Uno de los mayores problemas que hay para definir
qué sea una historia legítimamente marxista es el de que, por principio, debe
ser una historia que vaya más allá de las codificaciones más o menos dogmáticas
que forman lo que la mayoría entiende por “marxismo”, con el agravante
adicional de que, a diferencia de lo que sucede con la política o la economía,
no se contaba hasta hace pocos años con textos publicados de Marx que
expusieran con claridad sus ideas acerca de la historia, aunque,
paradójicamente, éstas constituyesen una de las bases fundamentales de lo que
se denominaba materialismo histórico.
El núcleo inicial de estas ideas lo elaboraron Marx
y Engels en Bruselas entre el verano de 1845 y el otoño de 1846, y las
consignaron en el extenso texto de La ideología alemana, que decidieron no
publicar y que no se editó hasta 1932 (y en una edición satisfactoria hasta
1965). Aunque Engels dijera más tarde que el libro reflejaba que sus
conocimientos de historia económica eran todavía precarios, la verdad es que
contenía planteamientos que hubiera sido útil que se divulgasen con
anterioridad como la afirmación de que las abstracciones teóricas, “por ellas
mismas y separadas de la historia real, no tienen ningún valor”.1
La primera ocasión en que dieron a conocer algo
acerca de su visión de la historia fue en la publicación del Manifiesto
comunista de 1848, con la afirmación de que “La historia de todas las
sociedades que han existido hasta hoy es la historia de luchas de clases”. El
momento revolucionario que esperaban que se produjera en 1848 se frustró, y
Marx dedicó al análisis de lo que había ocurrido Las luchas de clases en
Francia, publicado en 1850, y El 18 Brumario de Luis Bonaparte, publicado en
1852, que comenzaba con una afirmación contundente: “Los hombres hacen su
propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, en las condiciones elegidas
por ellos, sino en unas condiciones directamente dadas y heredadas del pasado”.
2
Aunque hay en El 18 Brumario elementos interesantes
acerca de la concepción de la historia, no se trata propiamente de una
investigación histórica, sino de un análisis político de actualidad. Y aunque
sabemos que las reflexiones de Marx en este campo siguieron madurando, su plena
dedicación en los años centrales de su vida a desentrañar el funcionamiento de
la economía capitalista de su tiempo dio lugar a que estas reflexiones no se
publicasen, como ocurrió, por poner un ejemplo, con las referidas a las
formaciones económicas precapitalistas que desarrolló en las Grundrisse, que
permanecerían inéditas hasta la segunda mitad del siglo XX. 3
En 1859, en cambio, Marx publicó en el prefacio de
su Contribución a la crítica de la economía política una formulación
esquemática, que quedaría como texto canónico, citado e 4 interpretado una y
otra vez, que, lamentablemente, se convirtió en aquello mismo que Marx y Engels
habían condenado en La ideología alemana, una “abstracción teórica” que
condicionaba el estudio de la realidad. Esta formulación contenía elementos
innovadores, junto a otros que eran residuos de la concepción histórica de la
escuela de la ilustración escocesa, como la sucesión de “los modos de
producción asiático, antiguo, feudal y burgués moderno”, que iba a llevar a
debates y confusiones inacabables.
La adopción que muchos hicieron como guía
interpretativa de un texto como este, contrasta con la riqueza de matices que
encontramos en la práctica del propio Marx, como puede verse en el capítulo
veinticuatro del volumen primero de El Capital, sobre “La llamada acumulación
originaria”, que es posiblemente la mejor muestra que tenemos del Marx historiador,
donde al estudiar la expropiación de los campesinos y la génesis de un mercado
interno para el capital industrial, nos muestra cómo detrás de este proceso no
hay solamente las consecuencias inevitables de la evolución económica, sino,
para comenzar, la coerción ejercida por las clases dominantes a través del
estado, con el fin de forzar a los campesinos a someterse al “sistema del
trabajo asalariado” mediante la aplicación de leyes brutales. Con lo cual se ha
conseguido que “aparezcan en un polo las condiciones de trabajo como capital y
en el otro polo seres humanos que no tienen que vender más que su fuerza de
trabajo”, en un esfuerzo que no cesa hasta haber logrado que la clase
trabajadora acepte esas condiciones como leyes naturales, “por educación,
tradición y costumbre”. 5
La dedicación de Marx al estudio del capitalismo
realmente existente prosiguió hasta el fin de su vida. Cuatro años antes de su
muerte, en 1879, escribía a Danilson que no podía terminar el volumen segundo
de El Capitalantes de que concluyese la crisis por la que estaba atravesando la
economía inglesa: “Hay que observar el curso real de los acontecimientos hasta
que lleguen a su maduración antes de poder consumirlos productivamente, con lo
cual quiero decir ‘teóricamente’” 6. Lo que significa que el viejo Marx no se
consideraba en posesión de un juego de herramientas teóricas sobre el
capitalismo que le permitiese juzgar lo que sucedía sin seguir con la práctica
de “observar el curso real de los acontecimientos”.
