Los
confines entre el nacionalismo y el internacionalismo no están aún muy
esclarecidos a pesar de la convivencia ya vieja de ambas ideas. Los
nacionalistas condenan íntegramente la tendencia internacionalista.
Pero en la práctica le hacen algunas concesiones a veces solapadas, a
veces explícitas. El fascismo, por ejemplo, colabora en la Sociedad de
las Naciones. Por lo menos no
ha
desertado de esta sociedad que se alimenta del pacifismo y del liberalismo
wilsonianos.
Acontece,
en verdad, que ni el nacionalismo ni el internacionalismo siguen una línea
ortodoxa ni intransigente. Más todavía, no se puede señalar matemáticamente
dónde concluye el nacionalismo y dónde empieza el internacionalismo.
Elementos de una idea andan, a veces, mezclados a elementos de la otra.
La
causa de esta oscura demarcación teórica y práctica resulta muy clara.
La historia contemporánea nos enseña a cada paso que la nación no
es una abstracción, no es un mito; pero que la civilización, la
humanidad, tampoco lo son. La evidencia de la realidad nacional no contraría,
no confuta la evidencia de la realidad internacional. La incapacidad de
comprender y admitir esta segunda y superior realidad es una simple miopía,
es una limitación orgánica. Las inteligencias envejecidas, mecanizadas
en la contemplación de la antigua perspectiva nacional,. no saben
distinguir la nueva, la vasta, la compleja perspectiva
internacional. La repudian y la niegan porque no pueden adaptarse a ella.
El mecanismo de esta actitud es el mismo de la que rechaza automáticamente
y apriorísticamente la física einsteiniana.
Los internacionalistas
—exceptuados algunos ultraístas, algunos románticos, pintorescos e
inofensivos— se comportan con menos intransigencia. Como los
relativistas ante la física de Galileo, los internacionalistas no
contradicen toda la teoría nacionalista. Reconocen que corresponde a la
realidad, pero sólo en primera aproximación. El nacionalismo aprehende
una parte de la realidad; pero nada más que una parte. La realidad es
mucho más amplia, menos finita. En una palabra, el nacionalismo es válido
como afirmación, pero no como negación. En el capítulo actual de la
historia tiene el mismo valor del provincialismo, del regionalismo en capítulos
pretéritos. Es un regionalismo de nuevo estilo.
¿Por qué se exacerba,
por qué se hiperestesia, en nuestra época, este sentimiento al que su
ancianidad debía haber vuelto un poco más pasivo y menos ardiente? La
respuesta es fácil. El nacionalismo es una faz, un lado del extenso fenómeno
reaccionario. La reacción se llama, sucesiva o simultáneamente,
chauvinismo, fascismo, imperialismo, etc. No es por azar que los
monarquistas de L'Action Française
son, al mismo tiempo, agresivamente jingoístas y militaristas. Se opera
actualmente, un complicado proceso de ajustamiento, de adaptación de las
naciones y sus intereses a una convivencia solidaria. No es posible que
este proceso se cumpla sin una resistencia extrema de mil pasiones centrífugas
y de mil intereses secesionistas. La voluntad de dar a los pueblos una
disciplina internacional tiene que provocar una erección exasperada del
sentimiento nacionalista que, romántica y anacrónicamente, querría
aislar y diferenciar los intereses de la propia nación de los del resto
del mundo.
Los fautores de esta
reacción califican al internacionalismo de utopía. Pero, evidentemente,
los internacionalistas son más realistas y menos románticos de lo que
parecen. El internacionalismo no es únicamente una idea, un sentimiento;
es, sobre todo, un hecho histórico. La civilización occidental ha
internacionalizado, ha solidarizado la vida de la mayor parte de la
humanidad. Las ideas, las pasiones, se propagan veloz, fluida,
universalmente.
Cada día es mayor la
rapidez con que se difunden las corrientes del pensamiento y de la
cultura. La civilización ha dado al mundo un nuevo sistema nervioso.
Trasmitida por el cable,
las hondas hertziatias, la prensa, etc. toda gran emoción humana recorre
instantáneamente el mundo. El hábito regional decae poco a poco. La vida
tiende a la uniformidad, a la unidad. Adquiere el mismo estilo, el mismo
tipo en todos los grandes centros urbanos. Buenos Aires, Quebec, Lima,
copian la moda de París. Sus sastres y modistas imitan los modelos de
Paquin. Esta solidaridad, esta uniformidad no sois exclusivamente
occidentales. La civilización europea atrae, gradualmente, a su órbita y
a sus costumbres a todos los pueblos y a todas las razas. Es una
civilización dominadora que no tolera la existencia de ninguna civilización
concurrente o rival. Una de sus características esenciales es su fuerza
de expansión. Ninguna cultura conquistó jamás una extensión tan vasta
de la Tierra. El inglés que se instala en un rincón del Africa lleva ahí
el teléfono, el automóvil, el polo. Junto con las máquinas y las
mercaderías se desplazan las ideas y las emociones occidentales. Aparecen
extraña e insólitamente vinculadas a la historia y el pensamiento de los
pueblos más diversos.
