Publicado por Francisco Umpiérrez Sánchez
De todos los economistas de la
era capitalista, Marx es el más profundo y complejo. Y la profundidad y la
complejidad en el pensamiento es lo más que se necesita en el mundo de hoy,
para desentrañar su sentido y dibujar la esperanza de un mundo más humano. (Les
recuerdo lo que significa la complejidad: en cualquier fenómeno que se analiza,
aunque a primera vista parezca muy sencillo, participan muchos factores que
están interrelacionados. La interrelación entre dos factores modifica a dichos
factores; y a su vez, estos factores modifican sus relaciones con otros
factores con los que están vinculados, de manera inmediata y de manera mediata,
de modo que la totalidad de los factores adquiere otro estado; y vuelta a
empezar en el análisis. La crisis financiera de 2007-2009 es un ejemplo de la
complejidad del mundo. El mundo no se puede dibujar con líneas rectas y
sentidos claros en un folio en blanco, sino que en dicho folio en blanco hay
líneas curvas, quebradas y superpuestas, zonas vacías y enmarañamiento de líneas).
Aunque el
capitalismo es el modo de producción que a finales del siglo XVIII creó los
derechos humanos, no ha cesado de deshumanizar el mundo. No obstante, a pesar
de la complejidad y profundidad del mundo actual, lo más que domina en el
pensamiento social, por la primacía de los medios de comunicación de masas, es
la simplicidad y la superficialidad. Y muchos periodistas presionan a sus
entrevistados para que respondan con un sí o con un no, pero todo lo que se
puede afirmar está lleno de peros y tal vez. En la sección de El
Capital titulada El carácter fetichista de la mercancía y su secreto,
dice Marx lo siguiente: “Es evidente que, con su actividad, el hombre cambia
las formas de las materias naturales de una forma útil para él. La forma de la
madera se modifica, por ejemplo, cuando se hace de ella una mesa. Esta no deja
de ser madera, algo corriente y sensible. Pero en el momento en que se presenta
como mercancía, se transforma en un objeto sensiblemente
suprasensible”. ¡Una expresión maravillosamente filosófica: objeto
sensiblemente suprasensible! La mesa no deja de ser sensible, pero como
mercancía, se vuelve suprasensible: va más allá de lo sensible. Y es ambas
cosas: sensible y suprasensible. Y cuando es suprasensible, sigue conservando su
sensibilidad, circunstancia que aclararé al final de este trabajo. Y adelanto
una idea para que el pensamiento del lector no se adentre en el terreno
pantanoso de la vaguedad y de la oscuridad, de lo enigmático y de la
extravagancia, a la que son dados algunos filósofos marxistas. Suprasensible,
referido a la mesa como mercancía, significa sencillamente que en la mesa hay
propiedades o determinaciones sociales. La economía convencional es incapaz de
tener esta concepción. De ahí que considere el dinero como un puro objeto y
muchas veces lo llame trozo de papel, aunque después, en la práctica, y esto se
pone de manifiesto en las actuaciones de los bancos centrales en los momentos
de crisis, no trate el dinero como simple objeto, sino como un ente al que está
unido un sinfín de determinaciones sociales. Las determinaciones sociales de
todas las formas económicas, incluidos los nuevos productos financieros, cada
vez son más consideradas y tenidas en cuenta por las principales voces críticas
del liberalismo. Por ejemplo, Bogle, en su libro Suficiente, nos recuerda
unas palabras de San Pablo en el Nuevo Testamento: “Los que quieren ser ricos
caen en la tentación y en el lazo, y en muchas codicias necias y perjudiciales,
que hunden a los hombres en la destrucción y en la perdición. Porque el amor al
dinero es la raíz de todos los males”. Luego, si el dinero, sobre todo en
aquellas personas que quieren ser ricas sin límites, hunden a las personas en
la destrucción y la perdición, y el amor al dinero es la raíz de todos los
males, es evidente que el dinero no es un simple trozo de papel, sino un
poderoso producto social que en cantidades más de las necesarias en manos
privadas causa inmensos males a la sociedad.
