo sea un intento de enfriar esa situación, es una cosa. Que lo
consiga, una muy otra. Pero debe quedar claro que los capitalismos son siempre
eso: capitalismos, no importando si asumen el mote de “neoliberal”, “fascista”,
con “rostro humano” o “serio” (como pretendía la anterior mandataria argentina,
Cristina Fernández). Los planes asistenciales no pueden dejar de ser sino eso:
planes asistenciales que no tocan el corazón del problema; ayudan, pero no
resuelven de fondo.
El capitalismo, en cualquiera de sus
versiones, sigue siendo lo que ya dejaba ver hace 200 años: un sistema basado
en el lucro privado empresarial a cualquier costo. No hay capitalismo “bueno” y
capitalismo “malo”, capitalismo “serio” versus capitalismo “no serio”. Es una
falacia pensar que el enemigo a vencer es el actual neoliberalismo, ese
supuesto “malo de la película”. ¿Acaso un capitalismo “serio” –como pretendía
la presidenta Cristina Fernández– es la salida de la actual postración? Sin
dudas, una agenda ultra neoliberal como la actual de Mauricio Macri complica
más aún las cosas para la clase trabajadora; pero el problema de fondo sigue
inalterable. Por último, queda claro que un cambio real en las estructuras
sociales y en las relaciones de poder no puede venir desde las casas de
gobierno, de arriba hacia abajo: se logra solo con la real y efectiva lucha
popular, con la gente movilizada, con la bronca desatada de la población y una
conducción revolucionaria. Si no, no se pasa de las buenas intenciones.
De lo que se trata es de revisar las
bases sobre las que funcionan las sociedades. Y Argentina, más allá de las
luchas político-partidistas cotidianas con las que nos podemos distraer
(peronismo-antiperonismo) viendo por televisión, al igual que todos los países
de Latinoamérica, salvo Cuba, es un engranaje de ese sistema-mundo capitalista
que se decide desde Wall Street, o desde Londres, desde alguna Bolsa de Valores
o desde algún lujoso pent-house blindado. Las tibias propuestas
socialdemócratas / reformistas que se han visto por Latinoamérica estos últimos
años, si bien intentaron ser una suerte de alternativa ante los planes
liberales, no alcanzaron a torcer ese rumbo. La prueba está en cómo terminaron,
o hacia dónde se encaminan: ya no ocupan casas de gobierno, o sus
representantes están presos, o defenestrados. O, muy probablemente, camino de
serlo. ¿Por qué ninguno de los gobiernos llamados progresistas de estos últimos
años en América Latina pudo realmente afianzar modelos de desarrollo con
justicia social y profundizar esas “revoluciones”? (Venezuela está semi
aplastada, sin salir del rentismo petrolero y sin poder profundizar su
“Socialismo del siglo XXI”, Brasil y Argentina son ahora gobernados por
administraciones ultraliberales alineadas completamente a Washington, Chile y
Uruguay siguen con sus planes de capitalismo neoliberal, Nicaragua es
impresentable con una nueva burguesía sandinista traidora a sus ideales
revolucionarios de otrora, Ecuador revirtió su proceso popular, siendo quizá
Bolivia el único país que, con Evo Morales a la cabeza, sigue enfrentándose al
imperio con planteos de algún modo antisistémicos). ¿Por qué esta caída? Porque
en ninguno de ellos hubo planteos de cambio anticapitalistas reales, y
finalizados los ciclos de bonanza en el precio de los productos primarios que
estos países exportan, ya no hubo con qué mantener los planes asistenciales.
Que hoy día la coyuntura internacional haga muy difícil impulsar cambios
revolucionarios como en décadas pasadas, con Estados Unidos envalentonado y
recuperando algún terreno perdido en Latinoamérica, es otra cosa. Esta actual
derechización (Macri en Argentina, así como Temer en Brasil, Moreno en Ecuador,
Piñera en Chile, etc.) que sigue al auge de los reformismos de la década
anterior debe hacer ver que los ideales de cambio o se plantean claramente, o
si no es altamente posible que terminen mal, tal como vemos que está pasando en
Latinoamérica con este resurgir de la derecha más visceral.
Los cambios, queda claro, los cambios
profundos y estructurales no se hacen desde las casas presidenciales. Se hacen
en la lucha popular, con la movilización de grandes mayorías, y no por redes
sociales digitales. Líderes carismáticos y con gran imagen mediática son
importantes…, pero no hacen una revolución. “Yo no soy un libertador. Los
libertadores no existen. Son los pueblos quienes se liberan a sí mismos”,
expresó alguna vez Ernesto Guevara.
