La forma partido
La cuestión
del partido, hay que reconocerlo honestamente, es aquella con respecto a la
cual el giro de Occhetto tiene mayores justificaciones, pero también aquella
con respecto a la cual propone la solución más discutible y peligrosa.
La
justificación radica en el hecho de que la reflexión teórica colectiva ha sido
particularmente pobre en torno a este problema y la innovación en la práctica
tímida e inconcluyente.
Renovación
hubo, pero se dejó en manos de los acontecimientos, lo nuevo se sobrepuso a lo
viejo y se ha desarrollado sin un proyecto y sin verdaderos cambios. Sin la
inoculación de nuevas energías, nuevas experiencias, culturas, y sin una
ruptura de las formas organizativas, a todos les pareció que el «instrumento»
era ya incapaz de dar como fruto la mejor de las políticas.
Sin embargo,
la pregunta es entonces la siguiente: ¿en qué debe consistir una ruptura de la
continuidad, y en qué dirección debe orientarse? Es decir, ¿cuáles son los
verdaderos «males» que corregir y extirpar, y qué partido se necesita en la
sociedad transformada, para transformarla?
La idea que
toma cuerpo es la del «partido ligero» moderno, no en el sentido del partido de
unos cuantos (esta sería una consecuencia no deseada), sino en el sentido de:
un partido en el que aparato y militantes pierden peso real con respecto al
electorado y a las asociaciones federadas; que emplea las capacidades tal como
se las ofrece el mercado intelectual; que agrega fuerzas en torno a programas
específicos; que, en sustancia, se propone escuchar, interpretar la sociedad
(una parte de ésta), más que transformarla, ser instrumento más que sujeto,
sobre todo ser representación institucional y recolector electoral.
Ahora bien,
no hay duda de que todo esto constituye una profunda ruptura no sólo con
algunas formas organizadas de la tradición comunista —aquellas con las que,
fácil y justamente, se ha ensañado la crítica (centralismo, militancia política
como práctica absorbente, disciplina, etcétera)—, sino con su fundamento teórico.
Esto es, la idea de que el partido no debe de ser sólo «para los trabajadores»,
sino de los trabajadores, el instrumento mediante el que una clase, por su
naturaleza, colocada en papeles subalternos, y con una cultura subalterna, se
transforma paulatina aunque directamente, en clase dirigente: por tanto, el
instrumento sin el cual, a diferencia de la burguesía, el proletariado no puede
constituirse en clase «para sí». Es más, se puede añadir que una ruptura así
resulta más radical con respecto a la concepción gramsciana, de lo que puede
serlo con respecto al mismo pensamiento leninista. Porque en el pensamiento
leninista residía aún (por lo menos hasta el socialismo realizado) la dicotomía
entre la masa proletaria confinada dentro de su lógica económico-corporativa y
movilizada hacia la política en momentos y con objetivos generalísimos, y el
partido de los cuadros portadores de una «ciencia de la revolución»,
identificada básicamente con una ciencia de la toma del poder. Mientras que
Gramsci pone en el centro, como presupuesto de la hegemonía, la revolución
intelectual y moral, es decir, la autoeducación colectiva de toda una clase, e
incluso busca un fundamento material de este proceso en la dialéctica entre
proletariado e intelectuales, y entre práctica obrera y valores premodernos
presentes en la sociedad y en la cultura. El partido es la sede y el
instrumento de todo ello, precisamente en cuanto que no es sólo de masa o de
militantes, sino en cuanto «intelectual colectivo».
Tal
concepción, a decir verdad, no se ha traducido en un partido real (no lo fue
siquiera el partido nuevo de Togliatti en sus mejores momentos), pero no quedó
confinada en los libros: primero, y sobre todo, después de Gramsci, uno de los
elementos originales del movimiento obrero italiano (incluso del viejo
socialismo prampoliano) fue precisamente su carácter de agente de civilización,
de fuerza ideológica que proporcionaba este nuevo fundamento de cultura y
moralidad colectiva que la revolución burguesa en Italia no había tenido. Una ruptura
no precisamente pequeña.