El 16 de septiembre de 2008
Bernanke, en calidad de presidente de la Reserva Federal, se presentó en la
Sala Roosevelt de la Casa Blanca para hablar con George W. Bush y
explicarle por qué la Reserva Federal planeaba prestar 85.000 millones de
dólares a American International Group (AIG), la mayor compañía de seguros del
planeta. Esta propuesta chocaba de frente con el principio básico del
liberalismo, mucho más del liberalismo conservador. El propio Bernanke, en su
obra El valor de actuar, nos dice que dos semanas antes, el Partido
Republicano había declarado en su convención de 2008 lo siguiente: “No apoyamos
los rescates estatales de entidades privadas”. A lo que Bernanke
añadió: “La intervención propuesta por la Reserva Federal violaría el principio
básico de que las empresas deberían estar sujetas a la disciplina del mercado y
que el gobierno no debía protegerlas de las consecuencias de sus errores”. Pero
estos son los principios y la teoría, la práctica dice lo contrario. El mercado
capitalista es incapaz de solucionar las crisis; y en los periodos de relativa
estabilidad del mercado, la actuación codiciosa de los agentes capitalistas no
hace sino crear nuevas condiciones para una nueva crisis.
Vayamos a los datos suministrados
por Bernanke. “AIG tenía activos por valor de un billón de dólares. Operaba en
más de 130 países y tenía más de 74 millones de clientes. Ofrecía seguros
comerciales a 180.000 pequeños negocios y a diversas entidades privadas que
empleaban a 106 millones de personas, dos tercios de los trabajadores
estadounidenses”. Con lo dicho basta. Vemos con claridad la enorme dimensión
social que tiene AIG y el cataclismo que crearía en la economía estadounidense
y en la economía global si el Estado hubiera dejado que quebrara. Es obvio
igualmente que el dinero no es un simple trozo de papel, sino un producto
social en el que están implicados complejos y numerosos intereses sociales.
Estas complejas e intrincadas propiedades sociales del dinero, que obliga a la
Reserva Federal a prestarle 85.000 millones de dólares a AIG, pone en evidencia
que el dinero, la mercancía general, es un objeto sensiblemente suprasensible.
En cuanto lo consideremos como un simple trozo de papel, estamos ante un objeto
sensible, pero desde que lo consideramos por lo que representa en las
intricadas relaciones de mercado, vemos que es un objeto suprasensible, que va
mucho más allá de ser un simple trozo de papel. Observamos también de pasada la
contradicción fundamental del capitalismo, tantas veces señaladas por Marx: por
un lado, toda actividad económica, valga como ejemplo la que realizaba AIG con
sus 74 millones de clientes, supone que el aspecto social es lo dominante, que
ninguna actividad económica es posible sin la participación de las grandes
masas sociales, pero después resulta que los grandes beneficios o rendimientos
de ese capital son apropiados de forma privada y en unas cantidades
irracionales. Esta contradicción que la tienen delante de los ojos los
economistas convencionales y los agentes económicos del capitalismo, sean
conservadores liberales o liberales reformistas, siempre la pasan por alto. Y
la solución es clara: hay que cambiar las relaciones económicas entre las
personas en el sentido socialista, en el sentido de que los rendimientos del
capital en todas sus formas tienen que ser distribuidos en su base evitando las
desigualdades extremas, no redistribuirlo después a través de los impuestos. Y
digo de otra forma lo que significa que todas las formas económicas son objetos
sensiblemente suprasensibles: las formas económicas no son cosas u objetos, son
relaciones sociales.
Cambiemos de tercio. Pongamos
otro ejemplo de objeto sensiblemente suprasensible. En una acera al lado de un
supermercado pasean un padre y un hijo de dos años. El padre lleva bajo uno de
sus brazos un perro de plástico con ruedas, de unos 20 centímetros. En un
momento dado el niño se para; y señalando con la mano abierta hacia el perro de
plástico, dice “guauguau”. El padre tardó un cierto tiempo en comprender la
intención del niño, que le vuelve a repetir señalando al juguete “guauguau”. El
padre le da el perro al niño, quien lo pone detrás de él y se pone a caminar
arrastrándolo con una cuerda. A los diez pasos el niño coge el perro de
plástico se lo pone bajo su brazo y le da la mano al padre y siguen caminando.