Menos aún podía pensarse en la existencia de una
“teoría marxista de la historia”, que se pretendería desarrollar más adelante
sobre la base del prefacio a la Contribución. Hubiera bastado con prestar
atención a algunas cartas que muestran un Marx real lleno de dudas y de
vacilaciones. Como ha dicho Kiernan, la concepción de lo que pudiera entenderse
como una historia marxista padeció del hecho de que no se hubiesen publicado la
mayoría de los textos que mostraban cómo había evolucionado el pensamiento de
Marx después de la Contribución. 7
Sabemos de sus dudas, por ejemplo, por la carta que
escribió a Engels el 25 de marzo de 1868 en que le explicaba que la lectura de
los libros de Maurer sobre las instituciones de los germanos le había hecho
reflexionar sobre la supervivencia de las formas precapitalistas en un entorno
capitalista, lo que le llevó posteriormente a matizar en la traducción francesa
de El Capital lo que sobre la expropiación de los campesinos había dicho en el
capítulo 24 de la edición alemana, reduciendo su aplicación al ámbito de la
Europa occidental, que habría seguido el modelo inglés, y dejando entender con
ello que había otras vías posibles de evolución. Una idea que amplificará a
fines de 1877 en una carta al director de una revista rusa, que no llegó a
enviar, en que precisaba que en el capítulo 24 no había pretendido otra cosa
que “trazar el camino por el cual surgió el orden económico capitalista en la
Europa occidental del seno del régimen económico feudal”. 8
Por entonces había estudiado la lengua rusa y se
había informado sobre la evolución de la economía de Rusia. El 16 de febrero de
1881 Vera Zasulich le escribió una carta para preguntarle si él creía, como la
mayoría de los marxistas rusos, que la comunidad campesina era una forma de
organización arcaica destinada a desaparecer. El tema preocupaba a Marx, que
escribió hasta cuatro borradores de una extensa carta que no llegó a enviar,
que muestran que pensaba seriamente en la posibilidad de que, si el capitalismo
no seguía avanzando en Rusia, existía la posibilidad de que pudiese convertirse
en una sociedad sin clases sin necesidad de sufrir previamente el paso por el
capitalismo. Algo que desbordaba el esquema de 1859. 9
Nadie, ni el propio Engels, que hizo publicar el
borrador de la carta de 1877 después de la muerte de Marx, parece haber
advertido la importancia de estas ideas. En los últimos años de su vida, dese
1890, Engels escribió una serie de textos sobre la concepción de la historia en
que se mostraba alarmado al ver que los jóvenes usaban el marxismo como un
sistema para encontrar respuestas deducidas automáticamente de un esquema
previo. “El método materialista –decía- resulta contraproducente si, en lugar
de adoptarlo como un hilo conductor del estudio histórico, se utiliza como un esquema
fijo e inamovible con el que clasificar los hechos históricos”. A lo que
añadía, en carta a Conrad Schmidt: “Toda la historia ha de ser nuevamente
estudiada (…) antes de emprender la tarea de deducir sus correspondencias(…).
Hasta ahora no se ha hecho nada de esto”. Y en
1894, un año antes de su muerte, insistía en combatir el determinismo
económico. 10
Karl Kautsky añadiría más tarde: “La exactitud más
o menos absoluta de la concepción materialista de la historia no depende de las
cartas y los artículos de Marx y de Engels, solo puede probarse por el estudio
de la propia historia (…). Esta era también la opinión de Marx y de Engels; lo
sé por conversaciones privadas con este último y encuentro la prueba de ello en
el hecho, que parecerá extraño a muchos, de que los dos no hablaban sino
raramente, y con brevedad, de su teoría, y ocupaban la mayor parte de su
actividad en aplicar esta teoría al estudio de los hechos”. 11
Lo que ocurre es que esta aparente llamada al
sentido común tiene una compleja lectura política. Ni Marx ni Engels eran
dirigentes del partido socialdemócrata alemán, el SPD, y en ocasiones se habían
mostrado críticos con sus planteamientos. Tras la muerte de Marx, Engels parece
haber iniciado un cierto acercamiento a la dirección del SPD, en los momentos
en que esta se orientaba hacia el parlamentarismo, despertando la oposición de
una serie de jóvenes militantes izquierdistas que reivindicaban la tradición
revolucionaria del Manifiesto comunista. Era a éstos militantes a los que Engels
dirigía sus advertencia sobre la interpretación del materialismo histórico, y
lo hacía en vísperas de un congreso del partido. 12
En contra de lo que pudieran hacer creer estos
pronunciamientos contra el dogmatismo, Engels se dedicó en estos años a una tarea
que contribuyó a la codificación del “marxismo” como un cuerpo de doctrina, a
través de sus trabajos de divulgación del pensamiento de Marx, lo que hacía con
mucha claridad y dándole un aire de “ciencia”. Sus obras de síntesis, y en
especial Socialismo utópico y socialismo científico, del que el propio Engels
reconocía que “ninguna otra obra socialista, ni nuestro Manifiesto comunista ni
El Capital de Marx, ha sido traducida tantas veces”, fueron la referencia