La primera
constatación que de inmediato hacemos, sin embargo, es que la ruptura hoy
propuesta no es tal, de hecho, con respecto al tipo de partido que domina la
política en Occidente, y tampoco con respecto a aquello en lo que el PCI a
menudo se ha convertido en los hechos y a lo que espontáneamente tiende a ser.
La «forma
partido» como se presenta hoy en las modernas democracias occidentales es,
tendencialmente, la que precisamente se propone a sí misma como «innovación». Y
esto nos ayuda mejor a comprenderla. Porque echando un vistazo a los hechos, se
ve fácilmente que tal «partido ligero» —incluso cuando es de izquierda— no es
en absoluto ligero, y que su manera de «escuchar a la sociedad» es de un tipo
bastante particular. Es un «partido ligero» que suple la fragilidad de sus
vínculos con las masas y la precariedad de su tejido conectivo con un fuerte
énfasis en el papel personal del «líder»; que es administrado por aparatos de
poder no menos estables y distantes de los antiguos (parlamentarios casi
inamovibles, técnicos de la información y de la administración, administradores
locales, gestores de las cooperativas, burocracias sindicales), esto es, piezas
del establishment; que tiene que construir su consenso primordialmente con el
empleo de los media (o mejor, buscando su apoyo no desinteresado) y con la
mediación de varias corporaciones, buenas y malas. La consecuencia inmediata es
la pasividad política de las clases subalternas hacia el exterior (el
absentismo del voto) y en su interior (¿cómo puede quien no sabe, quien no
tiene poder, llegar a ser dirigente?). La consecuencia indirecta es un tipo de
consenso electoral que no puede hacer frente a políticas fuertes de gobierno,
de ahí por tanto una necesaria autorreducción de los programas, y una «escucha
de la sociedad» que selecciona y respeta las correlaciones fundamentales de
fuerza existentes. El «reformismo de bajo perfil» se vuelve no ya una elección,
sino una necesidad.
No es tamos
describiendo solamente a los partidos conservadores centristas (que en Italia
asumen específicamente las características del partido-Estado) sino también a
la moderna tendencia de los propios partidos «progresistas»: desde el Partido
Demócrata estadounidense, hasta los de los socialistas franceses o españoles. Y
esa es, en parte, la tendencia actual del PCI.
Todos lo
saben, y algunos lo dicen: es en Occidente donde aparece el punto de mayor
debilidad de la izquierda: una insuficiencia de la democracia organizada que la
expone a un ausentismo electoral de la “pobre gente”, que está a merced de los
medios, de la hegemonía cultural del adversario.
Todo esto no
sucede por casualidad o por error, sino que está en relación directa con esas
novedades de la sociedad a las que se querría y se debería hacer frente
renovando la forma partido.
Esquemáticamente,
porque ya hemos aludido a estos mismos fenómenos:
- a) La segmentación del cuerpo social. La propia clase obrera se articula, a causa de la descentralización, en sedes físicas, funciones productivas, niveles de producción mucho más diferenciados; y continuamente empobrece sus vanguardias a causa de una mayor movilidad social (espontánea o coaccionada). Aumenta el peso de los trabajadores intelectuales, aunque están fuertemente condicionados por la cultura que los forma y por el papel que asumen. Los intelectuales en sentido estricto son parte orgánica de aparatos potentes y estructurados. Gran parte de la «pobre gente» está formada por marginados (desempleados, ancianos, trabajadores precarios). Los «nuevos sujetos» ligados a contradicciones transversales están por su naturaleza físicamente dispersos y a menudo en conflicto.
- b) El papel que asumen los medios de información de masa no sólo permite la manipulación de las decisiones políticas, sino que comunica cultura, estilos de vida, también valores, sobre todo en las clases subalternas, forma y transforma continuamente el sentido común, da a la opinión pública un carácter espontáneamente confuso y oscilante.
- Éste es el típico pueblo de las «primarias», clave de bóveda de la máquina electoral en Estados Unidos.
- c) El poder de facto, dentro la aparente complejidad, e incluso gracias a ésta, está muy concentrado, y se presenta con la objetividad de las decisiones aparentemente racionales y posibles.