El perro de plástico es un objeto sensiblemente suprasensible.
Los filósofos metafísicos,
alimentados en la actualidad por el empirismo y el positivismo -el mismo
alimento filosófico que consumen los economistas convencionales-, cuando
analizan el valor semiótico del perro de plástico, lo hacen aislando el perro
de plástico de las relaciones sociales de las que forma parte; y así lo
convierten en un objeto enigmático. El niño llama “guauguau” al perro de
plástico. Pero esto no es un invento lingüístico suyo, son sus padres quienes le
han enseñado a llamar al perro de plástico así. Luego su aprendizaje
lingüístico y el significado nominativo de la expresión “guauguau” es fruto de
una relación social: la del niño con sus padres. Ya vemos que el perro de
plástico se convierte en portador de una relación social: la del niño con sus
padres. Pero el niño también llama “guauguau” a los perros reales, y por la
misma causa social. De manera que también los perros reales se convierten en
portadores de relaciones sociales.
En la sección antes referida
de El Capital, Marx dice lo siguiente: “A primera vista, una mercancía
parece un objeto trivial, obvio. De su análisis resulta que es una cosa muy
complicada, llena de sutilezas metafísicas y de caprichos teológicos”. Lo mismo
sucede con el perro de plástico, aunque en un grado notablemente menor. El niño
llama “guauguau” a todas las clases diferentes de perros, a sus variadas razas.
De manera que, desde el principio, con solo dos años, el niño empieza a
generalizar y a hacer abstracción de las diferencias entre las distintas clases
de perros. Pero también llama “guauguau” a todos los individuos de una misma
clase de perros. Luego, también lleva a cabo un proceso de generalización en el
ámbito de una misma clase de perros y a hacer abstracción de las diferencias
individuales. Pero la cosa no queda ahí: llama “guauguau” tanto a un perro real
como a un perro de plástico, de manera que rompe la barrera ontológica entre
los seres reales, los perros reales, y los seres ideales, los perros de
plástico, los juguetes. Vemos entonces cómo con la participación del lenguaje
en su función nominativa, el perro de plástico del niño forma parte de un mundo
que va más allá de lo sensible: el mundo suprasensible, el universo
lingüístico, repleto a su vez de complejidades e interrelaciones estructurales.
Pero vemos igualmente que la palabra en su función nominativa ya tiene
componentes conceptuales: la generalización y la abstracción. Es evidente, de
acuerdo con Marx, que en este ejemplo están presente los caprichos teológicos y
que, por consiguiente, el perro de plástico no es un objeto trivial, sino un
objeto sensiblemente suprasensible.
Retornemos, por último, a la
mercancía. John. C. Bogle, fundador y ejecutivo principal del fondo de
inversión Vanguard, distingue entre el valor inmanente de las empresas y
el precio de las acciones. Y señala que todos los fondos de inversión y otros
agentes financieros que se mueven en el corto plazo con fines especulativos,
hacen que los precios de las acciones no se correspondan con el valor inmanente
de las empresas. Bogle carece de formación filosófica e ignora que la categoría
“inmanente” pertenece a la siguiente la unidad de contrarios: inmanente y
trascendente. Aunque Bogle reconoce que hay un valor inmanente de la empresa,
no dice en ninguna ocasión cuál es la naturaleza de este valor inmanente, cuál
es su sustancia social. Pero del mismo modo que Bogle reconoce que las empresas
tienen un valor inmanente, que en muchos casos está a mucha distancia del
precio de las acciones que en la Bolsa representan el capital de las empresas,
debería reconocer entonces que las mercancías, sean bienes o servicios, tienen
igualmente un valor inmanente. Y no hay mejor economista y filósofo que Marx
para aclarar y fundamentar la naturaleza inmanente del valor de las mercancías
y de las empresas. Así que vamos a por ello.
Bogle quiere recuperar el
espíritu del capitalismo del siglo XVIII, en especial por ser más ético, esto
es, por tener más en cuenta los intereses de la sociedad. Así que debemos recuperar
el espíritu teórico de Adam Smith y David Ricardo, pero también deberíamos
recuperar el espíritu teórico de John Locke y Henry George, y muchos otros.