esencial para el marxismo ortodoxo que, por obra de autores como Kautsky,
Plejánov o Labriola, elaboró una supuesta doctrina científica que permitía
anunciar a los militantes que tenían las leyes de la historia a su favor y que
el triunfo de la causa era inevitable. 13
Esta fosilización se dejó sentir de manera más
aguda, si cabe, en España, donde los anticipos prometedores que aparecieron a
fines del siglo XIX, como el Informe de la Agrupación Socialista madrileña, de
Jaime Vera (1884) o las Notas para la historia de los modos de producción en
España de Juan José Morato (1897), no tendrían continuidad. Uno de los
“pensadores” del PSOE, el filósofo Verdes Montenegro, sostenía en 1917 que lo
que importaba no era la validez de las ideas de Marx, sino la bondad de las
propuestas formuladas por el partido. 14 Y un dirigente tan importante como
Indalecio Prieto confesaba en 1930 su total ignorancia acerca de la doctrina y
la historia del marxismo, cuando, en el exilio en París, le pedía a Gorkín que
le facilitara algún libro sobre Marx, sobre Lenin y sobre la revolución rusa,
“pero lo más sencillos posible, que para dormirme me basto yo”.15
En Rusia, mientras tanto, el marxismo, triunfador
en apariencia con la revolución soviética, sufría primero los efectos
simplificadores de la voluntad de divulgación pedagógica, con textos como La
teoría del materialismo histórico: Manual popular de sociología marxista de
Nikolai Bujarin, que provocaría las iras de Gramsci, quien denunciaba “la
nefasta tendencia a (…) reducir una concepción del mundo a un formulario mecánico,
que da la impresión de tener toda la historia en el bolsillo”. 16
A ello se sumaría más adelante la intervención de
Stalin que en octubre de 1931 decidió que el trabajo de los historiadores había
de acomodarse en cada momento a las directrices del partido, condenando a las
“ratas de biblioteca” que pretendían “seguir estudiando” temas que el partido
había decidido y que había que considerar por ello como axiomas. Su
intervención llegó tan lejos como para enmendar el texto canónico del prefacio
a la Contribución a la crítica de la economía política, eliminando el “modo de
producción asiático” para poder elaborar “un esquema único y necesario por el
cual han de pasar todas las sociedades”, con lo que el materialismo histórico
acababa convirtiéndose en lo que Marx combatía: una filosofía de la historia.17
La reducción del marxismo a poco más que un
recetario de fórmulas se reflejaría en el mundo de habla castellana en la forma
en que se invocaban los textos como explicaciones de la realidad, sin prestar
demasiada atención a su sentido. Sólo así se puede entender lo sucedido con la
traducción de Wenceslao Roces de El Capital, que fue durante muchos años la
versión de referencia, donde una serie de errores de traducción que podían
advertirse sin más que el empleo del sentido común, pasaron inadvertidos de la
edición madrileña de 1934-1935 a la mexicana de 1946 y a la nueva edición,
también mexicana, de 1959, que se presentaba como “cuidadosamente revisada”.
Deslices que ofenden al sentido común se repetían de una cita a otra sin ser
advertidos, lo cual demuestra el tipo de lectura litúrgica que se hacía de
estos textos. 18
Todo esto no sería tan grave si no fuese porque
este marxismo litúrgico se utilizaba como cobertura de análisis de la situación
económica faltos de rigor, como los de Ramos Oliveira19, y de planteamientos
políticos que en ocasiones resultaban poco menos que delirantes.
Pero en este panorama de fosilización del
pensamiento marxista “ortodoxo” hay una excepción que resulta obligado señalar:
la de los historiadores. No me refiero, como es lógico, a los funcionarios
académicos de los países del “socialismo realmente existente”, que se plegaban,
como lo hacen sus colegas en todas partes, sea cual sea la ideología de los
gobiernos, a las exigencias políticas del momento, sino a los investigadores: a
aquellos que, empeñados en analizar la realidad, convirtieron efectivamente su
formación marxiana en una herramienta de interpretación no solo del pasado,
sino también del presente.
En la propia Unión Soviética éste sería el caso de
algunos arqueólogos e historiadores de la antigüedad oriental, como Igor
Diakonoff20, de algunos medievalistas o de investigadores de los siglos
modernos como Boris Porshnev, Alexandra Lublinskaya o Anatoli Ado. Recuerdo mis
conversaciones con Svetlana Pozharskaya, una historiadora rusa que me explicaba
que en la Academia de Ciencias estaban preparando una historia de Europa, que
no avanzaba porque los especialistas en la antigüedad y en la edad media
estaban sumidos en tremendos debates teóricos, mientras quienes tenían que
redactar la parte contemporánea estaban de acuerdo en todo y no tenían problema
alguno. No se daba cuenta de hasta qué punto revelaba este hecho la forma en
que la asimilación de la ortodoxia había asfixiado su sentido crítico. Porque
la verdad es que Pozharskaya era una mujer sincera y de buena fe, un tanto
ingenua, que más adelante se convertiría en una entusiasta propagandista de la
“perestroika”.