- d) Por último, pero no menos importante, la elección misma, justa y obligada, de la «democracia» y de sus reglas, comporta un precio: la estabilización, durante décadas —también en las filas de la izquierda— de un personal político profesionalizado, integrado en su cotidianidad en las maneras de pensar, de actuar, y a menudo en los privilegios de las clases dominantes. En sustancia: no sólo es cierto que los partidos ocupan al Estado y a la sociedad; también lo es que ellos están ocupados.
Es por todo
ello que, precisamente hoy, y como consecuencia de las transformaciones que
están ya en marcha, para llevar a cabo, no digo ya la revolución, sino
verdaderas reformas, es necesaria más que ayer una subjetividad organizada,
autónoma, capaz llevar a la autotransformación de los protagonistas de un
cambio posible. En este sentido el tema del partido no sólo de «masa», sino
militante, intelectual colectivo, no es en absoluto un tema para archivar;
limitarse a renovarlo sin problematizarlo, quiere decir sim ple mente rendirse
a un continuismo absoluto. Y sobre esto, por otra parte, parece ab surdo
liquidar una experiencia que, a pesar de todo, ha sido vital.
Entonces, y
por el contrario, ¿en qué puede consistir una verdadera innovación, teórica y
práctica?
El PCI ha
sido sólo en parte un partido «de masas, militante, intelectual colectivo».
No lo es
desde hace mucho tiempo, y sea como fuere, del modo en que había sido pensado
no podría y no debería serlo. Partamos de algunas constataciones de hecho que
tienen que ver con su constitución material, más allá de lo que piensa de sí
mismo. Alrededor de esto sería necesaria una gran investigación y un análisis
profundo. Sin embargo, algunos datos saltan a la vista.
a) La
composición por edad. El promedio de los 1.400.000 afiliados supera ya los
cincuenta años. Los afiliados menores de veinticinco años (1,9%) son
numéricamente inferiores a los mayores de ochenta años. Aquellos con menos de
treinta años (esto es, la verdadera fuerza dinámica de la sociedad) son menos
que los mayores de setenta años. La Federación Juvenil, tras un intento de
refundación que había arrojado algún resultado, ha vuelto a retroceder.
b) La
composición de clase. Aparentemente el partido es aún amplísimamente de base
obrera y popular. Su composición parece estable desde hace décadas. Digo
aparentemente, no sólo porque haya crecido mucho, obviamente, el porcentaje de
los pensionistas, y sea irrelevante la presencia de las nuevas figuras
profesionales del trabajo de pendiente, sino sobre todo porque se ha acentuado
increíblemente la dificultad de representar esa composición social en las
funciones dirigentes. Si se piensa en el extraordinario florecimiento de la
elite obrera que hubo durante los años setenta, sorprende cuán poco ha quedado
de ello en los grupos dirigentes del PCI. Y a mayor razón se teme que esta
tendencia empeore en una fase en la que esas elites ya no se forman
espontáneamente.
c) La
actividad política de las estructuras de base principalmente se ha restringido.
Se concentra
en objetivos de autorreproducción (afiliación) o de propaganda (campañas
electorales, fiestas de l’Unità), y en los casos de mayor vitalidad (pequeños y
medianos centros) en eventos de la administración local. Por el contrario, la
relación con las luchas y sedes de conflicto real está demasiado gastada o ha
sido delegada: al sindicato, a los movimientos (pacifista o ecologista), a cuya
vida cotidiana se es relativamente ajeno. La única excepción positiva, no por
casualidad, es la de las mujeres comunistas.
d) Los
grupos dirigentes periféricos viven en continuas dificultades: su base de
selección se agota, difícilmente provienen de experiencias reales de lucha
social y cultural, su vida material es difícil, y sin grandes compensaciones de
rol e ideales. El poder real está dividido en una multitud de aparatos, entre
los cuales el del partido no es ni el más numeroso ni el más valorado. El grupo
dirigente central ha perdido una autoridad indiscutida, ya antes de la reciente
crisis, y actúa, de una u otra manera, por impulsos, mensajes, más que a través
de un mecanismo eficaz de discusión, de toma de decisiones, que verifique su
actuación y sus resultados.
e) La
actividad formativa se ha debilitado mucho, ya sea con respecto a los cuadros
de base, ya sea como capacidad de elaboración, de transformación de la clase
intelectual. La forma típica de la relación partido-intelectuales es ya la de
los independientes, la de los «expertos» separados de la vida política activa.