Debemos recuperar el espíritu de todos aquellos pensadores que hacían del
trabajo la base del derecho a la propiedad. Pero el concepto de propiedad no
aparece como concepto principal en los trabajos teóricos de todos los liberales
críticos con el capitalismo actual, pero tampoco el concepto de trabajo. En vez
del concepto de trabajo, aparece con carácter hegemónico el concepto de mérito,
un concepto que la economía convencional no ha definido ni ha sido capaz de
cuantificar. Y con respecto a la propiedad, los liberales críticos siguen
teniendo una fe instintiva en el mercado. Reconocen que el Estado debe
supervisar y regular el mercado, en especial el mercado financiero, pero
siempre que el mercado sea la clave del desarrollo económico. Surge con
facilidad la pregunta que no formulan los liberales: ¿Debe el Estado estar al
servicio y bajo el mando del mercado o debe el mercado estar al servicio y bajo
el mando del Estado? Es obvio que quienes defienden la primera opción son los
liberales y socialistas reformistas, mientras que los que defienden la segunda
opción son los socialistas radicales. ¿Y qué es un socialista radical?
Respuesta fácil: aquellos que consideran que la propiedad privada debe estar
bajo el dominio de la propiedad pública, que los intereses particulares deben
estar bajo el poder de los intereses sociales, y que el mercado debe estar bajo
el control y dominio del Estado. Y cuando esto suceda, el mundo no se acabará
ni irá a la perdición, todo lo contrario: se volverá más humano. Se hará el
reino de los cielos, del que hablan los cristianos, en la Tierra. Y esto no es
una utopía; es lo que demandan los liberales críticos, aunque con el ropaje
capitalista, del que no se pueden desprender. Y la razón: son reformistas y no
radicales.
Marx nos habló, en El
Capital, del carácter doble del trabajo representado en las mercancías. Y a
este propósito dice dos cosas: una, que la naturaleza doble del trabajo
contenido en las mercancías la ha demostrado él por primera vez de un modo
crítico, y dos, que este hecho es el punto en torno al cual gira la comprensión
de la economía política. Y sabemos cómo ha procedido la economía convencional
actual con respecto a este asunto: ha desterrado el trabajo por completo de sus
teorías y lo ha sustituido por el concepto más que impreciso de mérito; al
igual que ha desterrado el concepto de propiedad.
Afiancemos más esta idea. La
mercancía es un objeto doble: valor de uso y valor. La economía convencional
reconoce este carácter doble, aunque en vez de una manera inmanente lo hace de
una manera trascendente: valor de uso y precio. Lo que le sucede a la economía
convencional es que ignora que las características que tiene el trabajo en
tanto están representadas en el valor de uso no son las mismas que cuando están
representadas en el valor. Esto hace que Jevons, y con él todos sus seguidores,
que son la mayoría de los economistas burgueses, exprese el valor en términos
de utilidad y necesidad, esto es, confunde el valor de uso y el valor. Es como
si en el ámbito de la religión se confundiera el alma con el cuerpo y se
expresara la esencia del alma en términos de características corporales.
Veamos, en palabras del propio
Marx, el carácter doble del trabajo representado en la mercancía: “Por un lado,
todo trabajo es gasto de fuerza de trabajo en el sentido fisiológico, y en esta
calidad de trabajo humano o de trabajo abstractamente humano constituye el
valor de las mercancías. Por otro lado, todo trabajo es gasto de fuerza de
trabajo humano en forma específica y determinada por su fin y es esta calidad
de trabajo útil concreto produce valores de uso”. Que el trabajo útil produce
valores de uso es algo obvio y no genera problemas epistemológicos, mientras
que el gasto de fuerza de trabajo sin tener en cuenta la forma de gastarlo
constituye el valor de las mercancías, sí contiene serios problemas
epistemológicos. Pongamos un ejemplo: si en la producción de una mesa un
carpintero ha empleado 8 horas de trabajo social medio, bajo el punto de vista
sensible es imposible observar en la mesa esas 10 horas de trabajo. Marx lo
expresa en estos términos: “En contraste directo con la burda objetividad
sensible de los cuerpos de las mercancías, no penetra en su objetividad de
valor ni un átomo de materia natural”. Dicho de otra forma: el valor existiendo
en la mercancía no es perceptible. En palabras de Marx: “…se le pueden las
vueltas que se quieran a una mercancía, mas como cosa de valor permanece
inasequible”. Es conveniente saber con qué problemas epistemológicos te
encuentras cuando quieres demostrar la forma de existencia del valor. Y en
estos casos, al no poder recurrir a la percepción, solo te queda la
representación.