En los países de la Europa oriental hubo también,
al margen del academicismo ortodoxo, una historiografía de una extraordinaria
calidad, con nombres como los de Josef Polishensky, Frantisek Graus o Josef
Macek en Checoslovaquia o como Manfred Kossok en la Alemania Oriental. Y lo
mismo valdría para un caso como el de Manuel Moreno Fraginals, en Cuba, y su
espléndido estudio sobre “El ingenio”. Todavía recuerdo el día en que una
funcionaria cubana me decía, al explicarle yo que conocía y apreciaba a Moreno:
“¡Ah, sí! Pero ese es muy poco marxista”. Qué sabía la desgraciada qué fuese
eso del marxismo.
La mayoría de estos hombres sufrieron como
consecuencia de su esfuerzo por mantenerse coherentes. Quisiera ilustrarlo con
el ejemplo de dos que he conocido. Este fue el caso de Manfred Kossok, que
desde la Universidad de Leipzig, en la República Democrática Alemana, dirigió
una importante serie de estudios de historia comparada de las revoluciones en
los tiempos modernos, de 1500 a 191721. Kossok vivió ilusionado los momentos
que siguieron en 1945 a la victoria sobre el fascismo, en que parecía que era
posible fundar una sociedad democrática e igualitaria.
Les leeré sus propias palabras sobre esto:
“Aquellos años fueron los años de las grandes esperanzas, de las visiones, de
las utopías –fin del imperialismo en 10 o 20 años, liberación de todos los
pueblos, bienestar universal, paz eterna- y fueron años de ilusiones heroicas:
el socialismo real como el mejor de todos los mundos”. Pero “en lugar de una
revolución desde abajo se impuso una revolución desde arriba. Los intentos espontáneos
de un viraje democrático-popular, que se mostraban en los comités
antifascistas, fueron bloqueados rápidamente. Las auténticas posibilidades
revolucionarias de los años de 1946 a 1948, culminando en la constitución de
1948, propuesta por el Congreso popular, no lograron realizarse. El poder del
pueblo se convirtió en la “dictadura de los obreros y campesinos” que en
realidad se reducía a la dictadura de un partido y finalmente, a la del buró
político del ‘partido dirigente’. El crimen histórico de la casta estalinista
consistió en abusar del idealismo de generaciones enteras y desacreditar de
manera irreparable la idea del socialismo”.
La forma en que este breve paréntesis de democracia
socialista fue decapitado es bien conocida, pero la realidad de lo que
significaba aquel proyecto ha sido olvidada. Como me dijo en una ocasión Edward
P. Thompson: “Este fue un momento auténtico y no creo que la degeneración que
siguió, en la cual hubo dos actores, el estalinismo y occidente, fuese
inevitable. Pienso que es necesario volver a ocuparse de ello y explicar que
este momento existió”.
Kossok participó más adelante en los esfuerzos por
transformar el régimen de la Alemania oriental en una democracia socialista,
que estaban tomando fuerza en el movimiento que en octubre y noviembre de 1989
animaba una amplia corriente de democracia directa que pedía libertad y
derechos humanos en el marco de un socialismo renovado. El movimiento reclutó a
jóvenes, estudiantes, intelectuales, sacerdotes, obreros… Todas las esperanzas
se derrumbaron por un complejo de razones internas y externas, en las que tuvo
un papel decisivo la venta que hizo Gorbachov de esta Alemania a Helmut Kohl.
El otro nombre que quisiera recordar es el de un historiador checo, Bohumil
Badura, discípulo de Polishensky, con el que he mantenido una larga amistad. No
era miembro del partido comunista, y no disfrutó por ello de ningún privilegio,
pero vivió con ilusión la llamada “primavera de Praga” en que, me decía,
compartió el entusiasmo popular “por un sistema político ejemplar y un
desarrollo económico que podía elevar el nivel de vida del pueblo dentro de una
economía socialista”. Y sufrió al ver que los países del ámbito del socialismo
real condenaban aquel intento –leyendo la prensa de estos países, me decía, “me
parecía estar en un mundo irreal, en que la silla no es realmente la silla sino
un instrumento diabólico, y en que el verdadero nombre de la verdad es la
mentira”. Años después, cuando los regímenes de las “democracias populares”
habían desaparecido, me confesaba, cenando una noche en Barcelona: “pero yo
sigo sintiéndome socialista”.
En la Europa occidental destacó sobre todo la
historiografía marxista británica, que se desarrolló ligada a los problemas
políticos de su tiempo y que dio nombres de tanta influencia como los de Rodney
Hilton, Christopher Hill, Edward Thompson, Eric Hobsbawm, Gordon Childe y
algunas figuras tan singulares como Geoffrey E.M. de Ste.Croix, un abogado
conservador que cambió de convicciones en 1936, ante el avance del fascismo y
la experiencia de la guerra civil española. Ste.Croix fue piloto de la RAF
durante la Segunda Guerra Mundial y, acabada ésta, abandonó su trabajo de
abogado para estudiar historia en la universidad de Londres e iniciar una
carrera de investigador que culminó, a los setenta años de edad, con una obra
maestra de inspiración marxista: La lucha de clases en el mundo griego antiguo.