La prensa de partido vive una crisis evidente, y la propia información política
está mediada por órganos independientes.
La
enumeración podría continuar, pero estas observaciones son suficientes para
persuadirse acerca de que, en relación con la cuestión del partido, de sus
formas organizativas, se hace necesaria una ruptura.
Obviamente
no puede llevarse a cabo en términos de restauración de una concepción clásica:
dos puntos del discurso gramsciano decisivos a propósito del partido (su
carácter de sujeto «totalizador», su papel pedagógico) están en tela de juicio,
además de por la experiencia, por las novedades sociales. La subjetividad
antagonista ya no se agota en el partido, éste es sólo un componente, a pesar
de que sea decisivo. Pe ro, ¿con qué funciones, y bajo qué formas
organizativas?
El problema
no es solamente uno de los más difíciles y complejos de afrontar, sino que es
también imposible resolverlo en abstracto, sin una experiencia in progress, sin
poder ver con claridad qué fuerzas se pueden poner paulatinamente sobre el
terreno y cómo darles formas organizativas adecuadas: lo que se puede y se
tiene que hacer es, sobre todo, obtener claridad de ideas acerca de la
dirección en la que se quiere encontrar una respuesta.
De cualquier
forma, queremos proponer algún punto de modo muy problemático, y con alguna
afirmación arriesgada.
a) Una nueva
forma partido, para existir y con el carácter del que hablamos, necesita algo
que, si no antes, por lo menos junto con él, crezca fuera de sí, de manera que
el «límite» del partido (concepto justo aunque al mismo tiempo equívoco) no
esté representado simplemente en la sociedad como un conglomerado amorfo, o por
la individualidad atomizada. Tiene necesidad de una democracia organizada, de
movimientos de masa, autónomos, organizados, que aun partiendo de temáticas y
conflictos precisos tengan la permanencia y la fuerza para ser sujetos
políticos y sean reconocidos como tales. Y, por lo tanto, la relación entre
partido y masa (el así llamado carácter de masa del partido) no se presente más
como la superposición de una «conciencia general» a la espontaneidad
económico-corporativa, y mucho menos como superposición del aparato
político-institucional a una opinión pública atomizada de la cual se espera
solamente el consenso. Durante las dos últimas décadas ha habido en Italia
numerosas experiencias embrionarias en esta dirección, y han sido
extraordinariamente enriquecedoras: sobre todo en la clase obrera (los consejos
de los años setenta), también en los terrenos del pacifismo y del ecologismo de
los años ochenta y por último, y sobre todo, por medio del movimiento de
mujeres. Hoy en día, casi únicamente éste ha conservado este tipo de tensión.
El ecologismo ha sido absorbido muy pronto por la estrategia electoralista, el
pacifismo ha vivido una fase de declive, la crisis de la estructura consejista
en la fábrica es grave. Y, sin embargo, en este y en otros terrenos que da, y
en otros casos nace por primera vez, una evidente potencialidad de
auto-organización social (lucha antimafia, voluntariado social en la sanidad,
drogadicción, inmigración). El PCI, por cultura y por maneras de trabajar, no
ha reconocido jamás la necesidad de esta dialéctica: en ciertos casos ha
desconfiado de ella, en otros ha tratado de absorberla, en otros ha establecido
una relación exclusiva con sus expresiones institucionales. Ahora bien, la
línea que apunta hacia una unificación de los movimientos en un partido, o
hacia alianzas electorales (de tipo, precisamente, estadounidense) es una falsa
solución del problema. Es necesario, por el contrario, reconocer la autonomía
de los movimientos, trabajar «dentro», y, por otra parte, afirmar
recíprocamente la propia autonomía, confrontarse con los movimientos y no
limitarse solamente a «representarlos». Sin esta dialéctica no existen los
«materiales» merced a los cuales construir una nueva hegemonía.