Todos estos fenómenos son
absoluta e inconfundiblemente nuevos. Pertenecen exclusivamente a nuestra
civilización que, desde este punto de vista, no se parece a ninguna de
las civilizaciones anteriores. Y con estos hechos se coordinan otros. Los
Estados europeos acaban de constatar y reconocer, en la conferencia de
Londres, la imposibilidad de restaurar su economía y su producción
respectivas sin un pacto de asistencia mutua. A causa de su
interdependencia económica, los pueblos no pueden, como antes, acometerse
y despedazarse impunemente. No por sentimentalismo, sino por requerimiento
de su propio interés, los vencedores tienen que renunciar al placer de
sacrificar a los vencidos.
El internacionalismo no es
una corriente novísima. Desde hace un siglo, aproximadamente, se nota en
la civilización europea la tendencia a preparar una organización
internacional de la humanidad. Tampoco es el internacionalismo una
corriente exclusivamente revolucionaria. Hay un internacionalismo
socialista y un internacionalismo burgués, lo que no tiene nada de
absurdo ni de contradictorio. Cuando se averigua su origen histórico, el
internacionalismo resulta una emanación, una consecuencia de la idea
liberal. La primera gran incubadora de gérmenes internacionalistas fue la
escuela de Manchester. El Estado liberal emancipó la industria y el
comercio de las trabas feudales y absolutistas. Los intereses capitalistas
se desarrollaron independientemente del crecimiento de la nación. La nación,
finalmente, no podía ya contenerlos dentro de sus fronteras. El capital
se desnacionalizaba; la industria se lanzaba a la conquista de mercados
extranjeros; la mercadería no conocía confines Y pugnaba por circular
libremente a través de todos los países. La burguesía se hizo entonces
librecambista. El libre-cambio, como idea y como práctica, fue un paso
hacia el internacionalismo, en el cual el proletariado reconocía ya uno
de sus fines, uno de sus ideales. Las fronteras económicas se
debilitaron. Y este acontecimiento fortaleció la esperanza de anular un día
las fronteras políticas.
Sólo Inglaterra —el único
país donde se ha realizado plenamente la idea liberal y democrática,
entendida y clasificada como idea burguesa llegó al librecambio. La
producción, a causa de su anarquía, padeció una grave crisis, que
provocó una reacción contra las medidas librecambistas. Los estados
volvieron a cerrar sus puertas a la producción extranjera para defender
su propia producción. Vino, un periodo proteccionista, durante el cual se
reorganizó la producción sobre nuevas bases. La disputa de los mercados
y las materias primas adquirió un agrio carácter nacionalista. Pero la
función internacional de la nueva economía volvió a encontrar su
expresión. Se desarrolló gigantescamente la nueva forma del capital, el
capital financiero, la finanza internacional. A sus bancos y consorcios
confluían ahorros de distintos países para ser invertidos
internacionalmente. La guerra mundial desgarró parcialmente este tejido
de intereses económicos. Luego, la crisis post-bélica reveló la
solidaridad económica de las naciones, la unidad moral y orgánica de la
civilización.
La burguesía liberal, hoy
como ayer, trabaja por adaptar sus formas políticas a la nueva realidad
humana. La Sociedad de las Naciones es un esfuerzo, vano ciertamente, por
resolver la contradicción entre la economía internacionalista y la política
nacionalista de la sociedad burguesa. La civilización no se resigna a
morir de este choque, de esta contradicción. Crea, por esto, todos los días,
organismos de comunicación y de coordinación internacionales. Además de
las dos Internacionales obreras, existen otras internacionales de diversa
jerarquía. Suiza aloja las "centrales" de más de ochenta
asociaciones internacionales. París fue, no hace mucho tiempo, la sede de
un congreso internacional de maestros de baile. Los bailarines discutieron
ahí, largamente, sus problemas, en múltiples idiomas. Los unía, por
encima de las fronteras, el internacionalismo del fox-trot y del tango.
NOTA:
1 Publicado en Mundial: Lima, 10 de Octubre de 1924. Sobre este
tema revisar "Nacionalismo y Vanguardismo" en Peruanicemos al
Perú, págs. 72 -79, Vol. 11 de esta serie popular de obras
completas.