En Francia, donde la tradición socialista estaba
representada por una línea que iba de Jaurès, pasando por Labrousse a Pierre
Vilar, surgió también un verbalismo estéril, el del estructuralismo marxista,
amparado por la cobertura filosófica de Althusser, quien, criticando “la
confusión que reina en el concepto de historia”, se decidió a reestructurar la
disciplina desde la pura reflexión filosófica, en un ejercicio de metateoría.
El modo de producción se dividió en estructuras regionales y se estableció todo
un juego de relaciones entre éstas, con el que se quería resolver verbalmente
todas las contradicciones. La euforia verbalista estimuló la creación de toda
suerte de nuevos “modos de producción especializados” –doméstico, tributario,
parcelario, etc.– cayendo en la vieja trampa de ‘resolver’ los problemas
reformulándolos verbalmente. No se trataba de “consumir teóricamente la
realidad”, como pedía Marx, sino de usar una teoría previamente establecida
para interpretarla.
El panorama sufrió una mutación con el conjunto de
los cambios que se produjeron a partir de 1968, cuando se frustraron las
esperanzas revolucionarias en París, en México y en Praga, y a lo largo de los
años setenta, cuando comenzó una reacción intelectual que en Estados Unidos fue
anunciaba por Lewis Powell al prevenir al mundo de los negocios del peligro que
representaban las ideas progresistas que se estaban desarrollando entre los
intelectuales y en las universidades, mientras en Gran Bretaña la señora
Thatcher no sólo luchaba contra los sindicatos sino que se esforzaba en
eliminar de la enseñanza cualquier rasgo de una historia social progresista,
proponiendo en la Cámara de los Comunes: “En lugar de enseñar generalidades y
grandes temas, ¿por qué no volvemos a los buenos tiempos de antaño en que se
aprendían de memoria los nombres de los reyes y las reinas de Inglaterra, las
batallas, los hechos y todos los gloriosos acontecimientos de nuestro pasado?”.
22
El terreno que ocupaba el estudio de la sociedad
fue invadido en primer lugar por el giro cultural y por el análisis del
discurso, y la historia pasó de ser un esfuerzo científico para explicar la
realidad a “una estructura verbal en forma de discurso en prosa narrativa” en
que la visión del pasado surgía de la poética histórica usada23. Y de ahí al
postmodernismo, con su diversidad de enfoques teóricos, que perseguían “el
análisis histórico de la representación frente a la quimérica persecución de
una “realidad” histórica perceptible y accesible”, con lo cual se acababa
negando la posibilidad y la utilidad de la historia. 24
El desencanto político se llevó por delante el
estructuralismo marxista francés, entre la tragedia personal de Althusser y
Poulantzas, y la oportunista conversión de los Furet o Le Roy Ladurie, pero no
sucedió lo mismo con la historiografía marxista británica, que se había
desarrollado implicándose en los problemas políticos y sociales de su tiempo.
Esta fue la causa de que la mayoría de sus miembros rompieran con el Partido
Comunista británico hacia 1968.
Pero, a diferencia de lo ocurrido en Francia, estos
hombres se mantuvieron fieles a sus ideas, como ocurrió con Edward Thompson, que
participó activamente en la lucha por la paz, y se reafirmó en sus principios
cuando en 1991 volvió a la historia con Customs in common.
Lo mismo ocurrió, aunque de un modo distinto, en un
caso como el de Eric Hobsbawm, que no rompió formalmente con el partido, pero
que se mantuvo intelectualmente independiente, y que dedicó sus últimos libros
a analizar la crisis del socialismo, tanto en su vertiente revolucionaria como
en la socialdemócrata25, y a proponernos, ante la caótica situación de
comienzos del siglo XXI, que “una vez más, ha llegado la hora de tomarse en
serio a Marx”,recuperando su instrumental de análisis. “No podemos prever las
soluciones de los problemas a los que se enfrenta el mundo en el siglo XXI,
pero para que haya alguna posibilidad de éxito deben plantearse las preguntas
de Marx”, aunque haya que prescindir de las respuestas que les dieron sus
discípulos. 26
La historiografía marxista actual ha sobrevivido a
la crisis que hundió el “socialismo realmente existente”, aceptando lo que había
de justo en las críticas a que fue sometida y ha incorporando lo que había de
positivo en unas propuestas alternativas que han ido decayendo, sin mostrarse a
la altura de sus ambiciones. Ha retenido elementos del giro cultural
asociándolo, como ha dicho Geoff Eley, a un retorno a la historia social que
compagina una variedad de modos de mirar al mundo, tanto en el pasado como en
el presente27. Ha roto con las escalas tradicionales del espacio y del tiempo,
con el fin de reemplazar las viejas interpretaciones lineales por otras capaces
de percibir la diversidad, y de sustituir el mito de la continuidad por la
búsqueda de la contingencia. Ha abandonado los restos de un eurocentrismo
originario para abrirse a los desafíos de la world history y de la big history.