Así que podemos reconocer que la
sustancia del valor es el gasto de fuerza de trabajo social medio, pero hay un
problema epistemológico: carece de objetividad. ¿Cómo se resuelve este problema
de la objetividad del valor de las mercancías? Esta es la respuesta que da
Marx: “…las mercancías solo poseen objetividad de valor en tanto son expresión
de la misma unidad social, del trabajo humano; que su objetividad de valor, por
tanto, es puramente social, y se sobreentiende entonces que solo puede
presentarse en la relación social de una mercancía con otra”. Igual que la
objetividad del valor semiótico del perro de plástico solo puede presentarse en
la relación social del niño con su padre.
Por lo tanto, las mercancías en
tanto valores son objetos sensiblemente suprasensibles. Sabemos que Marx,
en El Capital, demostró con un rigor que hace época cómo la mercancía se
transformó en dinero. Y que la objetividad del valor, el valor existiendo de
forma objetiva, es el dinero. Por eso, el dinero no es un simple trozo de
papel, sino un complejo jeroglífico social. El dinero no es una cosa dada, sino
un producto histórico, resultado de una evolución histórica de
siglos. Esta preocupación que tienen todos los liberales por aquellos
capitalistas que aman en exceso el dinero y que se despreocupan por completo de
los intereses sociales, este robo del alma del capitalismo del que se queja
Bogle, no es más que el reconocimiento aún inconsciente de que el dinero es
signo de trabajo y que tiene un carácter social. Y el legítimo propietario de
lo que es social solo puede ser la propia sociedad. De modo, y siendo
consecuentes, el mercado debe estar al servicio del Estado y no el Estado al
servicio del mercado. Ya va siendo hora que los liberales críticos abandonen
esa fe romántica e ilusoria en las fuerzas del mercado como medio exitoso para
resolver los graves y complejos problemas sociales de la actualidad.
Por último, aclaremos por qué lo
suprasensible es también sensible, porque la mercancía yendo más allá de lo
sensible no puede escapar de lo sensible. En la religión cristiana encontramos
un problema análogo. Dios es una sustancia suprasensible, esto es, no es
sensible, los sentidos no pueden darnos cuenta de su existencia. Dicho de otro
modo: Dios carece de objetividad. ¿Cómo resuelve la religión el problema de la
objetividad de Dios? Respuesta: por medio de Jesucristo. Jesucristo es Dios
hecho hombre. Así Dios se volvió sensible y objetivo. No dejó de ser Dios, pero
se volvió sensible. La Semana Santa española es el mejor ejemplo de cómo Dios
es reconocido en todo su sensible esplendor. Lo mismo sucede con el valor. En
la mercancía aislada es imposible captarla porque carece de sensibilidad y de
objetividad, pero en la relación entre las mercancías, cuya evolución histórica
transformó a una de ellas en dinero, se obró el milagro: adquirió sensibilidad.
Así como Dios existe de forma sensible como hombre, el valor existe de forma
sensible como dinero, y en su forma originaria y más esplendorosa como oro. Y
este enorme poder sensible del oro como dinero lo expresa Cristóbal Colón en
una carta escrita desde Jamaica en 1503: “El oro es algo maravilloso. Quien lo posee
es dueño de todo lo que desee. Gracias al oro se pueden incluso enviar almas al
paraíso”. (Estas palabras de Colón las he tomado de El Capital de
Karl Marx).
Aunque después, cuando se separó
la sustancia de la función, el dinero se sustituyó por simpes signos de sí
mismo, el dinero no dejó de ser un complejo producto social y un objeto
sensiblemente suprasensible.
Fuente: https://fcoumpierrezblogspotcom.blogspot.com/2025/09/objeto-sensiblemente-suprasensible.html