Lo que tuvimos en Latinoamérica estos
años (PT en Brasil, matrimonio Kirchner en Argentina, Chávez en Venezuela,
Mujica en Uruguay, Lugo en Paraguay, el proceso boliviano) fueron importantes movimientos
de inconformidad con discursos nacionalistas/antiimperialistas, pero de momento
no pasaron de ahí. Lo de Argentina es palmariamente evidente. ¿Por qué, si no,
seguiría un personaje como Mauricio Macri en la Casa Rodada? Y a ese
presidente… ¡lo eligieron los mismos argentinos!
Hoy día, hablar de lucha de clases, de
socialismo, de revolución, parecieran cosas de un pasado remoto, condenado a
los museos. Quizá nos ilusionamos cuando se comenzó a hablar de un renovado
“Socialismo del siglo XXI”, pero la promesa se quedó en el arranque. Hay cierta
tendencia a ver como el “monstruo a vencer” a esa forma especial de capitalismo
sin anestesia que es el neoliberalismo. De todos modos, la situación es más
compleja. Si algo hay que cambiar, es la estructura de base; la contradicción
que pone en marcha el sistema, que lo hace funcionar: capital-trabajo
asalariado. La contradicción peronismo-antiperonismo, tan arraigada en la
historia argentina, es circunstancial, anecdótica. Pasaron administraciones
peronistas y no peronistas, pero lo que cuenta es que un tercio de la población
sigue en estado de pobreza, con “cartoneros” y barras bravas haciendo parte de
la normalidad aceptada, con countries hiper lujosos sobre un
mar de exclusión. Eso tampoco es “culpa” del peronismo o de los antiperonistas:
¡es el sistema! Si no se ve así, jamás estaremos en condiciones de entender el
fenómeno, y mucho menos, de transformarlo. Carlos Menem, ahora considerado “El
innombrable” por muchos de los argentinos que hace algunos años atrás lo
eligieron en las urnas, era peronista… y fue el más neoliberal de los
presidentes en toda Latinoamérica. La cuestión no pasa por partidos políticos
tradicionales o figuras carismáticas: es asunto estructural. Eso no se arregla
en las urnas.
El marxismo, expresión de esas
contradicciones fundantes del sistema, al que se lo quiso dar por “superado” en
reiteradas ocasiones, no ha muerto porque ¡las luchas de clase no han muerto! “Curioso
cadáver el del marxismo, que necesita ser enterrado periódicamente”, dijo
Néstor Kohan. Si tan muerto estuviera, no habría necesidad de andar matándolo
continuamente. Esta avanzada fenomenal del capital sobre las fuerzas del
trabajo nos lo deja ver de modo evidente. A los cadáveres reales se les sepulta
una sola vez… “Los muertos que vos matáis, gozan de buena salud” (frase
apócrifa erróneamente atribuida a José Zorrila) pareciera que aplica aquí. ¡Por
supuesto! Si el marxismo es la expresión de lucha de las clases explotadas, eso
de ningún modo “pasó de moda”.
Como dijera este decimonónico pensador
alemán cuya obra se declaró muerta innúmeras veces, pero que parece renacer
siempre: “No se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no
se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se
trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva”. El
neoliberalismo, que llegó a Argentina de la mano de Martínez de Hoz y una feroz
dictadura asesina y fue continuado por todas las administraciones posteriores,
es una expresión –despiadada, sin dudas– de esa sociedad existente. ¿Nos
atrevemos a establecer una nueva? ¿Cuándo empezamos?
** Comunicación personal escuchada
en una reunión en Guatemala, en 2003.
** “No miren lo que digo sino lo
que hago”, dijo Néstor Kirchner en una conferencia con empresarios
españoles. ¿Doble discurso de un supuesto “revolucionario montonero”?
** Cuatro documentos surgidos entre
1980 y el 2000, que toman su nombre del Grupo de Santa Fe (en referencia a la
capital del estado de Nuevo México, Estados Unidos), redactados por pensadores
de derecha y la Heritage Foundation. Como ejemplo –uno entre tantos– de su
significado histórico: en el Documento Santa Fe II se establece la avanzada de
los nuevos cultos evangélicos para controlar la propuesta de izquierda de la
Teología de la Liberación que en ese entonces crecía por Latinoamérica.
** ¿Cómo se suicida un argentino?,
pregunta un inmisericorde chiste: subiendo a lo alto de su ego y dejándose
caer.