Y tiene todavía el reto de desarrollar lo que se inició como “historia desde
abajo” en la línea que propone Ranahit Guha, el inspirador de la escuela de los
estudios subalternos, cuando reclama la necesidad de abandonar la tradición
narrativa clásica para nuevas buscar formas que nos permitan incorporar al
relato todas las voces de la historia.28
Pero el mayor de los desafíos que se plantean hoy a
los historiadores marxistas es el de contribuir al análisis de la gran mutación
del capitalismo que estamos viviendo. Un cambio que comenzó en los años setenta
del siglo pasado como una “gran divergencia” en el reparto de los beneficios de
la producción entre trabajadores y empresarios (que acabó convirtiéndose en la
diferencia creciente que separa hoy a los pobres de los ricos), y que nos está
llevando a una desigualdad extrema, que no sólo está conduciendo a empeorar los
niveles de vida de los más, sino que se ha llevado por delante,
complementariamente, una parte considerable de nuestras libertades. 29
El último análisis del Crédit Suisse muestra que un
8’6% de los más ricos reúnen más del 85% de la riqueza mundial, mientras que el
70% de los más pobres no llegan a poseer ni un tres por ciento. Pero el rasgo
más alarmante de estos cálculos es el que se refiere a la rapidez con que la
desigualdad crece de un año a otro, lo que ha llevado a Danny Dorling a decir
que si este ritmo continuase: en pocos años “el uno por ciento de los más ricos
del planeta lo poseerían todo y los pobres no tendrían nada”. 30
Una situación que un gran empresario
norteamericano, Nick Hanauer, analiza diciendo que, si bien alguna desigualdad
es necesaria para el funcionamiento de una economía capitalista, el grado
actual de acumulación de la riqueza está convirtiendo nuestra sociedad en cada
vez más semejante a la feudal. “Ninguna sociedad –dice- puede tolerar este
nivel de crecimiento de la desigualdad. De hecho, no hay ejemplo en la historia
de la humanidad de que se haya acumulado una riqueza semejante y no hayan
aparecido las horcas de la rebeldía.
Mostradme una sociedad muy desigual y os mostraré
un estado policía. O una insurrección. No hay ejemplos en sentido contrario. No
se trata de si ocurrirá, sino de cuándo ocurrirá”. 31
No estamos hablando de una crisis de la que se esté
saliendo con una lenta recuperación, como pretenden hacernos creer quienes la
comparan con la de los años treinta del siglo pasado, sino de una auténtica
mutación que se ha instalado para durar: de un cambio en las reglas del juego,
que condiciona los caminos del futuro. Un artículo publicado en Expansiónhace
pocos días, el 22 de noviembre, afirma que “ni el PIB, ni el paro, ni la
inflación, ni la inversión, ni el déficit se recuperarán” en los cinco años
próximos, a lo que añade otra estimación según la cual no se volverá a alcanzar
el nivel anterior a la crisis “ni en 2033”. 32
Eso, además, si la subida de los tipos de interés
que se anuncia a corto o medio plazo no agrava la situación de una economía
como la española, fuertemente endeudada, ni se produce otra recesión en la
Eurozona, como hay indicios de que pueda suceder.
La función del historiador consiste, en este caso,
en desvelar las razones que frustraron las perspectivas de lo que en 1917
parecía que iba a ser un siglo de revolución social: una trayectoria que fue
capaz de obtener en la Segunda guerra mundial la victoria sobre el fascismo, y
que garantizó, en las décadas que siguieron a su fin, la implantación del
estado de bienestar y unos años en que los ingresos de los de abajo crecían más
que los de los de arriba, sin que ello fuese obstáculo para el florecimiento de
la producción y de la riqueza. ¿Por qué falló esta trayectoria de progreso?
¿Cuáles fueron las razones que explican la mutación que se inició en los años
setenta? En un libro que ha ejercido una gran influencia Thomas Piketty viene a
decirnos que la desigualdad, la superioridad de la acumulación del capital
sobre el crecimiento económico, es un rasgo permanente de la historia y que,
tras haber pasado por esta anómala etapa en que soñamos en cambiar las cosas,
el futuro vuelve a ser del capital y de la riqueza heredada.
Quienes no aceptamos que la aspiración a un mundo
más igual sea algo a lo que haya que renunciar, tenemos la obligación de ayudar
a desvelar, a través del análisis del pasado, los mecanismos que han conducido
a esta situación, con el fin de contribuir a despertar las energías colectivas
que son necesarias para combatirla. En un libro que apareció póstumamente
Edward Thompson evocaba aquella aspiración a una democracia social plena,
nacida en la posguerra de 1945 al calor del antifascismo, que frustró la guerra
fría. Y sacaba de ella una gran esperanza para el futuro, si éramos capaces de
recuperar aquellos valores. ¿Es esto posible? Su respuesta era: “Esta no es una
pregunta que podemos hacer a la historia. Es, en esta ocasión, una pregunta que
la historia nos hace a nosotros”. Unas palabras que tienen plena validez hoy,
cuando todas las conquistas sociales que se habían logrado en dos siglos de
luchas colectivas están amenazadas por una nueva y amenazadora reacción.