b) Pero para
que esto ocurra se necesita también crear las condiciones estructurales e institucionales
mínimas para el crecimiento de una democracia organizada, de una subjetividad
colectiva. Me refiero, ante todo, a las dos grandes estructuras que condicionan
la subjetividad en una sociedad moderna de manera más penetrante. Si no se
rompe el carácter centralista-burocrático de la escuela (que la incapacita para
formar un espíritu crítico, una identidad personal y mientras tanto profundiza
de nuevo la separación entre la elite y las clases subalternas), pero sin caer
en la lógica de la escuela como instrumento de transmisión de las exigencias
del capital y del mercado, no es posible que ninguna experiencia de masa supere
el límite del particularismo y del grupo de presión. Al mismo tiempo, si no se
libera al sistema de los medios de comunicación no sólo de los poderes más
poderosos que lo dominan, sino de la lógica que los constituye como mero
mercado, la solución que permita la consolidación de una subjetividad deviene
imposible.
c) Esta
premisa lleva a novedades radicales en la concepción del «partido nuevo» de
Togliatti y con mayor razón en nuestras actuales formas organizativas. La
primera de ellas concierne al significado mismo de la expresión «partido de
masas». En realidad el «partido de masas» se ha caracterizado por la
coexistencia de dos realidades muy alejadas: el partido de cuadros que, por
medio de un tejido militante muy activo y entusiasta, aunque relativamente poco
partícipe de la elaboración política general, se conectaba con un «pueblo
comunista» principalmente en el terreno de las grandes opciones ideológicas (el
antifascismo, el socialismo real) y de la práctica reivindicativa inmediata
(sindicato, cooperativas, asociaciones profesionales). Hoy, esta separación se
ha vuelto más profunda: clase política y opinión pública.
Se necesita
entonces, como mínimo, diferenciar entre partido e instituciones, desplazar el
acento en el partido como agente y organizador de la sociedad, hacia el papel
de promotor del conflicto y estímulo de una reforma intelectual y moral.
Precisamente lo que Gramsci llamaba (espero no estar estúpidamente equivocado)
«espíritu de escisión», no casualmente lamentando la ausencia, en la historia
italiana, de la Reforma religiosa, o de la Ilustración como base fundadora de
una nueva y difundida identidad colectiva.
Algo más que
una simple autonomía cultural, y mucho más que una genérica elección de valores
fundacionales: se trata de la fusión de valores, análisis de la realidad,
proyecto de transformación que dé un sentido profundo a la política y que para
eso mismo esté presente en cada momento, día tras día, y sea instrumento de
crítica y de transformación de la vida personal. Fundamento ético y no
solamente intelectual. ¿No es éste el sentido radical de la crítica de las
mujeres a la política masculina?; ¿no es ésta la raíz del renacimiento
inesperado y frecuentemente fundamentalista de la presencia religiosa en la
vida social?; ¿no es ésta la nueva y mayor «miseria» de los partidos modernos
de izquierda y de cada uno de nosotros, incluso cuando nos proclamamos comunistas?
Agotado el peligroso impulso del populismo y el igualmente falaz del «partido
iglesia», ha quedado la realidad del partido como sector del aparato público.
¿Existe un fundamento, una base material para abordar la refundación de esta
tensión ideal, que se vuelve, decía Marx, fuerza material, en una sociedad tan
fragmentada y se cularizada, sin el cortocircuito del fundamentalismo? La
respuesta hay que buscarla, probablemente, en el hecho de que finalmente surgen
contradicciones social-cualitativas que le permiten al partido de las clases
subalternas salir de los límites de la integración o de la revuelta, expresar
un punto de vista radicalmente antagónico aunque «en positivo». Por eso es de
decisiva importancia, y nosotros no pensamos olvidarlo, el tema de la relación
con otras culturas, otras subjetividades externas y a veces conflictivas con
nuestra tradición: a condición de que no se degrade a la banalidad del
«contagio», del eclecticismo; que se busque realmente una síntesis
provisional en cada momento, y en esta relación cada uno valore su riqueza y su
identidad.
Fuente: Último apartado del Apéndice Una nueva identidad
comunista del libro de Lucio Magri El sastre de Ulm. El comunismo del
siglo XX