Notas:
1 La ideología alemana, en Marx
Engels Werke (en lo sucesivo MEW), Berlín, Dietz, 3, pp. 9-530. De este texto
hay una mala traducción castellana de W. Roces, con erratas que desnaturalizan
su sentido. Sobre esta obra, Auguste Cornu, Karl Marx et Friedrich Engels,
París, PUF, 1970, IV, pp. 170-285; Mario Rossi, La génesis del materialismo
histórico, Madrid, Comunicación, 1971, III, pp. 19194 y, sobre todo, Pierre
Vilar, «Marx y la historia», en Historia del marxismo, Barcelona, Bruguera,
1979, I, pp. 126145.
2 Der achtsehnte Brumaire des
Louis Bonaparte, en MEW, 8, pp. 111-207.
3 Inéditos hasta 1939-1941, pero
desapercibidos hasta les ediciones alemanas de 1952 y 1956, y divulgados tan
solo gracias a la edición inglesa preparada por Eric J., Hobsbawm: Karl Marx,
Pre-capitalis economic formations, Londres, Lawrence and Wishart, 1964.
4 MEW 13, pp. 8-9.
5 MEW 23, pp. 741-791. Sigo la
versión castellana de Manuel Sacristán en Karl Marx Friedrich Engels, Obras,
volumen 41, Barcelona, Grijalbo, 1976.
6 En MEW 34, pp.370-375.
7 Victor Kiernan, “History”, en
David McLellan, ed., Marx: the first hundred years, Londres, Francis Pinter,
1983, pp, 57-102.
8 Carta al director de la revista
Otechesvennie Zapiski, en MEW, 19, pp. 1º7-112. Sobre esta carta, que no llegó
a enviar, véase Haruki Wada, “Marx and revolutionary Russia”, en Theodor
Shannin, ed, Late Marx and the Russian road. Marx and the perifery od
capitalism, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1983, pp. 40-75.
9 Sobre esta cuestión, el libro
de Shannin citado en la nota anterior.
10 Estas cartas se pueden
encontrar en MEW 37, pp, 411-413 y 435-438, y MEW, 39, pp. 205-207.
11 Karl Kautsky, La doctrina
socialista, Buenos Aires, Claridad, 1966, p. 21.
12 Sobre el debate con los
jóvenes, Franz Mehring, Storia della socialdemocrazia tedesca, Roma, Riuniti,
1974, III, pp. 1374-1380, y Gustav Mayer, Friedrich Engels. una biografía,
Mexico, Fondo de Cultura Económica, 1979, pp. 837 y ss. Una revisión del papel
de Engels en George Labica, Francisco Fernàndez Buey et al., Engels y el
marxismo, Madrid, Fundación de Investigaciones Marxistas, 1998.
13 Por ejemplo, G.V. Plejánov, El
materialisme histórico, Madrid, Akal, 1975; Antono Labriola, La concepción
materialista de la historia, Barcelona, Editorial 7 ½, 1979; Karl Kautsky, El
pensamiento económico de Karl Marx, Buenos Aires, Baires, 1974, etc.
14 José Verdes Montenegro, De mi
campo. Propaganda socialista, Madrid, Calleja, 1907.
15 Julián Gorkín, El
revolucionario profesional, Barcelona, Aymà, 1975, pp. 317-318.
16Antonio Gramsci, Il
materialisme storico e la filosofia di Benedetto Croce, Turín, Einaudi, 1956,
donde dedica las páginas 117 a 168 a la crítica del manual (la cita en p. 126).
17.
John Barber, Soviet historians in crisis, 19281932, Londres, Macmillan,
1981; Centre d’Etudes et Recherches Marxistes, Sur le «mode de production
asiatique», París, Editions Sociales, 1969; Roger Bartra, ed., El modo de
producción asiático. Problemas de la historia de los países coloniales, México,
Era, 1975; Stephen P. Dunn, The fall and rise of the Asiatic mode of
production, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1982; Brendan O’Leary, The
Asiatic mode of production. Oriental despotism, historical materialism and
Indian history, Oxford, Blackwell, 1989.
18 He explicado estos errores en
detalle en Josep Fontana, “El pensamiento marxista en España”, en Enrique
Fuentes Quintana, ed., Las críticas a la economía clásica (Economía y
economistas españoles, vol. 5), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2001, pp.
747-763.
19bAntonio Ramos Oliveira, El
capitalisme español al desnudo, Madrid, Librería Enrique Prieto, 1935.
20 Leo S. Klejn, La arqueologia
soviètica. Historia y teoría de una escuela desconocida, Barcelona, Crítica, 1993.
De Diakonoff véase The paths of history, Cambridge, Cambridge University Press,
1999, con un prefacio de Geoffrey Hosling.
21 A Kossok se le dedicó un
volumen, con estudios acerca de su obra y una antología de escritos suyos:
Lluís Roura y Nanuel Chust, eds., La ilusión heroica. Colonialismo, revolución
e independencia en la obra de Manfred Kossok, Castellón, Universitat Jaume I,
2010. Anteriormente se había publicado una compilación de estudios, Manfred
Kossok et al., Las revoluciones burguesas, Barcelona, Crítica, 1983.
22 Sobre los trabajos de reforma
de la enseñanza de la historia en Gran Bretaña, Terry C. Lewis, “The National
Curriculum and history” en V.R. Berghahn y H. Schlisser, eds., Perceptions of
History. An Analysis of School Textbooks, Oxford, Berg, 1987, pp. 128-140. La
cita de la Sra. Thatcher, de Pilar Maestro, “El modelo de las historias
generales y la enseñanza de la historia” en J.J. Carreras y C. Forcadell, eds.,
Usos públicos de la historia, Madrid, Marcial Pons, 2003, p. 219.
23 Richard Rorty, El giro
lingüístico, Barcelona, Paidós, 1990; Hayden White, Metahistory, Baltimore,
Johns Hopkins University Press, 1973 (hay traducción castellana, México, Fondo
de Cultura Económica, 1992), Tropics of discourse. Essays in cultural criticism,
Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1978 y The content of the form.
Narrative discourse and historical representation, Baltimore, Johns Hopkins
University Press, 1990.
24 Jean-François Lyotard, La
condition postmoderne, París, Seuil, 1979; Perry Anderson, Los orígenes de la
posmodernidad, Barcelona, Anagrama, 2000; Frederic Jameson, “Theories of the
postmodern”, en The cultutral turn, Londres, Verso, 1998, pp. 21-32. Frank
R.Ankersmit, “The origins of postmodernist historiography”, en Jerzy Topolski,
ed., Historiography between modernism and postmodernism, Amsterdam, Rodopi,
1994, pp. 87-117; F.R. Ankersmit History and topology. The rise and fall of
metaphor, Berkeley, University of California Press, 1994; Patrick Joyce, “The
end of social history”, en Keith Jenkins, ed., The postmodern history reader,
Londres, Routlege, 1997, pp. 341-365. Una reafirmación de sus principios se
encontrará en el volumen colectivo: Keith Jenkins, Sue Morgan and Alun Munslow,
Manifestos for History, Londres, Routlege, 2007. Michael Roberts, “Posmodernism
and the linguistic turn”, en Peter Lambert and Phillipp Schofield, Making
History: An Introduction to the History and practices of a discipline, Londres,
Routledge, 2004, pp. 227-240.
25 Entrevista sobre el siglo XXI,
al cuidado de Antonio Polito, Barcelona, Crítica, 2000; Guerra y paz en el
siglo XXI, Barcelona, Crítica, 2007 y, sobre todo, Cómo cambiar el mundo,
Barcelona, Crítica, 2011.
26 Cómo cambiar el mundo, p. 25.
27 Geoff Eley, A Crooked Line.
From Cultural History to the History of Society, Ann Arbor, The University of
Michigan Press, 2005, p. 187. Paralelamente, pero con un character menos
personal, el tema se aborda en Geoff Eley y Keith Nield, The Future of Class in
History, Ann Arbor, University of Michigan Press, 2007.
28 Ranahit Guha, Las voces de la
historia y otros estudios subalternos, Barcelona, Crítica, 2002, pp. 17-32.
29 Unas referencias mínimes se
pueden encontrar en J.L. van Zanden, et al., How was life? Global well-being
since 1820, OECD, 2014; Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, Wealth inequality in
the United States since 1913: evidence from capitalized income tax data,
National Bureau of Economic Research, Working Paper 20624, october 2014; Joseph
Stiglitz, “Slow growth and inequality are political choices. We can choose
otherwise”, en Washington Monthly, november/december 2014, etc.
30 Credit Suisse, Global Wealth
Report 2014, Zurich, 19 de septiembre de 2014; Danny Dorling, “Why current
global inequality is unsustainable”, en Social Europe Journal, 28 de octubre de
2014.
31 Nick Hanauer,”The pitchforks
are coming… for us plutocrats”, en Politico Magazine, julio-agosto de 2014;
véase el comentario de Steve Keen, “The revolt of (part of) the top 1% of the
top 1%”, en Real-World Economics Review Blog, 19 de julio de 2014.
32 Estela S. Mazo, “Viaje a la
España de 2019”, en Expansión. Fin de semana, 22 de noviembre de 2014, pp. 4-5.
Ponencia presentada en el
seminario sobre “Historiografía, marxismo y compromiso político en España. Del
franquismo a la actualidad”, organizado por la F.I.M. en noviembre de 2014.
Publicada originalmente en la web de Sin Permiso